La Serenidad, de Iosi Havilio, en No-Retornable
Por Anita Gómez.
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martes, noviembre 18, 2014
Tercera dimensión
“Concentrarse sería una solución, un buen libro, poemas
duros, modernos de verdad, una novela posta, inglesa, americana, le gustaría
tener entre manos una historia que lo transportase lejos, a un paisaje nevado
helador de gargantas, falsa calma en las mañana más desoladora.” Eso mismo que
le hubiese gustado a El Protagonista, es lo que le reclamé a la novela. Al
menos en los primeros tres capítulos.
Empecé a leerla en un momento tumultuoso. En los que todo
parece suceder al mismo tiempo. Cuando toca vivir la sensación de que recibís
buenas y malas todas juntas, palas de grúas, volquetes de sucesos, y uno con
ganas de decir: “Ey, más despacio, amigos, uno por vez y puedo con todos.”
Cuando uno es apenas conciente de lo que sucede, y subyace la posibilidad de
desdoblarse y percibirse a sí mismo como el protagonista de un suceso ajeno. En
medio de esas cosas, llega La Serenidad a mis manos.
Los primeros capítulos me resultaron confusos. Cuando sentía
que estaba al fin entrando en el tono, la novela se enrarecía más. Hablé con el
libro, me quejé. Estaba para una narración más clara, una forma más amable de
contarme los hechos. Pretendía una lectura más liviana, y esta no ayudaba a
aplacar mis voces. No hacía más que subir el volumen de mi mundo interno.
No podría decir que es una novela de trama. Suceden muchas
cosas, en muchos niveles y en escenarios reconocibles y teñidos de un tono onírico.
Acepté la propuesta narrativa y finalmente entré en el libro. La Madre es la
madre, El Padre el padre. Las hermanas se unifican, aquellos del pasado vuelven
para darnos alguna respuesta. Las alegorías golpean la puerta y todos somos
héroes de diversos mitos.
Continué el libro con menos fastidio. Cambié el hastío por
sonrisas. La historia comenzó a hablar conmigo, con mis recuerdos, con mis
diálogos internos, con mis sueños, y con la realidad, con lo que tengo
enfrente, desde lo más básico: teclado, pantalla, hasta lo más complejo de las
circunstancias.
Empecé a disfrutarlo. La realidad se pone plana tantas
veces. Olvidamos u opacamos la posibilidad de vivenciarnos en las tantas
dimensiones posibles que vivimos en simultáneo. La cantidad de maneras de percibir
el mundo y nuestras experiencias es tan vasta, tan rica. La novela me llevó de
paseo, así como sucedía con El Protagonista, por el laberinto de mi conciencia.
Desde la chance de construir mi pasado, mi presente, las expectativas, lo que
potencialmente podría pasar, y todo eso que no sucedió.
“Nada de lo que había ocurrido había ocurrido, ninguna
palabra había sido verdaderamente pronunciada”.
“¡Yo soy mucho más de lo que siento!”
Claro que el lenguaje es tan preciso y desbocado que hace
que la experiencia de la lectura sea suculenta. Las enumeraciones son
voluptuosas. “El Protagonista ve venir el tren cuando parecía que la suerte del
día ya estaba echada y el futuro, una tonta inclinación a la esperanza… Hasta
hace un tiempo, hubiera pensado cualquier tren como una gran equivocación…
¿Pero es eso un tren? Qué parámetros para tren tiene El Protagonista alojados
en su Ser: rieles, vagones, locomotora, un furgón con asientos de papel y
expresiones obscenas, el sonido típico, los chanchos, el temblor, los
pasajeros, el tirín tirín tirín, Los Ringtones Más Tristes de la Historia, la
fuerza indómita de La Fraternidad latiendo bajo los durmientes.”
Es abundante, una inundación de palabras de una preciosa
composición. Escenas geniales como la aparición de El Padre muerto en el baño
de un bar. El trío con su mujer, La Reina de La Noche y El Gran Otro. El
monólogo de Bárbara, La Madre y los recuerdos de infancia. La novela tiene
todo: peligro, viajes, desamor, sexo, violencia, misterio, humor.
Dialoga con imágenes y gráficos, el Diagrama de R de Lacan,
por ejemplo, que plantea lo real, lo imaginario y lo simbólico, uno de los
temas de la novela. Comparte título con un texto de Heidegger. Y la manera de
nombrar los capítulos cual Quijote de la Mancha.
En la solapa, la foto del autor con una partitura de John
Cage en sus manos. En medio de la lectura me crucé con esta cita de Cage: “La
palabra experimental es válida, siempre que se entienda no como la descripción
de un acto que luego será juzgado en términos de éxito o fracaso, sino
simplemente como un acto cuyo resultado es desconocido.” La frase hizo eco en
mí, y en la experiencia de lectura de La Serenidad.
De no ser por esta reseña, tal vez, hubiese dejado la
lectura para otro momento, para más adelante. Qué bien que no lo hice.
Havilio, la nouvelle y después
La Serenidad, de Iosi Havilio, en Bazar Americano
Por Francisco Bitar.
Sobre el final de la nouvelle Bonsai de Alejandro Zambra,
Julio, protagonista y aspirante a escritor, consigue trabajo como secretario de
Gazmuri, autor consagrado. Gazmuri “ha publicado seis o siete novelas que en
conjunto forman una serie sobre la historia chilena reciente”. Es un viejo
arisco y desafiante: su secretaria anterior dice estar ocupada y su mujer –algo
así como una secretaria de repuesto– está cansada de él. Es difícil conversar
con Gazmuri, piensa Julio durante su primera entrevista, difícil pero
agradable. El viejo lo provoca sin descanso y Julio, en el fondo, parece
disfrutarlo. En un momento Gazmuri pregunta: “¿Tú escribes novelas, esas
novelas de capítulos cortos, de cuarenta páginas, que están de moda?”. No,
Julio no escribe novelas. Julio no ha escrito nada digno de mención. Si el
viejo escritor lo pregunta es porque desprecia la literatura que se escribe hoy
en día; no le interesa conocer los proyectos de su nuevo ayudante: no le
importa otra cosa que dejar sentada su posición.
Y bien, esa
diferencia entre las “novelas que en su conjunto forman una serie” del viejo
escritor y “esas novelas de capítulos cortos, de cuarenta páginas” que aparecen
como lo nuevo, no es una diferencia ajena a la literatura argentina. Podría
decirse que, entre los últimos pesos pesados de nuestra novelística, entre Saer
y Aira, la cuestión se dirime entre novelas que forman una serie, por el lado
de Saer, y las llamadas “novelitas” por el propio autor, del lado de Aira.
En este mismo orden de cosas, la pregunta por qué cosa es
una nouvelle no resulta ociosa, sobre todo cuando, desde Aira en adelante,
encontramos una respuesta distinta por cada autor digno de atención. Una
nouvelle es una cosa para Federico Falco y otra distinta para Carlos Ríos. Hay
un tipo de nouvelle en Segio Gaiteri próxima a la de Falco pero diferente de
una novela breve de Hernán Arias. Los poetas devenidos narradores encuentran
auxilio en el género: Beatriz Vignoli, Matías Moscardi, Osvaldo Bossi. Iosi
Havillo, con La Serenidad, responde a su manera a esta pregunta, y la editorial
Entropía, con su nueva colección de nouvelle, actualiza la cuestión.
En términos que a esta altura podríamos llamar clásicos, hay
dos maneras de encuadrar el género: la extensión por un lado y su encare
dramático por el otro. En cuanto a la extensión, la medida varía de acuerdo a
las intenciones editoriales; El viejo y el mar, por ejemplo, aparecería por
primera vez como cuento en la revista Life pero ese mismo año Scribner’s lo
publicaría en su colección de novela: un género le cabe mejor a la revista
mientras que el otro calza a la perfección con el formato libro, aunque se
trate en ambos casos del mismo relato. Así y todo, el lector se deja engañar
aunque solamente hasta cierto punto: el mínimo puede ser de 40 páginas, según
un irónico Gazmuri, el máximo con suerte excederá las 100, como ocurre con las
“novelitas” de Aira. En lo que respecta al encare dramático, la cuestión merece
un párrafo aparte.
Con un género fronterizo como la nouvelle, necesitamos, para
adentrarnos en su mecánica, de una aproximación a los dos polos que la
sostienen y la tensan: la novela y el cuento. La novela, como todo el mundo
sabe, es el relato de una serie de peripecias que juntas tienen por resultado
la transformación del personaje central; el cuento, en cambio, consiste en el
relato de un conflicto que incide directamente sobre un número también
restringido de personajes: una pareja, dos amigos, padre e hijo, etc. En la
novela, entonces, el foco estará puesto en la transformación del personaje
mientras que en el cuento se hará hincapié en el conflicto que media entre
ellos. En uno se trata de a quién le pasó tal o cual cosa, en el otro de qué
cosa fue lo que pasó. (Es en esta intención de hacer pie en el conflicto,
evitando a toda costa el fárrago psicologista que necesariamente contamina la
novela, que, por ejemplo, Claire Keegan prefiere hablar de cuento largo y no de
nouvelle al momento de referirse a su extraordinario relato Tres luces). A fin
de cuentas, para una definición clásica de nouvelle en un sentido dramático,
tampoco tendremos más opción que ajustarnos al medio justo: un número reducido
de peripecias ocurridas a un número también restringido de personajes.
Y bien, en La Serenidad Havilio excede ambas medidas: supera
por 40 las cien páginas (un exceso que, según Gazmuri, equivale por sí mismo a
una nouvelle) y rebasa largamente el número reducido de peripecias que, según
el modo clásico, atraviesan los personajes. ¿Por qué entonces los editores de
Entropía decidieron incluir a La Serenidad en su colección de nouvelle? Acaso
por poner de manifiesto el problema y por proponer, con el libro de Havilio,
una manera singular de resolverlo: ofreciendo al lector un modo de lectura que
puede acompasarse con el género. Una lectura rápida.
Los indicios de esta lectura no aparecen en el tipo de
lenguaje empleado (próximo al barroco) ni en la descripción de situaciones
siempre susceptibles a la fuga de la narración: ambos, barroquismo y fuga, son
como se sabe dos caras de una misma moneda (aquella que se ha dado en llamar
pliegue) y aparecen en las antípodas del modelo clásico de nouvelle. Estos
aspectos alimentan en todo caso un tipo de lengua delirante y por momentos
alucinatoria que hace juego con uno de los epígrafes del libro, ahí donde se
refiere al capítulo mágico del Ulises en que Leopold y Stephen vuelven a
casa.
Las operaciones que habilitan una lectura rápida están en
otra parte. Una de ellas hace a la estructura del relato, la otra a la
estructura del sintagma. A la manera del Quijote, cada capítulo aparece
encabezado por un resumen anticipatorio con el recuento de las acciones
destacadas (nunca más de tres) que se ocupa de indicar al lector qué parte de
los sucesos deberá retener. Una vez concentrada la atención en estas pocas
acciones, se desocupa al lector: la lectura deja de trabajar para volverse
flotante. El narrador puede delirar en paz.
Pero este delirio -como el delirio joyceano del Ulises, no
el de Finnegan´s- todavía es capaz de encontrar su sintaxis; después de todo,
hasta el delirio de John Wilkins puede codificarse. Y de la misma manera que en
Wilkins, la sintaxis de La Serenidad tenderá a la enumeración. Constantemente
se enumeran objetos (“Un mechón pelirrojo; Media docena de cargadores; Diez
pares de guantes de gamuza; Un abridor articulado ‘cabeza de turco’; Tres bics
negras”); acciones (“El Protagonista podría ensayar palabras con cenizas,
balbucear el lenguaje estúpido de la reconciliación, convertirse en un ciempiés que todo lo comprende”) y hasta
personajes (“El Amante Del Box. El Que No Para Nunca. El Que Deja Entrar A
Todos En Su Casa. El Que No Le Teme Al Destino, El Que Cualquiera Se Comería
Vivo”). La enumeración, en su desencadenamiento, produce la impresión de que la
lectura no cesa de progresar. En este contexto, la misma función cumplen las
comas, utilizadas no de manera recursiva, como lo hace la progenie saeriana,
sino progresiva, hacia delante.
Cuando le preguntaron por qué, habiendo declarado cierta
admiración por los neobarrocos, su prosa aún resultaba transparente, Aira
respondió que, siendo sus tramas tan enrevesadas, no podía sino conceder al
lector cierto grado de claridad. Dicha claridad, en este libro de Havilio,
aparece en estos dos procedimientos que son además los que traccionan la
lectura, los que recuerdan al lector.
(Actualización noviembre 2014 – febrero 2015/
BazarAmericano)
jueves, octubre 23, 2014
“No hay peor escritor que un escritor inteligente”
Por Pablo Chacón.
En La serenidad, el escritor Iosi Havilio explora una trama
que en sus palabras es capaz de implosionar en las manos del Protagonista
permitiendo así que los fragmentos que multiplican el texto se transformen en
una máquina de efectos hermenéuticos múltiples, como múltiples son sus
referencias.
El libro, publicado por la editorial Entropía, a la manera
de un artefacto retórico de diversas dimensiones, opera como una onda expansiva
después de una detonación, siguiendo las palabras del autor. Havilio publicó, entre otros libros, Open Door y Paraísos.
Esta es la conversación que sostuvo con Télam.
T : ¿Qué tipo de artefacto retórico es La serenidad? Hay un
protagonista pero podría ser el ensayo sobre algún grado cero.
H : La palabra artefacto se me cruzó en el camino cuando
empecé a nombrar La Serenidad como un todo, mientras armaba el rompecabezas que
tenía entre manos. Es probable que se lo haya tomado prestado a Parra y sus
poemas visuales. El asunto es que cuando tuve una primera mirada de conjunto
entreví una máquina, explosiva, o mejor, implosiva, eso mismo, un artefacto que
implosiona en las manos del Protagonista. Un artefacto lingüístico, por
supuesto, que es el modo en que el Yo se materializa... el artefacto estaría
compuesto por todo eso que El Protagonista, es, fue y será/quisiera ser, un
conjunto amorfo de experiencias sin bordes. La Serenidad es, lenguaje mediante,
el desiderátum, vendrá más tarde, o nunca, en todo caso, será posible cuando se
despoje de símbolos y metáforas; la serenidad no es un estado de gracia sino la
onda expansiva que provoca el estallido, los instantes que siguen a la
detonación.
T : El efecto que producen las mayúsculas (Mujeres, Hija,
etcétera) es el de cierta impersonalidad. ¿Cuál es tu opinión?
H : Hay algo de arma tu propia aventura en el uso de las
mayúsculas. Serían algo así como entidades de identidades múltiples.
¿Impersonalidad? Puede ser, o también, todo lo contrario, hiperpersonalidad.
Todos esos nombres, del Protagonista a los Ratones, pasando por Padre, Madre,
Bárbara (que es otra categoría, a pesar de sí misma) están subidas a los
hombros de los personajes. Los mandan, los adoran y los pisotean, son sus
pequeños genios. Es probable, se me ocurre ahora, que esa distancia
sobreactuada, al igual que el tono de farsa emperifollada, funcione como una
estrategia, la coartada de una autobiografía mal simulada, la manera de
despacharme con la historia personal que como en un juego de encastre algún
otro podría intercambiar por sus propias piezas.
T : ¿Cómo es una
prosa dónde alternan lo real, lo simbólico y lo imaginario, si entendemos a esa
trinidad como la entendía Jacques Lacan, que justamente -introduciendo lo real-
evitaba toda visión del mundo?
H : Ya no sé cómo Lacan se metió en la escritura de este
mundo, pero así fue. Y se coló en la enunciación de las partes, longitudinal y
verticalmente, también en un sentido plástico, incluso en el argumento. Es
probable que haya sido leyendo la
interpretación de Zizek sobre su teoría, así llegué a la fuente, un texto
maravilloso donde Lacan distingue y relaciona con el arte los tres registros de
lo psíquico: real, simbólico, Imaginario. Y lo hace dándole un sentido a las
palabras que me resultó revelador porque a la vez que traducía el universo,
describía el proceso que venía transitando en la exploración. Lo real para el
Protagonista es todo eso que es y no es, lo que le está dado y lo que permanece
oculto más allá de su realidad... sucede algo similar con el termino ficción
que suele reducirse a lo inventado, un facilismo espantoso. A partir de ese
texto, llegué al esquema R que desde el vamos pensé como una constelación, una
suerte de mapa astrológico del yo, donde está cifrada una historia, su forma y
el procedimiento que utiliza para narrarlo. Es un cuadro maravilloso, una
invitación al juego. Esos tres registros circulan permanentemente en la
escritura, en cualquier escritura, más allá del género o el estilo; La
Serenidad hace de eso su trama.
T : Entiendo que La serenidad es una pieza ajena a los
protocolos narrativos más convencionales, que por defecto podrían orientar la
lectura de tus otras novelas. ¿Esto es así?
H : Entiendo una buena novela, así sea experimental,
costumbrista o histórica, como un texto que puede valerse por sí mismo,
fundando, si algo así existiese, sus propios protocolos a partir de un entre
autor y narrador... Siendo así, una buena novela podría ser una novela
malísima. Las lecturas orientadas, como cualquier expresión que venga con
brújula incorporada, son tristes y penosas, difíciles de querer. Estamos
plagados de ejemplos de este tipo; prefiero el riesgo y la zanja, al gps y la
huella. La Serenidad es un poco el resultado de una patinada.
T : ¿Qué poéticas de
las que leés en la Argentina contemporánea te interesan más, o con cuáles creés
tener mayor afinidad?
H : En las afinidades que cuentan, el que escribe es un
fusible, un mero espectador. El que trae y lleva. Lo que me interesa y cautiva
es el dialogo que se da entre las obras, esos diálogos arbitrarios,
desenfadados y urgentes, movimientos centrífugos que van desde adentro hacia
afuera. El control de las influencias es exasperante y malintencionado. Ahí
está la verdadera pedantería. No hay peor escritor que un escritor inteligente.
Claro que puedo reconocer una serie de vinculaciones pero cada vez sospecho más
de que se trate de una imposición mía. Las relaciones profundas que se tejan
entre una novela y otras obras incluyendo expresiones no artísticas, por
supuesto, no están en la superficie ni son inventariables fácilmente.
Detectarlas toma tiempo y exige introspección, ahí está la diferencia entre el
ojo crítico y el ojo vigilante. Pero ya que nombraba a Parra y sus artefactos y
para no esquivar el bulto, durante la escritura de La Serenidad frecuenté y
conviví con cierta poesía visual que me interpeló de manera contundente. Pienso
en Amalia Boselli, en Milton Laufer, en Arnaldo Antunes y en el propio León
Ferrari.
Telam, 20/10/2014
Telam, 20/10/2014
martes, agosto 12, 2014
Protagónico absoluto
Reseña de La Serenidad en Revista Invisibles
La nueva novela de Iosi Havilio marca una ruptura con el
estilo narrativo que venía desarrollando y sugiere una apuesta estética hacia
un campo fértil no tan transitado en el mapa literario argentino.
Por Juan Maisonnave.
En un ensayo que ya tiene sus buenos años, y a partir del
cual Fabián Casas acuñó un concepto de factura propia al que de vez en cuando
vuelve, el poeta de Boedo decía: “(…) resulta que uno siente que el escritor
debe ir siempre en contra de su habilidad. De manera que esos textos que
parecen tan redondos y buenos son en realidad falsos amigos. Así que los dejo
de lado o los intervengo hasta que escapan a mi control y empiezan a drenar la
voz extraña. Entonces los relatos o los poemas me empiezan a dar vergüenza
ajena, incertidumbre y todas esas sensaciones con las que es más difícil convivir.
Ahí sé que —mas allá de los logros— estoy, como quería Kerouac, en el camino.”
Sin demasiado esfuerzo, uno puede detectar en esas palabras
una crítica velada a cierto conformismo de escritor profesional, sea por el
rigor y la presión editorial, sea por las necesidades siempre insatisfechas del
ego, o sencillamente ante el horror al vacío que se le abre a todo narrador
reconocido cuando no escribe, no publica por un tiempo o no se le conceden
entrevistas ni forma parte de mesas redondas: la batalla contra la
invisibilidad. Para algunos, lidiar contra eso no es tan fácil, lo que trae
aparejado, muchas veces, como si no publicar regularmente causara una
abstinencia de la que hay que escapar a cualquier costo, una producción
sostenida, por lo general novelística, un fordismo literario que consiste en
empezar a repetirse de un libro a otro, a copiarse, a trabajar como cinta de
montaje que cada cierto tiempo libera otra historia eficaz, lista para que la
reciban sin sorpresas librerías y suplementos culturales. Es cierto que el
reproche recae sobre autores muy prolíficos, y suele hacerse la salvedad de que
vale la pena seguirlos hasta cierta novela que marca su declinación, la caída
en el tedioso terreno de la fórmula y el reciclaje de tonos, ideas o estructuras
(Paul Auster, Andrés Rivera).
Esta pregunta -¿Iosi Havilio se cansó de su fórmula, si es
que puede decirse que contaba con alguna?- surge a poco de empezar a leer La
serenidad (Entropía, 2014). La ruptura con lo que venía haciendo es llamativa
ya desde el uso del lenguaje y la estructura de los capítulos, con pequeños
títulos-sinopsis a la usanza de la novela del siglo XVI y XVII, pero sobre todo
por la intención y el juego de espejos que conforman las distintas referencias
–intertextuales, culturales, filosóficas, políticas, autobiográficas- que
recorren las escenas, dándole al conjunto un aire de tratado paródico cuyo
punto de partida son los sucesos/aventuras de un personaje destinado a lo que
parecería ser un fracaso épico, porteño y muy actual (“¿Y sobre la Década
Perdida no piensa decir nada? Pero si no fue una década, sabe su Yo reidor,
fueron dos años, tres a los sumo…”).
Hasta acá, la maquinaria narrativa de Havilio había
utilizado ciertos ingredientes de la cultura para servirse de ellos como si
fueran desechos orgánicos que nutrían al relato sin asfixiarlo, dándoles un
lugar lateral pero presente, incómodo, que cada tanto regresa transfigurado o
se confunde con la trama sin explicarse. En Paraísos (Mondadori, 2012) la
protagonista encuentra en la basura, y se lo apropia, un tomo de la obra de
Albertus Seba que perteneció a Ladislao Holmberg; en un relato incluido en la
antología Buenos Aires / Escala 1:1 (Entropía, 2007), un portero tiene obras de
Quinquela Martín arrumbadas en su sótano; en Opendoor (Entropía, 2006), el
libro hallado es En Argentine, De Buenos Aires au Grand Chaco, de Jule Huret,
con dedicatoria para Domingo Cabred.
El salto que da en La serenidad sorprende, y de nuevo es
posible plantear los interrogantes: ¿el escritor, harto de sí mismo y de su
prosa, que cosecha buenas críticas y no es precisamente amable ni complaciente,
consideró la posibilidad de una provocación que sacuda al lector de su zona de
confort? ¿Es ésta la voz extraña dictándole una novela enloquecida, catártica,
compuesta de máximas, digresiones, abismada en categorías abstractas y guiños
para entendidos?
Puede ser. Pero la
lectura atenta de la nueva obra de Iosi Havilio sugiere también un enrolamiento
–una apuesta estética- a un campo fértil aunque no tan transitado del mapa
literario argentino: La serenidad es el ejercicio de una prosa poética
entendida y ejecutada desde una rabiosa contemporaneidad. Sensualidad y
plasticidad en las imágenes, flujo incesante de peripecias y sensación pura,
discurso indirecto libre que ni una sola vez baja la calidad de las
descripciones (ni cuando se trata de medialunas exhibidas en la vidriera de un
bar), y que, al igual que la adjetivación rebuscada y el ritmo vertiginoso, lo
apuntalan dentro de la mejor tradición de poemas narrativos, de “El fiord” en
adelante.
La biografía caótica y manoseada del Protagonista –así se lo
nombra- comienza con su separación, después de la cual hace un revisionismo
sinuoso de su pasado y emprende el viaje inexorable hacia un futuro que lo
encontrará “no tan viejo como avejentado”, un futuro tecnológico, de
cataclismos y desiertos fertilizados, en el que “La moda es la desintegración
paulatina del bólido social”. Sin embargo, esta experimentación formal no sólo
no borró ciertas zonas de interés y ciertos vestigios autobiográficos del
autor, sino que, camuflado en la piel del Protagonista, aprovechó para
moldearlos a su antojo y sembrarlos a lo largo del texto mediante claves
generacionales y boutades al paso (“Votaba a peronistas, radicales, al MAS, al
MID, a la Ucedé. Al PI de Oscar Alende. Desmedidamente al PI”). Havilio vuelve
a escribir sobre el sur de la ciudad, ya presente en Opendoor con esa escena en
el puente Avellaneda y un personaje: Boca; reaparecen los piringündines y los
rusos del cuento “California”, publicado en la Antología La Joven Guardia por
la Editorial Belacqva en 2005 (“La antología de autores contemporáneos,¡destrócenla…!”),
donde el escritor ya había despuntado esta vena poética y alucinada; otra vez,
la estrella de David (“bordada a mano y con manchas de café”), como la que
roban la protagonista y Eloísa en Paraísos, aunque ésta estaba adornada con
diamantes.
Por otro lado, La
serenidad se lee perfectamente sin saber que el título responde a una
conferencia que dio Heidegger en 1955 o que el monólogo de Bárbara en el
capítulo llamado “El lenguaje estúpido del amor” remeda el de Molly Bloom en el
Ulises de Joyce. Lo que tal vez haga más ríspida su lectura, en especial para
aquellos no habituados a este tipo de escritura expansiva y por momentos
surrealista que alguna vez fue vanguardia (Néstor Sánchez), es que con el
transcurrir de las escenas se vuelve un tanto agobiante, y el asombro inicial y
la potencia de las frases decaen; el gesto beatnik de enunciar todo en
mayúsculas deviene uno de los mayores excesos en esta novela excesiva: con el
paso de las páginas el recurso pierde su efecto; el absurdo y el tono de sátira
permanente carecen de contrapunto o respiro, y en ese sentido el oportuno
monólogo de Bárbara ayuda un poco, cosa que no ocurre con las imágenes
insertadas.
Escribir en contra del lector de Havilio, defraudarlo. A
contrapelo de sus expectativas, muchas veces fogoneadas desde la taxonomía
impuesta por la crítica hasta el cansancio (autor salido de la nada, en la
línea de Busqued y Ronsino, etc.): escribir, entonces, en contra de él mismo,
como proponía Casas. Puede objetarse que este movimiento de Iosi Havilio llega
luego de haber sido elogiado ampliamente por escritores y suplementos
literarios y, encima, desde una editorial de las llamadas independientes, como
si les hubiera regalado un lado B, acaso inaceptable para el sello en el cual
editó sus dos últimas novelas (Mondadori). Eso no quita que sea un viraje
saludable, liberador, quizá bajo la influencia de algunas lecturas recientes o
con un material que sólo podía ser trabajado –dicho- de esta manera; quizás,
como respuesta posible a una de las tantas máximas contenidas en La serenidad:
“Todas las decisiones estéticas le resultan impracticables”.
Revista Invisibles, 08/2014
lunes, agosto 04, 2014
Presentación de La Serenidad de Iosi Havilio en CC Matienzo
Aquí el texto que Damián Ríos leyó en la presentación de La Serenidad, el 30/07/2014:
En La serenidad el Protagonista (el nombre
del protagonista es El Protagonista); el Protagonista rompe con Bárbara y se
apresta a vivir una aventura en viaje. El Protagonista, Bárbara (que es La
Reina de la Noche), El Gran Otro, El Filósofo de Toda una Generación, La
Hermana Unificada funcionan más como alegorías que como personajes, es decir,
como ideas encarnadas que atraviesan y sostienen el relato.
Iosi Havilio publicó Opendoor, su primera novela (o la primera que pudimos leer) en
2006, por Entropía, una editorial local que se especializa desde 2004
precisamente en primeras novelas de autores argentinos de los que, sin mayores
precisiones y por falta de un término mejor, en la industria llamamos “jóvenes”:
“jóvenes escritores”. Por eso todos estamos atentos al catálogo de Entropía,
que cumple esta función de decirnos qué y cómo se está escribiendo ahora, aquí.
El catálogo de Entropía descubre y
sigue escritores; es decir, es un mapa inestable que mete mano en el incesante
ir y venir de inéditos y los convierte en libros, en literatura, y los somete
al público lector. Opendoor era, es,
una muy buena novela, y nos pasó lo que nos pasa en estos casos a los que por
cuestiones personales y profesionales tomamos nota de las novedades: ¿cómo
sería una segunda novela de Havilio?, ¿escribiría otra cosa, estaría
escribiendo? Siempre vienen estas preguntas. Tenemos no diría miedo, pero sí
morbo cuando leemos una “primera novela” de un “joven escritor”: imaginamos las
cavilaciones y problemas del que, ahora que publicó, tiene que escribir más, publicar más. Esperamos un poco y en 2010
Mondadori avisó que Havilio seguía haciendo novelas, y publicó Estocolmo. Internacionalización de la
edición e internacionalización del asunto de la novela bajo el hilo argumental
del exilio. Bien, teníamos segunda novela. ¿Y ahora? En 2012 apareció la
luminosa Paraísos, también por
Mondadori. En esta tercera novela teníamos además una segunda parte o saga de Opendoor, hermosa, y Havilio nos decía
que no sólo seguía escribiendo, progresando, publicando, lineal. Con esta pequeña
Comedia humana de personajes recursivos Havilio mostraba que estaba pensando en
la novela, en los problemas de la novela, en las posibilidades de la novela.
La serenidad, su cuarta publicación, está dividida en capítulos
cuyos títulos son argumentos, como en las novelas clásicas, como en el Quijote.
Sumados a los nombres alegóricos de los personajes,
estos títulos parecen decirlo todo sobre lo que se está leyendo y se va a leer:
pura claridad clásica. Entonces, los capítulos se abren en apartados que
retoman, deformada, la lógica alegórica. En estricta mayúscula de nombre propio
leemos: “Fin de Fiesta”, “El Sur”, “Sucesos argentinos”, “Basta de Imaginar!”,
“Historia y Geografía”. Estos subtítulos poco descriptivos puntúan la aventura
que El Protagonista se apresta a vivir como misterios. Si los títulos suelen
empezar con “De como...”, los subtítulos interrumpen para preguntar: ‘sí,
bueno, pero cómo’. Las peripecias del viaje de El Protagonista a veces lo ponen
en ridículo, y el ridículo es un importante motor de la anécdota, que Havilio
nunca olvida en ninguna de sus novelas. Pero no es menos cierto que aquí la
anécdota no es lo único que importa, o mejor, ‘cómo, cómo es posible la
aventura, la peripecia, la anécdota, la novela’ es en sí mismo un misterio en La serenidad.
Prefiero pensar que esta es una novela sobre el
arte de novelar, entre otras cosas, pero me interesa sobre todo ese aspecto.
Está la mesita de novelar y sobrevienen las ganas de novelar, le gustaba decir
a Fogwill: novelar, hacer combinatorias de palabras y situaciones y poner a
andar los personajes, crearles un clima.
Y me parece que no invento esta lectura para esta
ocasión; me parece que aquella tercera novela, Paraísos, que era la segunda parte de Opendoor decía que la
preocupación por el arte de novelar era un insumo de la continuidad de la
escritura de Iosi Havilio, sin renunciar a la novela misma. Cuando llegamos a
aceptar que las novelas, los poemas, los cuentos y la televisión pueden ser una
combinación de experiencia y costumbrismo, Havilio hace uso de su capital
simbólico acumulado con un ritmo constante de publicación y nos propone la
aventura de imaginar una novela; dice que la novela, bajo el estricto cuidado
de las buenas frases, de las sentencias con fuerza de slogan y de las
observaciones que le dan un verosímil, también es imaginación y misterio de la
escritura. Y para esto vuelve de su periplo internacional a Entropía.
Hay humor y hay unas peripecias, hay un héroe y hay
novela de esas en las que todo lo que pasa y vive ocurre dentro de las novelas,
sin respetar convenciones que la novela misma no haya impuesto. Es decir que no
tenemos nada afuera de la novela que nos distraiga de la novela misma, para eso
leemos. El Protagonista rompe con Bárbara y se apresta a vivir una aventura que
dura un día y cincuenta años: los tiempos que dura la novela, desde Tolstoi y Joyce.
Como en sus novelas anteriores, pero más programático, con La
serenidad Havilio ofrece el resultado de una feliz discusión con los modos
de novelar en el presente. Podríamos decir: he aquí la segunda primera novela
de Iosi Havilio, publicada por Entropía.
Damián Ríos.
jueves, julio 31, 2014
Iosi Havilio: "La palabra acá es una excusa, un síntoma de la neurosis"
En su última nouvelle, que se presenta el 30 de julio, encontramos una estela de lo indescifrable que genera lecturas de buceo. Hablamos con el autor de este texto que rompe con las tramas convencionales.
Iosi Havilio nos trae una nouvelle que juega con nuestra paciencia. Comenzar e internarse en "La Serenidad" es un desafío. No es para cualquiera. Hay tramas y cabos que se atan de manera sutil, un Protagonista que se llama de manera impersonal "El Protagonista", mafia rusa, una mujer que representa todos los deseos contenidos en el nombre Bárbara, una "misión salvadora", el lenguaje de las ratas, una madre descalza, filosofía, psicología e historia, entre otras cosas.
"La Serenidad" no brinda una lectura fácil, es de esos textos que no se centran tanto en las continuidades de una trama clásica sino en la forma en que se narran aconteceres. Una forma que puede generar disfrute en esta "fábula del yo" pero que también puede perdernos en una intertextualidad que está en la cabeza del autor pero no siempre en la del lector.
Dialogamos con Havilio e intentamos un acercamiento a ese universo tan particular que supo construir en "La Serenidad".
¿Cómo describirías al Protagonista de esta nouvelle? Por que si bien uno puede ir descubriendo pequeñas cosas de su persona, hay mucho misterio e impersonalidad, ya desde el hecho de llamarlo Protagonista a secas.
Ioisi Havilio (IH)- El Protagonista de La Serenidad es un maniático de todas las manías. Empezando por la palabra. El tipo va y viene de la exaltación al derrumbe, de nombrarse héroe de la nada a regodearse con sus decadencias. Yo creo que se sabe mucho sobre él, demasiado, el narrador, que es él mismo, encuentra en el exceso la estrategia para que la disección no sea tan cruda. Sus circunstancias son de lo más ordinarias, se pelea con la novia, escribe poemas malos, vagabundea por la noche, se enfrenta al duelo paterno, el pasado se le viene encima a cada rato y él se escapa, lo exorciza con palabras, alucinándolo. Llamarlo "El Protagonista", es una ironía, claro, pero también la posibilidad de armar tu propia aventura. -
Hay un uso de mayúsculas muy particular a lo largo de todo el relato ¿Por qué?
IH- ¿Qué nombramos con mayúsculas? Los nombres propios, los lugares, las divinidades, el título de una obra. En el mundo fabulesco y fabulero de La Serenidad, el juego se abre y se entroniza con mayúsculas al pretencioso pero también al que se arrastra, que muchas veces es el mismo. El Protagonista no podría sostenerse en pie si no fuera por esas muletas que son las mayúsculas, igual que el padre muerto, la madre baqueteada, el filósofo pusilánime, El Gran Otro o El Zar de La Milonga. La mayúsculas es un pedido de auxilio, un Aquí estoy, ¡rescátenme de este pantano!
Cuando uno escribe y cuenta una historia también propone una lectura y "La Serenidad" resulta por momentos un tanto encriptada ¿sentís que es así?
H- Entiendo que es un texto que desde el vamos propone tomar distancia de la letra, desde el momento que anuncia las peripecias de El Protagonista antes de cada capítulo y ensaya una narración atiborrada y engañosa. Justamente, porque la palabra acá es una excusa, un síntoma de la neurosis. Al pie de la letra, la serenidad es imposible. La comprensión cede su terreno en favor de la experiencia, de todo lo que constituye lo real.
La novela ofrece una prosa que juega con lo poético, lo ensayístico y también se acerca a lo político y la militancia ¿cómo te surgieron todos esos cabos en la trama? Lo pienso en términos que incluso decís que el Protagonista "está dado a la intertextualidad".
IH- La trama está atravesada por esa manía oral del narrador/protagonista. Y en cada aventura, a cada paso, lo interpelan fantasmas, situaciones, que traen consigo discursos de todos sus tiempos, canciones de cuna, textos filosóficos, cuadros lacanianos, cánticos políticos, lecturas de todo tipo, noticias, grafitis… todas esos símbolos que lo agobian. Se tira la cultura por la cabeza con la vana esperanza de que en el desboque aparezca la calma.
La Madre descalza es una figura que se repite de manera constante y que va ganando profundidades ¿cómo surgió?
IH- Al comienzo de la noche, El Protagonista está en una fiesta y recibe un mensaje: La Madre se escapó descalza. La imagen genera una pulsión, el hijo sale al rescate, la madre huye, de un hospital, de la casa, de la oscuridad, de la muerte, como una mártir. Se la imagina en camisón con los pies desnudos caminando por el medio de una avenida porteña en la mitad de la noche, es su modo de redimirla, su manera de verla resurgir. El Protagonista corre en su auxilio, pero sobre todo corre tras esa imagen, repitiendo en su presente la historia de la madre para volver a ocupar el lugar de la niñez. La madre que encuentra en casa está en paz, tiene algo de monje. Un monje que lo arropa, le lee, le da de comer queso y unos pesos para seguir adelante.
Hay una épica que se destaca a partir de las enunciaciones clásicas, casi como en el cine mudo, de aquello que va a acontecer ¿presentarlo de esa manera te ayudó a organizar las ideas, los textos? ¿O hay otro tipo de intencionalidad?
IH- Hubo un momento en que pude ver el derrotero del protagonista en esta noche/día como una película de aventuras tan palpables como alucinadas y las bajé al papel; estas indicaciones fueron tomando esta forma de didascalias que cumplen la doble función de organizar el relato y declarar el género. Exaltan situaciones de lo más banales, que el narrador se encarga de enmascarar.
Damián Ríos presenta "La Serenidad" como una discusión tuya con los modos de novelar el presente ¿coincidís?
I H- La escritura de La Serenidad irrumpió entre otras escrituras, digamos más conscientes, planificadas. Una expresión más orgánica que literaria, de algún modo molesta, difícil de aprehender, caótica y deforme. Más tarde, a medida que fui tomando distancia, entendí que en efecto venía a problematizar con cierto modo de concebir la novela que había cultivado en los otros libros. Ahora, no se trata de una discusión exclusivamente estética, te diría que en buena medida se trata de una discusión muy personal, en relación a qué es esto de escribir, en la actualidad, en nuestras circunstancias, pero también política: ¿qué lugar tiene esto que llamamos literatura?
***
La Serenidad nos ofrece una lectura particular que puede generar el disfrute entre reflexiones y diálogos muchas veces ontológicos o puede perdernos entre aconteceres y prosa. Iosi Havilio sirvió la mesa de La Serenidad, quedará en usted- estimado lector- decidir si disfruta o se abstiene de ese festín.
Iosi Havilio: Nació en Buenos Aires en 1974. Publicó las novelas Opendoor (2006), Estocolmo (2010), Paraísos (2012). Sus obras han sido editadas en España, Inglaterra, Estados Unidos y Croacia
Diario Registrado, 29/07/2014
miércoles, julio 23, 2014
“El verdadero protagonista de esta novela es el lenguaje”
La Serenidad, de Iosi Havilio en Página 12:
La cuarta novela del escritor porteño es un extraño artefacto, tan teatral en sus excesos como barroco en su torrente lingüístico. En esta aventura narrativa, el autor pone en tela de juicio los modos de representación.
La cuarta novela del escritor porteño es un extraño artefacto, tan teatral en sus excesos como barroco en su torrente lingüístico. En esta aventura narrativa, el autor pone en tela de juicio los modos de representación.
Por Silvina Friera
Las raíces están en el misterio. De la sonrisa inicial al
desenlace con el discurso de Heidegger –“la creciente falta de pensamiento
reside en un proceso que consume la médula misma del hombre contemporáneo: su
huida antes de pensar”– intervenido por la lengua florida del Protagonista, que
pronuncia el texto frente a una multitud de ratones. La serenidad (Entropía),
la cuarta novela de Iosi Havilio, es un extraño artefacto, tan teatral en sus
excesos como barroco en su torrente lingüístico. En esta aventura narrativa que
pone en tela de juicio los modos de representación, el escritor no deserta. El
puñado de imposibilidades y problemas que despuntaban en sus anteriores
novelas, acaso en estado larvario, ahora son llevados al paroxismo. La anécdota
dentro de la anécdota, para el héroe de esta ficción, sería su propio suicidio.
“La reconstrucción es un anhelo imposible –se afirma hacia el final del libro–.
El Protagonista deja la horizontalidad y se abalanza sobre el escritorio para
dejar correr lo que queda de tinta: ‘el último soplo de un hábito decadente’.
Desmenuza una biografía que nunca existió en el sentido estricto. Y, sin
embargo, en el fondo del relato hay tensión, trama y personajes que, al igual
que los extras y los decorados, cayeron en el atiborre. Sus frases fueron
frívolas y sentimentalistas. Todas las decisiones estéticas le resultan
impracticables. Se le ocurre una genialidad: resignar el papel principal y
ver.”
“Yo tengo una relación difícil con la palabra personaje,
como la palabra trama y estructura”, confirma el escritor a Página/12.
“Entiendo que existen, pero en el trabajo de la escritura, cuando esas palabras
intervienen, termina notándose. Y el texto se va deshilachando. Uno de los
tantos corrimientos que supone La serenidad es pensar qué es eso de un
personaje. Y aparece, en mayúsculas, El Protagonista.”
–¿Cuál sería la diferencia entre protagonista y personaje?
–El personaje es una función que puede volverse carne. Y ése
es el intento: pensar el personaje como una verdadera entidad, sin distancia.
En Paraísos, tengo un personaje que se llama Eloísa y yo
prefiero llamarla siempre Eloísa, no nombrarla como personaje. El Protagonista
es el modo en que el narrador se nombra a sí mismo, así se sublima, pateando
sus funciones de personaje. Esa es su aventura. Si me apurás, te diría que en
ese movimiento cobra vida.
La aventura narrativa se le escapa de las manos al
Protagonista en un juego donde es héroe y antihéroe. “Yo pienso La serenidad
como una descarga, como una reacción casi orgánica –reflexiona Havilio–. Hay un
momento en que El Protagonista se pregunta: ¿y yo qué hago en todo esto? Yo me
sumo a esa pregunta en términos literarios. La descarga se volvió un texto y
apareció una posible estructura y cronología. Hay un rechazo y a la vez un
homenaje a ciertas formas de representación. De hecho cuando vi la palabra
‘fin’ al cierre de la novela, me di cuenta de que debía ir ‘telón’. Yo creo que
es un texto que está interpelado e inspirado por expresiones no necesariamente
literarias, sino más bien musicales, teatrales, audiovisuales. Es un texto
puesto en escena en la distribución, en la inclusión de imágenes. No sé si la
palabra es homenaje, pero sí tiene cierto vínculo con la teatralidad. Incluso
el uso del adjetivo es claramente teatral y no contemporáneo.”
–Sin embargo, hay ciertas marcas de contemporaneidad, como
“los ringtones más tristes de la historia” que aparecen mencionados.
–De tan contemporáneo me sale esto (risas). El Protagonista
es un pobre hombre que realmente está atrapado en un círculo de expresiones
previsibles. Y le sale esta descarga, este desborde. Yo lo siento como un
pedido de auxilio por fuera y por dentro. ¿Qué es esto de escribir?
–¿Y qué es?
–Hay un momento en que empecé a preguntarme por el oficio,
eso que para mí era una palabra de viejos, cuando estaba terminando de escribir
mi anterior novela, Paraísos. ¿Quién está escribiendo? ¿Yo, el oficio, el
narrador? Se produjo un conflicto muy interesante que dio origen a esta
reacción. Escribir tendría que ver con acercarse y asomarse al misterio del
mundo. Y el oficio puede que atente, que domestique el misterio. Eso me dio
cierto pavor. En algún momento escuché que pasé de “escritor joven” a “escritor
establecido” en un chasquido. Esa palabra, “escritor establecido”, me llevó a
preguntarme por la materia de la escritura. Y el verdadero protagonista de esta
novela es el lenguaje.
–¿Qué importancia tiene la filosofía en La serenidad, que ya
desde el título remite a Martin Heidegger?
–Gelassenheit –la serenidad– fue uno de los textos de
Heidegger que más me impactó en mi paso por filosofía. Yo estudié muchos años
la carrera; fue un paso largo y frustrante. Antes de entrar a la carrera, pensaba
la filosofía como una ficción o como parte de un universo donde no discrimino
qué es ficción o ensayo. La academia me mató porque no supe adaptarme y se fue
fagocitando mi vínculo con la filosofía. La génesis de mi placer filosófico
está en ese texto de Heidegger, que fue quedando como un recuerdo de infancia,
como uno de esos espacios que vas revisitando. Como Opendoor, mi primera
novela, fue en otro sentido. En un momento, mientras estaba escribiendo esta
descarga, apareció la palabra serenidad y volví a leer el texto de Heidegger,
un discurso bellísimo que pronuncia en su pueblo natal, en 1955, en ocasión del
aniversario de un compositor. Y tuve una imagen que sucedía en un futuro bien
remoto. Me imaginaba los restos de la civilización y se me vinieron un conjunto
de roedores o ratones, rescatando el texto de Heidegger. El Protagonista es un
sobreviviente; es un hombre ya vencido que comparte irónicamente el texto de
Heidegger, uno de las materiales más brillantes de siglo, con estos ratones que
se mofan y se enternecen del hombre y sus meditaciones. También está (Jacques)
Lacan, que lo abordé de una manera desprejuiciada, libre, descarada. Hay un
texto en el que define las tres esferas del imaginario, donde piensa la
expresión artística, que me resultó muy inspirador. La serenidad me permitió
reconciliarme con el discurso filosófico y rescatarlo en el lugar de la
ficción.
–Le permitió producir ficción con la filosofía, ¿no?
–Sí, y más que ficción: escritura, expresión. Tuvieron que
pasar casi unos veinte años para poder reencontrarme con la filosofía. Yo hice
varios estudios, estudié filosofía, composición musical, guión de cine. En
todos fracasé. Después, con los años, estos estudios me supieron dar una
recompensa. Hay un famoso poema de Fogwill, “Llamado por los malos poetas”. La
serenidad es un llamado a los malos poetas, pero también a los malos filósofos.
Se necesitan muchos malos filósofos dando vueltas permanentemente para rescatar
la flor del pensamiento. El Protagonista es un mal poeta y un mal filósofo,
pero de eso hace su pequeña epopeya.
–Hay también en la novela una cita bíblica sobre el buen
ladrón y el mal ladrón, algo que no es ajeno en su narrativa.
–Es cierto. Pero no tengo un programa que establezca que en
cada novela tengo que meter una cita bíblica. En este momento estoy escribiendo
una novela y tengo una Biblia al lado. No he tenido una educación religiosa ni
nada parecido, pero la Biblia es un texto fascinante. Ahora estoy trabajando
con descaro las distintas versiones que hay del momento de la Resurrección; son
cinco o seis ficciones en una. Es una especie de “elige tu propia aventura”,
según Mateo, Lucas o el Evangelio que sea. Hay un texto que descubrí sobre el
camino a Emaús, que es donde Jesús en carne y hueso se disfraza de caminante y
se les acerca a dos incrédulos y camina con ellos hasta Emaús, tres días
después de la resurrección. Lo que estoy escribiendo es el reverso de La
serenidad, pero forma parte de la misma pregunta, del mismo barajar y dar de
nuevo. Y está inspirada, en parte, por Resurrección de Tolstoi.
Más allá del dispositivo quijotesco en el que cada capítulo
es presentado a la manera de la célebre novela de Cervantes –por ejemplo: “De
cómo El Protagonista rompió con Bárbara, se enredó en discusiones ontológicas y
fue humillado por la presencia del Gran Otro”–, La serenidad está intervenida
también por otras escrituras. “Algunos que la leyeron me dicen que reconocen a
(Witold) Gombrowicz, a (Osvaldo) Lamborghini, a (Roberto) Arlt.” “Sí, es
probable. Pero si hay una influencia viva, tiene que ver con las escrituras
corridas del naturalismo y del realismo del presente –subraya el escritor–. La
literatura suele estar con la mirada puesta sobre las grandes obras y las
grandes influencias. Me tomó trabajo liberarme y sacarme cierto lastre
literario de la solemnidad que tiene que ver con algo que está entre tapa y
tapa, y que todavía sigo sin entenderlo mucho.”
–El Protagonista queda en medio de una movilización y está
tan perdido que no entiende muy bien lo que está pasando. Es como si todo le
pasara por el costado.
–Podría decir que después de escuchar sobre la narradora de
Opendoor, a la que le pasaba todo por el costado –en la que hay cierta
indiferencia, ya que así como se droga hasta la médula va a recoger moras–, me
pregunto si será un poco eso. ¿Es indiferencia? Yo estoy convencido de que uno
escribe por dos razones: para preguntarse quién es el que habla, qué le está
pasando a ese protagonista, y para preguntarme quién soy yo. En un momento
descubrí que había una estrategia. Ese desapasionamiento tenía una contracara
en la vehemencia del lenguaje y la expresión. Todo esto que a ella parecía
resbalarle en Opendoor lo expresaba necesariamente en la escritura, en el
decir. Esto estalla por los aires en La serenidad. Si al Protagonista pareciera
que la novia lo deja y está en la plaza desorientado, y viene un hombre que le
dice que es su hermano y de-spués se acuerda de que no tiene hermano, él grita
su libertad de una manera barroca, visceral y también cursi. El relato de ese
momento en la plaza es muy sentido, aunque él esquive las pancartas y las
columnas. Su revolución pasa por el decir, por el relato mismo.
–El Protagonista recuerda que sus convicciones eran
aleatorias, que podría votar, como cuando jugaba de niño, a la UCedé, a los
peronistas, al MAS. ¿Este desconcierto admite una lectura generacional?
–Sí, en un momento El Protagonista, cuando recuerda la urna
de cartón que había hecho para celebrar la vuelta de la democracia, dice: “Su
izquierda, su derecha; su letanía desamorada”. Para mí fue enorme escribir eso.
Hay una mirada en relación con lo vivido que hace que esté plagado de
contradicciones, que en este desboque salieron un poco a la luz, ¿no? Yo nací
el mismo año en que murió Perón. Mi madre es artista, pintora; mi padre,
comerciante, un hombre criado en cierta burbuja de clase media. Siempre me
quedé en un lugar conformista y cuando quise superar eso me sentí fuera de
juego, algo que coincide con el momento en que empiezo a escribir y publicar.
De preguntar y recibir respuestas medio abstractas sobre la década del ’70, en
la que pasé mi infancia, que es donde se cuece todo, pasé a un desayuno brutal
y a ver las esquirlas del otro. Eso sucede políticamente, pero también en la
literatura. Así como uno celebra ese desayuno brutal, también de algún modo me
silenció. ¿Qué puedo decir yo en ese concierto? No soy ni hijo de militantes ni
hijo de desaparecidos. Ahí aparece ese “revisionismo” de plantear que yo tengo
de todas formas un relato para contarme. En La serenidad está graficado en esa
urna de cartón que me hice. Nos habíamos ido a vivir a París por un año y
volvimos en el ’83. Y yo en esa urna votaba por todos, jugando. “Era su
izquierda, su derecha.” El desconcierto de dónde estaba parado lo pude pensar
un poco en esta novela. Me acuerdo de que Fogwill, a su modo brutal, decía que
para triunfar en España con una novela había que poner cada 50 o 60 páginas la
palabra “desaparecido”. Más allá de lo brutal, tiene también un costado que te
permite pensar y tomar prestada una herencia que no tengo. Escribir es una
actividad imparable que te toma en la vigilia, en el sueño. A los seis o siete
años, cuando salimos de Buenos Aires para hacer un viaje a Chile, vi un cartel
que decía “Opendoor”. Y le pregunté a mi padre qué era. El me dijo que era un
pueblo donde había un hospital para locos de puertas abiertas. Yo le pedí y le
rogué que bajáramos, que lo quería ver. Pero, ante la negativa de mi padre,
tuve que imaginarme ese lugar. Y no fui consciente entonces de que eso sería
una novela veinticinco años más tarde. Yo tengo la idea del escritor como
médium y hay que trabajar ese médium. La escritura es un acto de liberación del
ego y del yo para entregarse al narrador.
Página 12, 16/06/2014
martes, julio 22, 2014
La Serenidad de Iosi Havilio en Inrockuptibles
Después de tres libros más tradicionales, Iosi Havilio se
arriesga en La serenidad a construir una nouvelle experimental, que bucea en
los rincones de la conciencia de sus personajes reafirmando el rol clave que
tiene en la ficción el artificio literario.
Por: Martín Caamaño para Los Inrockuptibles
“Es una gran bocanada de aire, un exabrupto, una pequeña
sublevación”, dice Iosi Havilio sobre La serenidad, su nuevo libro, la nouvelle
que acaba de editar por Entropía, editorial en la cual dio sus primeros pasos
como novelista.
El de Havilio es un derrotero curioso. Sin dudas, se trata
de uno de los grandes narradores argentinos surgidos en los últimos tiempos,
algo que ya quedó claro con Opendoor, su primera novela. Lo que sorprendió de aquella
historia narrada por esa estudiante de veterinaria anónima que decide irse a
vivir al campo luego de la confusa desaparición de su novia no fue solo la
precisión con que estaba escrita ni ese nuevo enfoque sobre una de las
dicotomías dominantes de la literatura argentina desde sus inicios –la
oposición entre el campo y la ciudad– sino el placer hipnótico de una trama en
apariencia sin propósitos ajenos a los de la historia misma; es decir, sin
gestos pirotécnicos externos al propio libro. La sorpresa fue entonces la
vocación latente por la narración pura, algo que con el correr de los años y de
las diferentes publicaciones se transformaría en un sello de autor. Quizás esto
fue lo que provocó que nombres como Fabián Casas o Beatriz Sarlo afirmaran entusiastas
que Havilio parecía un escritor salido de la nada, revelando cierto
desconcierto en el elogio. Luego de
Opendoor, vino un cambio de frente radical con Estocolmo, el relato sobre un
chileno gay que regresa a su país escapando de un novio después de pasar más de
tres décadas exiliado en la capital sueca. A esa peripecia sobre las diferentes
formas que puede adoptar el miedo le siguió Paraísos, la continuación de
Opendoor, que sin embargo puede leerse igualmente de forma autónoma. Para ese
entonces, Havilio ya había demostrado tener el don para escribir sobre casi
cualquier cosa. Cualquier cosa –la descripción de un tumor en la cola de un
caballo, de un dedo deforme o del brazo flácido de una diabética; los
comportamientos inesperados y al mismo tiempo posibles de los personajes;
ciertas palabras, ciertas escenas– que caiga bajo el encantamiento de su pluma
parece volverse automáticamente interesante.
-
Ya desde la primera línea queda certificada la supremacía de
la conciencia por sobre el cuerpo; una conciencia que solo va a materializarse
a través de la escritura.
-
Como si la historia (y el tono) que atraviesa al personaje
de Opendoor y Paraísos lo obligara a abismarse, a asumir riesgos nuevos cada
vez que la deja atrás –de ahí el cambio de registro en Estocolmo–, ahora con La
serenidad vuelve a dar un salto desconcertante en su narrativa. Havilio
recuerda: “Un día, alguien me dice: ‘te estoy siguiendo la carrera, te
convertiste en un escritor establecido’. ‘¡Qué horror!’, pensé. ¿Qué diablos
significa eso? ¡Establecido! Un escritor establecido es un escritor muerto”. En
este caso, la fuga de lo establecido para Havilio es una novela de sesgo
experimental, en la que los personajes son más bien categorías o funciones (se
llaman: El Protagonista, La Reina De La Noche, El Gran Otro, El Filósofo De
Toda Una Generación, La Madre, El Padre, así, todo en mayúsculas) y cuyo
verdadero protagonista no es otro que el lenguaje mismo, al que le saca
chispas, produciendo durante la lectura un efecto placentero e inquietante que
se asemeja al crepitar de un caramelo Fizz en la boca.
Aunque ciertos rasgos distintivos de su literatura se
mantienen –la deriva de los personajes como motor del relato, la búsqueda de la
supervivencia en un mundo adverso y enrarecido– La serenidad apunta a otra
dirección. Ya desde uno de los epígrafes, pasando por la odisea del personaje
principal durante una jornada delirante que a su vez contiene la eternidad del
tiempo novelesco, las referencias a Shakespeare (con el espectro del padre
Hamlet incluido) y el monólogo de Barbarita sobre el final a la manera de una
Molly Bloom del conurbano, convierten a esta en una novela en la cual resuenan
constantemente los ecos del Ulises de Joyce. “Después de varios intentos
fallidos, hace un par de años leí y disfruté enormemente la lectura del Ulises
en voz alta, guiado por una frase que Joyce escribe en una carta cuando termina
el manuscrito, donde dice temer que alguien se tome una sola línea en serio”,
confiesa Havilio.
Por sus temas y ciertos juegos de lenguaje, en La serenidad
se puede detectar, además del de Joyce, el influjo de una tradición de
escritores locales como Roberto Arlt, Cesar Aira y sobre todo Osvaldo
Lamborghini. “A los que mencionás podría agregar Gombrowicz, Sánchez, al Fogwill poeta”, coincide Havilio,
aunque aclara que con este libro en realidad se propuso establecer una suerte
de diálogo con cierta tendencia vanguardista de la literatura argentina
contemporánea. “Lo cierto es que La serenidad es el resultado de haberme
sentido interpelado por escrituras del presente, algo así como influencias del
futuro. Pienso en Gracias, de Katchadjian, El Tucumanazo, de Castromán, los
cuentos de Falco, los textos de Aldana Capellano, el gran Roberto Echavarren,
también la danza y el teatro, por ejemplo el Ulises de Ariel Farace.”
-
“La serenidad es el resultado de haberme sentido interpelado
por escrituras del presente, algo así como influencias del futuro.”
-
Mientras que Opendoor y Paraísos tienen como rasgo común no
revelar información acerca del pasado de sus personajes, encadenados al
presente elástico de la trama –empezando por la narradora, de la que ni
siquiera sabemos el nombre–, en La serenidad –como en Estocolmo, aunque con
procedimientos muy diferentes–, el pasado insiste una y otra vez más no sea
para demostrar la imposibilidad de su restitución. Es de esta imposibilidad que
se nutren los artilugios de la ficción. La historia se pone en movimiento luego
de una aparente ruptura amorosa, cuando Bárbara deja a El Protagonista. A
partir de entonces asistimos a un vagabundeo errático en dos direcciones: por
una ciudad enloquecida aunque perfectamente reconocible, y por los rincones de
la conciencia de El Protagonista. Es ahí que se activa la máquina fallada de la
memoria: el recuerdo de una fiesta cercana, el regreso a la infancia, el pasado
político, la caprichosa herencia legada por El Padre. La serenidad plantea la
aventura de las diferentes posibilidades que puede asumir el yo; El
protagonista se desdobla en su Yo Pequeño, en El Gran Otro (amante de
Barbarita) o hasta incluso en su propia mujer en el instante del acto sexual.
En un momento se lee: “El seso es lo de menos, lo que vale
es la conciencia”. Y ese podría ser el lema que rige la novela. Ya desde la
primera línea (“El misterio está en La Sonrisa. Ni en la carne ni en los
huesos”) queda certificada la supremacía de la conciencia por sobre el cuerpo;
una conciencia que solo va a materializarse a través de la escritura. “¿Podés
hablar claro, estúpido…?”, le reclama el Hermano Mayor a El Protagonista. Ya es
sabido que cuando la que habla es la conciencia se suele dar paso al exabrupto
lírico. “Llevar al oficio al paroxismo precisa de práctica, aislamiento, algo
de misterio”, reza otro pasaje. Y Havilio bien podría estar hablando de sí
mismo como autor. Porque, después de tres novelas, su apuesta con La serenidad
parece ser justamente esa, llevar el oficio al paroxismo.
Iosi Havilio
La serenidad
(Entropía)
146 páginas
Inrockuptibles, 03/07/2014
jueves, julio 17, 2014
Palabras inesperadas
Entrevista a Iosi Havilio sobre su última novela, La Serenidad, en La Voz del Interior
Por Javier Mattio.
Tal vez el escritor argentino más prometedor y secretamente
reverenciado de la nueva generación, Iosi Havilio (Buenos Aires, 1974),
desplegó un veloz in crescendo con la seguidilla Opendoor (2006), Estocolmo
(2010) y Paraísos (2012). De la contención preciosista de la primera al exceso
desfondado de la última, Havilio exploró las posibilidades de la novela con una
autonomía y tenacidad elogiables, levantando un mundo no muy distinto al real
en extrañeza, volubilidad y encantamiento.
El agujero negro en el que se abismaba la planicie
urbano-grotesca de Paraísos es una posible clave para entender La serenidad, la
nueva nouvelle de Havilio, a primera vista un giro desconcertante en su
trabajo. Divertimento satírico y metanarrativo con aires de folletín
dieciochesco, La serenidad avanza con libre pulso experimental en las andanzas
de El Protagonista, quien con su nombre parece revelar el entramado que subyace
a toda historia. Suerte de compendio no ya de la obra de Havilio sino de la
humanidad y la literatura enteras en sus poco más de 140 páginas, La serenidad
incluye filosofía –el título del libro replica al de un texto de Heidegger–,
triángulo amoroso, autobiografía, referencias que van de la Biblia al Ulises,
juegos con el lenguaje, mucho humor y un radar pícaro de lo contemporáneo que
siempre caracterizó al autor porteño: la militancia, el country, el barrio, los
noticieros, el vaivén ciudad-campo siguen murmurando entre bastidores.
“La serenidad irrumpió como una tromba entre medio de otras
escrituras, digamos, más conscientes –cuenta Havilio–. Me resulta difícil
precisar un tiempo, fue lo más parecido a escribir dentro de un sueño.
Reconozco una serie de orígenes: una conversación trasnochada, entre la
filosofía y la frivolidad, que dejó su huella en el párrafo inicial; un texto más
o menos homónimo de Heidegger que estudié allá lejos y hace tiempo; el cuadro
de Bouguereau (la tapa del libro), una pintura clásica nacida a destiempo,
entre las vanguardias. Por último, atravesando estas memorias desmembradas, hay
una frase atrapada en el aire que le escuché decir a mi hijo menor que se
convirtió en epígrafe, faro, película aglutinante de todo este mundo: ‘Soy una
mala historia’”.
–¿Parte “La serenidad” del escepticismo o de la confianza en
toda historia?
–En la novela trama y voz son una misma cosa. Más que del
escepticismo, el libro es fruto de un convencimiento: sea cual fuera el
universo en cuestión todo termina rindiéndose o revelándose a la voz que lo
perfora. Y no hablo de la voz del escritor, nada más triste y lejos, sino de las
voces que germinan desde el interior de determinado mundo para horadarlo. Esa
esencia es la que me interesa. Ocurrió igual con las novelas anteriores, las
publicadas y las no. Pienso en La serenidad como un eslabón en carne viva de
una misma cadena.
–¿Es este tu libro más humorístico?
–Me dejé llevar y entretener por este Protagonista que se
distancia de sí mismo para retratarse, sin escalas, entre la humillación y la
gloria, como un stand upper desaforado y barroco inmolándose en un gran teatro
de operaciones que incluye la tragedia pero también el sketch, la realidad más
berreta, lo onírico. En esa falsedad donde gana el absurdo él destila sin
embargo algo de humanidad. Visto desde afuera seguramente podría decirse que se
trata de una parodia, de una gran farsa. Desde la mirada del
Protagonista/Narrador, es la crónica y la elegía de un tremendo nopodermiento.
–¿Lo contemporáneo guía tu obra?
–Escribimos, decimos, nos movemos, ensayando una doble
coreografía. Interpelados e interpelando aquello que llamamos real, lo que nos
rodea. Ahora bien, y aquí anida un equívoco grande, lo real no se reduce a lo
tangible, lo palpable y mensurable. También está hecho de lo que no es, del
pasado, del futuro, de la imaginación, de las potencialidades y, fundamentalmente,
de los misterios, cósmicos y minúsculos que, arrinconados, siguen gobernándolo
todo.
Viaje espiralado
–¿Marcó “Paraísos” un límite? ¿Qué te llevó a dar el giro de
“La serenidad”?
–Entiendo la escritura como un viaje espiralado al fondo de
algo, de un todo, con aproximaciones y alejamientos hacia un núcleo que, en el
mejor de los casos, conseguimos olfatear, tantear, vislumbrar de a ratos. Como
fogonazos. Paraísos fue sin dudas una buena curva, una curva peligrosa, en las
vueltas de ese caracol sin fin. En ese giro hubieron muchas lecturas, músicas,
películas y experiencias que fueron avivando el mundo de La serenidad.
–Además de las fotos, hay un diagrama misterioso en “La
serenidad”, ya había uno en “Paraísos”. ¿A qué se deben?
–Opendoor también estaba poblada de imágenes, diagramas,
bocetos. De hecho, durante toda su escritura alimenté una suerte de collage que
permaneció en la cocina narrativa (fotos, recortes, líneas de tiempo,
acuarelas, culos, manchas de café) donde seguramente estaban cifradas las bases
de La serenidad. Sólo que aquí sucede al revés: la historia y la trama quedaron
en casa y la trastienda tomó el escenario llevándose todo puesto. Creo que uno
de los puntos esenciales de la escritura es el trabajo del pretexto, del
paratexto. De eso se trata: escribir es, ante todo, explorar el imaginario que
nos convoca más allá de los símbolos, al margen de la anécdota y los
personajes. Ahí está el goce.
La Voz del Interior, 03/07/2014
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