Alberto Szpunberg, autor de Como sólo la muerte es pasajera, recibe a María Malusardi y entre ambos arman esta entrevista para la Revista Kunst. En uno de sus pasajes, la charla sigue así:
-¿La poesía en tu caso tiene que ver con una búsqueda esencial del ser?
-Ser no es una palabra mía.
-Y qué palabra usarías.
-La vida, pero en sus términos cotidianos y concretos. Demasiado filosófico “el ser” y también a mí me suena pretencioso y falso. El planteo del ser deriva fácilmente en la idea de Dios y a mí no me molesta la idea de Dios, aunque no tengo tratos con Dios, soy ateo, pero soy dialoguista también. Por lo tanto, si mientras estamos charlando vos y yo ahora se sumara Dios, lo incorporamos a la conversación. Y si no conversa es porque es un dios muy débil y muy pobre. La poesía muestra precisamente la importancia del diálogo porque trabaja con el lenguaje y el lenguaje se realiza en el diálogo, siempre es uno y hay otro.
-En el ensayo Las poéticas del siglo XX, Raúl Gustavo Aguirre advierte que a partir de las vanguardias, la poesía se ha ido hermetizando, digamos, y de este modo marcando una distancia con el lector corriente. ¿Lo ves así?
-Yo no creo que la poesía se haya hermetizado. No. Creo que se acentuó el divorcio entre el ser humano y la humanidad misma. Y hoy estamos en plena eclosión de ese fenómeno y nos enfrentamos a un tejido social desgarrado. Parecemos una jauría de individualidades. No, ni siquiera, ni una jauría ni un cardumen. Sólo individualidades. Hoy el grado de alienación es mayúsculo. Ya no se puede reivindicar fácilmente ni a la clase obrera ni a los sindicatos, sólo como antecedente histórico. Fijate el tema de los indignados, estas revueltas juveniles, ese movimiento espontáneo puede encontrarse en la plaza pública, pero no en la fábrica, no en el seno de los sindicatos. Hay un vacío interior muy grande.
-En las primeras décadas del siglo XX, el dadaísmo y luego el surrealismo surgieron como grupos combativos, tanto desde el lenguaje como desde lo político y la acción social. “Es posible que la imaginación esté a punto de reconquistar sus derechos”, apuntaba André Breton en el Segundo Manifiesto. Los poetas estaban encaminados a hacer la revolución. Un siglo más tarde, ¿en qué situación nos encontramos, política y poéticamente?
-Es como que algo está tocando fondo. El mundo no puede seguir como fue hasta ahora. La revolución es más necesaria que nunca. Ahora la revolución es un cambio de conciencia. La que conocimos o leímos o intentamos hacer fracasó, entonces hay que inventar algo nuevo y ahí la poesía tiene mucho que decir y aportar, claro. No es que la poesía tiene que ser lo que ciertas elites tildan despectivamente como poesía política, sino que la poesía debe ser transformadora, liberadora. Eso es otra cosa.
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miércoles, noviembre 08, 2017
"Se acentuó el divorcio entre el ser humano y la humanidad misma"
miércoles, septiembre 09, 2015
Alberto Szpunberg, el hechicero del asombro
Christian Kupchik lee para Bazar Americano la poesía reunida de Alberto Szpunberg, Como sólo la muerte es pasajera
viernes, julio 24, 2015
Con un valsecito parece que volás
martes, noviembre 04, 2014
Un lírico capaz de elogiar a la ganzúa
viernes, julio 25, 2014
Transmitir una experiencia
Reseña de Como sólo la muerte es pasajera de Alberto Szpunberg para ADN Cultura.
Por Sandro Barrella.
martes, mayo 27, 2014
Alberto Szpunberg. Como sólo la muerte es pasajera
En el número 12 de la Revista Kundra, Manuel Quaranta reseña Como sólo la muerte es pasajera, de Alberto Szpunberg
Reseñar Como sólo la muerte es pasajera –poesía reunida– de Alberto Szpunberg resulta un ejercicio imposible. ¿Qué criterio utilizar para abrir el juego? Podría, por ejemplo, seleccionar el libro inédito que le da título al volumen completo. Pero ¿consigo con esto captar un mínimo de su producción? ¿Cuál de los quince libros –entre inéditos y editados– representa mejor al conjunto? ¿Qué hacer?
El criterio elegido para esta reseña es tan arbitrario como cualquiera: podría haber pensando en el mar, la ausencia, la memoria, los pájaros, la inocencia o la lluvia, sin embargo una de las palabras que más se repite en cada uno de los libros es muerte, y es ella –sólo ella, en este caso– la que me permite reflexionar acerca de la poesía reunida de Alberto Szpunberg, publicada por editorial Entropía.
Morimos de amor, de hambre, de sed, mueren los pobres, los ricos, los desaparecidos. Muerte Muerte Muerte Muerte Muerte: ¿A qué responde esta insistencia? ¿Derrotarla, conjurarla, vaciarla, morirla? ¿Por qué nombrarla? El nombre no nombra, sólo llama. ¿Convocarla? La muerte, nunca tanta chance de aventura, ¿festejarla?, También ¿te acuerdas? está la muerte, ¿recordarla?, La palabra calla lo que dice, ¿despreciarla?
Demasiadas muertes, piensa él, demasiadas. Un mar de muertos o un mar lleno de muertos, o lágrimas que lloran a los muertos, aunque, firme, “un poema, por favor, corto de agua y ausente de llanto”, rebelde, soberano, como quien dice: “de acuerdo –dijo–: esta es la vida, esta es la muerte”, saliendo a pelear un combate perdido, Despertamos de un sueño en otro sueño/ ¿qué pasó?, nos restregamos los ojos, ¿qué pasó?, y con cierto horror no exento de tristeza nos enfrentamos al día más terrible de los días, un 24 de marzo de 1976, oscuro, como “oscura es la palabra”.
En realidad, estoy triste: en realidad, no estoy triste. Escribo para morir, en realidad, escribo para vivir. Pare revivir a mis demasiados muertos, a los hermanos muertos en la imposible ausencia. Una mano, un hermano, la mano que mata, La posibilidad de matar ya nos hace asesinos,/ y hay preguntas de siempre que siguen sin respuesta:/ ¿por qué el manotazo que mata al mosquito?/ ¿Por qué la osadía de rematar hasta la misma muerte?
La mano, la muerte, ¿la muerte del hermano?, ¿de qué hermano? El primer libro publicado por Szpunberg se titula Poemas de la mano mayor (1962), y yo leo poemas del hermano mayor, presencia constante en ese libro, el hermano, la mano, desde el epígrafe de los hermanos Expósito; ¿qué significa la mano? Acariciar, escribir: Mientras tus manos,/ pacientemente,/ me abrigan de la muerte. ¿La muerte?
La poesía reunida de Alberto Szpunberg está plagada de obsesiones, la muerte, sin duda es una, pero, más allá, o más acá de la muerte, la poesía, la preocupación poética recorre, ubicua, desesperada, toda su obra: Porque en algún recuerdo ya lo hemos visto/ es pasajera la muerte, no el desamparo,/ pero hay una palabra,/ una sola/ que se vuelve poema.
Afirma Szpunberg, en el prólogo, Volver es imposible, y tiene razón, la vuelta siempre es engañosa, el origen, mítico, está perdido, pero sobre todo, el poeta es incapaz de volver porque no tiene ni un sombrero para decir adiós.
martes, mayo 06, 2014
"Todo poema es de amor"
A raíz de la publicación de Como sólo la muerte es pasajera, Juan Fernando García entrevista a Alberto Szpunberg para el suplemento Cultura del diario Perfil.
Protagonista medular de la generación del 60, se publica la poesía reunida de Alberto Szpunberg, un escritor reconocido tanto por su compromiso político como por haber forjado una obra distanciada del modelo cristalizado por sus contemporáneos.
Toda poesía habla de la memoria. Todo poema es una balsa tallada en esa madera hecha de tiempo y experiencia. Y hay quien puede navegar por aguas cenagosas, nadar en aguas cristalinas, o hundirse en arenas movedizas. La memoria –personal y colectiva– es parte esencial de la obra del poeta Alberto Szpunberg (Buenos Aires, 1940).
Como hijo dilecto de la generación del 60, esa memoria es eminentemente política. Pero a diferencia de muchos de sus compañeros de ruta y militancia (entre otros, su querido Juan Gelman, fallecido en enero de este año), sus versos cincelan el gesto amoroso. Y es por eso que su poesía es tan extraña, o distanciada del modelo cristalizado por muchos de sus contemporáneos.
La reciente aparición de su obra reunida, bajo el título endecasílabo Como sólo la muerte es pasajera, promueve este diálogo. Como telón de fondo, el cielo gris, los brillos de un mediodía de lluvia persistente, en el barrio de San Telmo. De los ecos familiares, de la política, de la poesía en forma de grueso volumen, versó una conversación con la calidez que emana de su tono, de su risa carraspeada por el cigarrillo, la misma calidez que irradian sus poemas, de una belleza inusual. Son 50 años de producción sostenida, que a esta edición de libros éditos pudo adisionarle cinco piezas inéditas con las que abre el volumen, y actualiza la lectura.
Alberto Szpunberg es uno de los más grandes poetas argentinos, porteño medular que se fue al exilio en 1977, se afincó en Barcelona, empezó a volver en 1984, y decidió quedarse definitivamente en diciembre de 2001, “en medio del quilombo”, cuando creyó que aquel “argentinazo” cambiaría todo. También, las razones domésticas: “Mis hijas se hicieron grandes; y yo me volví prescindible”, afirma, riéndose.
Ante la pregunta, o simplemente la insinuación de catalogarlo como “poeta político”, sonríe y afirma: “Yo no soy un poeta político, soy un ser humano, y todo humano es un sujeto político.” Cree firmemente que ese rótulo empequeñece la poesía. Y cita a Aristóteles en griego, donde resuena la voz de aquel docente universitario que aún pervive en él, y traduce: “El hombre es de naturaleza política”, por eso insiste: “¿Cómo no va a aparecer eso en la poesía?”. Aunque sabe que algunos son más explícitos, más coyunturales. En su poesía aparecen esas marcas, esas huellas de los días vividos: hay “compañeros”, hay “17 de octubre”, y también “30.000 ausencias”, y hay sobre todo (valga la paráfrasis de uno de sus grandes libros) “fuego en la tibieza”, donde mora la memoria de todos, el tiempo que hace a la políitica y también a la mirada implacable del poeta, que aún sigue preguntándose “en la luz de qué memoria”. Lo que no hay es regodeo en el dolor, ni melancolía absurda de exilios. No, no abreva ahí su lírica política.
La memoria es también la de la infancia, la de la casa en Paternal con una madre que “escuchaba tangos, música popular, y apagaba la radio cuando llegaba el viejo porque a él le gustaba sólo la música clásica. Aunque en mi casa nunca, pero nunca se escuchó Wagner”, por eso, en el breve y brillante prólogo del libro, “Seré el que seré”, enumera: “Chopin, Angelito Vargas, el jazán Pinchik y el Coro del Ejército Soviético”, que el lector atento de esas casi quinientas páginas de la bella edición de Entropía, de esa quincena de libros, reconocerá en las voces que brillan y vibran en los poemas, esas marcas de oralidad que son también su estilo.
Para Szpunberg, no hay sujeción para la poesía, es “la rompedora de límites”, no tiene temas vedados porque debe abrirse siempre al misterio, a través de su transgresión. “Una palabra no es igual en un poema que en otro; no es igual una lectura a la mañana que a la noche.” Cree que hay un empecinamiento en limitar los temas poéticos, que cree que es el mismo empecinamiento en decir que tal poesía “es de izquierda”. Ese tipo de aseveraciones le parecen inadmisibles y en esa libertad funda su poética. Por eso también puede decir que nunca relee lo editado, y este volumen, que resistió un poco (“los culpables son Alejandro García Schnetzer y Gelman”), no tiene correcciones posteriores. Por eso es que la poesía “anda merodeando siempre”.
Quien haya escuchado alguna lectura pública de Alberto Szpunberg habrá quedado prendado del efecto de su voz, de su cadencia, y esa pregnancia quedará grabada a fuego en la lectura solitaria de los poemas. Como sólo la muerte es pasajera es una compilación que habla también del asombro porque también, como aquel poema de Emily Dickinson, se funden “verdad y belleza”.
¿Qué es la poesía, entonces? “La poesía es asombrosa siempre, por su propia naturaleza. Es un intento de creación. Y cuando uno descubre la poesía tiene una sensación maravillosa. Como cuando te enamorás. Porque en definitiva, todo poema es un poema de amor.”
jueves, marzo 13, 2014
Alberto Szpunberg recibe distinción Rosa de Cobre
El pasado lunes 10 de marzo, Alberto Szpunberg recibió la distinción Rosa de Cobre de la Biblioteca Nacional.
viernes, febrero 21, 2014
Como sólo la muerte es pasajera
Alicia Genovese reseña Como sólo la muerte es pasajera, la poesía reunida de Alberto Szpunberg en Revista Otra Parte
La publicación de la poesía reunida de Alberto Szpunberg permite redescubrir una obra excepcional que pone en perspectiva a este autor, como no se lo había hecho antes, para convertirlo en imprescindible. La inclusión en este amplio volumen de sus últimos libros inéditos contribuye en no poca medida a sostener esa afirmación, pero tampoco hay que olvidar que Szpunberg vivió en Barcelona y no publicó en Argentina durante más de veinte años; es decir que algunas zonas de su poesía permanecían desconocidas. El recorrido que puede leerse va desde los primeros libros –atravesados por tonos y referencias propios de la poética del sesenta: el coloquialismo, el tango, la participación política militante, como en El Che amor (1965)–, hasta los últimos, donde se acentúan las notas íntimas, inusuales podría decirse para un poeta que no es clásico, sino que toma de la contracultura sesentista ironía y modos de la antipoesía. Pero entre estos componentes emerge de pronto una lírica limpia y conmovedora, a la que su última producción da más abierto cauce. Con frecuencia en su discursividad aparece una interlocución, un ella o un vos amoroso, motivo de reflexión y de pasaje desde zonas de lo cotidiano hacia una visión poética más inasible. Un gesto que recuerda a Paul Éluard y que es poco común en otros escritores de su generación. El amor se presenta como aquello que permite salir de la introspección y llegar a una percepción sensible del mundo, de la naturaleza, donde todo adquiere el valor de la extrañeza y la justificación gozosa del habitar. Dice en Apuntes, por ejemplo: “contra qué ventana ver los hilos de la lluvia sino en tus ojos”; o bien: “Esta noche apoyaré mi cabeza sobre su corazón y escucharé el mar”. Pero además, en el itinerario de la poesía de Szpunberg se hacen visibles las circunstancias de la época desde el ojo de quien vivió la represión de los setenta y el exilio, las pérdidas y el desgaste. Se muestran como retazos los allanamientos, los pañuelos blancos, el miedo a los golpes en la puerta, sin autoconmiseración, con el vitalismo de alguien siempre dispuesto a prender el fuego de la hornalla y redescubrir resplandores, el asombro herido. En el centro de esta poesía brilla La academia de Piatock (2008), libro que cristaliza las características de su escritura pero aligeradas de imperativos. Ideas e imaginaciónconfluyen en una gran asamblea, a través de diferentes voces que imitan deliberaciones filosóficas, proletarias, con una carga de autoironía no exenta de ternura ni carente de idealismo. Se agregan aquí referencias a la cultura judía, pasadas por el tamiz crítico y no practicante de un poeta que sin embargo rescata una raíz religiosa y rearticula ese imaginario en su presente. Así, en libre composición poética, aparecen versículos, milagros hechos de cosas insignificantes, narrados como si fueran pasajes bíblicos. Esta capacidad de recrearse, que también se manifiesta por medio de enumeraciones, pies de página, globos de historieta, el traslado al presente de la escritura de textos escritos en otra época, habla de un gesto de escritura que es apresamiento tentativo siempre abierto. Dice Szpunberg en Luces que a lo lejos (2008): “comenzaba a descubrir que, más incontables que la arena, infinitos eran los ecos de cada palabra y cada silencio”. Una obra reunida para leer con detenimiento y seguir las modulaciones de una voz que no deja de abrirse y de alimentar su cercanía íntima con lo que nombra.
lunes, febrero 10, 2014
Entre el ladrido y la palabra
Carlos Schilling reseña Como sólo la muerte es pasajera, la poesía reunida de Alberto Szpunberg, en la revista Ciudad X, del diario La voz del interior.
Unos mil poemas contiene Como sólo la muerte es pasajera, que reúne toda la poesía que Alberto Szpunberg (1940) escribió desde principios de la década de 1960. Es un libro de libros que la editorial Entropía publicó como tributo al cincuentenario de Poemas de la mano mayor (1962). Esa enorme cantidad de palabras ofrece el paisaje completo de las mutaciones de una poesía que ha cambiado (para mejor) aun cuando la mentalidad de su autor permaneció más o menos estable.
Szpunberg fue y sigue siendo reconocido como un poeta militante, un claro exponente de la poética sesentista, con su carga de coloquialismo porteño, modulaciones tangueras, sentimentalismo y conciencia revolucionaria. En ese sentido, su tercer libro, El che amor (1965), con una sección dedicada al Ejército Guerrillero del Pueblo (el EGP fue el primer intento de guerrilla foquista en el norte del país) no deja ninguna duda respecto de la ideología de Szpunberg.
Sin embargo –y más allá de que los tres primeros libros parecen valer hoy más como documentos de época que como obras literarias– los poemas nunca se reducen a simples vehículos para transmitir ideas políticas, y es que, como el mismo poeta explica en el prólogo, su militancia no es compromiso sino entrega, potencia de amor hacia los otros.
De todos maneras, no es casual que Como sólo la muerte es pasajera se abra con un libro inédito fechado en 2008, el bellísimo Sol de noche, una serie de 41 poemas en los que se cifran los movimientos de la última poesía de Szpunberg, una lengua clarísima, traslúcida, capaz de abarcarlo todo para quedarse con nada: “¿Desde cuándo la poesía sino hasta asir el agua/ con las manos tendidas/ como ramas agitadas en el vaivén del aire”.
Ese orden cualitativo del libro, en el que los inéditos preceden a los editados, se prolonga en Como sólo la muerte es pasajera (2009), El síndrome Yassenin (2010), Ese azar, este milagro (2011) y Como el clavel del aire (2012). Luego siguen los libros publicados (dos en la década de 1980; uno en la de 1990 y nada menos que cinco desde 2002 hasta el presente).
Esa abundancia final tiene la gracia de un don infinito y algo que podría definirse tal vez como una intensidad despreocupada, incluso en los textos claramente programáticos, como El libro de Judith y La academia Piatock, en los que el poeta explora sus raíces judías. Por las múltiples vías de esa abundancia, su poesía se vuelve evidente por sí misma: “Los compañeros perros ladran a nuestro encuentro/ y nos explican que ningún milagro es novedoso/ sino que todo lo nuevo/ es un antiguo milagro,/ como antigua es la amistad que se renueva/ entre el ladrido y la palabra.
jueves, diciembre 05, 2013
Muertos de amor
En el blog de Eterna Cadencia, el texto que Diana Bellessi leyó en la presentación de Como sólo la muerte es pasajera, de Alberto Szpunberg, el pasado martes 26 de noviembre, en la Biblioteca Nacional.
Yo, Bellessi, leí muchas cosas en mi vida, de poetas argentinos y de otras partes, de judíos errantes y de largos residentes que ni siquiera son judíos, y ellos no me han enamorado con los salmos ni con el cantar de los cantares. Yo, Bellessi, una goy errante y después, aferrada a este país como lo hace un hornerito, he venido a decir que leer los quince libros del poeta Szpunberg, día a día, me ha llevado a las lomadas del dolor y del ensueño, de la risa y la irónica sonrisa, del corazón agarrado fuertemente y escapándose a cada rato por las bellas melodías, por las frases que cierran pero no terminan, por la armonía musical que suena desde el principio hasta el final de este largo libro de los libros donde viven todos los compañeros, todas las amadas, todas las esperanzas y la fe en la vida, tan tiernamente, tan punzantemente que dan ganas de llorar.
Por eso, yo, Bellessi, que no me llamo Piatock como el gato de Szpunberg ni como aquel sublime Piatock de la academia de su libro, he venido a decir que estamos frente a un gran poeta, un lenguaraz de la historia argentina como pocos se han visto, un observador de la vida cotidiana verso tras verso, un comentador de los grandes de la poesía y de la filosofía, y, sobre todo,un lírico sin igual.Es aquí donde bajo la cabeza frente a este Naide, o subo la cabeza como una Naide llena de amor que lo amó hace muchos, muchos años, allá por la década del sesenta, cuando leyera su “Marquitos” en El che amor, y que lo ama ahora de nuevo leyendo libro tras libro de su obra reunida.
Obra reunida que tiene el acierto de empezar por los libros inéditos, Sol de noche, del 2008, Como sólo la muerte es pasajera, del 2009, y que con este verso,que ya apareciera en El libro de Judith, le da ahora nombre a su obra entera.El síndrome de Yessenin del 2010; Ese azar,este milagro, del 2011, y Como clavel del aire, del 2013, donde cada poema es dedicado a un amigo o a una amiga, o a alguien importante en la vida del poeta, haciendo pública una dulce intimidad.El Szpunberg más cercano, el hombre dulce de los ojos claros al que encontré en la casa de José Luis Mangieri y allí hablamos de Miguel Ángel, del arcángel Bustos que nos hizo amigos de inmediato aunque nos hayamos visto solamente tres o cuatro veces en la vida y nada más.
Bajo la cabeza, o la subo, dije, porque es ese lirismo sin par de este poeta el que me agarra el corazón y lanza el cuerpo, o el alma, a alturas tan altas que yo no sé…
Y lo hace así:
“todo hablaba con todo de este lado del silencio,
al otro lado crecía el lenguaje como un mar en calma:
compañeros, les dije, arrebatos del alma, vida mía,
y el corazón crujía como un leño que arde y arde y arde
hasta ser mañana, flor bella, hora temprana.”
El fragmento que acabo de leer pertenece a un poema de Szpunberg del libro El síndrome de Yessenin, bajo el título de “Dulcemente nacer”. Del mismo poeta que muchos años antes, en su primer libro, de 1962, hubiera escrito:
“Meto las dos manos hasta el fondo más humano de lo humano…”
Y en Juego limpio, de 1963, dijera:
“Grande es el mundo
y amar siempre es llamar a todas las cosas por su nombre…”
Después de “Marquitos”, después de “Orán”, el poema “Egepé” del Che amor, 1965, termina así:
“delen, muertos de amor, sostengan que nacemos.”
Y ahí se hace silencio. Szpunberg escribe, pero no publica. Después de este libro no volvemos a saber de él hasta el año1981, los años del exilio en Europa,cuando al fin editan en España Su fuego en la tibieza. Escribe así, óiganlo:
“Sostén mi corazón, hierba que creces, hormiga incansable, pájaro cualquiera,
sostén mi corazón, aire de la tarde, aire que sostienes al pájaro, aire en la siesta,
……..
guárdenlo en la noche como si fuera en la tierra, este otro cuerpo, esta otra carne,
boca cerrada en laque sólo entran raíces, lluvias, muertos, entrañables muertos.”
La pueblada de aquella década perdida y ganada tiembla en su poesía y vuelve así a temblar en nosotros, sus lectores, que nacemos día a día en la música sin fin de estos poemas y de la vida que renace sin parar de la mano mayor del destino o del azar, y de la voz del poeta Szpunberg.
Es en La encendida calma, del 2002, y en El libro de Judith, 2008, donde Szpunberg me gana por completo. El primer libro se abre con estas tres palabras del salmo de David: 34:8: Gustad y ved…Abro mi vieja Biblia y ahí, encuentro esta aclaración: cuando (David) mudó su semblante delante de Abimelec, y él lo echó, y se fue. Cuando David fingió estar loco frente al rey filisteo, y esto lo dejó libre y lo salvó. Los verbos de alabanza se suceden uno tras otro en aquel salmo, como lo hacen en los poemas de este libro, con una melodía sin igual que vuelve a resonar en Judith, el libro más marcado de Alberto que tengo entre mis manos, y que dedica, con la fe ciega del corazón, “a los compañeros, desde siempre, hasta siempre; y que vuelve en el libro editado el mismo 2008, la genial Academia de Piatock, con las mismas palabras: “a los compañeros, desde siempre y hasta siempre”, bajo la suite no. 5 para violoncelo solo de Juan Sebastian Bach.
“¿Qué uno entre todos
si no todos?
¿Qué todos
si no uno y uno y todos
en cada uno
y en todos?”
…………………
“Toda ausencia -30.000 ausencias- es mentira:
cada mirada la desmiente,
cada lágrima la refleja,
cada calle es a sus pasos
lo que la realidad es al milagro:
esta verdad
nunca vista
pero siempre presente.”
La orquestación de esta obra reunida es descomunal, con poemas a pie de página o en globitos de historieta al costado derecho del margen, con dedicatorias que retornan en leves variaciones, y por eso, leerla en conjunto provoca tal vértigo. “Del polvo venimos y al amor –si no a qué- volvemos”, nos dice Piatock, y esole da respuesta a la hermosa cita de Andrés Rivera en La revolución es un sueño eterno con que se abre Luces a lo lejos: “Entre tantas preguntas sin respuesta, una será respondida: ¿qué revolución compensará las penas de los hombres?”
Saludar esta obra que tan bellamente ha publicado la editorial Entropia, es citar una y otra vez al mismo Alberto Szpunberg, a su lúcida coherencia, y si he dejado afuera a su último libro, Traslados, que cierra este tomo, es sólo para dejar lugar a mis compañeros de presentación y al propio autor que, espero, nos emocionará leyendo algunos de sus poemas.
miércoles, diciembre 04, 2013
Alberto Szpunberg. Palabras que dan en el blanco.
A raíz de la publicación de Como sólo la muerte es pasajera, Ana María Basualdo entrevista a Alberto Szpunberg para la revista Ñ del Diario Clarín.
Alberto Szpunberg publicó su primer libro, Poemas de la mano mayor, cuando tenía veintidós años. Entre el primero y el último, Traslados (2012), se sucedieron trece, con un intervalo que coincidió con la etapa de exilio, transcurrido en Barcelona a partir de 1977. El che amor (1966) fue uno de los libros de poemas fundamentales de esa época que más circuló entre el humo de los cafés cercanos a la Facultad de Filosofía y Letras (y demás lugares de lectura públicos y afiebrados), donde Szpunberg estudió. En 1973, fue director de la carrera de Letras y profesor de Literatura Argentina. Su nombre aparece unas cuantas veces (había dirigido el suplemento cultural de La Opinión) durante los interrogatorios que el general Camps le impuso a Jacobo Timerman. La tragedia de esos años está presente, desnuda o velada, en toda la poesía que escribió desde entonces: Su fuego en la tibieza (1981), La encendida calma (2002), Luces que a lo lejos (1993), El libro de Judith (2008), La Academia de Piatock (2010), entre otros, que integran el volumen de su obra reunida que acaba de publicar Entropía y que se presentará el 26 de noviembre en la Biblioteca Nacional. Su voz ha sonado continua e idéntica y a la vez ha cambiado mucho. Cuando nombra al profeta Amós, identificándose con él, ilumina el sentido de su obra.
En el profeta hebreo no hay éxtasis (aunque narre visiones) ni filosofía (aunque desarrolle pensamientos) sino misión: no permitir que el pueblo olvide los escándalos de los sacerdotes, la insensibilidad de los ricos, la corrupción de los jueces… La intención de esta voz poética tiene que ver con el mandato moral del profeta (“de corazón alegre”), pero el timbre y la pureza y variación de las imágenes con los Salmos y las “emanaciones” de la Cábala. Y en el modo en que, en sus poemas, una hoja de plátano o un higo o un muro de piedra pasan (sin dejar de existir en su materia) a otra órbita y a otra, está el movimiento de una gran sintaxis. Una forma orquestal que acoge hasta el menor crujido o aire de valsecito criollo (escribió varios, para el bandoneón de César Strocio). Alberto Szpunberg volvió a Buenos Aires en 2001. A sus hijas Victoria Szpunberg (dramaturga) y Sabina Witt (cantante) y a su nieta Sofía las visita a menudo en Barcelona.
- Cuando teníamos alrededor de veinte años me regalaste un diapasón. Mirá cuánto he tardado en preguntarte por qué…
- Claro... es como si de pronto lo volviese a ver... y esa vibración sostenida en el aire... Fijate, la magia del sonido llega a lo anecdótico: vos y yo nos conocimos en la disquería / librería que inauguraba Jorge Lafforgue. Habría sido en 1962, porque yo ya había sacado Poemas de la mano mayor... Estábamos a ambos lados de una góndola de LP, medio perdidos, y nos fuimos juntos a tomar un café... ¿Cómo se da un diálogo si no media ese milagro de que toda palabra es un diapasón?
- Pero lo sacaste del bolsillo y me lo diste... ni siquiera estaba envuelto como para regalo...
- ¡Si venía de "expropiarlo"! En esos días, en un trastero de la facultad de Letras, en Viamonte, descubrí un montón de cajas mugrientas, llenas de papeles, biblioratos, carpetas, un amasijo de cables podridos... Y en el fondo, de pronto, vi el diapasón...
- Seguramente aquella librería de Nora Dottori y Jorge Lafforgue en las galerías Pacífico fue la primera en el mundo en llamarse Rayuela, nombre que ubica la escena un par de años después, ¿no?
- Allá por 1963 o 1964, más o menos...
- Pero ahora quiero llevarte más atrás, a la propia época de la rayuela en la vereda...
- Ah, sí, en Paternal...
- ¿Qué registro conservás de tu casa?
- En mi casa se hablaba hasta por los codos, aun cuando no se hablara. Era un caudal de voces que lo salpicaba todo: el brillo de los caireles, la risa repentina, la sonrisa socarrona, el humor inagotable... Cuando cundía el silencio, el silencio, eso sí, era severo...
- Qué significaba ese silencio...
- No significaba... Era la muerte. No tenía que ver con el drama, donde caben las preguntas y las respuestas hasta que cae el telón y se reza el Kadish, sino con la tragedia, ese estupor en el que ya no cabe demanda ni explicación alguna. Hasta que alguien suspiraba, levantaba la copa de vino y brindaba: "¡Lejaim!"...
- … que quiere decir…
- “¡Por la vida!”... Y volvían a oírse, entonces, los ruidos de la calle, hasta el loro de la vuelta que cantaba "la Marchita", orgullo que para sus dueños se volvió inquietante en 1955. Yo iba a la escuela Andrés Ferreyra, en Figueroa y Rojas, cerca de casa. Pero es que todo, entonces, quedaba muy cerca, y no porque el mundo fuese más chico, sino porque el barrio, sus inmensos plátanos, su adoquinado pulido por la lluvia, todo era “casa”... El heimlich del que hablaba Freud y todos añoramos... Y se oían voces en la habitación de arriba, murmullos en el comedor, crujidos en la escalera de madera. ¿Cómo todo ese universo sonoro no iba a convertirse en poemas si, para decir lo más complejo, la poesía siempre procura el sonido más puro, más diáfano, más transparente? Es verdad: basta invertir una letra
–"calma por clama, por ejemplo"– para que la Creación se estremezca...
- ¿Qué voces, hablas, idiomas resonaban en tu casa?
- Una resonancia constante, con su ritmo, sus cadencias, sus andantes y sus fortíssimos, sobre todo cuando la política desataba las tormentas de siempre... "Stalin era un asesino y un antisemita, de acuerdo, pero ¿acaso todos nosotros estaríamos ahora acá, en esta mesa, comiendo tan a gusto, si Stalin, peleando casa por casa, ladrillo por ladrillo, no hubiese derrotado a Hitler en Stalingrado?". O: "Perón reconoció a Israel, y Dios lo bendiga por eso, pero... ¿nos olvidamos de que el GOU era un nido de nazis?". ¿Idiomas? Castellano, ruso, ucraniano, rumano, idish, hebreo, arameo, húngaro (la señora y el señor Klein no decían "sí", sino "igm"...), frases en francés, inglés o polaco... Para arriesgarse a cruzar la mesa de un lado al otro, el alemán debía recordar que, ante todo, era la lengua de Heine, Goethe, Thomas Mann, Marx, para no hablar de Bach o Brecht o Einstein o Freud o Leibniz, pero, aun así, con todos esos avales, el alemán era mirado o, mejor dicho, hablado de reojo...
- Fonéticamente, el idish es pariente del alemán...
- Sí, pero, "pese a eso", te diría, el idish era el fueguito al que nos arrimábamos todos. Hecho de miríadas de chispeantes diminutivos, gestos exagerados, inagotable humor, suspiros cada vez más hondos, el idish era el refugio de todas las ternuras, las tristezas, las caricias, los sueños de redención... y también de los secretos, porque los mayores lo hablaban cuando no querían que los chicos nos enterásemos... Mis padres nunca me hicieron estudiar el idish, convencidos de que no era más que "un dialecto de la Diáspora", frente a la santa restauración de "nuestra lengua eterna": el hebreo... Pero, como dice un mismo refrán en idish, "las aguas calladas horadan más profundamente"... Y como si lo hubiese estudiado, hoy lo hablo o, mejor dicho, lo saboreo, lo disfruto, lo amo.
- ¿Qué lugar ocupaba el castellano?
- El castellano lo unificaba todo, incluso al precio de ser sometido a los peores tormentos... Los más festejados eran los cometidos por escrito en alguna libretita de almacenero, como "1K de arina" o "porrotos úmedos"... Parece de sainete, pero por ahí nomás. Una vez, por ganas de darse importancia, mi tío Manolo dijo: "¿Para qué la hache si no se pronuncia?". A lo que alguien respondió: "¿Acaso la primera letra del hebreo, que es sagrado, no es la alef y es muda? Si Dios lo decidió así es porque el silencio también dice algo... ¿o no?". Y alguien, para algunos sospechado de masón, acotó: "El problema no son las letras, sino el blanco que hay entre las letras... Por ahí se cuela todo…”.
- Como dice un poema tuyo: “y por la gotera más tonta se cuela el diluvio”…
- Sí, y la discusión podía seguir horas. Mi ídolo, mi tío Manolo, comunista, mujeriego, íntimo de Fidel Pintos y Panchito Cao y hombre de la noche, reivindicó su ateísmo marxista-leninista, dio el portazo y se fue... Finalmente, alguien suspiraba: "Dios mismo se quedó más mudo que la alef cuando pasó lo que pasó... ¿o no?". Y volvía a imponerse el silencio, ese silencio severísimo, hasta un nuevo "¡Lejaim!". En cuanto al castellano, que me preguntabas…. Como el personaje de Molière, que hablaba en prosa sin saberlo, te diría que desde siempre escribí en castellano sin saberlo. Esa confusión entre "idioma/lengua/escritura/lengua poética" le valió la vida a Paul Celan... Yo desde siempre dije mamá y no máthushka ni mámele ni ima... Siempre tengo presente la pregunta de San Agustín: ¿En qué idioma habló Dios al hacer la Creación si los idiomas aparecieron a partir de la Torre de Babel, un hecho posterior a la Creación? San Agustín entendió que antes de los idiomas habló una Voz... Acaso esa Voz sea la lengua poética...
- ...pero el poeta, humano, escribe después de la Torre, en la ciudad o para la ciudad...
- Claro... La lengua poética es una marmita insondable, donde, en mi caso, también se cuecen la revista Rayo Rojo, con Colt Miller el Justiciero, y Sandokán y la Historia de Grosso y Los tres mosqueteros y La razón de mi vida, la editada por Peuser, y no menos borbotean los Diálogos con Leucó, de Pavese... Y los sonetos de Garcilaso, y Éluard y Ungaretti, Juan Ele, Luchi, Aguirre o la inmensa Szymborska o González Tuñón, quien dijo: "me quiero ir al Turquestán porque es una linda palabra"...
- Turquestán o la Paternal…
- El barrio ya era parte de la geografía del Turquestán... Leo el Antiguo Testamento, por ejemplo, y miro el dibujo de las letras hebreas, como si la página fuese una visión, más plástica que literaria. Es curioso: hace años que dejé de escribir "poemas sueltos", como si todos los poemas fuesen parte de un mismo organismo en constante nacimiento...
- Me parece muy exacto lo que dice Gelman en la contratapa de La Academia de Piatock: “La pasión de Alberto Szpunberg conjunta el ritmo del poema con el ritmo de la prosa, de tal modo que resuelve los géneros en un solo movimiento".
-Es generoso Gelman... Pero el asunto no son los "géneros", siempre relativos, sino ese "solo movimiento". Me emocionan los versículos, que no son ni tienen por qué ser "verso" o "estrofa" o "prosa"... La cadencia de los Salmos, por ejemplo, o el ritmo todopoderoso de Walt Whitman.
- Sé que no te gusta que te consideren un "poeta comprometido"...
- Me enfurece... Nada que ver... El "compromiso" es una redundancia... Se está o no se está... Lo digo en El síndrome Yessenin: "¿Para qué el mensaje si existe la palabra?".
- Pero en Traslados ponés palabras que nadie entiende...
- Sí, deslizo citas en arameo, sin traducir. No es una maldad mía, aunque lo parezca, y muy probablemente lo sea, pero esas palabras son el castellano "mío", mi lengua poética... Incluso, la cara del lector ante esas palabras impronunciables se suma al poema, aun a riesgo de que después tire el libro por la ventana...
- Dijo Hugo Padeletti que, si la estructura sintáctica de un poema es "coherente y animada, el poema tiene vida"… La sintaxis como "estructura sonora" es clave en tu poesía ¿no?…
- Habría que ver qué es "una estructura sintáctica coherente y animada". Tiendo a pensar que la poesía es "desestructurante", subversiva, y responde más al caos que al orden... No pone las cosas en su lugar: des-coloca. Un niño nace, llora, gesticula, parlotea... hasta que habla... Cuando empieza a hablar, los guardianes del orden lo mandan al colegio... Toda clase –vaya palabrita– empieza con un pedido de "¡silencio!"... Entonces, la "estructura sonora" pasa a la clandestinidad... Cuando, como ocurrió en el Andrés Ferreyra, esa "estructura sonora" se libera y emerge, hay un niño que sale poeta... Pero ¿qué poeta se anota en el registro de un hotel y pone "Profesión: Poeta"? Amós es mi profeta preferido quizá porque dijo: "No soy profeta ni hijo de profeta, sino un pastor de ganado y un recolector de higos chumbos".
Publicado en Ñ Revista de Cultura del Diario Clarín del 23 de noviembre de 2013.
jueves, noviembre 28, 2013
“La poesía incita siempre a la rebelión”
A raíz de la publicación de Como sólo la muerte es pasajera, Silvina Friera entrevistó a Alberto Szpumberg para Página / 12 .
“Los pies se saben el camino de memoria, pero el corazón tiembla.” Un verso de Alberto Szpunberg –todos sus poemas, toda su poesía, por fin reunida en Como sólo la muerte es pasajera (Entropía)– es como una piedrita arrojada contra el agua: da en el centro mismo de ondas infinitas. El cielo brillante de su mirada amorosa revolotea por las medialunas y los chipás, la pava y el mate, indispensables para iniciar la conversación y repasar la vida que se derrama y desborda las páginas de los libros que escribió –el primero, Poemas de la mano mayor, cuando tenía 22 años– y que está escribiendo, con esa inaudita humildad a flor de piel, como si supiera que cada principio es un volver a luchar con esa multitud de voces amotinadas en el gesto siempre abierto del poema. “Como quien nace, la última trinchera es uno mismo”, dice en el prólogo de esta obra mayor y fundamental para el ojo, el oído y el corazón de tantos lectores, que incluye quince títulos, cinco hasta ahora inéditos. “No sé bien cómo empecé a escribir poesía, pero hasta me acuerdo del primer poema: ‘Es una chica muy buena/ la conocí en su casa/ y al otro día la vi/ tendiendo ropa en la terraza’. Y, por supuesto, el título era “Poesía”, cuenta el poeta a Página/12.
“En mi casa siempre hubo libros de Pushkin. Y mi vieja escuchaba a Héctor Gagliardi. El barrio era una fuente de poesía. Cabello de Angel era un personaje lleno de poesía. Iba con una cantidad de monturas y arneses sobre el hombro hacia el corralón. Todos los chicos afirmábamos que él hablaba con los caballos. ¿Cómo no va a salir poesía de eso? O El Gorila, que era un boxeador retirado y que tenía toda la pinta de un boxeador. Del Gorila se decía que se había retirado del boxeo porque había matado a un contrincante en la que fue su última pelea. ¿Cómo no sale poesía de eso? Yo vivía en Rojas y Galicia, en La Paternal. No había un obstáculo entre el interior de mi casa y la calle, salvo tonterías como que no me dejaran salir a jugar porque antes tenía que hacer los deberes. Yo recuerdo mi infancia como algo luminoso, con una luz muy especial, de esas luces que te acarician. Y pienso que de ahí salió la poesía.” Entre mate que va y mate que viene, el milagro de la poesía sucede en el inventario de recuerdos que se enlazan. El poeta evoca la escuela Andrés Ferreyra y especialmente a un maestro que tuvo en quinto grado: el señor Lovechio. “Tenía un aire romántico, iba con un moñito negro, no llevaba corbata. El me alentaba mucho y resaltaba que lo mío era escribir y discutir. Pero teníamos un punto de fricción que era que él, según los resultados de los dictados y la cantidad de faltas de ortografía, reorganizaba la clase: trasladaba al fondo a los que tenían errores de ortografía y ponía adelante a los que tenían muy pocos o no tenían. Yo no estaba de acuerdo con eso.”
–Pero seguro que el pequeño Alberto estaba siempre adelante, ¿no?
–No. Me acuerdo como ahora que una vez me esmeré para no cometer faltas de ortografía y Lovechio iba corrigiendo y corrigiendo y me dije: “Ahora me sienta adelante”. Y de repente dice: “Cayó el pino de San Lorenzo”. Me había olvidado el acento. Al fondo, risas. Mi vieja, por ejemplo, como el tema de la ortografía en el colegio se trasladaba a la familia, refiriéndose a mí, decía: “El no tiene faltas de ortografía, pero le gusta escribir con faltas de ortografía” (risas).
–Lo que pueden las madres, lo justifican todo.
–Es cierto, pero para mí había en eso algo que tenía sentido. Yo me peleaba con Lovechio, pero me alentó mucho a escribir. Cuando yo volvía del baño, Lovechio me veía entrar y decía: “¡Cómo tarda nuestro Platón!” (risas). Ahí se mezcla una cosa romántica donde confluye eso de Platón, porque es un símbolo, con el Pushkin de mi viejo. Una vez lo acompañé a mi viejo a dar una vuelta y pasamos por la calle que entonces se llamaba Parral y ahora es Honorio Pueyrredón, por la librería Anna. Entonces mi viejo me preguntó: “¿Querés un libro?”. Yo me quedé asombrado. Y le dije que sí, por supuesto. Y me compró Robinson Crusoe, de la editorial Sopena. Fue mi primer libro. Cuando terminé de leerlo, estaba maravillado. A los pocos días vino mi vieja y me trajo La cabaña del tío Tom. Cómo me emocionó ese libro, a tal punto que lo estaba leyendo y se me caían las lágrimas. Esos dos primeros libros marcaron un camino, pero representan cosas muy diferentes. Robinson Crusoe reconstruye toda la sociedad colonial inglesa con la razón; en cambio, el alegato contra la esclavitud en La cabaña del tío Tom es a partir del sentimiento, del corazón, de la denuncia de lo que es claramente injusto. Mirá todo lo que es la vida: las historias de los libros, las palabras que contienen los libros. Es un universo infinito, inagotable, como la epifanía en el cristianismo, es lo que asombra porque uno no lo imagina y de repente aparece. Eso es muy importante porque hace a una de las características de la poesía: la sensación de infinito. Cuando uno cree que llegó, recién está empezando a marchar.
–¿Cómo es eso?
–Por ejemplo, el poema de “La carretilla roja” de (William Carlos) Williams, que son cuatro o cinco versitos, donde pareciera que todo queda en suspenso: la carretilla roja, laqueada por la lluvia... qué hace esa carretilla roja, por qué esa carretilla roja en un mundo donde existen cosas importantísimas: monumentos, pirámides, casas de gobiernos, cuarteles, pentágonos. Y de repente, en medio de todo eso, se impone una carretilla roja. Contrariamente a lo que se piensa, esa infinitud de la poesía es a partir de la humildad, no de la prepotencia. Qué más humilde que una palabra, ¿no? Y sin embargo, una palabra te trastrueca. Por eso la poesía incita siempre a la rebelión. No hay poesía conformista. ¿Y quiénes son los sujetos de la rebelión? Los humildes. Podemos citar a Evita como al Evangelio, pero es lo mismo: son los de abajo los que pueden cambiar el mundo. Si no lo cambian ellos, nadie lo va a cambiar.
–En el prólogo de Como sólo la muerte es pasajera recuerda el momento en que Eduardo Romano lo animó a publicar su primer libro, Poemas de la mano mayor, en 1962. Semanas después de la aparición del libro, el Partido Comunista en el que militaba desde los 14 años lo acusa de “trotskista, maoísta y guerrillerista” y lo expulsa. ¿Cómo vivió ese momento?
–Se me vino el mundo abajo. Lo viví como una tragedia. Pero ahora pienso que me hicieron un gran favor porque fue como lo de (Enrique Santos) Discépolo: “Salgamos de payasos a vivir”. Me sentía a la intemperie, pero estaba en la vida real, con la gente de verdad. El que me ayudó infinitamente fue un gran poeta, Horacio Pilar, porque me fui a vivir a una casa colectiva, que estaba en San Juan y Bolívar. Yo estaba buscando vivienda, me quería mudar, y hablando con Horacio, que era muy peronista, me dijo que se desocupaba una habitación en la casa en la que él vivía. Y así fui a parar a esa casa colectiva. El me llevó de la mano y me mostró el peronismo. En ese tiempo también me llega lo del EGP (Ejército Guerrillero del Pueblo) y empieza lo que yo siempre llamé, “mi militancia en serio”. Era la poesía, era la militancia, era el enamorarse, el descubrir cosas. La poesía estuvo presente en todo momento. Nunca dejé de escribir y de hecho lo que más definió mi derrotero político fue un poemario, El che amor. Yo siempre sentí que más que la bibliografía, que los libros, que los documentos internos, para mí la poesía es lo que me llevó a una forma de lucha y a cierto espíritu de pelea.
“¡Che, nos merecemos otro mate!”, exclama Szpunberg y se levanta para poner la pava en la hornalla. “Un tema difícil para nosotros, con Eduardo Romano, era el final de un poema, cómo termina un poema. En esa época eran dificultades prácticas, concretas, que enfrentábamos porque un poema que era bárbaro al final se desinflaba por ridículo, por obvio, por una rima involuntaria. No sé ahora qué opinaría Eduardo, pero cuando leí lo de Valéry, ‘un poema no se termina, se lo abandona’, entendí cómo era la cosa. No porque yo lo supiese resolver, sino por el sentido de la dificultad con la que tropezábamos.”
–¿Cómo termina un poema?
–Cuando suena que terminó. Es una cuestión de oído interior. ¿Sabés que existe la voz interior? Hasta hay un diálogo en “Fedón o del alma”, de Platón, donde Sócrates habla de una voz que él asocia con la música porque considera que es el arte superior. El habla de que sentía una música interior que lo llevaba. Por supuesto, después eso queda relegado como una historia infantil, por lo menos en la versión que da Platón de Sócrates, que luego pasa al logos. Existe esa voz interior. Cuando no siento esa voz, no escribo. Por eso es un momento tan placentero corregir un poema, porque uno va afinando detalles. Uno afina un poquito el violín, después el contrabajo, el piano y en qué clave tocarlo: si en La mayor o en La menor. Eso es así, al menos en mi experiencia.
En El síndrome de Yessenin, uno de los cinco libros hasta ahora inéditos, aparecen globitos de historieta en los poemas. “Hay una voz que aprovecha el silencio de otra y se cuela porque todos tenemos cosas para decir y somos una multitud. Por eso puse los globitos”, explica. “Cuando empecé con notas al pie de página ya tuve mis quilombos. Pero lo reivindico en el prólogo de Traslados y digo que son como riachos que se desprenden. Vos tenés un río y de repente hay un arroyito que se va para la derecha y se interna en un bosque y volvés a encontrar al arroyito, regresando al río, más adelante.”
–Pero ese desprendimiento es parte del mismo poema, ¿no?
–Claro. Ahí está un problema filosófico, político, afectivo, en el sentido de quién se desprende de quién. Hay dos Jerusalén: está la de abajo y la de arriba, que es la celestial. ¿Quién alimenta a quién? ¿Quiénes hacen la historia: los de arriba o los abajo? Esa afirmación que Marx dijo sueltamente, que la historia la hacen los pueblos, es verdad. Lo que pasa es que los marxistas y los señoritos de izquierda no terminamos de aceptarlo, ¿no? Eso sumado a que los de abajo no tienen conciencia de que la única manera de salir adelante es dando vueltas todo. Lo que me gustaba era la sensación de vocerío, de tumulto, no de silencio zen, aunque es un silencio respetable. Pero sentí que había otras voces y por qué no darles cabida. Esas voces se impusieron.
–En uno de los poemas de El síndrome de Yessenin, en el poema “VII”, se lee: “La hache, muda de espanto, se unía a la ce/ para ser cuchillo, chillido, chance, noche,/ pero también era historia, albahaca, humanidad,/ y sólo por graves orrores de hortografía,/ también halma, hamor, haltura, haire, halcoba/ pero el poeta sabía que nada es al pie de la letra/ y que nunca jamás la letra con sangre entra”. Cómo no recordar su enfrentamiento con Lovechio.
–¡¡Tenés razón!! Me encanta que lo hayas visto porque confirma cosas en las que creo. La poesía es un estado de asamblea permanente. Lo de las faltas de ortografía no se me había ocurrido y ahora, cuando te vayas, me quedaré pensando, ¿qué diría el señor Lovechio, si viera el poema? (risas).
–¿Por qué inventó un “síndrome”?
–Tengo que patentarlo antes de que saques la nota (risas). Por ahí tiene que ver con la enfermedad, yo creo que ya estaba en el baile del linfoma. Pero lo viví desde otro lado. Todas las revoluciones que hicimos o las perdimos porque fuimos derrotados o las perdimos después de haber creído que triunfaríamos para siempre. Eso no es fácil de asimilar para mí y los de mi camada. Lo mismo les pasó a Maiacovski y a Yessenin: los dos se suicidaron. Yessenin venía de los narodniki –en ruso, “narod” es pueblo–, los populistas de bases campesinas. Después de la muerte de Lenin, Yessenin empieza a ver que las cosas no funcionaban como él imaginaba y se ahorca. Yessenin escribe algo que me parece terrible: “Al fin de cuentas, morir no es nada nuevo, aunque, claro, vivir lo es menos novedoso todavía”. Cuando uno se aproxima a ese estado de ánimo en que todo da igual, hay algo que está tocado gravemente. Eso que está tocado gravemente puede ser un linfoma, pero puede ser la derrota de una revolución que es más necesaria que nunca a nivel planetario. Yo nunca vi tan lejos la revolución como ahora. Y no te olvides que vengo de una camada que creía que la revolución estaba ahí nomás. A ese estado de ánimo le puse “el síndrome de Yessenin”.
–¿Es un estado de ánimo que parte del fracaso?
–Parte de la derrota, no del fracaso, que no es lo mismo. Yo no creo que fracasamos, fuimos derrotados. No creo que el Che fracasó, fue derrotado. También por ese estado de ánimo es que no lo publiqué antes. ¿Para qué? Veo que los poetas en nuestro país están como medio abombados. Los veo muy pendientes de publicar, de que los nombren. Y al fin y al cabo, ¿qué? No se sostiene existencialmente. Es un sentimiento de soledad también, independientemente de que hay gente macanuda. Yo siempre hablé de la asamblea permanente de poetas y nunca cuajó. Hoy o mañana, algún día será.
Leibniz y el brócoli
“Lo que estoy escribiendo ahora, que no está en la poesía reunida, es divertidísimo”, subraya Alberto Szpunberg. “El asunto es así: yo no sé qué libro estaba leyendo y de repente aparece una cita de (Gottfried) Leibniz que dice por qué todo no es más bien nada. Es una vieja pregunta de la gnoseología, de la filosofía, del conocimiento. Y dije, la puta, qué pregunta. No sé por qué me impactó. Y busqué a Leibniz y lo volví a leer. El se estuvo escribiendo durante un año con (Baruch) Spinoza y quedan tres o cuatro cartas nada más. El resto no se sabe adónde fue a parar. Y un día por el Skype aparece Sofía, mi nieta, con Victoria, mi hija mayor. Y mi hija me dice: ‘¿Sabés que preguntó Sofía ayer? ¿Quién le puso brócoli al brócoli?’. Yo sentí que ésa era la respuesta a Leibniz. Y eso es lo que estoy escribiendo ahora.”
–¿Tiene título?
–Sí, “Por qué todo más bien no es brócoli”. Es la poesía como un juego.
martes, noviembre 26, 2013
Los colores de la valija
Juan Sasturain se reencuentra con la obra de Alberto Szpunberg en Como sólo la muerte es pasajera y escribe al respecto en la contratapa del diario Página /12.
Soler no suele ya recordar poemas de memoria, ni lo intenta, ni lo cree necesario a esta altura, para qué. Pero Soler alguna vez solía memorizar, versear sin tropezones, de corrido. Era una tabla rasa aquella bocha adolescente que sólo había sabido / solido retener hasta entonces boludeces, como la letanía del Boca del ’62: Roma; Silvero y Marzolini; Simeone, Rattin y Orlando. En esa época, digo, cuando Soler solía ser todavía casi un pibe a su pesar, mal crecido y desparejo de saberes, virgen (sic) de experiencia en camas compartidas / alcoholes nuevos / plazas políticamente concurridas, los versos le pegaban fuerte. Se le solían pegar, mejor dicho, hacía tiempo y allá lejos.
Y cómo. Era la tarde y la hora / en que el sol la cresta dora / de los Andes. El desierto / inconmensurable, abierto le dictaba todavía el secundario Echeverría. Cerrar podrá mis ojos la postrera / sombra que me llevare el blanco día, arrancaba el diestro Quevedo curricular para no soltarlo hasta ese polvo serán, mas polvo enamorado que lo solía dejar sin respirar, como solían los equilibristas, como las exactas piruetas de circo. Y el gentil Garcilaso con el dulce lamentar de dos pastores / Salicio juntamente y Nemoroso, y aquella retórica pregunta borgiana sobre los tripulantes del tango que lo perturbó en voz de Medina Castro con tableteo musical de Piazzolla de trasfondo: ¿Dónde estarán? pregunta la elegía / de quienes ya no son. Como si hubiera / una región en que el ayer pudiera / ser el hoy, el aún y el todavía. Maravillas, maravillas.
Es ese mismo el Soler pendejo de principios / mediados de los sesenta, digo, al que solía atribular todavía la ajena Buenos Aires y para quien cada libro / autor nuevo era como un castañazo que lo sentaba de culo en el camino de Damasco, lo dejaba insomne con los ojos así, lo iba poniendo enfilado generacionalmente en la picada del monte guerrillero. Es que solía ser así, para Soler y para el resto. Las condiciones de la época, supo decir después Gianuzzi para explicar el momento.
Ese Soler, versero incipiente y principiante en todos los órdenes y desórdenes de la vida, también por entonces había descubierto de apuro –ya en otro clima– tanto el entrecortado ritmo vallejiano de la apelación vacilante que lo interpelaba desde los dos lados del poema: Niños del mundo / si cae España –digo, es un decir– / si España cae / del cielo abajo el antebrazo, como las metáforas abiertas como venas de Lorca: Y los toros de Guisando / casi muerte y casi piedra / mugieron como dos siglos / hartos de pisar la tierra. Y justo ahí –para colmo– sin anestesia y con la guardia y las defensas bajas, supo tener la revelación definitiva de Gotán: Esa mujer se parecía a la palabra nunca / desde la nuca le subía un encanto muy particular / una especie de olvido donde guardar los ojos / esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo. No hubo ni hay hospital ni curita posibles para este golpe / esta herida al plexo poético generacional. El mal ya estaba (bien) hecho.
La cuestión viene al caso. Hace unos días –medio siglo largo después de aquellos retenidos versos– Soler se encontró como ya no solía con el Eduardo Romano de aquella Entrada prohibida –poeta amigo, padre y maestro–, y hablaron entre otras cosas de Alberto, de Szpunberg, de la maravilla del libro inmediato, de estos días, que reunía su poesía completa, le hacía justicia en un mundo por lo general sin. Y celebraron.
Y ahí fue que de pronto Soler, sin previo aviso y sobre la mesita de mármol de una Giralda inmemorial, dijo y fue diciendo –de dónde carajo le vendría el dictado– medio medium, si cabe, el arranque de La María casi casi sin pifiarle en nada:
Los colores que cubrían la valija de madera eran papeles / y en pequeñas violencias los papeles se fueron gastando / quedando en los andenes del tren; / ahora ya se ve que esa valija en realidad es de madera / y la madera –por qué no– tuvo raíces de árbol en la tierra, / soñó en las tardes tibias con el cielo.
Ahí se paró –Soler, digo– y mientras trataba de recordar cómo seguía aquel humilde, deslumbrante poema de Juego limpio, el libro anterior a El Che amor, tan memorado, dijo o pensó decir como quien pone una plaquita, costumbre de versero que suele incurrir en falsos escalafones:
–La academia de Piatock es para mí el mejor libro de poesía de Alberto, y el mejor en general que he leído en mucho tiempo. Viste cómo reparte las cuestiones, cuenta por boca de otros que son todos y uno, y cada uno. Elude y alude, toca y pica hacia arriba y los costados, pero no se va nunca. Personajes y sentimientos en asamblea permanente, claro.
Y se amaneró en el discurso, como Soler suele:
–Es de algún modo sesgado la culminación tardía pero presente y deslumbrante de todas aquellas líneas tendidas desde los sesenta
–más la Historia y las historias, el exilio y el regreso, la perplejidad sin fondo, celebratoria–, como una conversación infinita de silla expuesta en el patio del conventillo de Villa Crespo, en la plaza de la aldea ancestral, en la mesa de la ventana del café contiguo a la facultad de Viamonte, frente al mar de allá / junto al río de acá, con el bosque ahí nomás.
Y ahí el bosque lo devolvió al viejo poema y Soler fue buscando los últimos versos de a uno, como quien desenreda pedazos de piolín, los pone en fila:
Los árboles que había hace tiempo en el pueblo / ahora siguen soñando en la distancia tan altos como ayer, / bajo esos árboles un día hizo el amor sin esperar la noche / bajo esos árboles la noche soñaba –por qué no– con la ciudad.
Se quedó ahí –Soler, digo– un momento, y después se trajo de qué rincón de la memoria los dos versos finales, los puso sobre la mesita de mármol de La Giralda como quien tira una evidencia triunfal, muestra las cartas ganadoras del envido, se lleva todos los porotos para la poesía:
La ropa que ahora guarda en la valija de madera le va chica / y la madera de la valija ya no es árbol ni puede florecer.
En realidad lo terminaron a coro en un murmullo creciente, con el pelado Romano de sonrisa sabia, cálido compinche de Alberto desde los tiempos de Agua Viva. Después pagaron los cafés y se fueron con el viejo / último Szpunberg puesto entre pecho y espalda como un secreto jubiloso.
Desde entonces y durante estos últimos días, el versero Soler se propuso, casi sin querer, aprender de memoria, por simple asociación virtuosa, “El botánico bakuninista”, un poema que a él –a Soler– lo remite, a tantos años vista, a la colorida valija de la María que un día hizo el amor sin esperar la noche: Cada árbol es al bosque lo que yo a ustedes, dice maravillosamente por ahí.
Soler suele decir que no va a presentaciones de libros ni esas cosas. Pero suele desdecirse: mañana a las 19, en la Biblioteca Nacional, Como sólo la muerte es pasajera, poesía reunida de Alberto Szpunberg.
jueves, noviembre 21, 2013
A la revolución por la poesía
En Radar Libros, "Seré el que seré", el prólogo de Alberto Szpunberg a Como sólo la muerte es pasajera.
Buriam gloui nievo kroi / virji shnieshni ekrutá... Mi padre marcaba el ritmo con la mano. Ahora sé que se trataba de eso: dejarse llevar por la poesía hacia no se sabe dónde. Aunque en casa nadie entendía nada, todos sabíamos que iba en serio. Tokakzvero nozavoi / toza platit kakditiá... aún lo escucho: mi padre con el índice en alto como apuntando al cielo. Es curioso, ciertas noches aún late en mis oídos el reloj de péndulo en la sala. En cambio, la manera de mi madre para confirmar la seriedad del momento era la risa. Nacida en un conventillo de la calle Añasco, ella sabía que un puñado de discos de pasta era el mayor de los tesoros. Chopin, Angelito Vargas, el jazán Pinchik y el Coro del Ejército Soviético nunca dejaron de sonar en mi vida... Pushkin, como pueden ver, tampoco.
–¡Qué risa! –contó una vez mi madre volviendo de un velorio– ¡Todos lloraban!
Y fue así que a los siete u ocho años, vaya a saber en el hueco de qué tarde, nacieron los poemas. Mi madre planchaba a un paso de donde yo contaba las sílabas con las manos bajo la mesa: “¿Tenés muchos deberes?”, me preguntaba. Mi “¡no!” era rotundo. Y no le mentía. En serio, no insistan: la poesía nada tiene que ver con los deberes. Ni siquiera con los deberes para ahora mismo.
Por todo eso, quedé como tocado cuando una tarde de 1962, en un bar cerca de Viamonte y San Martín, Eduardo Romano me animó: “¿Por qué no publicás un libro?”. “¿Un libro?”, se sorprendió a coro el Pueblo del Libro. Y así salió Poemas de la mano mayor, inesperado como un milagro. En la solapa, Eduardo, que ya había publicado y por eso estaba en condiciones de mandarse un prólogo –como yo en este preciso instante–, decía de mí: “El poeta no tiene ni un sombrero para decir adiós”.
Y no se equivocó: pocas semanas después, el Partido Comunista, a cuya Juventud pertenecía desde los catorce años, me acusó de “trotskista, maoísta y guerrillerista”. Ya totalmente a la intemperie, mi cabeza rodó a la altura del nudo en la garganta.
En mi segundo libro, Juego limpio, quise dejar las cosas en claro: en una página par puse “Los viejos stalinistas” y en la página enfrentada –nunca mejor dicho– “17 de Octubre”. Cesare Pavese me había revelado que todo poema, incluso el más hermético, es también, aunque uno no se lo proponga, la narración de una historia, de esas que se cuentan en un bar, en la mesa de la ventana.
Alguien, entonces, en uno de esos bares, me dijo al oído: “¡Ya!”. Era Marquitos Szlachter, del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), que subía al monte salteño. Yo debía esperar dos o tres meses para hacer lo mismo: “subir”. El 4 de marzo de 1964, el campamento de La Toma cayó en manos de la Gendarmería... Y Marquitos, muerto de hambre en pleno monte, se convirtió en “Marquitos”, un poema que inició un nuevo poemario, El che amor, y me llevó a la plenitud de la lucha, esa lucha que creí definitiva, final. Ya había leído a Roque Dalton: “Muchos llegan a la poesía por la revolución, y son malos poetas y no mejores militantes; otros llegan a la Revolución por la poesía”. Por boca de éstos, por su lengua, por entre los dientes, por entre la saliva y la sangre, habla un Yo siempre habitado por Otro. Es esa conexión directa con el infinito desde la sensualidad más terrenal y perentoria, desde la carne misma, como los místicos lo intentaron: Fray Luis, San Juan, Santa Teresa, el Baal Shemtov, el rabino de Kotzk, “cuyo recuerdo sea una bendición”.
–Gustad y ved –se extasía el salmo en medio de los Días Terribles.
Moneda de cambio de algún Comité Central, el “compromiso” –privilegio áulico de quienes estampan su firma al pie de la historia– nada tiene que ver con la entrega sin aviso de retorno. Qué fascinante fue para mí, ateo y religioso, descubrir el rumor del diálogo, un diálogo multitudinario, en ese monosílabo tajante, en ese “Ya” que me convocaba desde Orán.
En sus Comentarios sobre el Génesis, San Agustín se pregunta: “Y Dios dijo que haya luz. ¿En qué lengua resonaba esa voz cuando Dios dijo que la luz sea? Pues aún no había diversidad de lengua, la cual dio comienzo tras el Diluvio, al construirse la Torre [de Babel]... Esa voz no era pensamiento, hipótesis absurda, ni un sonido material, sino la voz misma de Dios”. Es decir, el poema, sí, en la piedra, en el pergamino, en el papel, en la pantalla, pero escrito o soñado o palpitado como si todo ocurriese unos pocos segundos –o milenios– antes de ser escrito o soñado o palpitado, la respiración como única sintaxis, la voz como decurso...
–Para qué el mensaje, si existe la palabra –se pregunta el poeta.
Publicado en 1965, El che amor, poemario que decidió mi vida, no pudo llamarse de otra manera. El 12 de marzo de ese año, el Che, que vía Masetti era quien nos convocaba a los montes de Orán, había escrito en la revista Marcha en carta a Carlos Quijano: “Déjeme decirle, aun a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor”. Y yo estaba profundamente enamorado.
En los años que siguieron, el EGP –a pesar de lo trágico de su deriva– devino en la Brigada Masetti. Luego sobrevinieron luchas y una durísima derrota, terrorismo de Estado, 30.000 compañeros asesinados, clandestinidad, tabicamientos, embutes, rastrillajes, documentos truchos, citas sin recambio posible y, un 9 de mayo de 1977, a media mañana, el exilio... Es decir, la geografía de la extrañeza: no el tranquilizador “Soy el que soy” de la Vulgata, sino el inquietante “Seré el que seré” testamentario.
Aquellos no fueron años de publicar sino de escribir, oficio que, sin remedio, sabe de por sí a desmesura. ¿Qué sino el silencio o apenas un rumor pleno de religiosidad es la consagración de la verdadera poesía? ¿A qué otro vértigo, si no, agradecer tanta vida por milagro? Y empecé a volver...
–Si te digo la verdad, te miento –se alza el poeta en estado de asamblea permanente.
Luces que a lo lejos fue un ajuste de cuentas con la nostalgia, y pretende demostrar científicamente que Gardel nos mintió: “Volver” es imposible; nunca se vuelve, y el parpadeo que se adivina es engañoso. Todavía no sé por qué siguieron los libros que siguieron, estos inéditos que hoy salen a la luz. Pese a tanto trajín, sigo sin saber por qué ese primer libro que me sorprendió sin sombrero se tituló Poemas de la mano mayor, y menos sé por qué ahora este nuevo libro –para colmo, libro de libros– se titula Como sólo la muerte es pasajera.
Como sólo la muerte es pasajera. Poesia reunida Alberto Szpunberg Entropía 465 páginas
“Aun a riesgo de parecer ridículo”, déjenme decirles: un respeto... es un endecasílabo. Como ahora el mundo no está para contar sílabas con las manos debajo de la mesa, otra vez algo, alguien, un ritmo, una cadencia, un susurro, las modulaciones del jazán Pinchik, la inocencia de Angelito Vargas, esa voz del Génesis de la que hablaba San Agustín, me murmura al oído: “¡Ya!”
–Porque siempre es ya... –descubre el poeta.
¿Es el vaivén del péndulo en la sala? ¿La infinitud del desierto a la espera de que los últimos mastiquen arena? Acaso sólo es el latido de la sangre derramada, el balbuceo del cuerpo, la palabra a la hora de guardar silencio...
Como quien nace, la última trinchera es uno mismo




