Agustín Argento lee Los incapaces, de Alberto Montero, y escribe para Artezeta:
A la primera hojeada Los incapaces –editada por Entropía; gran título, por cierto- lo primero que llama la atención es que no hay diferenciación entre capítulos, párrafos ni oraciones. Se trata de un relato de 379 páginas en el que la única pausa es la coma. Ante ello, la primera impresión es la correcta: es un texto opresivo, vertiginoso, rebuscado y adictivo. Es importante esta apreciación, porque el juego estilístico que propone Montero va de la mano con el concepto autobiográfico de su alter ego T. Monroe, quien vive en una casa de Clayburg (Claypole), cuyo terreno comparte con su tiránico hermano menor, quien tomó la posta de la jefatura familiar tras la muerte de su apabullante y manipulador padre.
“Las cosas no pasaron así, pero esencialmente son así”, explica el autor en una entrevista con la revista Evaristo Cultural. “Y si es elaborativo, qué otra cosa va a elaborarse sino lo que te pasó en la vida y lo que hiciste para digerirlo, tus idas y tus vueltas. Y eso mismo forma parte del fracaso y de la desilusión”. Es el fracaso y la desilusión de haber formado parte de una “familia primaria” que se autofagocita y por la que el autor abandona su casa en la gran ciudad para regresar a un demacrado y perdido conurbano bonaerense, con una grafía del lugar propia de alguna canción de Hermética, pero con un dejo de desprecio: “Hombres y mujeres que van a concebir y engendrar a otra camada de derrotados”; “un inconfundible Stallion (semental) de los suburbios, empecinadamente vulgar, y empecinadamente gritón, un gritón insaciable, de hablar a los gritos, de reírse a los gritos, de cantar a los gritos, de vivir a los gritos”.
“Toda tu vida quisiste se aceptado y amado”, se dice T. Monroe, quien además es un renombrado psicoanalista, el cual en vez de ser el orgullo profesional de una familia intelectualmente mediocre, pasa a ser el hazmerreír por su condición de erudito, además de convertirse en la alcancía de un padre apropiador y un hermano menor lastimero tirado a chanta.
Como un nihilista, Monroe/Montero tampoco deja afuera alguna crítica a la política argentina, aunque sólo sea parte de su infatigable cosmovisión, sin ánimos de bajar línea o elaborar una teoría: “El Estado, y los gobiernos en sucesión ininterrumpida, que, en absoluto, pienso -escribo-, se preocupan, ni ocupan, ¡jamás!, en ningún momento, y bajo ninguna circunstancia, por, ni de, esos hombres y mujeres del suburbio, por, ni de, nadie en verdad, de ningún súbdito, pero siempre, con particular rimbombancia, y desprecio, por los hombres y las mujeres del suburbio, porque si llega a preocuparse y, entonces, a ocuparse de ellos, es decir -escribo-, de que esos hombres y mujeres se cultiven, se eduquen, salgan de su imbécil barbarie, de su marasmo colectivo, y, entonces, se abran lo suficiente como para que, siquiera, se les pase por la cabeza, por lo que les quede de cabeza, la posibilidad de aspirar a mejores condiciones de existencia”.
Allí, en medio de ese berenjenal de barro, música tropical, asados de fin de semana y obsoletos trenes a gasoil es donde el personaje decide aislarse y en una tarde hacer su catarsis literaria, con citas y guiños a varios autores dentro de lo que él considera como el arte más elevado de todos (desprecia a la publicidad y hasta los guiones cinematográficos). Puede haber, quizá, alguna referencia a la relación que Kafka tenía con su padre, plasmada en su Carta al padre, pero esta construcción también se arrastra desde Edipo Rey y encuentra su analogía, también, en la perversión del padre de los Karamazov, acaso modelo cabal y sintomático en Los Incapaces.
Menciones a William Faulkner, su “amado” Thomas Bernhard, Samuel Beckett y T. S. Eliot también forman parte de la desesperación por escribir, por hacer una obra literaria, por convertirse de alguna manera en escritor y mudarse al Olimpo de las letras al terminar, al fin, una novela de las tantas que tiene empezadas y jamás continuadas; como si todas ellas hubieran visto la muerte con el mismo impulso que salieron a la vida. “(…) teclear Los Incapaces, evidentemente, lo sentí de inmediato, era lo más ventajoso, y adecuado, y oportuno, que podía haberme ocurrido y, lo más recomendable por otro lado, lo mejor que podía haber hecho, y ahora, por fin, no iba a tener que disimular nada, que al contrario, que había llegado el momento, pensé -escribo-, sentí incluso -escribo- de transformar amenaza en confesión (…) de confesármelo todo de una buena vez (…)”.
Así llega frente a su computadora, con sus botellas de jerez y un hijo (“la luz de mis ojos”) que supo escapar a tiempo de Clayburg y su familia paterna, algo que el autor no lo dice, pero en lo que seguramente tuvo su influencia, ya sea para salvaguardarlo como para crearse su propio espacio de escritura. Los Incapaces es eso: un desesperado grito por escribir.
miércoles, julio 26, 2017
Un grito desesperado
jueves, septiembre 08, 2016
Testigos del milagro
martes, julio 26, 2016
Achicando distancias con lo insoportable
Entrevista a Alberto Montero, autor de Los incapaces, en Revista Llegás. Por Martín Caamaño.
Si bien el narrador habla de sus “formas bernhardianas” también nombra a Faulkner, justo un escritor que delimitó muy bien su espacio literario. Lo inquietante de la geografía de Los incapaces es que tiene muchos aspectos reconocibles del conurbano bonaerense y también una cosa foránea, ligada a EEUU, como las barbacoas o los nombres anglosajones. ¿Cómo trabajaste esa fusión?
La geografía de la novela ya venía armada desde mi experiencia vital, nací efectivamente en el conurbano bonaerense, y después de más de treinta años en Capital Federal, construí casa nuevamente en el conurbano donde hoy todavía trato de sobrevivir. Por supuesto William Faulkner, como todos a los que en Los Incapaces se alude con el calificativo de favoritos, de una u otra forma, funcionaron para mí como habilitadores, me autorizaron al uso, y muchas veces abuso, de matrices de enunciación por así decir. En ese sentido las maneras llamadas en la novela bernhardianas de hacerme a la palabra, operaron en la dirección de intentos recursivos de coser palabras apelando al arbitrio de la exageración para procesar lo propio y más íntimo. La fusión con lo anglosajón, y en general con lo más bobo de lo anglosajón, actuó en Los Incapaces como descompresión, hubiera sido demasiado escribir desde mi tragedia acerca de la tragedia de T. Monroe utilizando los nombres históricos, los auténticos. Además el mismo carácter anagramático de la inicial y el apellido del narrador me empujó de entrada hacia lo anglosajón. Y ciertamente porque tampoco me gustan como suenan los nombres y apellidos en castellano.
Desde mi punto de vista la narrativa es siempre y en todos los casos un ejercicio de elaboración. En ese sentido la literatura argentina y latinoamericana en general, pienso, está atravesada por escritores que en términos formales mantienen una pasmosa distancia con la propia tragedia, y que entonces narrativamente jamás terminan de ir al fondo. Que escriben acerca de pero por lo común nunca desde. Y que así se hojaldran unos en otros, y se pegotean con lo que escriben en lo que escriben y, claro está, por lo común de la forma más afectada y diletante. Desde mi enfoque esta es la particularidad de la literatura latinoamericana, no sólo lógicamente, ya que hay literaturas todavía más distantes y por eso más intrascendentes ―insisto que salvando como se dice habitualmente honrosas excepciones, el mismo Saer, Onetti, el gran Rulfo…, muchos sin duda. Pero la mayoría son evidentemente lucidísimos cuando se trata de tramar aunque terriblemente elusivos cuando se trata de vérselas con lo más íntimo y por eso más comprometedor, es decir, cuando se trata de achicar distancias con lo insoportable. De hecho me parece, me pareció siempre, que el problema de la narrativa argentina y latinoamericana es, repito que en general, un problema de compromiso con lo esencialmente desesperante, para mí, fundamento y razón de toda narrativa.
¿Entonces cuánto hay de autobiográfico en Los incapaces? En la novela hay una concepción muy trágica de la institución familiar. ¿Esa es tu propia visión de la familia?
¿Sos psicoanalista como T. Monroe?
Podría decirse que tengo muchas profesiones y que practico muchos oficios, y que siempre fue así en mi vida, la inquietud como un rasgo constante y un modo de encararla y tratar de hacerla, como digo, un poco más soportable. En cuanto al psicoanálisis, considero que es un sistema entre muchos otros de hacer y hacerse una pregunta que al fin de cuentas remite siempre a lo más íntimo y entonces más insistente y punzante y atormentador. Y también un sistema para cargar con esa pregunta, y para llevarla adelante, para hacer que se expanda e incremente siempre, y un sistema para soportar esa pregunta como interpelación, y, entonces, para el esfuerzo de no contestarla nunca que sería una de las estrategias del silencio.
La potencia de la exageración
lunes, julio 11, 2016
"No creo que haya literatura que no sea autobiográfica"
Entrevista a Alberto Montero, autor de Los incapaces, en el Blog de Eterna Cadencia.
Vamos a ir directamente a los bifes. Tenemos una gigantesca fe en Alberto Montero. Apostamos a que su primera novela publicada –Los incapaces (Entropía)– se convierta en un clásico de la literatura contemporánea argentina. Y, además, estamos seguros de que este señor alto y flaco de 65 años (que por su apariencia sobria pero elegante fácilmente podría parecerse al actor de una obra de Samuel Beckett) está apenas en el comienzo de una carrera que nos deslumbrará.
Los incapaces vino al mundo por la insistencia de sus lectores íntimos, principalmente Nicolás Giacobone, un amigo que ha leído varios de los manuscritos de Montero. Como en otras ocasiones, le dijo que este no podía quedar en un cajón y, por primera vez, Montero le hizo caso. Con cierta timidez se acercó a otro amigo, el poeta y librero Sandro Barrella, quien lo recomendó a Entropía. Y acá estamos.
Los incapaces es una novela obsesiva, desopilante, de oscura comedia, de costumbrismo argentino del conurbano. Es el retrato de una psiquis en un estado de desesperación dentro de una rutina doméstica y familiar que ya no aguanta. Es una confesión, un lamento, un largo suspiro neurótico en primera persona de un tal T. Monroe, quien se muda de la ciudad al suburbio de Clayburg y se construye una casa cerca de su padre y de su hermano –a quienes, de paso, odia profundamente–. Está sujeto a una devoción pusilánime y autodestructiva hacia ellos.
El narrador, padre y psicólogo de cincuenta y pico de años, también es un novelista frustrado. Los libros sobre escritores frustrados –convengamos– son un espanto, producto de la falta de imaginación y del narcisismo. Los incapaces, sin embargo, es una excepción. De hecho, después de esta novela el género –por lo menos en Argentina y por lo menos por una generación– se tendría que dar por cerrado.
La novela tiene muchas sorpresas y pequeños milagros narrativos. Describirlas sería spoilearlas,pero mencionaremos al menos uno de sus rasgos principales. El mundo de Los incapaces es indudablemente el conurbano bonaerense, pero los nombres de los pueblos no son Sarandí, Morón, Wilde, Lanús, Beriso, Ensenada, etcétera. Inexplicablemente, los pueblos en Los incapaces tienen nombres netamente gringos, como si salieran de los cuentos de John Cheever: Clayburg, Broom, Bennett. Y las costumbres –en su nombre– también son yanquis. No se hacen asados sino barbacoas. Y así. Al principio, esto parece un chiste brillante y surrealista como un sketch de Cha, Cha, Cha. Pero mientras que pasan las páginas, este elemento adquiere una bizarra profundidad. Montero logra hacer algo que pocos consiguen: descubrir un mundo por completo nuevo y sorprendente describiendo un terreno, en apariencia, mundano, ignorado por la mirada de la mayoría de los escritores contemporáneos.
Por mero azar nos juntamos a charlar con Montero el 4 de julio (día de la independencia de los Estados Unidos) en el bar Un café con Perón en la calle Austria, en la misma manzana que la Biblioteca Nacional. Perón mismo –una maqueta hiperrealista– estaba sentado en una mesa contigua a la nuestra tomándose un cortado y sonriendo para su pueblo. Nos daba la espalda. Era una combinación inmejorable para interrogar a este enigma de Claypole sobre su extraño libro. Celebrar el Fourth of July con Montero y Perón tuvo una perfecta sincronía con la locura semántica de Los incapaces.
Lo más difícil, estimamos, para Montero, a partir de ahora, es no creérsela y no entrar en el vil cholulismo de la farándula literaria (si es que tal cosa existe; hay quienes intentan que exista). No creemos que vaya a suceder. Pero, por las dudas, nos limitaremos a difundir ideas sobre su obra y a dejar su persona en el enigma, como debe ser.
–¿Terminaste de escribir esta novela sin saber que la ibas a publicar?
–Ni siquiera se me cruzó la idea de publicarla. Ya tengo otras novelas escritas. Pero nunca fue ni una preocupación ni un interés publicarla. Se la mostré a Nicolás Giacobone. Él la leyó y me cuestionó. Me dijo: "¿Qué vas a hacer con esto?" Me dijo: "No lo podés dejar así". Porque él ya tenía experiencia con novelas anteriores que también le di a leer, pero la verdad es que nunca le di bolilla.
–¿Y por qué esta vez sí?
–Primero porque tiene que ver mucho conmigo. Todas las otras también, pero esta más directamente. Está como más presente cierta conflictiva, si bien exagerada, pero es mi conflictiva. Y era un momento muy particular. Además era la primera novela que escribía animándome a un solo párrafo…
–¿En qué momento de la escritura de esta novela sabías que A) Iba consistir de sólo un párrafo y B) Ibas a usar los nombres estadounidenses para designar los lugares geográficos de la novela?
–Yo no tengo algo conceptual. Sencillamente, me molestan los nombres en castellano. Me suenan feos para la literatura. Entonces el recurso al nombre anglosajón me parecía más simpático o más musical. Y mientras que me iba metiendo con esto era un jueguito. O sea, cada uno de los nombres tiene alguna particularidad que los relaciona con los nombres el castellano.
–¿Por ejemplo?
–Marshal es Marcelo. Clayburg es Claypole.
–Y el nombre del protagonista es un anagrama de tu nombre.
–Claro. Y la necesidad de construir una geografía que tenga que ver con lo suburbano, con el suburbio, y exagerarlo. Entonces usar “barbacoa” o ese tipo de cosas me permitía jugar más. Eso en cuanto los nombres. En cuanto la novela hecha de una frase única, de golpe empecé a sentir que no tenía sentido el punto aparte; que era un tipo que estaba desesperado en su necesidad de hablar. Entonces escribía. Y no hay punto aparte. La desesperación es la desesperación. Y así fue. Se me fueron cayendo los puntos, en realidad.
–Esta novela es –en parte– sobre el espanto de la vida. Pero a mí, por lo menos, también me resultó muy graciosa. ¿Te reías al escribir?
–No. Además, uno de los comentarios que hemos hecho con Sandro más que una vez es que a mí me molesta la literatura que exagera la graciosidad. Yo creo que en la literatura argentina actual o americana actual hay una sobrexplotación de la graciosidad.
–¿Por ejemplo?
–Joyce mismo. Yo soy lector anual de Joyce. Todo los años leo Joyce. Y si hay algo que le critico a Joyce es el exagerado juego humorístico. Así que no busqué el humor...
–¿Pero es legítima la lectura que propone que Los incapaces contiene mucho humor negro?
–Totalmente. Es tan exageradamente desesperado, y como cada vez avanza más la desesperación, que es ridícula. Yo creo que uno, para soportar lo desesperado que está, se caga de risa. Hay momentos en los cuales yo advertía que estaba siendo gracioso. Pero no lo busqué. Salió. Entonces es otro el efecto, me da la impresión. Yo me encuentro leyendo algo que acabo de escribir y me cago de risa yo mismo, pero no es que estoy buscando el efecto.
–¿Cuanto tiempo te llevó escribirla?
–No llegó a tres meses y la corrección me llevó casi nueve. La corrección fue más ardua que la escritura.
–¿Y cómo fue la corrección?
–Mi manera de escribir es así: yo empiezo a escribir. En el mismo momento en que estoy escribiendo, voy asociando cosas. Las cosas que asocio las escribo abajo. Una palabra, una frase.
–¿Abajo? ¿Un pie de página?
–No. Dejo un espacio y lo pongo abajo en la pantalla misma y sigo con lo que estaba y de golpe me voy a encontrar con lo asociado.
–¿Cuándo releés?
–Cuando voy siguiendo. Se agota un poco el carácter anecdótico de lo que estoy diciendo y me encuentro con la asociación. Entonces desarrollo la asociación. Y en el desarrollo de la asociación vuelvo a asociar y lo vuelvo a escribir abajo.
–O sea, se va armando, va creciendo de adentro para afuera.
–Absolutamente. Y en mi cabeza. Entonces, en el momento en que estoy escribiendo retomo lo asociado, pero después en la corrección yo le tengo que dar una hilación discursiva. Eso es lo que me costó. Y por eso hubo un tiempo corto de escribir; después fue el trabajo de imbricar una cosa con la otra.
–¿Esa técnica cuando nació?
–Con este libro. El personaje me aceleró. Cuando yo cacé el discurso del tipo que está desesperado y necesita escribirlo, bueno, allí se fue. Y por eso de “las maneras bernhardianas.” Porque a mi la lectura de Thomas Bernhard me permite dos cosas: el juego de la reiteración como un intento de elaborar lo que está escribiendo; no me parece otra cosa que eso, un intento de elaborar con palabras lo que le está pasando. Y la otra es que este señor escribe en un solo párrafo. Con puntuación, pero en un solo párrafo. Esas dos cosas a mi me impactaron. Y el trabajo de la exageración.
—¿En cuánto se corresponde el mundo interior del protagonista con tu mundo interior?
—Yo no creo que haya literatura que no sea autobiográfica. El asunto es un problema de distancia. ¿Qué me permito con esta novela? Me permito achicar la distancia. ¿Y cómo me permito achicar la distancia? Exagerando. Yo puedo decir que todo lo que le pasa a este tipo me pasa a mí, pero no me pasa de la misma manera… El personaje se me escapa de las manos y me hace escribir.
miércoles, junio 01, 2016
Presentación de Los incapaces, de Alberto Montero
Los incapaces empieza narrando, a la vez, la historia de una mudanza de una gran ciudad al suburbio y los problemas para construir una casa, los problemas a los que el narrador de la novela se ve enfrentado a la hora de construir una casa, una vivienda, y lo que implica mudarse al suburbio o, más exactamente, volver a la ciudad natal, a su familia de origen, después de mucho tiempo. Esos problemas, ya de por sí densos para el narrador, a medida que avanza la novela, se van mixturando con otros, indeciblemente más densos, a través de asociaciones lógicas, llevadas a cabo a través del autoanálisis. El carácter de indecible bordea todo el tiempo el texto; y los tipos de asociaciones y de decisiones en el campo de la lógica, la sintaxis y la gramática colocan la textura en el terreno de la novela contemporánea.
El terreno, vamos a decir, de la novela contemporánea es grande, inabarcable aunque finito, e imposible de agotar. El narrador de Los incapaces decide acudir o entregarse a lo que él llama las maneras bernhardianas de hacerse de la palabra escrita, es decir que usa maneras de un maestro de la literatura para hacerse de la suya propia. Es todo un desafío formal que vale la pena analizar aunque más no sea rápidamente. Pensemos en la literatura no como una historia, un museo, sino como un basurero en el que podemos encontrar modos, formas, maneras de narrar. También: convenciones. La mayoría de los escritores, de los novelistas, acude a las convenciones y, en algunos casos, a ciertos procedimientos, que bien usados dan como fruto novelas más o menos buenas. Es más, hay una cierta manera de hacer novelas o una forma novela que más o menos espera y es bien recibida por lectores del todo el mundo. Pasa lo mismo con el relato breve y con la poesía. Lectores cultos de todo el mundo están esperando productos más o menos parecidos. Hacer las cosas más difíciles que la media no es algo que esperen ni deseen mucho lectores ni periodistas ni editores. Por ejemplo: hacer que una oración dure toda la novela. Maneras, estilos, pero sobre todo maneras son modos o formas de mirar el mundo o de construirlo, de inventarlo para el arte. Los incapaces tiene una sola oración con la que, en lo personal, luché durante 379 páginas, porque, lo dije, en cada página al menos una y a veces dos y hasta tres veces pensaba que la oración debía terminar, tener un punto. Esa sensación era paradójica porque al mismo tiempo lo que la extraordinaria prosa de Los incapaces me daba era el simulacro de un latido que la recorría, algo orgánico, vital, que por supuesto es muy armonioso con el tono y el tema de la novela. En su artículo sobre la puntuación, María Moliner le dedica un largo espacio al uso de la coma, también al punto y coma, comillas, etc. Poco dice del punto. Apenas dice: “Se pone punto al final de una cláusula, siguiendo después en la misma línea (punto y seguido), o al final de un párrafo, continuándola en la línea siguiente (punto y aparte). La apreciación de ambos casos es arbitraria, pues depende de la mayor o menor relación que el que escribe establezca entre las partes separadas por el punto”. Necesitaba, entonces, un signo que me indicara que había partes relacionadas y en Los incapaces no hay partes, hay un todo, único, total. Vale decir que lo que yo necesitaba era una pausa, una suspensión, una excusa para abandonar la lectura y retomarla tranquilo. Pero desde las primeras palabras yo sabía, aunque luchaba contra ese saber, que la novela no me iba a conceder esa pausa, esa excusa, ni esa tranquilidad.
“Otros, ellos, antes, podían” escribió Saer al principio de “La mayor”. Lo que el narrador de Los incapaces hace es retomar ese desafío y contar ese tiempo presente en que no hay otros, ni ellos, ni, en un sentido, antes; está solo, aislado y tiene solo presente, el presente en que Los incapaces se va a haciendo, como un lentísimo truco de magia. Lo que hace el narrador de Los incapaces es tirarse, de una vez y para siempre, al abismo de la confesión, al abismo del yo, al abismo del sentido, al abismo de la forma novela; esta forma es el motivo principal de su acometida. No sabe lo que va a decir, lo averigua al tiempo que va demorando el uso del punto, lo demora hasta lo insoportable. La familia de origen, las apetencias literarias, la vida del suburbio son otros de los motivos de Los incapaces. Pero aprendimos con Girri que el poema es el motivo del poema. Y parafraseando, lo mismo podríamos pensar de la novela como forma. Y una forma siempre es completa, es decir que las novelas inconclusas a que alude una y otra vez del narrador de Los incapaces no tienen, en el sentido estricto, forma. Y lo que necesitaba el autor de Los incapaces antes de Los incapaces era una forma. Y para parafrasear a otro grande, o para decirlo con mis maneras valerianas de pensar una obra de arte, citando también a Degas citado por Valéry, podríamos decir que la novela no es la forma, es la manera de ver la forma. Es decir que las maneras que encuentra, o a las que recurre, el narrador para representar los objetos y las acciones y los pensamientos son una suerte de alteración, de error personal, de otro en este caso, que le permite dar a su texto, a su narración, algo que tiene que ver con el arte. Prestadas, robadas pero sobre todo finalmente muy bien usadas, es a esas maneras que el narrador y todos nosotros le debemos Los incapaces.
Hay una escena a la que varias veces y con distintos enfoques vuelve la novela. Es la que tiene que ver con el abandono de una novela anterior en su ordenador, computadora diríamos nosotros, y la apertura y titulación de un nuevo archivo, Los incapaces. Esa decisión, automática, sin pensar, le abre una perspectiva nueva, definitiva, final, sobre su vida, sus relaciones y su arte. Es decir, encuentra un orden, un Orden con mayúsculas. A partir de ahí despliega una novela de una potencia y calidad escrituraria como he leído muy pocas en mi experiencia como lector. Cumple con todos los desafíos formales y estilísticos que se propone y nos deja una obra que estaremos encantados de leer y releer las veces que sean necesarias y cuando no sean también, porque el arte tiene que ver con el derroche, con la gratuidad, con perder hermosamente el tiempo. Por mi parte, estoy agradecido y finalizo este texto de presentación, que debe entenderse como un saludo al autor, en esta pequeña ceremonia, con un punto: muchas gracias.
lunes, mayo 30, 2016
"Mi novela finalmente"
El periodista y poeta Juan Rapacioli, autor del libro Dispersión, elige sus citas favoritas de la novela de Alberto Montero, Los incapaces, para el Blog de Eterna Cadencia:
jueves, mayo 26, 2016
No puede haber otra escritura que la de la desesperación
Entrevista a Alberto Montero para Evaristo Cultural.
Por Lucía Cytryn.
martes, mayo 10, 2016
La tabla de salvación del náufrago
Por Osvaldo Aguirre para Perfil Cultura
jueves, mayo 05, 2016
"Escribir fue la manera de soportar las vicisitudes de mi familia de origen"
Entrevista en Télam a Alberto Montero, autor de Los incapaces. Por Juan Rapacioli
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| Foto: Luciana Granovsky/ Télam |
Los incapaces, primera novela de Alberto Montero, se sumerge en una narración infatigable, sin un solo punto a lo largo de casi cuatrocientas páginas, sobre el fracaso, el encierro, la paranoia y la obsesión por la escritura que abarca todos los aspectos de una vida siempre al borde del estallido.
lunes, abril 25, 2016
El libro de otro
Martín Kohan sobre Los incapaces para Perfil Cultura
Una precisa alucinación
Por Augusto Munaro para Radar Libros
miércoles, abril 20, 2016
Los incapaces
Por Juan Comperatore para Revista Otra Parte Semanal
La arquitectura del mal
Horacio Mohando escribe sobre Los incapaces de Alberto Montero para Revista Invisibles
lunes, marzo 14, 2016
La banalidad del bien
Quintín leyó Los incapaces y la comenta para Perfil Cultura:
El protagonista se llama T. Monroe, anagrama de Montero, y se expresa en una especie de castellano neutro que remite al doblaje centroamericano, en el que se llama “barbacoa” al asado y en el que las expresiones locales como “un pueblo de mierda” vienen seguidas de la muletilla “como dirían en Clayburg”. Clayburg es el lugar donde nació Monroe y al que volvió a vivir después de un tiempo en Kellner, un eufemismo por Buenos Aires: la cartografía de la novela está compuesta exclusivamente de nombres ingleses. Monroe habla una y otra vez (de todo se habla una y otra vez en Los incapaces) de una serie de novelas autobiográficas inconclusas de la que Los inútiles sería la culminación, el ingreso a una anhelada carrera literaria o el preámbulo del suicidio. Montero escribe en la tradición de Bernhard como también lo hace Horacio Castellanos Moya en El asco, pero sus reticencias lo emparentan más bien con las de Matías Alinovi en La Reja, cuya prosa verseada revela la misma dificultad para escribir sobre el Gran Buenos Aires si no es con subterfugios que eludan el abrazo del oso del naturalismo: desde El matadero, los escritores argentinos siguen fascinados y horrorizados con la barbarie bonaerense desde una civilización que no hace pie.







