miércoles, diciembre 30, 2015

La identidad está formada por relatos

Entrevista a Damián González Bertolino por Ivana Romero para Tiempo Argentino.

 
 

Con El increíble Springer, el joven escritor uruguayo Damián González Bertolino ganó el premio literario más importante de su país, Narradores de la Banda Oriental. Acaba de editarse en la Argentina a través de Entropía.

Los Springer, oriundos de Francia, llegaron a Punta del Este a mediados de los cincuenta. Gastón, el hijo menor de la familia, tenía 12 años. Era retraído y pasaba gran parte del día dentro de su casa, quizás porque los médicos insistían con la fragilidad de su salud. Así que lo primero que se le escuchó decir en mucho tiempo fue "tortuga" cuando el bicho salió de su cueva en el jardín. Springer padre explicó a las visitas que se trataba de una tortuga terrestre que había sido de su propio padre. "Va a ser gigante… y cuando yo me muera ella va a estar viva", afirmó como si estuviese transmitiendo un legado. Quien evoca esto, escribe: "Lo decía y continuaba riéndose. Hasta logró hacer que mi padre se sonriera un poco también. Esas eran cosas de gente grande. Yo me quedé solamente pensando en la palabra gigante. No sé si la había oído antes (….) Todos tenemos un momento en la vida en el que escuchamos una palabra por primera vez, y esa palabra tiene siempre, del otro lado, una historia. Y por lo general esa historia transcurre en la infancia." Con esa escena iniciática empieza la amistad entre los dos chicos, uno hijo de pescadores, el otro hijo de una familia adinerada. De lo que se trata luego es de encontrar aquellas palabras que puedan contar, sin clausurarlo, el misterio por el cual Gastón se va una temporada y vuelve a su casa del mar convertido en otro. Esa es la búsqueda que hace Damián González Bertolino a través de El increíble Springer. Se trata de la primera novela del autor uruguayo que se edita en nuestro país a través de Entropía y que sin dudas es uno de los libros más hermosos del año que se va. Por este trabajo, él obtuvo en 2009 el Premio Nacional de Narrativa "Narradores de la Banda Oriental", el más importante de su país. González Bertolino –nacido en 1980 en Punta del Este- es un muchacho ecléctico: investigó la ciencia ficción con Los alienados (2009), el policial con Los trabajos del amor (2006) y el registro autobiográfico con A quién le cantan las sirenas (2013). En el mismo sentido va su último libro, aún inédito, llamado El origen de las palabras. Es que finalmente, reconoce de paso por Buenos Aires, los escritores pueden ir de un género a otro pero en el fondo no hacen otra cosa más que construir su propia memoria. Y esa memoria, claro, no se interesa tanto en cómo fueron las cosas sino en cómo pudieron haber sido.

-Me decías antes que resolviste la escritura de El increíble Springer en pocos meses.

-Sí, lo escribí durante un verano. Pero como dice Hemingway, la escritura había empezado diez años antes, en mi cabeza, buscando la forma adecuada de contarla. Springer parte de un hecho real vinculado a la infancia de mi padre, a un niño que él conoció en la escuela, que tuvo un problema hormonal y empezó a crecer en exceso. El gran escollo era que se transformara en una historia meramente pintoresca o graciosa o curiosa. Supongo que eso se acomodó cuando me di cuenta de que yo tenía que hablar de ese niño pero, sobre todo, de mi padre. Hay cosas de su infancia y su adolescencia que han permanecido en cierta zona de misterio. Así que sentí que escribiendo y apelando a la imaginación, podía reconstruir toda una parte de la historia que nunca me contó ni creo que me vaya a contar. A la vez, imaginar cómo ese niño interactuaba con un padre severo y con su amigo que se hace gigante… todo eso me llevaba también al niño que yo fui. Porque en definitiva esa zona, dicha o no dicha, forma parte de mi identidad.

-En la historia hay una imagen de Punta del Este no sólo lejana en el tiempo sino también opuesta a esa imagen turística y snob que suele tener. Algunos tramos transcurren en el barrio Kennedy, donde te criaste y dónde aún vivís. ¿Cómo es ese lugar?

-Es un barrio popular. Creció como proyecto para alojar familias obreras que con su trabajo contribuyeran a la expansión de Punta del Este. Por las crisis sociales, muchas personas de otros lugares del interior de Uruguay también se movieron ahí y actualmente viven unas 2000 personas. Ahora es más bien un asentamiento precario, pero antes era un clásico barrio rioplatense, un lugar donde la gente tenía poco pero aún así estaba ávida por agarrar la vida del cuello. Algo de ese espíritu está en una biblioteca comunitaria que abrí para mis vecinos llamada "Kennedy Cultura Feliz". Enfrente del barrio sigue habiendo un enorme club de golf que también aparece en Springer. Yo trabajé en ese club desde los doce años hasta que me fui a estudiar el profesorado de Literatura. El contraste entre la riqueza y la pobreza te sirve para tener una visión más matizada de ambos asuntos. O sea que ahí, en el club de golf, se despliega parte de mi educación sentimental.

-¿Qué trabajo hacías?

-Primero, a los diez años, juntaba pelotitas que se habían perdido y luego se las vendía a los jugadores. A mi madre no le gustaba porque tenía miedo de que me mordiera una víbora o algo semejante. Así que luego me dediqué a cuidar coches en el verano, cuando no iba a la escuela. Sería un trapito, como dicen acá. Los partidos de golf son muy largos, así que tenía tiempo para leer. Y además ganaba dinero como para comprar libros y cosas para mí el resto del año.

-¿De dónde viene tu pasión por la literatura?

-No lo tengo muy claro. Soy el mayor de tres hermanos y así como a mí se me dio por la literatura, a mi hermano de 28, el menor, se le dio por la música y actualmente toca la viola en una orquesta sinfónica de Roma, donde vive. Con esto quiero decir que las cosas no siempre tienen un origen evidente. Cuando murió mi abuelo materno, mi madre trajo una bolsa con libros que él había dejado. Había de todo, desde autores uruguayos como Juan José Morosoli o José Monegal hasta cosas como Platero y yo o los libros de Edmondo de Amicis o Julio Verne. A mí me dieron mucha curiosidad. Además soy asmático y cuando era chico tenía crisis fuertes, así que la lectura nació también de quedarme en casa cuando me enfermaba. De manera paralela empecé a escribir. Mis primeros personajes se iban de cacería al África, estaban imbuidos también por la imaginería de la tele de los ochenta, desde V Invasión Extraterrestre hasta los océanos de Jacques Costeau. A mi madre le parecía muy bien que yo fuera escritor y a los 19 me regaló una máquina de escribir donde redacté mi primer libro de cuentos. Eran horribles y creo que los tiré.

-En El increíble Springer conviven zonas de relato vertiginoso y otras donde el texto pareciera detenerse al borde de un abismo. ¿Creés que ese es un efecto emparentado con lo fantástico?

-Mmmm, no lo sé. ¿Por qué lo decís?

-Porque me interesa hablar de la posible dimensión fantástica de tu escritura. El jurado del Premio Nacional de Narrativa resaltó como una cualidad del texto la irrupción de lo extraño en lo cotidiano. Y Elvio Gandolfo escribió un artículo donde ve en tu trabajo una similitud con la obra de Mario Levrero. "Los dos articulan una bisagra entre el realismo y lo extraño que los convierte en representantes de peso de la literatura fantástica moderna", dice.

-Elvio se ha encargado de difundir mucho mi trabajo. Me siento muy afortunado y agradecido. Y sí, se me coloca en la zona de lo fantástico a veces. La verdad es que yo no quise hacer de Springer un personaje fantástico. En la literatura fantástica los personajes no tienen preeminencia. Por el contrario, son esbozos para postular cierto estado que investiga el texto. Y a mí los personajes me importan mucho. Justamente por eso me gusta Morosoli. Y si en algún momento no hay más nada para decir sobre ellos, no lo digo. Es verdad que eso puede ser extraño o inquietante. Hay quien me ha escrito algún mail preguntándome cómo termina la historia "realmente". Todas las vidas tienen agujeros negros, están compuestas por zonas de indeterminación. En la medida en que tenemos conocimiento de ciertos relatos que constituyen la vida de nuestros padres, tenemos otra observación de lo que es nuestra propia identidad, de qué sueños, de qué dudas está compuesta. La identidad está formada por relatos. También por eso escribí Springer. Pero en cualquier caso son agujeros que no se pueden completar. En la vida no se puede completar todo.

martes, diciembre 22, 2015

Viajeros en América

Sobre Mi descubrimiento de América, de Vladimir Maiakovski.
Por Germán Lerzo para Revista Invisibles



A fines del siglo XIX y principios del XX, viajar a Estados Unidos era una suerte de ritual iniciático para los escritores de la época. Vladimir Maiakovski, el poeta de la revolución bolchevique, visitó aquel país en 1925 y lo plasmó en sus crónicas, donde combina la observación atenta, una gran capacidad de síntesis y una dosis constante de humor ante las costumbres sociales y los excesos del capitalismo americano. Entre la mirada del turista y la del espía encubierto, Mi descubrimiento de América es un gran ejemplo de la crónica como género.
 (…)
Muchos años después de estas impresiones sarmientinas, el poeta Vladimir Maiakovski,  el mayor referente literario del futurismo y acaso también de la Revolución Rusa, como lo fue Sarmiento de la campaña antirosista, descubre Estados Unidos hacia 1925 y el efecto que le produce no es muy distinto al que provocó en el sanjuanino pero admite algunas variantes. Ante la primera impresión de Nueva York, el espectáculo lo sobrecoge: “abrí los ojos como platos” dice. Y al recorrer las diferentes ciudades de aquel país, el cronista ruso no disimula el asombro ante los avances técnicos aplicados a los medios de transporte con trenes que ya circulan por el aire; la celeridad con que se construyen enormes torres de edificios en la ciudad; el ritmo meticuloso con que los trabajadores motorizan la actividad cosmopolita todas las mañanas; la organización del tránsito vehicular en un país “donde hay más autos que personas” y el avistamiento del primer semáforo. El derroche de luz eléctrica en una ciudad que está siempre excesivamente iluminada como síntoma de progreso y abundancia de recursos hacen que Maiakovski experimente una sensación de admiración y rechazo en torno a este país que muestra todas sus condiciones para ser, ya en 1925, una gran potencia mundial digna de análisis y estudio así como un enemigo futuro a temer o respetar. Justamente la velocidad con que la fisonomía de Nueva York va mutando con el paso del tiempo, debido al auge de la construcción y los avances técnicos, bien podría sintetizarse en un fragmento, no exento de ironía, de Mi descubrimiento de América (Entropía, 2015) sobre lo que dijeron y acaso dirán los sucesivos cronistas ante el crecimiento constante de la metrópolis.
 
La nota completa, acá.

Cuadernos encontrados

Reseña en el diario El País a propósito de la edición española de Últimas noticias de la escritura, de Sergio Chejfec.
Por Antonio Muñoz Molina.

 

El hallazgo de una libreta o de un cuaderno adecuado puede ser tan providencial para un escritor como el encuentro con una persona o con un lugar que le inspire el origen de una historia, con un libro que va a marcar un cambio de dirección en sus lecturas y hasta en su vida. Los cuadernos mejores, como las historias, se encuentran a veces en el curso de un viaje, en el escaparate de una papelería de una ciudad desconocida y prometedora. Quizá los viajes son más propicios a esos hallazgos porque la suspensión de los hábitos sedentarios le despierta a uno la atención, lo vuelve más alerta a las posibilidades de lo insospechado. Y el mérito de un cuaderno no depende de su calidad objetiva, de la encuadernación o la cubierta de cuero o la lisura del papel. El cuaderno aparece y se impone a la mirada y a las manos. En los mejores casos no será el recipiente donde verter algo que ya existe, sino el catalizador que hará que nazca en la imaginación y cobre forma una historia o un tono de escritura que de otro modo no se habría revelado a la conciencia.
Un cuaderno de tapas de corcho y hojas cuadriculadas débilmente en azul que encontré ahora hace 25 años en un viaje a Madrid favoreció que cuajara una novela ya en marcha pero todavía disgregada en una confusión de imágenes sin conexiones bien trabadas entre sí. El día antes de un viaje a Nueva York compré por casualidad un cuaderno de anchas hojas blancas y tapas de tela azul en una tienda de papelería sueca que ya no existe en Madrid: sin la tentación y el reclamo de esas hojas en blanco, yo no habría sentido la urgencia de contar todo lo que veía y todo lo que se me pasaba por la imaginación. El paso de los días era simultáneo al de las hojas del cuaderno. Según se aproximaba el final de aquel viaje, yo tenía la urgencia de visitar todos los lugares que todavía me faltaban y de llenar de escritura las hojas del cuaderno que aún estaban en blanco. Lo llevaba conmigo en una mochila y me sentaba en cualquier parte a escribir en él. La materialidad del cuaderno y los apuntes a mano daban a la escritura la misma cualidad estimulante de experiencia física que el vigor de las caminatas a pie por la ciudad.
En el origen de Últimas noticias de la escritura, de Sergio Chejfec, hay un descubrimiento así. Aunque el libro es un ensayo, la escena tiene la tonalidad de una de las novelas del propio Chejfec, en las que con frecuencia hay paseantes solitarios en parajes no exóticos pero tampoco del todo familiares para ellos. En uno de esos lugares improbables, donde uno siempre se pregunta con algo de estupor cómo ha llegado allí, Sergio Chejfec encuentra el cuaderno que lo va a acompañar durante muchos años de su vida: “Un objeto que adopté inmediatamente, apenas verlo medio olvidado en la vidriera de una tienda muy poco glamurosa, en un barrio alejado de una ciudad que apenas conocía y hasta donde había caminado sin nada mejor que hacer”. El cuaderno, barato, de fabricación china, tiene un volumen considerable, 300 páginas con rayas horizontales. Más que de registro de escritura sostenida, le ha ido sirviendo a Chejfec, a lo largo de los años, como un talismán, una libreta de mensajes cifrados y dirigidos a sí mismo, anotaciones breves y recordatorios; y sobre todo, la libreta habrá sido para él la prueba material de una continuidad, el asidero sólido de un oficio en el que casi todo es frágil, inseguro, tan volátil como esas ideas luminosas que prometen algo y luego se revelan superfluas, o se borran simplemente de la memoria, y en el que además ahora desaparecen a toda velocidad hasta sus precarios soportes físicos.

Justo ahora, en el vértigo acelerado de lo digital, cuando escribimos palabras fantasmales sin tinta sobre rectángulos en blanco que simulan la hoja de papel sobre una pantalla, cuando basta un golpe accidental de una tecla para que se borre lo que tardó tanto en ser escrito, Sergio Chejfec, sentado frente a su portátil, con su viejo cuaderno al lado, reflexiona sobre el lado material de la escritura y de la lectura, con la perspectiva paradójica de quien parece recordar un mundo que se extinguió hace ya mucho tiempo, pero que en realidad duró hasta bien entrada nuestra edad adulta.

Aprendimos a escribir inclinándonos premiosamente sobre cuadernos de caligrafía dotados de rayas paralelas. Escribimos luego con ruidosas máquinas mecánicas, y más tarde, con aquellos mastodontes eléctricos en los que se de­sataba un tableteo de ametralladora en cuanto apretábamos una tecla con más fuerza de la debida. Arqueólogo de un tiempo sepultado y cercano, Sergio Chej­fec se acuerda también del reinado brevísimo, aunque muy excitante para algunos de nosotros, de aquellas máquinas electrónicas de diseño mucho más ligero que nos permitían ver la escritura deslizándose por una pantalla lineal encima del teclado unos segundos antes de que las palabras se imprimieran.

La instanteidad silenciosa, la lisura sin tacto de lo digital seguramente acentúan en el escritor el remordimiento de no estar trabajando con las manos, la envidia que cuenta Chejfec que siente, y en la que me reconozco tanto, cuando visita el estudio de un artista, con su atmósfera de almacén y chamarilería, de taller en el que se pintan, se cortan y tallan y manipulan cosas. Escribir tendría que parecerse más a una de esas tareas. Sin duda se pareció en otro tiempo.

Cuando era muy joven, para leer más intensamente a Franz Kafka y empaparse mejor de su espíritu y de su estilo, Sergio Chejfec copiaba a mano las historias suyas que más le gustaban. El artista Tim Youd copia textos enteros de novelas en una sola hoja, usando el mismo modelo de máquina en el que se escribieron originalmente. Joaquín Torres García pintaba y dibujaba objetos que sugerían una escritura jeroglífica y cuando escribía dibujaba las palabras con una plasticidad rotunda de pintor. Los ojos no dejan huella de su paso sobre las líneas de escritura, pero en un libro impreso el lector marca algunas veces la constancia de su reacción a lo leído, pruebas de la “conversación con los difuntos” a la que alude Quevedo en su soneto a la imprenta. En la Biblioteca Nacional, en Buenos Aires, la presencia de Borges está fijada en sus anotaciones y subrayados a los libros que leyó. En su libro sobre Lucrecio, El Giro, Stephen Greenblatt cuenta una historia que le gustará a Sergio Chejfec: hace unos años se subastó un ejemplar de De rerum Natura impreso hacia mediados del siglo XVI, lleno de subrayados y notas: por la caligrafía y el tono de las anotaciones se comprobó con toda certeza que ese era el ejemplar que había poseído y leído infatigablemente Montaigne.

Es muy probable que estas “últimas noticias de la escritura” no sean nunca las últimas. Entre los cuadernos escolares y las pantallas de Internet, entre la aplicación del copista y las fantasías caligráficas del arte contemporáneo, Sergio Chejfec lleva consigo su cuaderno que no llega a colmarse y prolonga su hilo asiduo y su viaje de palabras escritas. Me gusta que en un momento dado las compare con la lluvia.

Los ecos de las ficciones que marcaron un año intenso

Silvina Friera incluye Las esferas invisibles (Diego Muzzio) y Quiroga (Alejandro García Schnetzer) entre las novelas que marcaron el 2015.
La nota completa, se puede leer acá





Miradas perplejas
El terror que suscita un horizonte fúnebre es el inquietante tejido que despliega Las esferas invisibles (Entropía), de Diego Muzzio, tres nouvelles o cuentos largos –ambientados durante el brote de fiebre amarilla que diezmó a la población porteña en 1871–, que se desplazan por el andarivel de la literatura gótica rioplatense. 

La vida en los márgenes
El bibliotecario Juan Quiroga deviene contrabandista de un mafioso vinculado con la Liga Patriótica, sin dejar de experimentar la bohemia libresca. A fines de diciembre de 1937, en un viaje de Buenos Aires a Montevideo, el atribulado muchacho se siente acorralado. “Mi enfermedad es el tedio irredimible de todo lo real; aborrezco la monotonía de la vida; soy un hombre fatigado, concluido”, se queja el personaje, como si estuviera caminando por la cuerda floja de un final anunciado. En Quiroga (Entropía), otra belleza de Alejandro García Schnetzer, la travesía de cruzar el Aqueronte rioplatense se despliega como una eterna condena fluvial.

jueves, diciembre 17, 2015

Últimas noticias de la escritura en IDEAS, La Nación

IDEAS, el suplemento cultural de La Nación, eligió a Últimas noticias de la escritura de Sergio Chjefec entre los quince libros de 2015.

Acá, la lista completa



A mitad de camino entre la narración y el ensayo, Sergio Chejfec consiguió en este libro mínimo uno de los textos más agudos de una obra ya de por sí sostenidamente aguda e inteligente. A partir de la historia de una libreta verde (la suya), despliega las relaciones entre la lectura, la escritura y los distintos soportes materiales (del papel a la pantalla) de una y de la otra.

lunes, diciembre 14, 2015

Entrevista a Carlos Ríos

El autor de Manigua y Cuaderno de Pripyat, entrevistado por Mariano Vespa para el sitio
Ni a palos.
 



Antes de la publicación de Manigua, en 2009, Carlos Ríos (Santa Teresita, 1967) había publicado algunos libros de poesía. La edición de esa novela swahilisupuso una irrupción en la narrativa local. Cuaderno de Pripyat (Entropía, 2012),Cielo ácido (Clase Turista, 2014), En saco roto, Lisiana y Cuaderno de campo(Bajo la luna, 2014) son algunas de las novelas breves en las que ingenia universos simbólicos peculiares, con un trabajo artesanal en los giros idiomáticos y en la extrañeza de mundos reconocibles. A raíz de la publicación de dos novelas más, Un día en el extranjero y Rebelión en la ópera, esta vez en los sellos bonaerenses Puente Aéreo y Club Hem, dialogamos con Carlos para conocerlo un poco más.
En varias entrevistas Aira se quejaba del término prolífico, decía que era despectivo. Ni bien empezaste a publicar se te atribuyó ese adjetivo. Sos un caso atípico. ¿Cómo fueron tus primeras aproximaciones a la escritura y a qué se debió la decisión de publicar?
Sí, es cierto, está dando vueltas la palabra “prolífico”. A mí me gusta trasladar el adjetivo a las editoriales independientes que son las responsables de hacer proliferar mis libros. Desde hace años, específicamente a partir de mi residencia en México, escribo mucho. Publiqué Media romana, mi primer libro, en el 2001. Nunca dejé de escribir, en México publiqué un solo libro pero escribí muchos, los que fueron saliendo cuando volví, en 2009 con la publicación de Manigua. La escritura surge muy temprano, como una extensión capilar de la escritura de otros. Mi trabajo actual, la coordinación de talleres literarios en la cárcel, fue metiéndose en los últimos libros, menos como un espectro temático que como los modos de asediar y poner en crisis cualquier registro narrativo o poético.
¿Qué te genera ese trabajo en taller? ¿Puede contraponerse con lo que narrás en Lisiana, un taller literario cómodo, aspiracional?
Los de la cárcel son talleres extraordinarios: tienen un marco educativo, incluyen a todos los estudiantes, hay un espacio doblemente cerrado (aula y unidad penitenciaria) donde hay que hacer muchos malabarismos para que funcionen las consignas restrictivas y a la par abrir el juego a las propuestas de los alumnos. En cambio los talleres de “afuera” son elegidos por los asistentes, llegan y se van cuando quieren, además pagan. Como decís, Lisiana podría leerse como la contracara, pero a la vez hay correspondencias: el taller en la novela es un circuito cerrado, cerradísimo: un encierro. En los talleres “de adentro” y en los “de afuera” trabajo muchas veces las mismas consignas, los mismos textos. Trato de eliminar algunas fronteras. En general, sale bien. Respecto a Lisiana, creo que es la típica novela donde el escritor se muerde la lengua. Fue ir en contra de algunas convicciones, dejarlas a la intemperie, abandonarlas. Me costó mucho volver a los talleres “de afuera” después de escribirla.
Cuando uno te lee ve referencias cercanas, de contextos conocidos, pero que se extrapolan, por ejemplo uno de los personajes de una tribu que usa YouTube. ¿Qué te permite ese recurso?
Sí, es cierta la observación de la extrapolación de lo conocido. En mis relatos eso funciona como una condición: las referencias suenan como cercanas y a la vez muy lejanas. Cada vez que las lecturas habilitan de manera simultánea familiaridad y extrañeza en relación a los mundos que aparecen en mis novelas o en mis poemas, siento que esos universos se completan. Hay una forma de plegarse que tienen las escenas del pasado sobre el presente. Esas simultaneidades -la tribu y la televisión- están en todas partes. En mi caso, es una marca biográfica fuerte y tiene que ver con los años en los que viví en México. Con los años, esa percepción se ha ido afinando hasta constituirse en parte de una poética.
¿En qué sentido tu estancia en México te marcó? Supongo que ese trabajo que hacés con las relaciones familiares que se alejan se anclan un poco en el melodrama mexicano.

Vivir en México me marcó en todos los sentidos. A pesar de los años, el vínculo personal y cultural se mantiene activo. Hay una parte mexicana que trabaja en mí como un imaginario donde cualquier certeza acerca de la identidad es interpelada. Mi última novela, Rebelión en la ópera, podría inscribirse en un panorama narrativo mexicano sin problemas. Las filiaciones están presentes en todo lo que escribo. Sus filtraciones, las idas y vueltas, el fracaso parental. Los modos de agenciarse una familia producen otros recorridos, siempre imprevistos. Hay recorrido y territorio porque hay búsqueda de una pertenencia. Es persistir, de alguna manera, en la construcción de una memoria con restos, omisiones, olvidos más o menos deliberados.
Trabajás con varias materialidades. ¿Influyó en tu escritura tu trabajo como archivista?
Creo que fijó más que nada un método, un modo de abordar cualquier historia desde sus documentos, esas versiones más o menos difusas de algo que sucedió y de lo que tenemos cierta noticia, o menos: la construcción y sus variables.

jueves, diciembre 10, 2015

Mi descubrimiento de América

Por Juan Alberto Crasci para Artezeta 



Escribe Víktor Shklovski en Maiakovski (1941), la biografía que se tradujo al español recién en 1972 y que fue editada por Anagrama: “Un gran poeta nace con las contradicciones de su tiempo. Conoce antes que los demás la desigualdad de las cosas, sus variaciones, el curso de sus movimientos. Los demás ignoran aún el pasado mañana. El poeta lo define, escribe sobre ello, y no es reconocido.” Estas palabras alumbran de forma total la lectura de Mi descubrimiento de América, el registro que llevó Maiakovski de su paso por Cuba, México y Estados Unidos entre los años 1925 y 1926. El libro fue recientemente editado en Argentina por Entropía, con traducción de Olga Korobenko, misma versión que circuló tiempo atrás en España, editada por Gallo Nero.
El poeta escribe al inicio de las crónicas: “Necesito viajar. Para mí el contacto con todo aquello que respira vida casi sustituye la lectura de libros. El viaje emociona al lector de hoy.” También en 1925, en su poema titulado Vladímir Illich Lenin, escribió: “Aunque vivan sobre la tierra,/los hombres son barcas.” Nos situamos en 1925, momento en el que los escritos de viajes eran fundamentales para documentar la experiencia, para ver por primera vez una tierra lejana, y luego para dar a conocer en sus lugares de origen las visiones acerca de los extremos más recónditos del planeta.
El fugaz paso por La Habana y México (donde entabló relaciones con Diego Rivera) se volvió acuciado por cuestiones de visado y pasaporte. El destino deseado será Estados Unidos, país que lo fascinará y lo incomodará al mismo tiempo. Los avances tecnológicos, los rascacielos, la electricidad, los vehículos ―que también para Shklovski representaban la modernidad, la velocidad con que nos encaminábamos a lo nuevo― y los entretenimientos tendrán también su contratara ruinosa.
Maiakovski presenta de manera implacable la sociedad capitalista en pleno desarrollo: las problemáticas laborales, los desajustes sociales ―con la división de los barrios de acuerdo a los orígenes de sus habitantes y la enorme cantidad de población negra, en la que ve un mayor futuro revolucionario que en los obreros―, y las costumbres alimenticias y culturales: “en la tierra de la electricidad los ricos comen a la luz de las velas.”

Diario Intermitente

Quintín leyó Partida de nacimiento, de Virginia Cosin y la comentó en su blog. La nota completa, acá



Partida de nacimiento es casi un diario (un diario íntimo, se sugiere en algún momento) aunque formalmente es un texto que intercala la primera la segunda y la tercera persona del singular (hay una cuarta voz, compuesta por breves poemas) para describir los días de una mujer recién separada que tiene una hija chica y se defiende mediante sus recuerdos del acoso de la soledad y la angustia. Está muy bien la novela: tiene un aliento verdadero que se va imponiendo a lo largo de las páginas. Cosin construye su personaje literario con limpieza, con trabajo y con la entrega de su persona al texto, un texto pudoroso que habla dos veces de un intento de suicidio sin usar la palabra y que dice “me metí cosas en la nariz” para describir una noche de cumpleaños con alcohol y cocaína.

viernes, diciembre 04, 2015

Quiroga, de Alejandro García Schnetzer

Por Pablo Debussy para Perfil Cultura 

 
 
Las tres novelas de Alejandro García Schnetzer (1974) están tituladas con apellidos: así ocurría en Requena (2008) y en Andrade (2012) y Quiroga no es la excepción. En esta última resuenan, lejanos, los ecos históricos de Facundo Quiroga, el caudillo riojano a la vez admirado y vilipendiado por Domingo Faustino Sarmiento, y los ecos literarios de Horacio Quiroga. Ese linaje en el que convergen la acción y la palabra está en Juan Quiroga, el protagonista de la novela de García Schnetzer, un hombre joven de letras, bibliotecario, voraz lector y aspirante a escritor (incluso en horas de trabajo), a quien su superior despacha elegantemente por sinvergüenza, luego de descubrir su manifiesta improductividad.
Le reconoce, eso sí, “el problema de la escritura y su conciliación con el trabajo y la vida”, y le pasa un contacto mediante el cual el muchacho terminará como contrabandista de un mafioso vinculado con la Liga Patriótica. Del sedentarismo de la biblioteca, de la confección de fichas de lectura a los paseos por la cubierta del Ciudad de Buenos Aires y del Ciudad de Montevideo, las embarcaciones que funcionan como testigos mudos de sus actos clandestinos.
De la literatura a la acción: uno de los integrantes de la pequeña banda que componen sus compañeros de viaje Suárez, Fonseca y Maure (“todos bagayeros, gente común que un día se vio empujada al contrabando”) le quita el libro de poemas que está leyendo y lo tira por la borda.
Quiroga es una novela atípica, que elabora una lengua literaria arcaizante y coloquial, siempre con una melodía propia e irrepetible. Hay en ella una artificialidad trabajada que parece funcionar, que (re)crea un pasado con tanto de humor como de sutil melancolía.

miércoles, diciembre 02, 2015

Mi descubrimiento de América



En el programa Charco de arena, de FM La Tribu comentaron Mi descubrimiento de América de Vladimir Maiakovski . Se puede escuchar acá.

Roque Larraquy en la Audiovideoteca de escritores

Entrevista a Roque Larraquy, autor de La comemadre, para la Audiovideoteca de escritores, archivo audiovisual de Literatura Argentina.

Roque Larraquy recuerda la biblioteca de su casa familiar como disparador del hábito y la necesidad de leer y escribir. Hoy, la idea de la gesta es uno de sus intereses, así como las relaciones de poder y las temáticas en las que los personajes se proponen grandes metas  luego deben lidiar con el fracaso.

La entrevista, acá:

Los puentes magnéticos en Revista TCH

Sobre Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina. Por Emanuel Frey Chinelli para THC.


Cuando una novela incita al lector a no soltarla hasta resolver el qué pasó planteado en la primera página, automáticamente hay placer, casi total, que marida muy bien con nuestra planta favorita. Los puentes magnéticos invita al particular mundo de una señorita en la difícil tarea de vivir. Ser artífice involuntaria del encuentro entre un ex ídolo punk devenido empresario y un músico joven fanático de su música (el pibe que acaba de conocer), el hecho de fumarse todo el porro y no guardar para convidar (al chongo que ya aburre), cruzarse con un viejo conocido que la invita a participar de la película que está filmando, esquemas cotidianos perfectamente posibles que se amalgaman para darnos la imagen de un ser real, arquetipo de nuestros días, en los que lo más mínimo se hace importante (y viceversa); una cuchilla hurtada de un asado, una remera que la vecina se lleva de la soga a modo de venganza; señales, anclas de un relato que avanza y se hace grande en su aparente quietud. Camila, la protagonista de este devenir, se sincera hasta confundirse un poco con la voz de nuestra conciencia, como preguntando: “¿qué harías vos en esta situación?”. Casi planteando en el relato sus pormenores existenciales, exquisitos de tan reconocibles: su padre, desaparecido en Brasil, es un tajo en el porqué de sus días, y pasan los años y los novios y todo sigue y se transforma. Es en este entrevero de lo rutinario y lo trascendente donde el autor, Ignacio Molina, nos convence y deslumbra con una pieza breve y compacta: lo bueno, si breve, aplausos.

El verano de nuestras vidas

En un pueblo playero, a mediados de los años 50, dos chicos se cruzan e inevitablemente sus destinos quedarán unidos para siempre.



Sobre El increíble Springer, de Damián González Bertolino por Rodrigo Fernández para el diario El Popular

Primero debo confesar mi absoluta atracción por los libros con una buena cantidad de páginas. A mí se me hace más excitante el texto largo, la trama que se van armando poco a poco, el desarrollo lento de los personajes. Pero luego de la lectura de "El increíble Springer" debo confesar mi profundo desconcierto al encontrarme con una nouvelle que se destaca por su simpleza. Por ahí sería más justo no hablar de "lo simple", sino más bien de "lo sencillo". Porque me parece que allí se encuentra el secreto para haber logrado un relato que roza la perfección.
Son mediados de los años 50 y los Springer son una familia más de un pueblo costero. Escapando de una Europa convulsionada se establecieron en el lugar. Madre, padre y dos hijos, Jean y Gastón, comparten la casa. Jean es un poco más grande que su hermano. Gastón es seguido a sol y sombra por su madre que lo cuida de cualquier posibilidad de enfermarse. Pocas veces el chico ve la calle más allá de su ventana. Sólo divisa a lo lejos el mar. Hasta que se cruza con el hijo del pescador, un chico que recorre el bucólico pueblo de norte a sur, de este a oeste, y allí se establecerá entre ellos una conexión instantánea. El vínculo se va afirmando día a día, mientras disfrutan de lo bueno y enfrentan lo malo. Pero un suceso lo cambia todo y ambos verán cómo todo lo seguro se les escapa de las manos. Los días del aquel verano, que se hizo largo en el año, se acaban. Como la infancia.
El relato escrito por el uruguayo Damián González Bertolino parte de una simple anécdota -el encuentro de dos chicos en un verano-, para contar una historia donde la pérdida de la inocencia se ve enlazada con lo sobrenatural. Una nouvelle que no da lugar a pausas, como si el autor la hubiese escrito de un tirón, y nos muestra que la crueldad puede aparecer en cualquier momento.

"El increíble Springer" es un relato que contiene la brillantez de lo simple, donde todo está en los detalles. Una nouvelle cautivamente donde cada palabra ocupa el lugar que debe. El autor uruguayo, nacido en Punta del Este en 1980, condensa en pocas páginas el sentido de lo perfecto. Un texto breve, pero bello y crudo a la vez, que nos demuestra que a veces no hacen falta demasiadas páginas para contar una historia, sino sólo saber narrar. Algo que Damián González Bertolino entiende perfectamente.