martes, marzo 31, 2015

Sí, también es un gran escritor

por Gustavo F. Gros para Hacerse la crítica


Algunas consideraciones sobre Del caminar sobre hielo de Werner Herzog. Supongamos una utopía semiótico-greimasiana pos estructuralista: supongamos que Del caminar sobre hielo no tiene autor (apenas un enunciador); es más, supongamos al mismo tiempo la utopía propuesta por George Steiner en Presencias reales (1989) y asumamos que la obra no tiene ninguna conexión con la crítica, las reseñas, los análisis críticos, e, inclusive, con las voluntades estéticas circundantes con las que se podría relacionar el texto. Digamos que a Del caminar sobre hielo lo escribió algún “anónimo”, en alemán, en el año 1974 supuestamente, y dejó el manuscrito tirado en un bar. Asumamos todas estas utopías y nos preguntemos cuál es, realmente, el valor literario de Del caminar sobre hielo.

Muchos. Todos.

Del caminar sobre hielo es una pequeña joyita literaria. Conjuga un estilo narrativo bien yanqui: oraciones cortas, despojadas, precisas, descriptivas, sin metáforas casi, impresionistas -más que expresionistas lo cual siempre es una virtud en un enunciador alemán- junto a uno de los fetiches literarios más celebrados de todas las épocas: los diarios de viajes. Poco importa si esos casi treinta días que narra el texto son verdad o mentira. Poco importa si un 5, 10, 50, 85, 100% de las situaciones han sido inventadas o realmente vividas. Como ficción plena, es una idea maravillosa llevada a cabo con una imaginación frondosa (similar, quizás, a la que suele exponer Cormac McCarthy cuando construye sus infiernos). Como registro documental de un viaje, es detallista y certero, fotográfico más que cinematográfico. Como manifiesto religioso, es de un misticismo encomiable: un tipo camina desde un país a otro de Europa intentando que, a través de su brutal cansancio (¿sacrificio, martirio, santidad pagana…?), una mujer postrada y enferma no se muera. Como manifiesto político, es el interesante viaje de un hombre de 31 años de edad desde la ciudad más poderosa y rica de Alemania (Munich) hacia la ciudad estrella de la intelectualidad europea por antonomasia, París; es decir, es el viaje desde una ciudad urbano-industrial a otra, treinta años después de la guerra más devastadora de todas, mostrando, en el medio del viaje, todo lo que queda o sigue quedando de esa Alemania-Francia campesina, rural, periférica, primitiva que, en cierta forma, retroalimenta a esa otra Alemania-Francia industrial, intelectual y artística (el pasaje donde el enunciador discute con el dueño de un negocio de fotos de un pueblo que no le quiere vender los rollos de filmación porque cerraba a las 5 de la tarde puntualmente, es un ejemplo más que simbólico al respecto).

Ahora bien, anulemos las torpes fantasías semióticas y digamos que el autor existe, no es ningún anónimo, es, quizás, el director de cine vivo más importante del mundo, se llama Werner Herzog, es alemán, es el mismo que filmó la mejor película de todas las épocas, Fitzcarraldo (1982), y es el mismo que con igual tino (talento) escribió un diario de filmación sobre la misma película al que tituló como Conquista de lo inútil (2008). Es decir, resemanticemos el libro a través de lo que el nombre y el peso propio de su autor pueden aportar. Ahí es donde Del caminar sobre hielo se vuelve una suerte de ejercicio íntimo de la voluntad hipnótico; es decir, un documento bien herzoguiano cifrado en un formato literario que, no obstante, guarda una coherencia estética y espiritual absoluta con esos ejercicios íntimos de la voluntad expuestos por Herzog en formato cinematográfico. El mismo Herzog de Fitzcarraldo como escritor y director de cine, es el mismo Herzog que camina entre la ruralidad -por momentos esplendorosa, por momentos decadente- de una Alemania invernal buscando (¿?) que la crítica alemana de cine Lotte Eisner sobreviva a su internación por enfermedad, porque, en palabras del mismo Herzog, “el cine alemán aún no podría prescindir de ella”.

El mismo Herzog que cinematográficamente siempre se ha destacado como documentalista más que como un creador de ficciones, es el mismo Herzog que como escritor documenta sus dolores, pensamientos, cansancios, hambres, pasiones, obsesiones, fisiologías, visiones, sueños, anécdotas, superficialidades, redenciones, martirios en su solitario caminar de casi un mes por el noreste de Europa.

Best-Werner-Herzog-FilmsDel caminar sobre hielo es otro documental de Herzog expresado bajo una estética literaria con eficiente estilo narrativo y una dinámica impresionista sumamente atractiva. Cada pequeña oración, es un hecho. Cada hecho es una persona, un paisaje, un estadio del día, un pensamiento, una añoranza, un pueblo, un árbol, una nimiedad, una casa, una luz, una sombra, un paso más yendo desde Munich a París. Cada pequeña oración es un paso más que Herzog nos invita a dar según él dio aparentemente. Por eso, recién en el año 78, cuatro años después del viaje, Herzog decidió hacer público este documento. Por eso recién después de que se aseguró durante cuatro años que todos estos escritos podrían tener algún valor literario, los hizo literatura.

Sin embargo, a pesar de este valor literario mencionado, la palabra “documental” sigue sobrevolando, mezclando, infectando, intertextualizando y relacionando al Herzog documentalista y cineasta, con el Herzog documentalista y literato. Supongamos, una vez más entonces, que usamos esa voz en off solemne, por momentos irritantemente lenta, impostada y, sobre todo, falsa que Herzog usa en casi todos sus documentales para leer este viaje, este diario de viaje, a este Herzog en primera persona caminando con el tendón de Aquiles inflamado. Supongamos que esa voz en off lee en voz alta, línea por línea, Del caminar sobre hielo. Supongamos que Herzog, con esa voz en off, se lee su propia voz (literaria). El contraste sería, por momentos, devastador. No hay misterios ni revelaciones en Del caminar sobre hielo. No hay viajes místicos ni oníricos -por más que a veces coquetee con los mismos- como sucedió con ese monje con la frente llena de callos en La rueda del tiempo (2003) con el que Herzog se intentó comparar en el documental. No hay suspenso, no hay peligros, no hay selva pornográfica, no hay disparos, no hay flechas indias, no hay enfermedades incurables, no hay expresionismos, no hay óperas, no hay mayor acecho de la muerte, no hay extremismos de ningún tipo. La voz en off con la que Herzog suele imprimir a sus documentales una dosis sobreactuada de objetividad y trascendentalismo aquí nada más serviría para ridiculizar el texto como se lo ha hecho en esa maravillosa parodia de “¿Dónde está Wally?” que se puede ver en youtube*(Aquí se puede ver el “¿Dónde está Wally?” con la recreación paródica de la voz en off de Herzog). Es decir, si Herzog usara su voz documental y cinematográfica para aplicar en este texto documental y literario, el resultado no sería otro más que una hilarante parodia sobre sí mismo.

Y es justamente aquí, en la frontera con la parodia, donde el carácter literario de Del caminar sobre hielo cobra plena importancia: el texto es una obra literaria escrita en clave literaria. Por eso es más bien fotográfica que cinematográfica. Son impresiones más que expresiones. Son impresiones que sólo pueden cobrar un relieve trascendental (simbólico, metafórico y artístico) a través del lenguaje escrito. De allí que haya un poco (mucho) de simulacro de la corriente de la conciencia a lo Faulkner más que a lo Joyce. De allí que haya un poco (mucho) de realismo falseado -elipsis mediante- más que de naturalismo fidedigno.

Sin embargo, hay otro dato que el Herzog documentalista-cinematográfico le puede aportar, en contraste, al Herzog documentalista-escritor para potenciar a este último. En el 2010, Herzog estrenó un documental en 3D llamado La caverna de los sueños olvidados. En este documental, Herzog muestra la famosa Cueva de Chauvet en Francia y las pinturas que ahí adentro se encuentran pintadas desde hace más de treinta mil años. Son, supuestamente, el registro de pinturas más viejas que tiene la humanidad. Sin embargo, cuando uno ve finalmente las pinturas, no hay nada místico o revelador en las mismas. Más allá de la belleza que uno le pueda encontrar o no a las pinturas -y que el 3D de Herzog potencia- no hay nada mayormente trascendental en esas pictografías que las que uno puede encontrar en los graffities pintados en los trenes que encolerizan tanto a Randazzo. Son eso: graffities primitivos del hombre recreando su (medio)ambiente inmediato: animales, ríos, montañas, hombres. Un mero registro de territorialidad. No hay naves espaciales, ni dioses, ni ningún dato simbólico con el que uno podría especular sobre un conocimiento antiguo, vedado y fundamental para la existencia humana del presente. Herzog lo advierte. Sí, las pinturas son lindas y nada más. Por eso comienza a hacer foco en la locura paranoica que se establece alrededor de la caverna: miles de euros se gastan al año para preservar al lugar con las tecnologías de seguridad y aislación más modernas que existen. Apenas una semana al año se abre la cueva para que los especialistas y eruditos científicos más sobresalientes en su área entren a la cueva e investiguen las mismas pinturas que desde hace décadas investigan. De allí que Herzog simula involuntariamente, filmar ese “ridículo” humano en el que se transforman esos “formidables” eruditos al ser entrevistados y mostrar “un conocimiento supremo” que, claramente, no sirve para nada. El ejemplo más patético es cuando muestra a uno de estos científicos intentando usar de manera fallida y grotesca los métodos con los que supuestamente cazaban los antiguos hace treinta mil años. Herzog entiende que lo importante en ese documental no son las pinturas o lo que se dice o puede decir de ellas, si no, en todo caso, la pasión íntima y total con la que cada uno de los involucrados se relacionan con las mismas; es decir, ese apasionamiento conque las investigan, analizan, viven y desviven por más ridículos o sabios que parezcan. El final del documental con el cocodrilo blanco y su retórica es una maravillosa síntesis de este espíritu pasional buscado y su actualización permanente dentro del espíritu humano a pesar de que pasen miles y miles de años.

Pues bien, en Del caminar sobre hielo, el 90% de las situaciones que Herzog va viviendo en su periplo son totalmente intrascendentes. Sentarse a ver un pájaro, tomarse una cerveza en un bar, ver fragmentos de una revista porno, el dolor de una ampolla, la lluvia, la nieve, una casa irrumpida, una brújula perdida, no hay nada mayormente interesante en el sentido trascendental en el que uno espera encontrar en un viaje herzoguiano de este tipo. No es Fata Morgana (1969). No hay descubrimientos ni revelaciones poderosas. No hay aventuras ni personajes descabellados. Hay lo que queda del ruralismo de un país hiper industrial renacido de sus propias cenizas para volverse en tiempo récord, potencia mundial. Si Herzog hubiera filmado este viaje, más allá de algunas bellas imágenes tomadas en algún que otro paisaje, no hubiera encontrado fílmicamente hablando nada mayormente relevante de la condición humana. Siquiera de su condición personal. Sin embargo, esas imágenes intrascendentes, esa acumulación de momentos mínimos al ser registrados en clave literaria, cobran una singularidad poderosa: en vez de viajar por Alemania y Francia, viajamos por dentro de Herzog y su conciencia: vemos el mundo a través de sus ojos. Vemos el mundo construido a través de un lenguaje literario despojado y en esta construcción, es que lo intrascendente se vuelve o puede volver metafórico, simbólico y hasta épico en cierto sentido como bien ya mencionamos.

Del caminar sobre hielo es un texto relativamente corto, bellamente editado, donde caminamos por los campos alemanes y franceses con un director de cine que si bien ya tenía un nombre en aquel año 74, todavía no era la leyenda que es hoy casi 40 años después. Del caminar sobre hielo es una experiencia más del mejor Herzog: el Herzog documentalista que encuentra en su propio lenguaje literario, esa cámara, esa fotografía, ese sonido, esa voz en off propicia para, con la excusa de “salvar” a Lotte Eisner, probarnos una vez más la condición humana; la condición herzoguiana dentro de la condición humana. La que Herzog entiende, más bien, como la misma: esa donde se pasan barcos por una montaña; esa donde se escalan cerros argentinos inalcanzables para demostrar un amor sincero; esa donde él, y solamente él, puede pasar un barco por una montaña y filmar la punta de un cerro argentino alcanzado por amor.

Esa donde después del caminar hasta París, Lotte Eisner vivió nueve años más.


lunes, marzo 30, 2015

En el camino

Por Pablo Chacón para Télam



En Del caminar sobre hielo, el cineasta, escritor, guionista y actor Werner Herzog recrea su viaje a pie, desde Munich a París, cuando un amigo lo entera de la inminente muerte de Lotte Eisner, la crítica de arte que formó a buena parte de la generación de intelectuales que en la segunda posguerra abrevó en el expresionismo de la primera y se lanzó al mundo abominando de un nacionalismo vergonzante.

El libro, publicado por primera vez en España, apenas se conocía en la Argentina. Ahora, la editorial Entropía, en traducción de Ariel Magnus, recupera aquel formidable diario de viaje que luego este artista exploraría en otros formatos y otras geografías hasta el día de la fecha.
“A fines de noviembre de 1974 me llamó un amigo desde París y me dijo que Lotte Eisner estaba muy enferma y que probablemente moriría, a lo que yo dije que no podía ser, no en este momento, el cine alemán no podía prescindir de ella, no debíamos permitir que eso sucediera”, cuenta Herzog. Así las cosas, “agarré una campera, una brújula y un bolso con lo estrictamente necesario (…) Tomé el camino más recto hacia París, con la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie”, agrega.

Y así fue: Eisner murió en 1983, y esa suerte de ordalía por la que pasó el director de Nosferatu, lo dejó en un estado -digámoslo, de gracia- imprescindible para acometer otros proyectos en el futuro que sonaban imposibles.

 Herzog nació en 1942. Ha filmado documentales, películas de ficción, adaptaciones; ha montado puestas en el Amazonas; ha conversado con asesinos que esperaban condena a muerte, ha recorrido el Golfo pérsico después que los norteamericanos destruyeran todos los pozos de petróleo durante la guerra homónima, etcétera.

Desde Munich a París no hay mucho más de 400 kilómetros. El autor de este libro (que también registró la experiencia en el Amazonas, Conquista de lo inútil, también publicado por la misma editorial), habría que decir que no es un caminante perezoso o un hedonista de esos que ahora proliferan para bajar las panzas atiborradas de cerveza.

En principio, elige senderos más que rutas; está en silencio y avanza; reniega de los lugares muy poblados; habla poco; se concentra en observar, establecer puentes con los diversos animales que todavía resisten en el corazón mismo de Europa; lo suyo, antes que turismo-aventura, o guiones predigeridos, es un homenaje.

Lotte Eisner había corrido la suerte de muchos disidentes en la república de Vichy: trasladada a un campo de concentración en los Pirineos, logró escapar y volver a París, donde Henri Langlois, que estaba poniendo a punto la cinemateca que tanta importancia tuvo durante mayo del 68, le consiguió un trabajo y la protegió.


Allí trabajó hasta un año después del viaje de Herzog: su demostración de generosidad y entrega por el espíritu de Eisner lo acompaña aun hoy, siempre enfebrecido por capturar imágenes imposibles, personajes imposibles, puntos de fuga para recorrer un mundo digitalizado, vigilado, administrado, regimentado, normalizado y escaneado en la mayoría de sus dimensiones.

miércoles, marzo 25, 2015

Hacia rutas salvajes

El vía crucis primal de Herzog

Por Miguel Zeballos para Revista Veintitrés




"Nuestra Eisner no debe morir, no va a morir, yo no lo permito. No morirá, no. No ahora. No lo tiene permitido”. Con esta declaración desesperada, Herzog inicia el vía crucis que lo llevará a París, el lugar donde Lotte Eisner, la gran teórica del cine alemán, lo espera moribunda. Hasta acá, nada excepcional, salvo que lo excepcional es una marca que Herzog lleva en la piel escrita con fuego, y salvo que el recorrido Munich-París lo hace caminando.

Herzog es primitivo, su conciencia está ligada al grito del tiempo, a cierta comunión ancestral, un rito que en este caso se refleja en la experiencia de caminar, pero podría ser cualquier cosa con tal de salvaguardar al mito y a la épica (el mito sería Lotte Eisner, él mismo es la épica).

Herzog –y su cine– ha perseguido desde siempre lo imposible: más que un cineasta, es un lobo rondando las cuevas de Altamira, un cuerpo marginado, o marginal, del mismo modo que lo fue Kaspar Hauser, Aguirre o Cobra Verde, por nombrar unos pocos ejemplos: “El hombre de la estación de servicio me dirigió una mirada tan irreal que me fui rápido al baño para cerciorarme frente al espejo de que aún tengo aspecto humano”, dice en unos de sus descansos de pies ampollados.

Herzog es tenaz. Lo que escribe, lo que filma, está unido de manera sanguínea a lo que vive, es prácticamente lo mismo. Para él, el destino es trashumante, se mueve para donde se muevan sus ojos, o sus piernas.

La misma animalidad intrínseca que contiene su cine se esboza en este libro, la misma nube espesa flotando en el aire, esa especie de brusca aventura del silencio.

sábado, marzo 21, 2015

Del caminar sobre hielo como viaje espiritual

Sección El señalador del diario La Nación

La idea pudo haber sido fruto de la imaginación afiebrada de Fitzcarraldo o Aguirre, dos de los personajes más memorables de Werner Herzog. Pero esta vez los hechos no provienen de la ficción, sino de la realidad más vívida y su protagonista no es otro que el genial realizador alemán. Del caminar sobre hielo (Entropía) tuvo una primera edición en 1978; recoge las anotaciones que el creador de Nosferatu hizo durante su viaje entre Munich y París, adonde llegó para visitar a Lotte Eisner, uno de los emblemas de la crítica europea, conciencia del nuevo cine alemán y una estudiosa del movimiento expresionismo.


Se hizo de una campera, una brújula y un bolso, y en noviembre de 1974 emprendió viaje. Lo que sigue son las anotaciones de un caminante impenitente, que deja constancia del mundo y de los hombres que encuentra a su paso después de observarlos con su mirada curiosa y tan personal. En el epílogo, el realizador le agradece a Eisner que le dio alas. Es el mismo vuelo que durante años emprendieron los agradecidos seguidores del cine de Herzog.

jueves, marzo 19, 2015

Cuento para una persona, de Laura Petrecca

Reseña de Franco Castignani para Revista Otra Parte


Si hay algo que probablemente distingue a la poesía más interesante de este siglo que recién comienza es su propuesta —y su apuesta— anfibológica: el intento de afirmarse desde un lugar intermedio entre los distintos discursos y retóricas que articulan la lengua en un momento determinado y que de alguna manera le imponen su dinámica. El lugar intermedio aparece en el discurso poético contemporáneo casi como una precondición para lograr su diferencia específica frente a otros lenguajes, diferencia que por cierto nunca es definitiva, al abrir el poema a sucesivas contaminaciones y distorsiones. Ya no habría espacio para el poema “puro” y, a diferencia del siglo que pasó, en el que una lectura muchas veces irreflexiva de cierta vulgata heideggeriana —que presuntamente prescribía al poeta hablar desde un único poema— resultó en la repetición mecanizada de un repertorio fijo de tópicos y figuras, la poesía más contemporánea parece apostar por una vigorosa pluralización de formas, ritmos y registros.

Es en este lugar intermedio donde intenta instalarse Laura Petrecca en Cuento para una persona, su nueva novela breve en verso. El trabajo con la cesura y las interrupciones de los versos se vuelve un recurso central en este poema-relato, en tanto movimientos que dejan aparecer el texto en su organicidad mínima, sin apelar a golpes de efecto ni refugiarse en cierres elocuentes. En el comienzo del poema “Un vestido nuevo”, leemos: “Las formas cambiantes de la belleza / dejan una suave nostalgia, / eso es lo que estaba escrito debajo de la fotografía; / mientras la contemplaba, se escapaba de la sábana, / de lo que todos habían comentado / sobre esa anotación a lo largo de los años, / lo que esa anotación construía / en el paso del tiempo y el efecto, / todos parecían encontrar algo muy profundo / algo muy verdadero. / Ella no encontraba nada ahí, / ni profundo ni verdadero / ni nada, no lo había / y lo único que la había llevado a conservarla / antes de tirarla al fuego / es que la niña que se mostraba era ella / y había dudado, como todos, un poco / antes de romper su propia imagen / y tirarla a la chimenea”. Bien se ve que tanto el corte de los versos, cuya escansión tiende a cierta forma antirrítmica, como el uso de una fina y dosificada ironía, contribuyen a producir en el lector el extrañamiento necesario como para que pueda introducirse en los eslabones fragmentarios característicos de toda autobiografía. Un clima de acedia melancólica, propio de quien no se acoge a los relatos sobre sí y a los dictados de la mirada, oficia de atmósfera secreta de estos poemas. El yo, extrañado y pluralizado por el trabajo preciso con la ironía, deja de ser un punto de estabilización de la voz para devenir, desde el enigma último que lo constituye, otra cosa, secreto hasta para quien enuncia. De ahí que quizás la mayor virtud de Cuento para una persona sea que, conforme lo leemos, las preguntas “¿quién habla?” o “¿de qué se habla?” se vuelven impertinentes e innecesarias.

El relato de un hermoso y desmesurado gesto de amor


Por Maximiliano Tomas para La Nación



En 2008 se publicó en la Argentina lo que solo en apariencia se trataba de un diario de rodaje: el libro era febril y por momentos genial como su autor, llevaba por título Conquista de lo inútil, narraba las dificultades y desgracias de la filmación de la película Fitzcarraldo en medio de la selva peruana y estaba firmado por Werner Herzog. ¿Cómo empujar un enorme barco de vapor de un río a otro a través de la selva amazónica? ¿Cómo convivir con cocodrilos, serpientes y mosquitos, cómo sobrevivir a los ataques de furia bipolar de un actor como Klaus Kinski, con el que Herzog estuvo más de una vez al borde de ser asesinado o de cometer un homicidio? ¿Cómo sobornar a los gobiernos locales para conseguir permisos, nutrir de alimento, bebidas y prostitutas a los pobladores y a los trabajadores de la producción, que pasarían meses aislados de todo, a cientos de kilómetros de la ciudad más cercana? Todo está en esos cuadernos que el director llevó entre 1979 y 1981, y que permanecieron ocultos durante más de veinte años hasta que vieron la luz. Si Fitzcarraldo se convirtió en una película legendaria, ese registro llamado Conquista de lo inútil funciona como un complemento cuyo destino no será, acaso, menos mítico.

Cinco años antes de aquella experiencia, Herzog acometió otra aventura extrema. A fines de 1974 Lotte Eisner, la primera crítica de cine de la historia alemana y cofundadora de la Cinemateca Francesa en el exilio (aquella mujer que escapó de los nazis y puso a resguardo en París un acervo cultural de valor incalculable) se estaba muriendo. Cuando se enteró de la noticia, Herzog estaba en Munich. Conmocionado, enfurecido, decidió ir a su encuentro. Partiría ese mismo día, y haría los 830 kilómetros que separan Munich de París a pie, atravesando campos, bosques y montañas. "Agarré una campera, una brújula y un bolso con lo estrictamente necesario. Mis botas eran tan sólidas y nuevas que confiaba en ellas. Tomé el camino más recto hacia París, con la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie. Además, quería estar a solas conmigo". Herzog tardó poco más de veinte días en llegar a París, y también llevó un registro de ese viaje. El libro se publicó en 1978 en Alemania, se llamó Del caminar sobre hielo y ahora acaba de aparecer su versión en castellano.
Como en Conquista de lo inútil, aquí se presenta otro episodio de la lucha desigual entre el hombre y la naturaleza. Si en aquel libro el enemigo que todo lo corrompe había sido la selva, en este lo son los bosques, la lluvia invernal, y sobre todo la nieve. Herzog, su egotismo y su fuerza de voluntad dan como resultado esta vez un libro íntimo, menos anecdótico y más reflexivo. "Al caminar, uno se cruza con muchas cosas desechadas", apunta. "Una bicicleta de mujer casi nueva tirada en el arroyo, largo rato estuve pensando en eso. ¿Un crimen? ¿Una pelea previa? Sospecho que ahí sucedió algo rural, lóbrego, dramático". "¿Cómo puede doler tanto caminar?", se pregunta. "Ando con ritmo acelerado, sin parar, porque estoy mojado hasta la piel y si me quedo quieto enseguida me congelo; así al menos mantengo el calor".

Pasan los días y Herzog se alimenta con leche y mandarinas. Por las noches, asalta graneros y fuerza las puertas de casas tapiadas debido al inminente invierno europeo. Duerme poco, y a la madrugada reemprende camino. Algunas veces su ánimo flaquea y se pregunta si su amiga seguirá con vida. Pasa una que otra noche en un hostal, otras come en estaciones de servicio, e incluso permite que algún auto o camión lo lleve, bajo la tormenta, unos pocos kilómetros. Pero cuando siente que su compromiso está siendo traicionado se baja y sigue caminando bajo el granizo. Con los días y los kilómetros, Herzog se convierte en un vagabundo y en un misántropo. Rara vez habla con alguien. Le escapa al contacto con la gente. "Después nieve, nieve, lluvia con nieve, maldigo la Creación. ¿Para qué es esto? Estoy tan empapado que cruzo los campos embarrados para evitar a las personas, para no tener que mirarlas a la cara. Ante los poblados siento vergüenza. Ante los chicos pongo cara de ser de la zona".

Las páginas están puntuadas por los días que comienzan y acaban, en los que se mezclan pensamientos, sueños y observaciones agudas, que alcanzan muchas veces un registro delicadamente poético y maravilloso: "Veo muchos ratones. Ya no tenemos idea de la cantidad de ratones que hay en el mundo, es inconcebible. Los ratones crujen muy silenciosamente en el césped aplastado. Sólo el que camina ve los ratones. Sobre los campos nevados abrieron pasillos entre la nieve y el pasto, y ahora que la nieve se fue quedan las huellas serpenteantes. Con los ratones es posible trabar amistad". Hay escenas epifánicas, como si uno estuviera leyendo un cuento o una fábula, pero tratándose de Herzog bien sabemos que deben haber sido reales: "En el peor momento de la tormenta de nieve sobre los Alpes de Suabia, unas ovejas congeladas y desconcertadas dentro de un cercado provisorio me miraron y se vinieron apiñadas hacia mí, como si yo les trajera una solución, la solución. Nunca vi tanta confianza como la que me expresaban las caras de esas ovejas en la nieve".

La idea de llevar a cabo un sacrificio como el que narra Del caminar sobre hielo es tan poderosa que el libro bien podría no existir, o haber sido inventado de punta a punta. Lo que importa es que una persona haya sido capaz de semejante gesto de amor: mientras haya gente así, la raza humana tendrá un futuro y una posibilidad. Lotte Eisner murió el 25 de noviembre de 1983 en París. Sobrevivió casi diez años a aquella caminata que alguien, en soledad y en silencio, emprendió en su honor.

lunes, marzo 16, 2015

Werner Herzog y el libro único

Acaba de editarse “Del caminar sobre hielo”, del realizador alemán nacido en 1942. Un diario en el que Herzog toma nota de las impresiones y recuerdos que le dispara una larga caminata entre Munich y París (más de 800 km) entre noviembre y diciembre de 1974.

Por Guillermo Piro para Perfil Cultura



Estamos a fines de 1974. Werner Herzog, de 32 años, es el realizador de Señales de vida (1968), Los enanos también empezaron pequeños (1970), Fata Morgana (1971), El país del silencio y la oscuridad (1971), Aguirre, la ira de Dios (1972), El gran éxtasis del escultor de madera Steiner y El enigma de Kaspar Hauser (ambas de 1974). Lotte Eisner agoniza en un hospital parisino. Lotte Eisner, la historiadora del cine, la autora de La pantalla diabólica, tiene entonces 78 años y en 1974, según Herzog, “el cine alemán no puede prescindir de ella”. Sin una explicación plausible, Herzog, que se encuentra en Munich, decide llegar a París caminando en línea recta. No especifica si el sacrificio obedece a una promesa, no especifica si con ello trata de saldar una deuda de amor o de estirar una agonía con la certeza de que su amada Lotte no se atreverá a cruzar al otro mundo sin haberse despedido de él. Simplemente toma una campera, unas botas nuevas, una brújula y un bolso “con lo estrictamente necesario” y emprende el camino a pie. “Lo que escribí durante el viaje no estuvo pensado para lectores”, escribe Herzog en la breve nota que acompaña la primera edición de ese diario de viaje, en 1978.

Del caminar sobre hielo. Munich-París 23/11 al 14/12 de 1974 acaba de ser editado por Entropía. El libro ya había sido traducido y editado en España en los 80, pero la nueva traducción del argentino Ariel Magnus vuelve a poner a nuestro alcance una pequeña joya sin la tediosa necesidad de tener que estar recurriendo todo el tiempo al diccionario.
El italiano Roberto Bazlen dejó sentadas en 1962 las bases teóricas de lo que él mismo llamó “el libro único”: no una obra, no una serie, sino un único libro con el que el autor sabe que su tarea no consiste en otra cosa que transmitir con la máxima precisión algo que vale la pena ser recordado. La definición se ajusta a la perfección a Del caminar sobre hielo –y la existencia de un libro posterior de Herzog, Conquista de lo inútil, el diario de filmación de Fitzcarraldo, en 1982, no cambia en nada el carácter de “único” de Del caminar sobre hielo: según Bazlen, se puede ser el autor de un libro único habiendo escrito infinidad de libros.
En un momento dos palabras ocupan misteriosamente la mente de Herzog: “mijo” y “robusto”, y se convierte en una tortura tratar de encontrar una relación entre ambas. Hasta que finalmente, inadvertidamente, la encuentra: “Mi producción de humedad es enorme, porque avanzo robustamente y pienso en mijo.”

“¿Es buena la soledad?”, se pregunta Herzog. Y responde: “Sí, lo es. Sólo que aporta miradas dramáticas de lo venidero”. Herzog toma nota de cosas maravillosas e intrascendentes. Lo intrascendente no importa, pero lo maravilloso se parece a esto: “Cuando me acerco a la gente me limpio las comisuras de los labios porque siento que tienen espuma. Escupí en el río Ill y la escupida se fue flotando como sólido copo de algodón”. O a esto: “Veo muchos ratones. Ya no tenemos idea de la cantidad de ratones que hay en el mundo, es inconcebible. Los ratones crujen muy silenciosamente en el césped aplastado. Sólo el que camina ve los ratones. [...] Con los ratones es posible trabar amistad”.

Varias veces, a lo largo de la accidentada caminata (no hay que usar botas nuevas si se piensa caminar mucho), Herzog piensa en emprender la vuelta. Varias veces se pregunta: “¿Vive aún Eisner?”.
Herzog llegará a París y encontrará viva a la “Eisnerin” (así la llamaba Bertolt Brecht). Morirá en 1983, a los 86 años. Sin duda lo hizo porque Herzog se lo permitió. De otro modo, no se explica semejante falta de respeto.


jueves, marzo 12, 2015

Viajes al centro del hombre

Cineastas de culto, Herzog y Waters describen, en dos libros recién editados, las peripecias existenciales de lanzarse a la ruta.

11 de marzo de 2015

Por Walter Lezcano para La Agenda de Buenos Aires



Werner Herzog también prestó su voz a un olvidable capítulo de Los Simpsons: The Scorpion’s Tale. Sin embargo, a diferencia de Waters, Herzog es un director de cine que no es para nada una celebridad. Su figura, respetadísima luego de más de sesenta películas, tiene algo de totémico y milagroso, como si fuese portador de alguna verdad no revelada y cada obra suya fuera una entrega fragmentaria de ese secreto.
Cuando se piensa en Nosferatu, Aguirre, la ira de Dios, Fitzcarraldo o en sus documentales, la imagen es la de alguien que utiliza el arte para llegar hasta los límites de las experiencias humanas, que es donde se desintegra la personalidad y surge la esencia. ¿Cómo escribe alguien que mira y filma de ese modo?
La respuesta llegó en el 2011 cuando se publicó en nuestro país Conquista de lo inútil (Entropía), una obra deslumbrante que nos trajo la voz de un escritor, hasta ese momento, desconocido. {descripción de la imagen}El diario de filmación de Fitzcarraldo es una epopeya donde las voluntades luchan contra la despiadada frialdad de la naturaleza para llegar a buen puerto una película que parecía imposible. El 18 de agosto de 1979, Herzog anota: “El tiempo tira de mí como un elefante y a mi corazón lo desgarran los perros”. Son las palabras de alguien intenso que es capaz, por ejemplo, de ir a pie de Munich a Paris porque piensa que así va salvar de la muerte a una amiga a quien admira. Bueno, eso es lo que cuenta Del caminar sobre el hielo (Entropía).
En noviembre de 1974, Herzog se entera que Lotte Eisner está muy enferma. Decide entonces ir a verla y se convence que ese viaje a pie va ser definitivo para que ella no muera. El libro es el diario de ese peregrinaje. Y al igual que en Conquista de lo inútil, Herzog muestra que la buena escritura tiene, sin importar los géneros, mucho de misterio y también mucho de revelación. En ese aspecto, todo lo que describe Herzog pertenece a un mundo desconocido y fantástico: de otra era y con otro modo de vida. De todas maneras, su escritura es la de alguien que está en la búsqueda de algo superior y es ahí donde, paradójicamente, se logra la conexión con lo terrenal, con la experiencia humana: con la necesidad de creer. 
Al comienzo de la crónica, Herzog escribe: “Un único pensamiento omnipresente: irse de acá. Las personas me dan miedo. Nuestra Eisner no debe morir, no va a morir, yo no lo permito. No morirá, no. No ahora, no lo tiene permitido. No, no va a morir porque no está muriendo. Mis pasos son firmes. Y ahora tiemble la tierra. Cuando yo camino camina un bisonte. Cuando descanso, reposa una montaña”. Herzog llegó a París el 14 de diciembre de 1974 y Eisner no solo no había muerto sino que vivió nueve años más.

Herzog y las ganas de caminar

Del caminar sobre hielo en la La Nación Revista




Si algún fan de Werner Herzog cree que la mayor locura del director alemán fue filmar en la selva con Klaus Kinski, o su documental Grizzly Man (foto) tal vez no conozca otras pequeñas delicias aventureras como largarse a caminar, en noviembre de 1974, de Munich a París en línea recta (unos 684 km). La travesía fue un impulso y una autopromesa: si lograba llegar a la casa de la crítica Lotte Eisner, ella superaría una dura enfermedad. Con una campera, una brújula y un bolso "con lo estrictamente necesario" partió en su (finalmente exitoso) trayecto que se narra día por día en Del caminar sobre hielo, delicioso libro (Entropía) editado por primera vez en el país con traducción de Ariel Magnus.

LNR, 8/3/2015

El abrigo de una forma linda

Carlos Ríos reseña Scalabritney para Bazar Americano



Hay en esta primera novela de Martín Zícari (Buenos Aires, 1989) un efecto encantatorio que le llega al lector como el resultado de un dislocamiento lírico y argumental, en un fraseo incesante que da cuenta de los desplazamientos de Martu, un joven universitario, espécimen citadino o “chico urbano” que se consagra a la amistad, al fluir del presente y al amor entre pares. En ella importan menos los acontecimientos –sobreabundantes, sean reales o ficticios– que las modulaciones de un archivo sensible, a medias documental, caprichoso e irónico, a medias inventado que reproduce Martu con la sagrada potencia de un diario que se escribe en plena exploración, subido a la bici o en el colectivo, en la facultad o en el trabajo deplorable, junto a sus amigos y amigas, en incursiones más o menos salvajes o artísticas, siempre con la varita de las sensaciones en la mano.

Los hechos, menores, elevados o dramáticos según los acentos que vaya poniendo Martu (¿Martín?) según sus humores en la clasificación de las cosas, con una media distancia a la vez crítica, temerosa y dotada de una carga “perspicaz” –palabra que Martu promete buscar en el diccionario– aparecen en la nouvelle filtrados por un artefacto hipersensible  –una cajita hecha de colores y de música– que funciona como un acelerador de partículas emocionales, una cajita donde podrían guardarse un corazón y un set de palabras luminosas que fueran adhiriéndose, como una piel, al organismo de la novela.

El espectro sensible se derrama sobre los hechos, en especial donde se reconoce una condición de fragilidad constitutiva a un paso de lastimar, un lastre con el que ajustar cuentas luego del resplandor epifánico. Ejemplo: una canción puesta para acompañar el regreso feliz y radiante en la bici puede aportar tristeza, hacer que la gente que pasa le deje a Martu “sus pedazos de persona que ellos no querían”. El entorno, de golpe, se torna amenazante: “Los que pasaban en moto me suspiraban en la nuca, los que pasaban en auto me tocaban bocina y me encerraban para matarme, los que iban en colectivo estaban tan en la suya que no se daban cuenta de lo que sucedía alrededor. Los que manejan están tan pendientes de sus volantes que no ven la carne, los músculos y los ojos de los demás”.

La de Zícari es una prosa vibrante, plenipotenciaria, cuyo avance en apariencia errático construye, para sí misma y para quien la escribe, un sistema de esclusas que contenga y distribuya el impacto de lo real: así lo pequeño se magnifica, los enamoramientos involucran, en su belleza, el entorno, los peligros se redimensionan o se aplazan con el poder de la imaginación. Lo que se sabe sobre el mundo, entonces, resulta de una construcción selectiva. Y de una escritura poderosa. Luego eso es crecer, entrar en el mundo de otro modo.

Mientras los amigos y amigas son cuadros más o menos inmóviles, superficiales o pasivos que funcionan a pares como ciertos personajes de Kafka, el derrotero de Martu es hacia la profundidad, en un compuesto caótico detecta el brillo de las cosas y las levanta, hace de un epifenómeno un momento insuperable de la vida, o sólo superable por algo de la misma sintonía que venga después, tenga que ver con un chapuzón en el río o con los efectos de lectura que ocasiona un poema malo. Al mismo tiempo, sobreviene la sensación de que el mundo podría derrumbarse de golpe, cualquier hecho insignificante podría empañar todo el conjunto, hacerle daño (y es un daño que viene de afuera pero ya estaba, de algún modo, en uno).

Perderse en un bosquecito o en una fiesta, imaginar la película de un paseo en barco, devenir animal artístico o subhumano, ser el “susanito” que limpia su espacio íntimo para purificarse, en todo caso asentar un territorio para escaparle a las clausuras del miedo. La decepción, la tristeza o la escalada depresiva son el fusible por donde el mundo entra para reconfirmarse como ajeno; Martu se libera de estos embates con las lanzas resplandecientes de una escritura lanzada hacia adelante, arborizante o detenida, siempre a metros de la autoprotección.

¿Cómo luchar contra ese mundo que se inclina sobre uno de manera irremediable? Oponiéndole un patrón sensible y amoroso que obre como conjuro. Y en esta oposición, la novelita de Zícari condensa en su charla interna cada pretensión de resguardo y libertad con sus reenvíos poéticos, como si las miserias grises del mundo, tamizadas en la cajita ultrasensible de Martu, pudieran ser abolidas a puro golpe de belleza.


(Actualización marzo – abril 2015/ BazarAmericano)