martes, octubre 12, 2021

Cynthia Edul presenta Un temporal, de Ansilta Grizas

¿Viste que las olas del mar, si las mirás desde abajo, forman una espiral y si caes ahí es probable que no puedas salir? ¿Te acordás cuando íbamos a Chile, cruzando por el Cristo Redentor y vos siempre nos marcabas todas las casitas donde había un cartero? ¿Te dije que siempre que voy a la casa de mi mamá miro fotos viejas? ¿Sabías que en el Ártico, las distancias se miden en sinik? ¿Te acordás cuando almorzábamos todos los viernes juntos en el comedor universitario y siempre pedíamos pastel de papas? Son algunas de las preguntas que le hace la narradora de Un temporal, Ansilta, a su padre enfermo que ya casi no recuerda nada de quien fue, de quienes fueron, de quienes son. Una enfermedad animal que se lo metió en la cabeza como un temporal, que se lo fue llevando, que lo fue endureciendo y que en gran parte del relato, lo tiene ahí, entre estando y no estando, respirando y sufriendo, a él y a ella y a todos los que lo ven yéndose en cuentagotas. Las olas del mar, Chile, el Ártico, los almuerzos en el comedor universitario. La narradora agrega otra pregunta: ¿Qué tendrás miedo de olvidar?


Y la respuesta a esa pregunta, la narradora la asume como una misión que no puede eludir, como un servicio a esa huella que fue la vida juntos. Escribir para no olvidar, escribir “para escarbar en los recuerdos de la vida como en la arena”. Como dice Margaret Atwood en la cita que Ansilta Grizas eligió como epígrafe de su novela, y que es una brújula en esta geografía de la memoria de una vida que vamos a recorrer: 


 “Cuando estás dentro de una historia, cuando la vives, no es una historia sino una confusión; un oscuro rugido, una ceguera, un montón de vidrios rotos y madera astillada; como una casa en medio de un vendaval o un barco aplastado por los icebergs o empujado hacia unos rápidos sin que los que van a bordo puedan impedirlo. Sólo después se convierte en algo parecido a una narración. Cuando lo estás contando a ti mismo o a otra persona”. 


Esa otra persona, podemos ser los lectores, pero es muchas veces y directamente, su padre, ese “tú” al que se dirige para preguntarle si se acuerda y como no se acuerda porque la memoria está siendo llevada por la furia del temporal, la enfermedad animal, le recuerda eso que él era. “Eso eras vos, que siempre tuviste maneras particulares de decir “te quiero”, no en la palabra, sino en el acto. Y siento que escribir esto me ayuda a rastrear esos momentos como si fuera buscar una huella de algo que nunca fue dicho pero que siempre estuvo ahí”. 


Como una casa en medio de un vendaval, así empieza esta novela, con la protagonista, su marido y su hijo, intentando eludir un temporal furioso en el medio de la ruta para llegar a encontrarse con su padre que ya está severamente enfermo. Un barco aplastado por los icebergs, ese parece ser el lugar desde el que escribe. En el oscuro rugido, en la ceguera, entre los vidrios rotos que va dejando el temporal a medida que avanza. Ahí la palabra, paciente y sincera, va a ser la pequeña barca para “atravesar el temporal, para salir cuanto antes”. 


“Pienso en esa foto tuya papá, que dejé arriba de mi escritorio, allá lejos, en mi casa de ahora. Te pienso joven en el campo, y ahora vos, así, acá, con el temporal en la cabeza y tus hijos que van llegando a vos por rutas diferentes con un tanto de miedo y otro tanto de tristeza”, dice Ansilta. Y eso es lo que va a pasar en esta novela, un llegar hasta ese padre por las rutas de la memoria, memoria con raíz, raíz en la cordillera, en el desierto, memoria a la que el viento Zonda la amenaza, memoria de humo y de pasto y de flores al costado de la acequia, del color de las achiras, de cardos, de cardos violetas en otoño, del canal del alto y la tierra en los zapatos y en la ropa de tanto caminar. 


Porque en todo está San Juan. Y el Ártico. Una memoria que recorre el desierto más árido y los paisajes más helados y violentos de la tierra en los que la narradora aprende que ahí “la naturaleza te arrasa, te pone en tu lugar”. Estos personajes están en armonía con la naturaleza, la entienden porque entendieron que no la pueden dominar, que eso no es posible, que hay que habitar en los huecos donde la vida es posible y convivir con la hostilidad. De eso también deja registro la novela, de estos baqueanos que son Ansilta y su padre, que conocen los secretos de la naturaleza, que, como todos los que nacieron cerca de la cordillera, pueden saber muchas cosas por la forma de las nubes o lo claro que se ven los cerros. De esa forma de habitar juntos deja registro Un temporal, de un saber adquirido a fuerza de escaladas, caminatas y fogatas, cruces del Cristo Redentor y noches a la intemperie. De un saber distinto, un saber que nos dice también, que la enfermedad es una naturaleza, es parte de la naturaleza y que ahí también hay que aprender a habitar. 


Porque ¿qué es una vida ahí: en el medio de cables y pañales y remedios, entre los olores y las cánulas y los derrames cerebrales y los médicos y sus sistemas de salud que nunca funcionan? Ahí donde todo arrasa con la subjetividad. Como le cuenta la narradora al padre sobre el médico que lo atiende: “Todos sus días para él no son más que síntomas, uno tras otro, tu tiempo es tiempo entre remedios, sos todo un diagnóstico”. En la guardia de un hospital perdido en el medio de un pueblo, atendidos por una enfermera que tenía las zapatillas de Jesica Cirio, ahí donde la conciencia ya se dio por vencida, la enfermera le dice “que le traiga pañales y que lo cambie. Yo no puedo moverlo ni dos centímetros, busco ayuda. De repente la náusea y la desnudez y lo indigno me voltean y me meto una pastilla de menta en la boca. Salgo por la puerta lateral, respiro profundo. En la aureola naranja alrededor de las luces, miles de bichitos vuelan y hacen un zumbido fuerte. También se escucha el ruido del agua de la acequia. Fumo. El cielo es negro como nunca. Allá en la ciudad, el cielo nunca es negro negro”. El cielo y el ruido del agua de la acequia parecen restituir el sentido. Porque ahí donde la subjetividad está siendo arrasada al punto de convertirlo en un tiempo entre remedios, en un simple diagnóstico, la percepción restituye a un mundo de sentidos, a la luz, al sonido, al color del cielo, negro negro, como es el cielo en los pueblos perdidos. 


Cuando lo operan de la cabeza, el poeta Héctor Viel Temperley escribe Hospital Británico, poemario extraordinario sobre la vida y la enfermedad. Entre todos los deseos que enuncia, entre todas sus necesidades (estar oscuras, regresar al hombre, que no lo toque la muchacha, ni el rufián, ni el ojo del poder), pide que no lo toque “la ciencia del mundo”. Eso que te convierte en un tiempo entre remedios, en un diágnostico. Ese es otro saber que la narradora va recuperando en la novela. En la curva siempre descendente de la enfermedad, está la escritura para dar cuenta de la vida, de una vida, de esa vida que se está yendo. Dice Ansilta:  


“Creo que escribir esta bitácora es un poco una vía de escape, hablarte como si todo fuera diferente. Es alivianar la carga. Siempre decías que “al final andamos con lo puesto”. Es también una forma de ir dejando señuelos en el tiempo. Escribir como ir dejando un rastro. Las palabras duelen, vibran, curan, consuelan, repercuten, permanecen”. 


Cuando enferma su madre de Alzheimer, la poeta Tamara Kamenzsain escribe su poemario El eco de mi madre. En esos poemas que acompañan el proceso de la enfermedad y la posterior muerte de su madre, la poeta dice: "No puedo narrar. / ¿Qué pretérito me serviría / si mi madre ya no me teje más?". ¿Qué pretérito nos sirve para poder narrar la mirada de un padre que se va? Ansilta elige el presente, el presente necesario para estar en el foco de la experiencia. El presente que busca conservar un pedazo de vida, la palabra como una cajita que en vez de cazar luciérnagas, intenta cazar un poco de vida, acá, para los que quedan, los que quedamos, en la ondulación del terremoto (en palabras de la autora), en el rastro, en el suceso que queda marcado a fuego, como una cicatriz o un hueco en la piel. Siempre la naturaleza atravesando el sentido, cielo negro, temporal, olor a cardos, humo, pasto y flores al costado de la acequia. 


Escribir, narrar. Por terror al olvido, para encontrar algún vestigio, como residuo de un dolor, como un camino que lleva, como una bitácora de sensaciones y cosas. “Yo escribo esto pensando en vos, papá”, dice Ansilta, “sabiendo que aún estás ahí, pero sé que no te lo puedo leer porque no lo podrías comprender”.


Cuando muere su mejor amiga, Ana Amado, la poeta Tamara Kamenzsain recurre a todos los poetas de su vida, para buscar en ellos poemas que la impulsaran a escribir uno en honor a su amiga, que la homenajeara y que al mismo tiempo lograra un poco calmar el dolor. Y dice Tamara en ese recorrido “lo que me consuela ahora mismo, que evoco a Ana Amado y transcribo este poema de Vallejo para ella y por ella, es la certeza de que la poesía puede hacer algo con las rupturas y las muertes”. Yo le agregaría a Tamara, y con la enfermedad.  Porque de eso y de mucho más se trata Un temporal, la novela de Ansilta Grizas, que se mete en el foco de la enfermedad, en ese punto ciego del que es difícil salir, para con una cadena de brazos y codos (los recuerdos, las palabras que dicen que ahí hubo una vida, que es huella, ondulación, vestigio natural en el alma), para con esa cadena, “hacernos carne con la naturaleza que nos toca, como los inuit”. Porque, como nos dice la narradora, hacerse carne con la naturaleza que nos toca, es más amable y es más humano. 


Si en el Ártico las distancias se miden en sinik, que es una medida que nos da el tiempo que nos llevaría llegar a un lugar, ¿con qué medida vamos a medir la distancia del dolor y de la ausencia, con cuantas cordilleras, cielos, nubes, desiertos, hielos, con cuantas olas del mundo, si la dimensión misma del universo parece no alcanzar?


Le cuenta Ansilta a su padre: 


La banquisa es la capa del hielo que flota en los polos y cambia según la época del año: se derrite en verano y se vuelve a formar en la Noche Polar. Está formada por placas que se mueven constantemente con las mareas. En el límite entre el hielo y el mar se ve su espesor y es ahí donde hay más vegetación y vida marina, y también donde los animales van a cazar, a buscar su alimento. 


También le dice Ansilta: 


La supervivencia es vivir en la banquisa, acomodarse en el recoveco que te es dejado, que se permite. Es aguantar en esa superficie blanca de hielo en el instante previo a que todo se quiebre y se derrita. Es aguantar en el espacio en donde la vida aún es posible. 

Construir con lo que te queda. Convivir con la hostilidad de la naturaleza y en ese entorno hacerse un lugar, habitarlo sin tratar de dominarlo, porque ya no es posible. 

Hay que hacer campamento en la cueva de hielo para pasar la noche. 

Hay que navegar la tormenta hasta atravesarla.


Y también le dice: 


Quiero que sea un texto que diga lo que fuimos. Vos, mi padre, Ansilta, tu hija, hoy madre. 


Andar con lo puesto, hacer campamento en la cueva de hielo para pasar la noche, atravesar la tormenta hasta atravesarla. Mucho para aprender de estos baqueanos, de Ansilta, que tiene nombre de montaña y de su padre, que había tenido mil vidas en una, inabarcable, que fue dejando señuelos en el tiempo y las palabras que curan, consuelan, repercuten y permanecen. Intentan recuperar.