Guadalupe Silva lee Caja de fractales, de Luis Othoniel Rosa, y escribe para Bazar Americano:
A fines de los años ochenta, el cubano Antonio Benítez Rojo describió el Caribe como una estructura fractal: una máquina de explotación económico-social a gran escala por la cual todas las islas de la cuenca serían reducibles a una sola, la “isla que se repite”. La forma fractal podría describirse así: como una figura que se repite en distintas proporciones siguiendo un determinado patrón. Un ejemplo simple son las ramas de ciertos árboles cuyas hojas reproducen la misma estructura de la rama, repiten y varían un diseño dentro de un mismo sistema de relaciones. Los seis capítulos de Caja de fractales hacen de este principio una fórmula de experimentación formal y, también, al igual que Benítez Rojo, una hipótesis política. El escenario de la novela es Puerto Rico, una de esas islas-patrón de la máquina imperialista, pero aquí no se trata de plantear una problemática regional sino más bien de imaginar un futuro próximo a partir de la distopía caribeña. ¿El futuro de quién, o mejor dicho de dónde? No solo el de Puerto Rico, país con la rara condición de pertenecer al espacio cultural de América Latina siendo un estado asociado a los Estados Unidos, sino, por así decir, nuestro futuro latinoamericano, un futuro aterrador en el que Rosa ve desatarse todos los horrores del capitalismo: desigualdad, control biopolítico y embrutecimiento social. En otras palabras: el capitalismo como régimen totalitario, según advierte uno de los epígrafes: «El capital ha logrado –como Dios– imponer la creencia en su omnipotencia y su eternidad; somos capaces de aceptar el fin del mundo pero nadie parece capaz de concebir el fin del capitalismo» (Thomas Munk).
En Caja de fractales el presente es apenas un punto de partida. Como si no existiera un pasado previo a 2017, todo ocurre a partir de allí de forma tal que apenas se nota el ingreso a la ficción futurista (los sucesivos años consignados en los títulos son fechas posibles en la vida de una persona hoy adulta: 2018, 2028, 2033, 2037-40). Aquí el presente no es el lugar de llegada para una interrogación de la historia (¿qué produjo este desmadre?), sino el lugar de partida para una pregunta sobre el porvenir. Esta novela ensaya una manera personal de narrar el futuro; lo hace evitando los recursos convencionales de la narración realista, introduciendo elipsis y saltos en el tiempo, demorando y acelerando el paso de una cosa a otra, produciendo variaciones inesperadas en los puntos de vista (yendo de un personaje a otro, de lo humano a lo animal, de lo angélico a lo humano, de un ángulo subjetivo a una perspectiva omnisciente) y, por último, haciendo un uso muy calculado del delirio yonki al estilo Burroughs y combinándolo con guiños, citas y referencias eruditas de corte borgiano (en otras palabras, invitando a una lectura transtextual). Sus tres personajes principales (Alfred, Alice y Trilcinea, conectados con la novela anterior de Rosa, Otra vez me alejo) viven entre libros, drogas y complots con una melancolía que recuerda a los poetas tristes de Roberto Bolaño. La prosa es engañosamente límpida y por momentos hipnótica, incluso delirante. Se trata, en fin, de un texto experimental que interpela al lector con una pregunta que trae al futuro una vieja cuestión literaria: cuál es el lugar de la literatura en la cultura del malestar y cómo hacer intervenir la escritura en la política. La pregunta, aquí, se plantea dentro de un contexto ficcional distópico. En el colapso total de la fachada humanista de nuestra civilización, cuando al agotarse los recursos naturales del planeta los países dominantes muestran su cara más abiertamente criminal, los últimos sobrevivientes de la pequeña bohemia que protagoniza la novela se entregan a la única tarea en la que se les permite escapar hacia adelante: la escritura. «Doce libros entre los dos, doce libros en tres años que realmente son cartas, no a las próximas generaciones, sino al próximo mundo, al mundo que los sucederá y en el que se sienten incapaces de vivir» (70). Menos que un archivo encapsulado, lo que escriben estos personajes antes del suicidio se parece a una advertencia. La novela requiere para sí misma esa condición y propone incluso un tipo de activismo político-literario en la línea abierta por el segundo de los epígrafes: «Toda la creación es lenguaje y nada más que lenguaje, el cual por una razón inexplicable no podemos leer en el exterior ni podemos escuchar en el interior» (Horselover Fat, o Philip Dick). El «fractalismo» (en la novela un movimiento de insurgentes) propone tácticas de escape al exterior de esa hegemonía, tentativas de hackeo a gran escala. ¿Hay un afuera del capitalismo? La novela dice que sí, pero no es por la revolución militarizada orientada al Estado, sino por el sabotaje: las líneas de fuga, el crackeo, la multiplicación de experiencias hedónicas o improductivas en base a drogas, estados de éxtasis, convivialidad y desde luego, literatura, y, en fin, la diseminación de nuevos rebeldes: «pitufos» por doquier, pequeños destructores del sistema que en la novela aparecen como héroes anónimos de una guerrilla feliz, cuyo horizonte, lógicamente, no es la nación sino la aldea.
Así descripta, la novela parece un proyecto micro-conspirativo, y tal vez lo sea en tanto fomenta la producción de grietas dentro de un mundo concebido en clave paranoica. El momento más claramente «fractal» del texto es aquel en que describe la acción de un libro llamado La dignidad. Se trata de un libro anónimo que llega por email y muta cada vez que el destinatario reconfigura el texto de acuerdo con un instructivo extremadamente riguroso distribuido por la internet profunda. La analogía entre este dispositivo de viralización (una «Babel virtual», 45) y la construcción de refugios para el futuro (ciudades en túneles que son como versiones postapocalípticas de los sueños utopistas: «catedrales» del porvenir) resulta evidente. Así como también es evidente el entusiasmo con la idea misma del sabotaje supuesta por el libro-plantilla del que todas son copias únicas sin que exista un autor original. «En el fondo, poco importa el contenido del libro: una suerte de caja o de lienzo anarquista. Lo importante es el modo de difusión, el medio anónimo y secreto. El libro, desde el principio, actúa como si fuera un arma terrorista, como si contuviera el secreto de una insurgencia revolucionaria contra las muertes que causa el capitalismo […]. Los centros de poder ahora se sienten tan vigilados como la gente» (47).
La pregunta sobre el lugar del escritor se contesta ahí, cuando el libro efectivamente promueve la acción diseminada (como «hongos» de pitufos esparcidos por el mundo). Desde ya, la propia novela no es un texto anónimo, ni tampoco predica el fin de la literatura (de hecho hace todo lo contrario). Pero sí es la ficción de alguien que se muestra a favor de una ética anarquista. Como en otro pliegue de su propio fractal, Rosa investiga la relación entre anarquismo e ideología literaria en su tesis de doctorado sobre Macedonio Fernández y Borges, realizada en Princeton y recientemente publicada por Cuarto Propio. Allí, en la introducción, y luego de una dedicatoria a Ricardo Piglia, Rosa elabora, junto con su objeto de estudio, una propuesta:
El anarquismo nos invita a derrocar esa entidad esencializante (arkhé) y aprender a vivir en la complejidad de la diferencia constante. No podemos oponernos a gobiernos autoritarios, si en nuestras interacciones sociales nos comportamos de manera autoritaria […]. Si los patrones de acumulación de poder en las macropolíticas se repiten en las micropolíticas, la resistencia tiene que ser igualmente fractal.
Caja de fractales, este pequeño libro de 99 páginas (casi la misma extensión de La dignidad, su doble interior) imagina un tono y un tipo de héroes para esta nueva forma de resistencia, en la que medios y fines no son instancias de juicio diferentes, sino la misma y tal vez la única cosa.
miércoles, noviembre 08, 2017
Sobre catedrales y pitufos
martes, agosto 08, 2017
Ruinas y esperanza
Carlos Fonseca lee Caja de fractales, de Luis Othoniel Rosa, y escribe sus impresiones para Otra Parte Semanal:
“Y es que, sin saberlo, y rodeados de muerte, descubrieron una de esas desastrosas realidades de la vida: sólo la letra sobrevive al desastre”. La frase, magnífica y aterradora a la vez, subraya una de las valientes intuiciones de Caja de fractales, segunda novela del joven novelista puertorriqueño Luis Othoniel Rosa: ante el desastre, ante la crisis —emocional, política, ecológica, académica—, la escritura se convierte en un modo de supervivencia. La literatura como último refugio: una apuesta poética que es a su vez una forma de vida y un modo de permanencia. Si ya en su primera novela, Otra vez me alejo (2012), Rosa había explorado los vínculos afectivos que terminaban configurando un espacio de resistencia literaria dentro de los muchas veces asfixiantes laberintos de la academia norteamericana y sus múltiples crisis, en Caja de fractales la apuesta es mayor: centrándose en la crisis económica de Puerto Rico y sus imaginarios futuros distópicos, la novela esboza en torno a la literatura un espacio alternativo de solidaridad. Mientras el capitalismo —y por ende, según la tan citada frase de Fredric Jameson, el mundo— se viene abajo, los protagonistas de esta delirante novela reconstruyen otro mundo posible, un mundo que crece entre las ruinas del capitalismo con la impresionante voluntad de los ríos subterráneos.
Lector de Macedonio Fernández —en torno a cuya obra escribió un ensayo titulado Comienzos para un estética anarquista—, heredero de Manuel Ramos Otero y de Ricardo Piglia, Luis Othoniel Rosa sabe que es esa precisamente la utopía literaria: crear una sociedad paralela, alejada de los poderes del Estado y del mercado. Caja de fractales toma esa intuición y le suma otra igualmente pertinente: en sus páginas, la amistad se convierte en poética, en redes subterráneas de solidaridad que hacen posible imaginar un mundo después del mundo. Nos hallamos ante un autor que ha encontrado en la amistad una poética de supervivencia, un motor para la escritura. Sólo la amistad sobrevive al desastre, podríamos añadir, modificando la frase inicial. Y es así como en las aventuras del Profesor O, Alice Mar, Alfred Dust y Trilcinea, entre otros, encontramos un gran mosaico donde la literatura y la amistad se convierten en espejos de sí mismos. Sólo a través de la escritura, parece sugerir el autor, podemos llegar a crear esos lazos que nos ayuden un día a escapar de la pesadilla histórica que amenaza con destruirnos.
Ante la famosa frase de Joyce —“La historia es una pesadilla de la que intento despertar”—, la apuesta de Caja de fractales recae en negarse a despertar a lo real y a sus mil nombres —sensatez, pragmatismo, liberalismo, realismo— y, en cambio, apostarlo todo por seguir soñando. En sus páginas encontramos el bello y a veces terrorífico sueño colectivo de una sociedad que en su fuga final se niega a dejar atrás el arte, pues sabe que allí se esconde su única salvación posible. Una novela cuya ambición es la de convertirse en una de esas catedrales perdidas en un paisaje de ruinas, bajo cuyo esplendor una sociedad fugitiva encuentra esperanza.
miércoles, julio 26, 2017
El capitalismo como droga dura
Leonardo Sabbatella lee Caja de fractales, de Luis Othoniel Rosa, y escribe para Revista Ñ:
Los contratos realistas y naturalistas, si bien no han sido los únicos, sí fueron dominantes en las escrituras que buscaban la crítica social o, al menos, someter a discusión cierto orden establecido. En Caja de fractales, Luis Othoniel Rosa propone una salida a través del futuro. Y no se trata solo de un relato con enormes saltos temporales hacia adelante (uno de los capítulos transcurre en 2701) sino también de la búsqueda de otros órdenes de vida, como puede ser el que permiten las drogas o la pregunta por otras reglas para el tiempo y el espacio. El futuro no parece ser un lugar mejor pero sí una forma de crítica al presente y sus probables perspectivas.
Si el capitalismo ha logrado, como dice el epígrafe de Thomas Munk que abre el libro, imponer la creencia de su eternidad, de ser el único (y último) modo de organización social posible, cualquier intento por desmontar esa idea no deja de ser un experimento sociológico. Por momentos, Caja de fractales parece probar al mismo tiempo tanto los efectos brutales del capitalismo como la posibilidad de pensar sus alternativas y puntos ciegos. Aunque no debe confundirse el libro como la ficcionalización de una teoría sino, en el mejor de los casos, la teorización que nace de un aparato ficcional.
Othoniel Rosa tiene predilección por la velocidad y el delirio aunque a veces se convierte en ansiedad y en una lucidez entorpecida, como si fuera el efecto colateral de las drogas que consumen los personajes. Los comportamientos del trío de protagonistas por momentos parecieran llevar al límite el verosímil y la organicidad del texto. A veces con guiños hipsters, otras con citas eruditas, el libro se asemeja a una bitácora de ideas y bifurcaciones que juega todo el tiempo con la idea de fractura de la narración.
Caja de fractales es un libro que propone una tensión: sus casi cien páginas hacen pensar que es posible leerlo rápido, de un tirón, pero la escritura encuentra la virtud del contratiempo. Quizás lo más interesante de Othoniel Rosa es que consiguió escribir un libro lento y rápido a la vez, como si se lo reprodujera a dos ritmos distintos en simultáneo o pudiera leerse a dos velocidades.
La escritura de Othoniel Rosa, como la de cualquier autor, se alimenta de la escritura de otros. El ha decidido apropiarse de frases de otros libros para reescribirlas y conjugarlas con su estilo pero tomando la salvedad de anotar al final del libro una página con cada una de las apropiaciones bajo el subtítulo “nota de los editores”. El gesto no deja de ser elocuente. De no estar la lista de apropiaciones y citas, ¿el lector las reconocería de todos modos? ¿Sería mejor no contar con ese epílogo pedagógico? ¿El autor o los editores buscaron una forma de blindarse de una eventual acusación de plagio? ¿Es una estrategia narrativa o una intervención para hacer explícito un procedimiento?
Caja de fractales es como un octaedro en el que todas sus caras son igual de válidas.
lunes, junio 26, 2017
El libro como espejo
Melanie Pérez Ortiz lee Caja de fractales, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para 80grados:
El libro, titulado como mi reseña y escrito por Luis Othoniel Rosa, me fascinó literalmente, en el sentido de quedarme pegá con él como descifrando un enigma, en primera instancia (porque hay otras), por lo que evoca en términos de la poesía con la que está escrito. Ya dice Marta Aponte Alsina en la reseña que publicó en su blog llamado Angélica furiosa que se trata de un poema largo o una novela corta. Como la pintura titulada “Las Meninas” del español Diego Velázquez —producto de otro momento de crisis— el libro me mira, se sale de sus límites hasta que me traga y de momento me veo en la sala medio oscura con esa gente y ese perro, que ya no son nobles sino solamente raros; tanto como tú o yo. El pintor y las princesas y las damas de la corte y el perro y yo somos lo mismo: masas de células, sacos de agua que respiran parados sobre una partícula de polvo en el universo hecho de fractales de materia y tiempo.
Me tardé más de lo que esperaba en reseñarlo porque es un libro que se expande y no se deja asir. ¿Por dónde agarrarlo para explicarlo, para explicar mi fascinación con él? ¿Cómo decir que mi primera impresión fue la de que se trataba de la historia que yo estaba viviendo durante los primeros días de la huelga estudiantil que acaba de terminar? Explico. Estaba vigilando portones mientras el movimiento estudiantil participaba de la Asamblea Nacional y el helicóptero de la FURA nos sobrevolaba constantemente. Era desesperante. Nos contaban los estudiantes rezagados —siempre se quedaban atrás quienes se hubieran levantado tarde o tuvieran otros trámites que hacer ese día— que llevaba días así, especialmente por las noches. Antes nos habían contado otros estudiantes de otro comité de base que en la oscuridad y lejos de la prensa, los guardias de la compañía privada que contrata el Recinto —¿la misma que removió a las 2 de la mañana con más de 80 agentes y mediante el uso de la violencia el furgón que había comprado el proyecto de alimentación solidaria?—, que se albergaban en Plaza Universitaria donde tenían su equipo de guerra a la vista de todos, pasaban las macanas por las rejas lentamente, los insultaban y que, incluso, llegaron a desenfundar armas de fuego y apuntarles las armas cargadas, haciendo el gesto de disparar, mostrando sonrisas crueles y gozosas. Son técnicas de tortura. Por esos días se especulaba continuamente cuándo habrían entrado por la fuerza a sacar a los estudiantes del Recinto de Río Piedras con gas pimienta y gases lacrimógenos; si habría habido disparos como en los años anteriores a las políticas de no confrontación y sana convivencia. Allí en el portón de Comunicación estaba yo leyendo el libro y lo mostraba a mis colegas, gente con la que de repente tenía una vida en común. “Miren. Parece que habla de nosotros”, decía. Y le hacían fotos a la portada para mandarlo a pedir, porque el libro publicado por este joven escritor puertorriqueño, residente en Nebraska, lo publicó en Argentina la Editorial Entropía. Cuando me refiero al libro como un espejo, hablo del clima general creado, que mezcla la cotidianidad con lo terrible de que algo grave está sucediendo o ha sucedido en un lugar que no es más que un afuera de los afectos necesarios para sobrevivir. Ahora procede citar el segmento que estaba leyendo en el momento en que mostré el libro, pero tengo que aclarar, explícitamente, (me crean o no, puesto que las verdades en momentos polarizados son ideológicas y la gente está dispuesta a creer la fantasía que se construyó de antemano con cualquier argumento) que dentro del recinto nunca vi pasto ni alcohol, sino más bien las reglas de convivencia que establecieron los estudiantes que prohibían cualquier tipo de intoxicación (porque calienta el movimiento—no son tontos). Iba leyendo por aquí la primera vez que el libro se salió de sí mismo y comenzó a tragarme:
Alfred escucha voces. Alice cocina. Trilcinea fuma pasto. Todas estas son maneras de mantener el horror en el perímetro, formas de sobrevivencia, algunas más valientes que otras. O mejor, estas son maneras de marcar el perímetro. Eso es precisamente lo que Alice le dice a Alfred.
Ve a marcar el perímetro.
Y el muy imbécil se lo toma en serio. Y sale del bar y le da la vuelta a la manzana para asegurarse de que todo esté bien. Solo al volver se da cuenta de que no sabe qué significa eso de marcar el perímetro, pero le suena a algo militar. ¿Cómo se marca el perímetro? ¿Meo en cada esquina? Al volver, Trilci y Alice, muertas de la risa, le piden un informe sobre el perímetro. Alfred le dice que repartió el dinero y los cigarrillos que le quedaban a todos los vagabundos del barrio, y que una le pidió su encendedor, así que no tiene encendedor. Alice recuerda que nunca se podía confiar en el Jefe y el Profesor O con la gente que vivía en la calle porque les regalaban todo. Una vez, O volvió a un bar sin zapatos luego de salir a fumar un cigarrillo porque un vagabundo que lo conocía lo convenció de que no los necesitaba mientras el Jefe asentía, confirmando como un pendejo la historia de sus amigos. (17-18)
Repito. Es el clima afectivo el que queda como una réplica exacta a la estructura de sentimiento de estos días. El una sentirse perdida; no entender exactamente qué es lo que hay que hacer, pero tener claro que lo que hay que hacer es resistir y además proponer una fantasía habitable para que se vuelva realidad. En lo inmediato, hacer cosas que suenan a algo. “Vamos a marcar el perímetro” y saber que tal vez en una guerra del siglo XX en la que luchó una abuela nuestra, en cualquiera de los bandos, alguien fue a marcar el perímetro y se trataba de un asunto serio para el que habría adiestrado. Y no es que no sea serio que ahora nos toque resistir y proponer nuevamente, sino que somos más irónicos porque el propio Marx —a quien no debería citar porque habrá quien deje de leer sin saber que también escribió poesía vanguardista, amorosa y tuvo sentido del humor— dijo que la segunda vez que se repiten las cosas se tratará de una farsa, y vamos como por la repetición número quinientos. Pero, ¿cómo no resistir y proponer fantasías nuevas, si esto se convertirá en un moridero cuando ya no tengamos ni servicios de salud, ni educación, ni pensiones y se haya encarecido todo y hasta las playas nos hayan vendido?
Más adelante vuelvo sobre la idea del moridero, pero por el momento me centro en explicar los fractales; la caja de fractales. El tiempo que narra esta historia es post-apocalíptico. Algo ha sucedido que la sociedad puertorriqueña está reconstituyéndose como puede; pongamos por ejemplo, una quiebra. El punto de vista es el de un grupo de rebeldes que sobrevive desde las afueras. Buscan la Catedral, desde donde se organiza más gente, y a donde quieren llegar, pero no se sabe si existe, si se trata de un oasis, como se comenta, o es un mito. Afuera de este espacio lo que hay es violencia de Estado y desolación.
Esta reseña lleva un tiempo cocinándose, dije al principio. Me tardo en escribirla porque me confundía el uso del tiempo, entre otras cosas, porque los capítulos están organizados por fechas: Capítulo 1/ El año 2028, Capítulo 2/ El año 2017, Capítulo 3/ Los años 2037-2040, Capítulo 4/ el año 2701 / Capítulo 5 / El año 2033, Capítulo 6 / De vuelta al año 2018. Marta Aponte describe el año 2701 como “improbable” o “inimaginable”, no recuerdo con exactitud y no tengo ganas de volver a su escrito a corroborar el término. Recuerdo que sonreí cuando lo leí y eso es lo importante. Se trata de otro arreglo de los números que conforman el 2017 que es hoy y la fecha más temprana de esa cronología desordenada. No hay gran diferencia entre lo que se cuenta en una parte y la siguiente. Entonces me vi en la necesidad de quedarme con el libro en la cartera y seguir leyéndolo y leyéndolo para entender la trama (la diégesis, decimos los académicos). ¿Qué sucede y qué implican esos saltos en el tiempo? Hasta que me vino a la mente que la clave está en el título del libro, que también es el título de esta reseña: “Caja de fractales”. El libro es una caja de fractales. Quien haya tenido de niño un Spirograph o un caleidoscopio sabe lo que es un fractal. Son patrones que se repiten. Existen en la naturaleza. La estructura de los corales o el ramaje de los árboles tienen estructura fractal. Marta Aponte copia del internet para ilustrar su reseña una imagen magnificada de un brécol para mostrar un fractal natural. Me pregunto, si hubiera un ojo capaz de despegarse lo suficiente para mirar el universo, si este tendría estructura fractal en lugar de caótica; esto es, en patrones que se repiten, aunque de distinto tamaño.
Luego de entender esto puedo inferir que las fechas no importan en el libro, porque el tiempo es todo uno y el mismo. Entonces, como en Cien años de soledad los personajes se llaman igual sin importar las fechas. En el tiempo más lejano los que entienden todo son los niños, que se organizan para descifrar mensajes que llegan del espacio. Como en las historias de Jorge Luis Borges, son importantes las repeticiones y la noción del infinito. Pero también como en Filisberto Hernández y Roberto Bolaño, se cuenta una historia de cotidianidades absurdas, y esa mezcla en este libro entre lo mítico y lo cotidiano termina siendo decididamente política, a pesar de la pospolítica que quiso escribir Jorge Volpi en la mayoría de sus escritos, en el sentido de que pretende pensar lo común más allá de las opresiones del Estado, de los estados y, de mayor importancia aún, más allá de las retóricas derechista e izquierdista tradicionales, porque la juventud está repensando el vocabulario y los modos para la política y esta novela se convierte en un homenaje a esta realidad. Me cuenta Luis Othoniel en una breve conversación que tuvimos, que no da para llamarse “entrevista”, pero que me sirvió de mucho y le agradezco: “Esa novela es el producto de muchos años de conversaciones con amigos en Occupy, amigos en asambleas de Black Lives, borracheras con Adjunct Professors nómadas que se cagan en todo, documentales de física para no deprimirme, y sí, pues, una que otra droga.”
Me atrevo a decir que el activismo político que encuentra vocabulario para pensar el futuro en la solidaridad tiene antecedentes importantes en la lucha para que el estado se ocupara de las personas afectadas por la epidemia del SIDA de los años noventa del siglo XX y en las luchas a favor de la preservación del medioambiente. De este primer contexto es hija la novela corta titulada Salón de belleza, del mexicano Mario Bellatín. Es un antecedente importante de Caja de fractales, creo, por lo que cuenta, puesto que lo que se vive también es un mundo apocalíptico en el cual el único modo para sobrevivir es encontrar el modo para mejor morir. La novela del mexicano cuenta cómo, en medio de esa crisis ignorada, en el neoliberalismo de los noventa en el que todo se convirtió en culto a la belleza de compra-venta, un peluquero convierte su salón de belleza—que tenía adornado con hermosas peceras que fungen como metáforas de lo que sucede dentro de los vidrios de su negocio, como un fractal–, poco a poco y sin quererlo, en un moridero. Esto es, un lugar en el que ayuda a bien morir a la comunidad de la que nadie más se ocupa. En Caja de fractales se comienza a hablar temprano del hoyo negro. Dice al respecto:
La idea proviene de la física. Siguiendo las teorías de Leonard Siskind, uno de los proponentes de la teoría de cuerdas, si uno entra en un hoyo negro, y voltea la vista hacia afuera, apenas un instante antes de ser despedazado y destruido por la potencia gravitacional, uno tendría la vista más única e increíble de todo el universo. Adentro del hoyo negro las leyes físicas se rompen. Ni la luz ni el tiempo pueden escapar. La fábrica misma del espacio –tiempo se convierte en otra cosa para la cual no tenemos la arquitectura mental, pero la intuimos en el universo quántum de nuestros átomos. Al voltear la vista, en un instante antes de la muerte, pero un instante también podría ser eterno, veríamos la galaxia sin tiempo y sin espacio, la totalidad del universo, su pasado, su futuro, todo comprimido en un mismo cuadro como un Aleph. (25)
Decía que la muerte es un tema recurrente en el libro. Los personajes se empeñan en buscar La Catedral. Parece que es un foco importante de la rebelión. Dicen que se ha creado una comuna allí, que es una especie de oasis. Cuando finalmente llegan, se trata de un moridero; allí se ayuda a la gente a morir bien, puesto que hay una epidemia que está matando a todos. Y me pregunto yo si es un libro que invita a que nos rindamos a la muerte. Y me respondo que sí, pero no es una incitación al suicidio. Es que para que otro mundo nazca tiene que morir este, y en ese proceso estamos. Ya mi artículo anterior para este medio se tituló “Solo se muere dos veces” y se me acusó de apocalíptica. Yo solo nombro el contexto de fin de los tiempos que vivimos, esta vez en muy buena compañía. La crisis económica representa la muerte de un modo de vida y lo que propongo, lo que propone la novela, como lo ha hecho la literatura siempre en atención a los ciclos del tiempo y la naturaleza es la metáfora del fénix.
El problema es que nuestras mentes no pueden dar cuenta de toda la belleza que se repite en forma fractal, porque solo sabemos de nuestra experiencia. ¿Cuando nace una niña, nacen todas las niñas? ¿Cuando alguien tiene un orgasmo hoy, se vuelve un orgasmo colectivo en tiempo y espacio? Quiero decir, ¿vuelve a tener un orgasmo una persona cualquiera que habitara en un pequeño pueblo en cualquier lugar del planeta en 1927? ¿todas las que una vez existieron? ¿es la muerte de una boxeadora valiente la muerte de toda la raza humana y el nacimiento de cualquier niño el renacimiento del universo entero? Escribo esto porque la novela describe un libro. Se trata de un libro colectivo, que llega de forma anónima a ciertos individuos a quienes se les pide que añadan su historia y luego se lo pasen a otra persona. El libro se titula La dignidad.
…llegamos a la conclusión de que las diferentes versiones de La dignidad comparten todas una estructura: la primera parte es una larga lista de obituarios de muertos recientes, de gente que muere o es asesinada por causa de una violencia estructural, la segunda parte es una lista de manifiestos brevísimos que postulan modos de organización social en donde esas muertes no sucederían, y, por último, hay una lista de reseñas sobre modos concretos de insurrección que están sucediendo alrededor del globo y como continuarlas o apoyarlas. Estas tres partes son precedidas por una suerte de prólogo titulado, al igual que el libro La dignidad; un prólogo que, sin decirlo, refiere a doctrinas clásicas anticapitalistas y en contra de la alienación en el mundo moderno. (43-44)
Tenemos que contar las historias anónimas e insistir en imaginar, porque la realidad primero se construye en el imaginario y la literatura puertorriqueña lleva rato ocupándose de ello. De hecho, lo que está por suceder ya está descrito en los libros: “De la noche a la mañana cerraron los puertos, no entraba ni salía nada, y tampoco había manera de salir de la isla. Y pues claro, hubo pánico. Los militares se metieron en las escuelas y en todos los sitios que podían y confiscaban los alimentos, nos convertimos todos en mendigos” (65)
Mi primera conversación con Luis Othoniel surgió así. Leí aquella parte que citaba al principio, sin todavía haber llegado a esta que acabo de copiar y le escribí para preguntarle así, a rajatabla: “¿Esa novela tú la soñaste?”. Me respondió lo que arriba copio sobre la semilla del libro, con una sonrisa que imagino, porque nos escribíamos por medios digitales. La caja de fractales que pretende ser la novela muestra que somos siempre los mismos habitantes de la tierra, haciendo las mismas acciones, naciendo y muriendo y amando o tal vez odiando. Pero también reconoce que, a pesar del cansancio y el sarcasmo—que no ya ironía ni cinismo— comenzar de nuevo es siempre una oportunidad fresca. Por eso tal vez son los niños los únicos que entienden y los mayores solo hablan enloquecidos o desesperados. Por ello también al final, se parte con suministros clandestinos camino a Bolivia donde hay una Catedral que los espera.
miércoles, junio 21, 2017
¿Escritor en peligro?
Quintín lee Caja de fractales y Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y escribe para Perfil Cultura:
Es muy frustrante descubrir a un gran escritor secreto y perderlo al poco tiempo. Hace unos días, Gonzalo Castro me hizo llegar Caja de fractales, flamante novela del puertorriqueño Luis Othoniel Rosa (Bayamón, 1985). No logré averiguar si Othoniel es segundo nombre o primer apellido, de modo que lo llamaré LOR. Recibido el libro, Castro me preguntó si había leído su primera novela, publicada también por Entropía en 2012. La busqué entre caóticas pilas y estantes, la encontré y la leí. Se llama Otra vez me alejo, y así descubrí a un gran escritor.
Otra vez me alejo es una novela de campus, que transcurre entre estudiantes de doctorado en Princeton, “el Pueblo de la Princesa”, como lo llama LOR, que estudió ahí para después enseñar en Duke, Colorado y Nebraska. Su currículum es típico del latinoamericano cooptado por el sistema universitario gringo, variante radical de izquierda: entre sus intereses académicos, LOR incluye temas como “Anarchist studies”, “Feminist studies”, “Queer studies”, “Race and ethnic studies”, “Contemporary radical political thought and praxis”, “Marxism”, “Deconstruction and psychoanalysis”... no falta nada. Y, sin embargo, Otra vez me alejo es ligera, encantadora y crítica de su ambiente: “La búsqueda de conocimiento era sólo una honrosa mascarada, una movida retórica para producir prestigio, un gancho mediático para rentabilizarse. Los estudiantes doctorales del Pueblo de la Princesa, y me incluyo, éramos la reencarnación vengativa de los sofistas griegos”. Escrita en un español prístino, propio de quien viene de un país donde la lengua está amenazada, el libro mezcla historias personales, interpretaciones de la Historia (algunas decididamente geniales) y la escritura valsea como si se dejara llevar amablemente por la marihuana que consumen sus personajes, un grupo de amigos bastante cortazariano. Es un libro hermoso.
No es que Caja de fractales no lo sea. Al contrario, es excelente. Pero basta comparar las fotos de la solapa para advertir que algo no anda bien con LOR. En la primera es un muchacho flaco con aire distendido; en la segunda, un señor más bien gordo, maduro, de aspecto ansioso. La novela se agrega a este género de moda entre latinos que es el futurismo apocalíptico. El tipo que decía quedarse en la marihuana porque la cocaína y el café lo excitaban ahora es parte de un ambiente de drogas durísimas en un contexto tremebundo: el planeta se ha quedado sin energía y Puerto Rico es un infierno del que está prohibido salir. La novela salta en el tiempo y narra la muerte de cada uno de los amigos de Otra vez me alejo. El profesor O sigue denostando al sistema: “Su performance de intelectual subversivo tiene muy contentas a las altas esferas corporativas de la universidad americana”. Pero muere antes que el resto y la novela transmite una desesperación palpable, como si estuviera escrita frente a la certeza de que tanto Puerto Rico como la Academia son invivibles e inviables. El remedio sería un movimiento mesiánico que parte de la conexión entre el anarquismo y las catedrales medievales para desembocar, mezclando a Teresa de Calcuta y el Che Guevara, en una muerte feliz para los viejos mientras nace una civilización juvenil poscapitalista. Caja de fractales está viva, pero la salud del joven LOR me preocupa.
viernes, mayo 26, 2017
Una suerte de máquina anarquista
Desde Chile, Julio Meza lee Caja de fractales, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para la Revista Cinosargo:
En el San Juan de Puerto Rico de 2028 hay una crisis energética y alimentaria que se repite en todo el mundo. La ciudad ha sido amurallada y militarizada, los barrios ricos se han protegido a su vez con otros muros. Un grueso de la población ha quedado fuera. Los supuestos excluidos se han organizado en pequeñas comunidades, las que aprovechan los recursos naturales en diálogo respetuoso con el ecosistema. Aquellos que están dentro de los muros están cada vez más amenazados.
En Caja de fractales una lucha se reitera una y otra vez; es aquella que apunta contra la modernidad y su máquina económica, el capitalismo. Esta lucha ocurre entre la ciudad y sus contornos, y también en las búsquedas de los personajes, las que acontecen en situaciones de distintos matices. Por ejemplo, los protagonistas, Alice, Trilci y Alfred resisten dentro de la ciudad y redistribuyen los pocos recursos que poseen; el profesor O trata de quebrar los límites del espacio-tiempo y se embarca en un viaje psicotrópico; la boxeadora Cristi Martínez (personaje basado en una boxeadora real) se enfrenta a la violencia de la lesbofobia; un grupo de niñxs científicxs constituye una comunidad paralela y alternativa a la de la ciudad; Alfred piensa y escribe sobre un futuro lejano, más allá de la crisis que lo rodea, y que pareciera la convergencia alucinada de las luchas: la destrucción de la tierra. Todas estas búsquedas son formas de saltar la valla del capitalismo, e incluso de pensar y organizar un nuevo momento.
Sobre esto último se reflexiona cuando se describe al grupo de niñxs científicxs y su comunidad (en donde ya no cabe Alfred por su narcisismo). Los niñxs han organizado un espacio social en donde no existe la propiedad privada y en donde los recursos son generados por y para la colectividad, y de un modo que no apunta a la acumulación de bienes ni al maltrato del medioambiente. Se apuesta así por una forma de organización social anarquista.
Y es aquí en que la novela toma un mayor interés. Ya no solo despunta la presencia de la lucha perenne, a ratos simbolizada divertidamente por pitufos susurrantes o con guantes de box, sino también la disolución de las ideas liberales de individuo y propiedad. Esa lucha reiterada, fractal, se convierte en seguida en una posición a favor del fluir de la vida en comunidad, en conjunto o tribu, y en relación de paridad con el entorno.
Al respecto, resalta dos detalles. En la última página, y mediante el señalamiento de algunas fuentes bibliográficas (que han inspirado o han sido reapropiadas o adaptadas para la novela), se deja en claro que la escritura no es un acto genial realizado por la iluminación de un individuo, sino por el contrario es siempre (como el lenguaje) la expresión y el logro de lo colectivo. Esto se complementa con la licencia creative commons, que permite obras derivadas y reproducciones sin fines comerciales.
Caja de fractales es una novela estupenda, porque funciona como una suerte de máquina anarquista, pero también porque sus personajes, más allá de sus ansiedades, insisten en el humor y los afectos.