Su cara todavía era temible y sanguínea, pero estaba mayormente oculta tras una barba indómita que le caía sobre el pecho como un babero. Parecía San Jerónimo en el desierto: demacrado, trémulo, al borde permanente del colapso. Fumaba cinco paquetes de cigarrillos al día, tenía una tos salvaje, gritaba cuando se ponía nervioso (a menudo) y por lo general para el mediodía ya estaba completamente borracho. Aunque si no bebía casi no podía interactuar con nadie. Esto nos planteaba un problema serio, ya que yo había ido hasta Dublín, contratado por la bbc, para entrevistarlo, y nuestra ventana de oportunidad para filmarlo era riesgosamente breve. A la mañana temprano todavía tenía resaca, estaba retraído y le costaba hablar, así que un poco más tarde, apenas antes de que abrieran los bares, íbamos hasta la casita que se había alquilado cerca del estadio de rugby de la calle Lansdowne y lo llevábamos al pub de la vuelta, donde lo entrevistábamos. Teníamos más o menos una hora antes de que el alcohol surtiera efecto. Decía cosas brillantes, ingeniosas y por momentos conmovedoras, pero no durante mucho tiempo. Para conseguir media hora de entrevista tardamos tres días.
Sospecho que a Berryman le horrorizaban su alcoholismo y su conducta atroz tanto como a los demás, y por eso trataba de racionalizarlos. Una vez aseguró, en una entrevista para Paris Review: “El artista más afortunado es aquel que debe atravesar un calvario terrible pero no letal. Sólo en esas circunstancias está bien encaminado”. Era una versión moderna de la vieja Agonía Romántica: el poeta como planta sensitiva, alguien nacido para sufrir y para expresar ese dolor de un modo en que los demás pudieran comprender. Pero como Berryman era una persona sofisticada, apuntalaba esa noción tan ingenua con teorías del siglo xx: una estética existencialista en la cual arte y vida están indisolublemente unidas, y una visión psicoanalítica algo tosca sobre el arte como compensación y terapia de autoayuda: “Vamos dejando nuestras dolencias en los libros; presentamos y reiteramos nuestras emociones para dominarlas”, decía Lawrence. En otras palabras: el alcoholismo de Berryman, su mal comportamiento y el sufrimiento que causaba en quienes lo rodeaban eran el precio inevitable del genio. La poesía justificaba ese costo.
Así, al menos, era como lo veía él; pero había algo más en juego, algo bastante menos trágico y heroico. Hacia el final de su vida, Berryman escribió una novela sobre el alcoholismo, Recovery, cuyo protagonista tiene problemas muy parecidos a los suyos y un currículum vitae aun más impresionante. El personaje se llama Alan Severance, es doctor en medicina y en letras, profesor de inmunología y biología molecular y además docente de un curso de humanidades. Al igual que Berryman, Severance es alcohólico y está al límite de sus fuerzas. Al igual que Berryman, fue entrevistado por las revistas Time y Life. Y dice lo siguiente: “Durante veinte años cada tanto había pensado que realmente su obligación era beber; es decir, sacrificarse. Creía que el resultado valía la pena”. Como yo aprecio mucho la obra de Berryman –algunos poemas de Cantos del sueño me parecen de lo mejor que se ha escrito en el siglo xx–, tardé un buen rato en entender que esa frase también podía significar algo completamente distinto: no que se sacrificaba a beber en aras de la poesía, sino que la poesía era su excusa para beber. Se consideraba parte de un mito, miembro destacado de una generación de poetas perdidos o suicidas –Randall Jarrell, Delmore Schwartz, Theodore Roethke, Sylvia Plath–, y en sus últimos años la perdición, el alcohol y el mito parecían importarle más que la poesía. Lo habilitaban a sembrar el caos a su antojo.
Era una libertad ilusoria, más vinculada a su imagen que a su arte, pero él la usaba descarnadamente. Durante el verano de 1966 Berryman vino a Londres para leer en un festival de poesía. Después de su presentación, con Ian Hamilton lo llevamos a comer al Barrio Chino –junto con nuestras respectivas esposas–. Hamilton era editor en The Review, la revista literaria más vital de Gran Bretaña, y estaba a punto de reemplazarme como crítico de poesía en el Observer. La esposa de Ian, Gisela, era una joven alemana tímida, tensa y reacia a las actividades sociales. De hecho acababa de salir del hospital, donde había estado internada a raíz de un colapso nervioso, y se sentía más frágil que nunca.
Berryman desde luego estaba borracho, y el alcohol no hizo más que agudizar su instinto asesino, que dirigió hacia la más débil del grupo. Como él mismo era un experto en crisis nerviosas, por cortesía profesional evitó el tema. Pero se obsesionó con los alemanes. Al principio solapadamente –su falta de sentido del humor– y luego cada vez con mayor ferocidad –la avidez alemana, sus afanes imperialistas–. Terminó con una diatriba sobre lo que habían hecho con los judíos, como si la joven sentada frente a él, que no había abierto la boca, fuera responsable directa de todas esas calamidades. En ese momento Ian dijo “Basta” y se fue del restaurante con Gisela. Cuando nos quedamos solos Berryman farfulló alguna queja y trató de impostar unas disculpas, pero su regocijo era inocultable. Acababa de matar dos pájaros de un tiro: había destrozado a alguien incapaz de defenderse y había cometido una suerte de pequeño suicidio literario al mortificar al marido de la víctima. Imagino que más tarde, una vez sobrio, le habrá echado la culpa al alcohol –eso suponiendo que haya logrado recordar el incidente–.
Su conducta era imperdonable, pero también de una ingenuidad muy curiosa. A Berryman le importaba enormemente su prestigio literario, y se veía a sí mismo en competencia permanente con Lowell; estaban siempre pendientes el uno del otro, como dos rivales aspirantes al título de los pesos pesados: vivían muy al tanto de sus respectivos logros y veían en cada nuevo libro un golpe asestado o un punto favorable en la tarjeta de los jueces. Aun así Berryman era sumamente imprudente y carecía de toda diplomacia. Estaba demasiado a merced de su alcoholismo suicida –o de su autodestrucción alcohólica– como para que le importara el daño que eso le causaba a su reputación. Así que terminó como testigo impotente del grotesco espectáculo que daba. Y como era un hombre inteligente entendía bien lo absurdo de sus acciones, y eso de alguna manera lo redimía. Henry, el álter ego de Berryman que enuncia los poemas en Cantos del sueño, es una zona de desastre en sí mismo, un personaje cómico que interpreta por error una tragedia –una suerte de Jaques el melancólico en el papel de Hamlet–.
* * *
Robert Lowell sufría cada tanto unos arrebatos de locura con los que Berryman ni siquiera se habría atrevido a soñar, pero jamás se comportó de un modo tan horrible, ni siquiera durante esos colapsos nerviosos. Lo vi una única vez en ese estado. De hecho su situación era tan crítica que debieron internarlo. Sucedió en Londres, en el verano de 1970; Lowell terminó recluido en un instituto cerca de Primrose Hill, el Greenways. Su fase maníaca había empezado en el college All Souls, en Oxford, donde daba clases como profesor invitado y donde todos desestimaban sus groserías –la charla arrebatada, las insinuaciones torpes hacia las mujeres de sus colegas– porque las consideraban parte de la conducta esperable de un poeta estadounidense afecto al trago. Cuando esa fase alcanzó su punto más álgido, en Londres, sus amigos lo abandonaron en el asilo y desaparecieron. Su esposa, Elizabeth Hardwick, aún estaba en Nueva York preparándose para ir a vivir un año en Inglaterra, desesperada por su marido pero incapaz de partir antes de haber ultimado todos los detalles. La obsesión más reciente de Lowell, Lady Caroline Blackwood, con quien más adelante se terminaría casando, se había esfumado –no podía ni quería lidiar con su locura–. Greenways era un establecimiento infame, más parecido a un colegio para pupilos que a una residencia psiquiátrica; un sitio indigno para depositar a un poeta tan distinguido. Como no quedaba lejos de mi casa, y además Lowell no tenía otros amigos en la ciudad, lo visité un par de veces hasta que llegó Hardwick.
A pesar de su crisis, hicimos lo mismo que hacíamos cada vez que nos encontrábamos: hablar de poesía. O más bien: yo escuché mientras él monologaba implacablemente sobre el Paraíso perdido y sobre la concepción que tenía Milton de Satanás como héroe trágico. Aunque estaba muy sedado, conservaba un talento asombroso para meterse en la cabeza de otros poetas y recrear su obra desde adentro. Sentado en un sillón junto a la ventana, en piyama, fumaba sin pausa y hablaba sobre ese poema como si lo hubiera escrito él mismo, y convertía el infierno de Milton en un lugar muy similar al que él habitaba en ese momento. Pero conforme la charla avanzaba Satanás se fue transformando misteriosamente en Hitler, y Hitler, de una forma igual de misteriosa, mutó luego en una figura trágica, el mayor incomprendido de nuestra era, alguien arrasado por el orgullo, la ambición y sus turbios colegas, alguien a quien Lowell estaba dispuesto a refundar y reivindicar. ¿Y los judíos? La solución final fue obra de Himmler, respondió Lowell; Hitler nunca supo nada. Su locura sonaba tan razonable y plañidera, y él mismo parecía tan compungido por esa tragedia que no había manera de discutirle ni motivos para ofenderse.
Durante mis visitas al asilo, por supuesto, el pico de su crisis ya había pasado y él estaba repleto de tranquilizantes, pero aún así había algo amenazador en la agitación con la que hablaba y la manera en que se revolvía inquieto en aquel sillón desvencijado, como si en cualquier momento fuera capaz de saltar como un resorte y empezar a destrozar los muebles. Lowell era desprolijo y corto de vista, un hombre de cabeza grande y greñuda, y la mayor parte del tiempo rezumaba amabilidad –una amabilidad intensificada por un acento sureño, extraño y cantarín, que se solapaba con sus vocales bostonianas–. Sin embargo, por debajo de esa dulzura –era alto y fornido y de a ratos tan desmañado que parecía no tener control sobre sus miembros– se olía el tufillo peligroso de la amenaza. Una amenaza que venía implícita ya desde el nombre: nadie lo llamaba Robert; para todos era “Cal”, apócope de Calígula y de Calibán, un alias adquirido en sus años escolares en St. Mark’s, que aludía al pequeño matón hitleriano que anidaba bajo su piel y a quién sabe cuántas otras ignominias que él aún trataba de olvidar.
Por suerte nunca lo vi en sus peores momentos de locura, cuando su Hitler interior salía rabioso a la superficie y hacían falta camilleros y policías para sofrenarlo. Cuando bajaba de esos estados maníacos, o si estaba deprimido, Lowell era una persona totalmente distinta –alguien afable, atento y muy triste, como si estuviera de duelo por los errores cometidos y por las sandeces increíbles que decía durante sus arrebatos–. Si estaba deprimido, toda esa violencia se esfumaba por completo; parecía más joven, vulnerable; daban ganas de cuidarlo. Y exactamente así era cuando creaba sus poemas –jamás escribía si estaba alterado, ni siquiera un poco– y también cuando lo conocí en Boston, a comienzos de 1956, no mucho antes de irme a Nuevo México. Lowell tenía unos diez años más que yo y ya era famoso –casi una década antes su libro El castillo de Lord Weary había sido recibido como una obra maestra y le había valido un Pulitzer, una beca Guggenheim y un premio de la Academia Estadounidense de Artes y Letras–, pero el hombre con el que me encontré para almorzar en el restaurante Athens Olympia parecía tan indefenso que sentí que debía protegerlo, aunque no sabía bien de qué.
La respuesta, supongo, era de sí mismo, pero yo era demasiado joven y narcisista para darme cuenta. Como sea, tanto en aquel primer encuentro como en los muchos que hubo después de lo único que Lowell quiso hablar fue de poesía: los detalles del oficio, el alcance, la historia; poesía en su esencia más pura, sin los habituales chismes sobre el mundillo literario. Parecía un poco apenado por esa monomanía, como si fuera una peculiaridad típicamente estadounidense, otra manifestación de ese ímpetu local que impulsaba a sus coterráneos a hacerlo todo a manos llenas. “La existencia del artista se convierte en su arte”, me dijo una vez. “Ahí halla nueva vida y casi logra desprenderse de su vida anterior.” Lo hacía sonar como si fuera una forma noble de autosacrificio, pero también sabía que esa permutación tenía un precio, sobre todo para sus seres cercanos. Detrás de la ambición artística vibraba una nota distinta, sufriente; como si él fuera incapaz de olvidar el talento que tenía para sembrar el caos. No mucho antes de morir citó, aparentemente a modo de epitafio personal, un comentario amargo de George Santayana: “Me resultó mucho más grato escribir sobre mi vida que vivirla”. A diferencia de Berryman, Lowell creía que ese sacrificio no valía la pena.
Lowell tenía debilidad por algo que él llamaba “la monotonía de lo sublime”, una especie de retórica miltoniana elevada que se abría paso por cuenta propia. Pero en sus mejores momentos la voz de Lowell es única: dúctil, vulnerable, elocuente y tremendamente amarga. Escribe como un hombre embebido en sus sentimientos, alguien con una piel demasiado delgada y capaz de transformar en poesía hasta el incidente más banal, tal como hizo Plath durante el último año de su vida. A mí me sentaba de maravillas. A pesar de Oundle, de mi afición al rugby, al montañismo y a los coches rápidos, me gustaban más los poetas de piel delicada que aquellos con pieles demasiado curtidas, incluso si el precio a pagar por esa fragilidad era una existencia desgraciada, tanto para ellos como para la gente a su alrededor. Mejor eso que la certeza pueril de los poetas del Movimiento, siempre convencidos de que sabían todas las respuestas y que eso los habilitaba a portarse como chicos malcriados.
Lowell se la pasaba perdiendo la cabeza por las mujeres más inconvenientes, pero ni la tosquedad de Berryman en el restaurante chino ni la de Kingsley Amis en Swansea eran su estilo. Al rescate acudía siempre su crianza bostoniana –era simplemente una cuestión de buenos modales y de tradición familiar–. Portar el apellido Lowell conllevaba ciertas responsabilidades: había que estar pendiente de los sentimientos de los demás, ser civilizado, atento, discreto, generoso. A mí me hacía casi la misma ilusión ir a verlo que leer sus libros –a diferencia de Berryman, a quien leía con placer pero cuyo contacto deploraba–.
Al menos ambos estaban igualmente determinados a “hacerlo todo nuevo”. Sin embargo aquel famoso edicto de Pound adquiría otro significado en la Era de la Ansiedad, cuando el psicoanálisis había reemplazado a la política como foco de interés intelectual y el subtítulo de Dr. Strangelove era Cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba. Lowell y Berryman heredaron la libertad y la disciplina de la tradición modernista y la aplicaron a sus turbulentas vidas interiores, creando así nuevas libertades y nuevas disciplinas, tal como los expresionistas abstractos habían hecho en el mundo de la pintura.
Aunque la materia con la que trabajaban resultaba a veces peligrosamente volátil, sus prácticas eran tan rigurosas como las de Eliot. Manejaban sus problemas como si se tratara de algo impersonal, con el mismo desapego artístico que había descripto Coleridge en su Biographia literaria para hablar sobre el trabajo de Shakespeare: “Y, entre tanto, él mismo se mantiene apartado de las pasiones y actúa sostenido sólo por la agradable excitación del fervor enérgico que siente su propio espíritu cuando exhibe de un modo tan vívido lo que ha contemplado con tanta precisión y profundidad”. De ahí provenía eso que Coleridge llama “la alienación, y, si se me permite aventurar tal expresión, el total distanciamiento entre los sentimientos personales del poeta y aquellos que a un tiempo pinta y analiza”. Eliot les había dado la espalda a las formas poéticas tradicionales, pero la tradición en sí le importaba muchísimo y se consideraba un clasicista, alguien distanciado de los sentimientos sobre los que escribía. También Lowell, Berryman y Plath, a pesar de los temas que elegían para su obra. Escribían sobre cosas personales e inestables, pero lo hacían de un modo tan clásico como el de Eliot –eran claros, disciplinados y les prestaban atención a los detalles–.
Por desgracia esa distancia se volvió menos inteligible en los años sesenta, cuando R.D. Laing y sus seguidores pregonaban la sabiduría suprema de la esquizofrenia y Timothy Lear promovía las drogas para expandir la consciencia. Comenzó a circular un nuevo espíritu de ignorancia que anulaba fatalmente toda distinción entre arte y vida. Como consecuencia, los así llamados poetas “confesionales” –por ejemplo Ginsberg– operaban bajo el supuesto de que cualquier trozo de vida, por vulgar que fuera, o cualquier alucinación producto del lsd podía convertirse en un poema si se lo aderezaba con el desenfado suficiente.
El arte, sin embargo, no es algo tan fácil de obtener. No depende de la experiencia personal sino de lo que el artista pueda aportarle a esa experiencia. Los grandes poemas trágicos no están inspirados necesariamente por grandes tragedias; al contrario, a veces pueden gestarse, como sucede con las perlas, por la intrusión de un ínfimo agente irritante, siempre y cuando el mundo interior y secreto del poeta sea lo suficientemente rico. Del mismo modo, cuanto más doloroso y arriesgado sea el tema tanto más delicado será el control artístico necesario para manejarlo. Puede que el neurótico y el artista tengan mucho en común, pero hay una diferencia fundamental entre ambos: el neurótico está a merced de su neurosis, mientras que el artista, por más neurótico que pueda ser fuera de su obra, tiene, en su condición de artista, un entendimiento más realista y concreto tanto de su mundo interior como de su vínculo con las herramientas de su propio arte. Con el debido respeto que merece Laing, la esquizofrenia no es un estado de gracia y no existen atajos hacia la creación artística, ni siquiera los que atraviesan los pabellones psiquiátricos de los hospitales más progresistas del mundo.
La poesía “confesional” apelaba a un estilo irreflexivo e indiscreto que a Lowell, Berryman y Plath nunca les interesó demasiado. Plath exploró la opacidad de su mundo interior con más determinación que los otros y acabó por quitarse la vida; “cuando baja el telón”, escribió Elizabeth Hardwick, “es su propio cadáver el que queda sobre el escenario, sacrificado en pos de su trama”. Pero los poemas que Sylvia escribió durante su depresión suicida son sardónicos, iracundos, implacables y tiernos, además de disciplinados y siempre extrañamente distantes; están llenos de vida, no de muerte. A estos tres poetas les interesaba, sobre todo, llevar algo de orden a sus alborotados mundos interiores, y la recompensa que buscaban no era la satisfacción retorcida de exponerlo todo despreocupadamente sino el placer artístico y objetivo de escribir bien. Hoy en día ese estilo introspectivo ya pasó de moda incluso en los Estados Unidos –y siempre fue demasiado extremo para el gusto británico–, pero creo que alteró la poesía casi tanto como la gran revolución romántica un siglo y medio antes, que fue donde todo empezó.