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lunes, febrero 12, 2018

La estructura

Romina Paula asiste a la presentación de Peso estructural, de Gonzalo Castro, y lee este texto sobre estructuras y literatura:

"A Gonzalo Castro le gustan mucho las cosas. O ciertas cosas. O cosas que son de un modo particular. Es un preciosista de las cosas, un coleccionista también, de las que le gustan.

Gonzalo, es también y ¿sobre todas las cosas?, un autodidacta. Es, aparte de escritor, diseñador gráfico, músico, cineasta, tenista, ajedrecista, cocinero, carpintero y seguramente esté omitiendo algún otro oficio que desconozco o que él dejó atrás.

A Gonzalo Castro, confirmo ahora, le importan mucho las estructuras.

Las de las frases, doy fe: estuve ahí viéndolo llenar en promedio una hojita por hora. Escribe cada frase como un orfebre; se toma tiempo entre la escritura de una palabra y otra, tacha, duda, vuelve para atrás. Ese trabajo se aprecia en su prosa, tan erudita, precisa y cómica, todo a la vez.

El adjetivo del título Peso estructural reaparece como esqueleto de la narración, de las anécdotas que se despliegan, hacia delante y hacia atrás, en forma de sustantivo.

La estructura de un hotel que se quiebra hasta hundirse.

La estructura de hierro y poleas para una obra de danza de difícil realización.

La estructura de una casa sin paredes internas.

La estructura de un vestido.

La estructura de un piano.

La estructura de un beso.

La estructura de la danza, que es técnica en movimiento.

La estructura del movimiento.

La estructura de unos huesos, que componen un cuerpo.

El delicado equilibrio de esa estructura traccionada hacia abajo por su propio peso, atraído por la gravedad.

La estructura de una relación entre amigas.

La estructura de una relación incipiente, entre dos mujeres.

La estructura de una relación con un hermano.

Lejos.

Que es la estructura de una novela.

Que es la estructura de cada frase también.


Gonzalo se construye un mundo para sí, hablado de ese modo, con un supuesto vínculo con la realidad pero tan propio en el nivel del lenguaje que sus personajes quedan suspendidos en un espacio-tiempo que seguramente no sea el de lo público. Él nos arrastra a la temporalidad caótica de la intimidad, donde dormir puede ser crear obras de danza, y viajar, desplazarse, reposar dentro de un lecho de río yermo. Y si bien en esta novela hay más marcas de época y consumos culturales, eso no desactiva el efecto de extrañamiento, de ostranenie, de para sí.

Como si al escribir Gonzalo se volviera la pequeña Chloé, la niña visionaria de su primera novela, poblando el mundo de plantas, agua y colchones, hablando bien.

Gonzalo también está muy preocupado por la técnica, a todo nivel. Como si quisiera ver de qué están hechas las cosas, esas que le gustan tanto, sus partes: desarma el objeto para darse cuenta, al querer recomponerlo, que una vez inteligido, nada vuelve a ser nunca igual. Que el todo es sus partes para también es algo más, acaso eso inefable que anima todo peso estructural.

miércoles, diciembre 20, 2017

Un relato eleático

Virgina Cosin lee Peso estructural, de Gonzalo Castro, y escribe sus impresiones para la presentación de la novela:



Hace unos meses visité el Museo de Historia Natural que está frente al Central Park, en Nueva York. Cuando volví del viaje, releí la novela de Gonzalo Castro y lo primero que se me vino a la cabeza fueron las imágenes de los animales embalsamados que, como atrapados detrás de esas vitrinas iluminadas en forma teatral, parecen haberse detenido en pleno movimiento. Como si alguien hubiera presionado el botón de “pausa”. Pero antes de eso, aún estando en el museo, me acordé de una de mis escenas favoritas de El cazador oculto –o El guardián en el centeno– que transcurre ahí:

“Aquel museo –recuerda Holden Caulfield– estaba lleno de jaulas de vidrio, había todavía más en el piso de arriba, con ciervos que bebían en las aguadas y aves que volaban hacia el sur para pasar el invierno. Las aves más próximas estaban todas embalsamadas y colgaban de alambres, y las más lejanas, sólo pintadas en la pared; pero parecía que todas estuvieran volando hacia el sur y si uno volvía la cabeza y las miraba medio dado vuelta, parecía que todavía estaban más apuradas para volar. Sin embargo, lo mejor que tenía el museo era que todas las cosas estaban siempre en el mismo sitio. Nada se movía. Uno podía entrar allí cien mil veces y el esquimal acabaría de pescar sus dos pescados, las aves seguirían volando hacia el sur y los ciervos continuarían bebiendo en la aguada, con sus hermosas cornamentas y sus gráciles patas delgadas y la india de los pechos desnudos estaría tejiendo la misma manta. Nada sería diferente. Lo único diferente sería uno.”

Juan, encallado en un río seco, en una embarcación precaria, en compañía de dos señoras bahianas, el capitán y un grumete, podría ser una de esas figuras embalsamadas para las que el tiempo deja de transcurrir en el mundo. Ingre, en cambio, se sustenta en el movimiento, pero el pasaje de una posición a otra a otra, como en una coreografía tántrica, va a producirse de modo casi imperceptible hasta llegar al último capítulo, en que el movimiento encuentra un nuevo estado de reposo.

Toda trama literaria está hecha de tiempo y de espacio. Es el lienzo que tensa el escritor y en cuya superficie traza sus líneas argumentales, delinea a sus personajes y despliega, o superpone, las dimensiones de su mundo narrativo. Una manera de leer esta novela sería decir que los protagonistas de Peso estructural son Ingre y Juan, hermanos, huérfanos de padre y madre, que no mantienen en casi todo el libro contacto alguno, salvo en sus rememoraciones. Pero, a la vez, podemos decir que tiempo y espacio son los protagonistas, y que Ingre y Juan son el soporte, o la estructura, que sostiene ese peso.

La precisión verbal de Peso estructural es al lenguaje lo que la precisión del cronómetro es a la medida del tiempo. Diría el narrador que es un “relato eleático”: siempre se puede, entre un intervalo y otro, introducir otro intervalo. A cada objeto, sensación, acción, le cabe su definición exacta, las palabras se ciñen, como la malla de baile en el cuerpo de la bailarina, a eso que quieren decir. La prosa de Gonzalo Castro es excéntrica, si por excéntrica se entiende no rara, ni heterodoxa, sino circundante; bordea los agujeros de lo real. Por más que los signos se aprieten unos con otros más se abre el texto, más asociaciones nos ofrece.

Es, podríamos decirlo así, un texto epidérmico: la interioridad de sus personajes nos es tan inaccesible como nuestro inconsciente; apenas podemos hacer interpretaciones, lecturas. Lo más profundo que hay en el hombre es la piel, como decía Valery.

El narrador mira a sus personajes como una cámara de seguridad, o como la cámara que Ingre instala en su habitación para registrar los movimientos que hace durante el sueño con el objetivo de diseñar una coreografía, o las cámaras de la película que su amiga Leticia le cuenta que vio. No nos devela nada acerca de sus emociones, sus intenciones, o sus anhelos. No los asegura, ni los resguarda, tampoco los controla; los observa, los registra.

El del cuerpo parece ser el único lenguaje descifrable en el mundo de estos dos hermanos. Delia, una de las señoras bahianas que lo acompañan en ese estancamiento que no es deriva ni naufragio, le dice a Juan: “Hay personas que leen los sueños, otras que leen las cartas, la borra del café, otras que leen las líneas de la mano o los colores del ojo. Nosotras leemos el cuerpo en general, la disposición de todo el cuerpo de la persona: su cabeza, el tronco, los brazos. El caminar, el dormir, cómo habla. Leemos todo lo que hace como ser vivo y de ahí sabemos cómo es la persona y lo que le sucede espiritualmente y lo que puede hacer para perfeccionar su vida”. Pero si en algo Juan no cree, o parece no creer, es en algo así como el espíritu. Y aun menos que menos en la posibilidad de perfeccionar su propia vida.

A Juan el estancamiento le abre las puertas de la percepción: sueña como despierto, en la oscuridad alcanza a ver formas que se mueven y escucha sonidos con una nitidez que en el vértigo de la ciudad jamás vería o escucharía. Pero además recuerda, retrocede. La única salida está en lo que fue: la infancia, los diálogos infantiles con la hermana, la ex pareja. Recordar no es, para Juan, recuperar el tiempo, sino perderlo, pero no puede dejar de deslizarse por esa rampa (o por esa trampa).

Como en el dibujito del yin y el yang, donde la oscuridad se reserva un nódulo de luz y en la luz se aloja un nódulo de oscuridad, Ingre-Juan, movimiento-parálisis, sueño-vigilia; hombre-mujer; noche y día, nuevo y antiguo, son dicotomías que, al rozarse, abren un hiato por el que ingresa su opuesto.

Escribe Gonzalo Castro: “Manteniéndose en una somnolencia de estocadas, donde dormir es el reverso de un pensamiento que de todas maneras ya no es consciente, Juan acumula tensión en su hombro izquierdo, articulado de tal manera, que su puño se repliega debajo de su oreja, mientras el bíceps recibe el peso de la cabeza en el punto de contacto con el pómulo”.

Entre el sueño y la vigilia hay narcolepsia, sonambulismo, duermevela, parasomnia... y en esas coyunturas del cuerpo, gracias a las que un miembro puede plegarse y superponerse a otro, el lenguaje articula sus múltiples posibilidades.

Ingre deambula por la ciudad en taxi o caminando o manejando, sin documentos, el Chevy del hermano, en un tiempo actual pero también extemporáneo, porque la novela transcurre en 2005. Aunque Ingre, igual, vive como en otra época; compra y vende objetos antiguos, o tan sólo viejos, y se hace nuevos amigos que –más que porteños y contemporáneos– parecen traídos en la máquina del tiempo desde la Mesa redonda de Algonquín –ese grupo cuya animadora principal era Dorothy Parker y que reunía críticos y periodistas y escritores y actores y actrices, uno más ácido e ingenioso que otro, allá por los veintes–.

Antes de sentarme a escribir esto, googlée los comentarios que otros habían hecho sobre Peso estructural. Beatriz Sarlo, por ejemplo, encontró en los hermanos separados de El hombre sin atributos, de Musil, resonancias de la relación entre Ingre y Juan. Leonardo Sabatella encuentra en Las palmeras salvajes, de Faulkner, el modelo de la estructura narrativa que emplea Gonzalo. Yo, siguiendo en la línea salingeriana, pensé en Franny y Zooey, donde los capítulos no están intercalados, sino que la historia de la hermana y del hermano, que tampoco se encuentran y sólo hablan por teléfono una vez –e incluso esa vez el hermano se hace pasar por otro– se cuenta en dos partes. Ya en Chloé, la nena de Hidrografía doméstica (la primera novela de Gonzalo), creí escuchar el eco de los niños sabios de Salinger. ¿Leyó Gonzalo a Musil, a Faulkner, a Salinger? Y si los leyó, ¿alguno de estos autores acudieron a él cuando escribía, los tuvo presentes, se infiltraron sus voces en la voz del narrador de Peso estructural? Esa clase de filiaciones no le importan en lo más mínimo al autor, sólo al lector que sobre la superficie pulida y brillante del texto puede proyectar todas esas lecturas, porque entre el murmullo de todo lo que se pronuncia y la obra, está eso que sostiene el peso de esta novela y es la literatura.

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lunes, diciembre 26, 2016

Sobre la arena húmeda de la noche, por Cynthia Edul

Acá el texto que Cynthia Edul leyó en la presentación de Acá todavía, de Romina Paula


Imagino un diálogo habitual:

Alguien me pregunta:

¿De qué se trata la novela?

Respondo:

La novela narra la agonía de un padre. Mario, el padre de Andrea, la narradora, agoniza en el Hospital Alemán, padece una enfermedad en la sangre. Andrea lo acompaña en los largos días de tratamiento, en la habitación de terapia intensiva. Ella no tiene, como sus hermanos, Juanchi y Coco, grandes obligaciones. Trabaja free-lance como técnica en cine, está sola (terminó una relación con Lourdes, su novia) y decide acompañar, en todo momento, a su padre. En el hospital va a conocer a Rosa, una enfermera por la que va a sentir una fuerte atracción y a Iván, el ex de Rosa, y que por contagio, también va a sentir una fuerte atracción.

¿De qué se trata la novela?

Bueno, ese es el punto de partida.

¿Cómo empieza la novela?

La novela empieza en penumbras.

Las penumbras.

Dice la narradora: “Acá, ahora que los pasillos están en penumbras”. Son las penumbras de un hospital en el que de a poco, Mario empieza a transitar una agonía, agonía que Andrea o Trapo como la llaman su padre y sus hermanos, o el cebú (como ella se dice a sí misma), que hace guardia junto al cuerpo deprimido del que fue un padre fornido, robusto, enérgico y que ahora, de a poco, se está yendo.  Pero, ¿qué son las penumbras? ¿cómo se “está” en penumbras? No se ve bien, se camina “a tientas”, se va descubriendo con el tacto, con el olfato, con un esfuerzo de la mirada, eso que nos rodea. Porque las penumbras son el territorio de Acá todavía. Y el territorio tiene sus rutas, el territorio puede ser un objeto de deseo, puede ser el cuerpo, también puede ser una pesadilla. Pero el territorio siempre pide una exploración. Y de eso se trata Acá todavía, de una exploración dedicada, precisa, enfática, sobre todos los sentidos de eso que llamamos “mundo”:  La sexualidad, la familia, la pareja, la amistad, el ser y el hacer. Pero ese mundo se pone en crisis cuando el padre anticipa su muerte. La potencialidad y el hecho de la muerte del padre tensionan los sentidos de todo lo que se conoce. Se tiró de la soga. Descienden las penumbras y empieza la exploración. Bienvenidos. Estamos en este territorio, Acá. Todavía.  

Los territorios suelen tener fronteras que indican acá, allá. También una historia. Un “entonces”, un “ahora”. ¿Qué es “todavía”? El pasado que perdura en el presente, que liga el entonces con el acá, el ahora. Eso que viene de atrás y todavía persiste, como un dolor, como un recuerdo o una emoción. O se lo quiere hacer persistir. Eso es lo que transita la escritura de Romina Paula. Camina sobre ese tramo emocional que liga el pasado de una vida común con el momento en el que esa vida se va. Y esa vida no es más que la de un padre al que se acompaña a morir. En tanto Mario “todavía” agoniza, Andrea, evoca escenas del pasado que dejaron huella en lo que ella de alguna manera puede reconocer como lo que “es”, también escenas que hicieron a ese mundo en común que es la familia y que con la ausencia de Mario, se empieza a disolver. Y ¿acá? Acá, puede ser el adentro del hospital, ese no lugar de paredes blancas y pisos blancos, que pueden tener un estilo, tal vez señorial como el del Hospital Alemán, en el que sucede gran parte de la novela, lugar de tránsito, en el que el cuerpo se enferma o se calma o se disciplina o se depone. Pero el acá, ese no lugar, ese sopor de la habitación de terapia intensiva, es también el territorio en el que se evocan otros lugares, otros territorios, como las vacaciones en Punta del Este en la década de los noventa, que Andrea llama “colorinche, mal cortada, cínica y bronceada” y que por impuesta, ajena y extemporánea, solo provocaba angustia; o la escuela y los primeros objetos de deseo, como Wolf, o Juanchi, o San Isidro, el territorio de la familia, o los paseos nocturnos en la Costanera. Los territorios de la propia experiencia, que acá, todavía, se evocan para hacerles algunas preguntas. Preguntas a esos lugares y a esos protagonistas que la componen. ¿Qué? ¿cómo? ¿por qué? Desde ese no lugar, habitado por las preguntas, se evoca. Dice Andrea: “Desde esta ronda, evoco la mañana en la que comienza, esto que componemos”.

El padre va a morir. Quedamos ahora en un mundo que se presenta como ajeno, porque lo propio, lo que uno puede identificar como lo propio, se fue. Andrea acompaña a su padre a morir y la primera parte del libro despide una vida, al mismo tiempo que reconstruye la vida en común, para que la letra, conserve, acá, todavía, eso que fueron y eso que la hizo ser.

Sobre la arena húmeda de la noche

La novela tiene dos momentos y dos lugares establecidos como territorios de la ficción. La agonía de Mario en el Hospital Alemán y Uruguay, el territorio en el que en el pasado, Mario “se estiraba en la arena, se desperezaba bajo el mediodía, exponiendo el torso y toda su piel al sol y su inclemencia, su brillo, y exhalaba ese ‘qué vida perra’, mientras sumergía los pies en la arena caliente”, y a donde los hijos deciden tirar las cenizas del padre. Y que se inicia, sobre la arena húmeda de la noche. Pero Uruguay es otra ruta. La ruta del deseo, que se va desplegando por impulsos y que Andrea transita sin mapa, solo guiada por la brújula de la intuición. Ahí va a buscar a Iván, el chico que conoció en el hospital durante los largos días de la agonía de Mario y que se le impone como pregunta. Así como es el deseo. Se impone y solo se lo puede caminar.

Porque eso es lo que busca descubrir esta exploradora Andrea/Romina. En algún momento de su camino pensó “que era necesario definirme, saber qué exactamente, pensaba en el concepto de identidad”. Y elige un lugar: el margen. “Ahora prefiero mantenerme entre el margen y atenta a las personas, gente que me gusta, que me llama la atención, a veces son hombres, otras es una mujer, quiero que ya no sea un tema de conversación, no quiero quedar fijada, no quiero ni necesito saber…”
Pero la búsqueda va mucho más allá del sentido de todas las categorías. Intenta comprender qué es eso rancio que acecha de fondo, esa mancha en el corazón que no es melancolía, tampoco ser propenso a la depresión. La mancha en el corazón es una puerta de acceso a la búsqueda de lo posible, para poder asomarse al verdadero estar bien. Que de qué se trata el verdadero estar bien. Dice la narradora: De la “auténtica adecuación, la de cada uno para sí, estar adecuado, ser adecuado para uno, uno mismo… ser adecuado para sí y poder encontrarse con otra gente que también está buscando su propio entorno, su propia adecuación, su para sí. Ese camino había emprendido y vaya que me costó y que me cuesta aún”. Esa es la puerta que abre la muerte del padre. Ese es el camino que se inicia. Hacia adelante y hacia atrás, con pocas herramientas en la mochila, las mínimas para sobrevivir día a día, mientras se intenta dilucidar algo de qué somos.

Sobre la arena húmeda de la noche. La novela es también una novela sobre la visión. Sobre la visión más profunda, la de las cosas del mundo que nos rodea, la de lo más interno de uno mismo. Intentar ver ahí donde no se puede ver, porque es de noche o porque se está en penumbras o porque se esconde, como la enfermedad que corroe el cuerpo del padre, como el deseo que se impone sin ley, sin orden, como la de esa mancha en el corazón, angustia, inquietud, inadecuación de uno con el mundo y Dios contra todos. Intentar ver, discernir, ver como si se viera por primera vez. Poner en palabras la muerte del padre, el acto de nombrarlo, decir papá murió, para poder decir entonces que estamos en un nuevo territorio y que empezamos de nuevo. En un artículo que recientemente escribió a propósito de Cimarrón, la nueva obra de Romina que tuve el honor y también el orgullo de acompañar a estrenar, Fabián Casas recuerda una escena de Mad Max en la que los protagonistas entienden que la única salida posible es volver hacia atrás. Y a propósito del mundo y los problemas que Romina despliega en Cimarrón, Casas dice algo que me parece también tan adecuado para Acá todavía. Dice: “es volver a enfrentar los problemas, las dudas, alejarse del confort y atravesar el camino del dolor para resurgir en un territorio extraño”. Eso es lo que hace Romina Paula en Acá todavía. Alejarse del confort, atravesar el camino del dolor, resurgir en un territorio extraño.

La literatura es un territorio de penumbras. Eso lo entendió muy bien Romina. Penumbras que se explorar con una sola linterna: la pregunta. Territorio de preguntas y no de afirmaciones. En ese explorar, se obtiene, desde ya, un conocimiento. Pero lo que nos dice Romina Paula en Acá todavía, es que ese no es el conocimiento de la razón, ese saber positivista que define las cosas, pone etiquetas o establece categorías. Es otro tipo de conocimiento. El conocimiento que Andrea/Romina obtienen explorando los territorios de Acá, todavía, es otro. Es un deseo en verdad. “Anhelo el momento en el que el caos y la no linealidad cuántica lo tomen todo y modifiquen el modo de ver y nos abstengan de la voluntad del mandato de entender” para resurgir en un territorio extraño, para poder recibir al otro tal como es, en lo que tiene para ofrecer, para entender que la perfección no es posible más que en el instante. Porque allí donde solo se ve la noche o la penumbra, Romina encuentra una verdad. Para compartirla, con nosotros, acá, todavía. Caminante no hay camino, se hace camino al andar.

Por Cynthia Edul.



viernes, diciembre 16, 2016

Presentación: Acá todavía, de Romina Paula

Acá, el texto que leyó Virginia Cosin, autora de Partida de nacimiento, en la presentación de la novela de Romina Paula, el jueves 24 de noviembre de 2016.



En Vivir su vida, de Godard,  Anna Karina entra en un bar, prende un cigarrillo y mira al hombre sentado justo detrás de ella. Está aburrida se ve, entonces se da vuelta y le pregunta al hombre  qué hace. Él dice que lee. Ella le pregunta por qué. Porque es mi trabajo, le dice él. Entonces ella le pide acompañarlo y él accede. Pero cuando  están frente a frente, le dice que no sabe qué decir. Que le pasa seguido: “sé lo que quiero decir, lo medito antes de decirlo, pero cuando llega el momento de hablar, puf, ya no soy capaz de decirlo.”  Después de eso empiezan con una serie de disquisiciones en torno a la relación entre pensar y hablar y se preguntan cuál es la necesidad de hablar. Ella dice: las palabras deberían expresar exactamente lo que quieren decir. ¿Es que nos traicionan? Y él: es que nosotros las traicionamos a ellas. Se debe poder decir lo que hay que decir. Hay que pensar, y para pensar hay que hablar. No se puede de otra manera. ¿Entonces hablar y pensar es lo mismo? Claro. Uno no puede distinguir el pensamiento de las palabras que lo expresan. Uno busca, y no encuentra la palabra justa.
La escritura de Romina constituye, creo yo, un acontecimiento singular, porque consigue atrapar el pensamiento en el instante mismo en que se está convirtiendo en un decir, el texto  despliega un modo de  hacerse, de estar haciéndose, como un  work in progress,  o un backstage, en el que el   tejido se teje sin  molde, es una deriva que lleva a vaya uno a saber dónde, pero no es sin dirección, sino más bien una búsqueda a través de la cual se condensa el lenguaje- Romina ensaya modos de decir y hay un especie de incomodidad, de insatisfacción con esa responsabilidad que conlleva el nombrar, tener que quedarse con una palabra que nunca es la precisa.
Escribir sin escritura, diría Blanchot o Grado cero de la escritura, diría Barthes. Sin fórmula comprobada, sin modelo, regresando a una lengua originaria, solitaria, que habla de  modo instintivo aunque, claro, se trate de una construcción, una ficción.
Podría decirse que esta novela trata de muchas cosas. Pero sobre todo  es una novela sobre las palabras, sobre el encarcelamiento que lo dicho ejerce sobre el decir, sobre el lenguaje como lugar de excepción.
¿Cómo nombrar, por ejemplo al amor? ¿Y cuántos tipos diferentes de amor hay? ¿Qué es el amor de pareja? ¿Un especie de dependencia, de necesidad del otro, de des-personalización? ¿Y el filial? ¿Qué diferencia al amor que se siente por un hermano o un amigo del  que se siente por un amante? ¿El  deseo erótico constituye  la diferencia? ¿Y a un padre? ¿Y a una madre? ¿No se los desea?  ¿Odiando se puede amar, también? ¿Y al hijo? ¿Al que todavía no se tuvo? ¿Puede haber un pre amor? ¿Se lo ama por instinto? ¿Por obligación?  ¿Y tiene el mismo nombre, “amor”,  eso que se siente siendo niña, antes de experimentar la sexualidad adulta, que después?
La metafísica ha dado respuesta a algunas de estas preguntas, los griegos adjudicaron nombres para los distintos modos del amor  y los diccionarios proveen definiciones y clasificaciones, códigos comunes y estables, que tanto Romina como su narradora  demuelen con más preguntas, como si fueran martillazos.
“Pienso en la palabra bicoca y sonrío, que palabra más extraña. Pienso también que una palabra así particular bien empleada en el momento adecuado te puede salvar el día o por lo menos una situación. Pensar, por ejemplo “ahora a la distancia el divorcio fue una bicoca” ¿o no se puede usar así? Eso, por ejemplo, es una de las cosas que más me costó de la separación con Lourdes, sino la que más: perder todo ese universo de palabras en el que nos encontrábamos, todo ese mundo semántico arrancado de mi cabeza, en cuestión de días como una lobotomía del verbo, pero no, sin extirpación, o una extirpación en negativo: lo que se sustraía era el interlocutor, más que el lenguaje, y si no hay nadie ahí para recibirlo ¿qué se hace con ese capital? Durante meses seguí viendo todo a través del prisma de esa gramática compartida, a veces las frases, los comentarios solo se formaban en mi cabeza y otras llegaba a pronunciar bajito,  para mí, como para que por lo menos fuera dicho, expulsado.”
¿Y cómo hablar con un ser querido, fundamental, al que se está viendo morir?  Los límites de su lenguaje, los de Andrea, son los límites de su mundo y en la primera parte del libro, Todavía, su mundo es el hospital:
“Así que ahora con Mario se habla de cosas de enfermos, no sólo, claro, pero el lenguaje también se vio intoxicado, contaminado: la remisión, la quimio, los buches, las plaquetas, la presión, la fiebre, la asepsia, la dieta, la orina, la digestión, los leucocitos, los hematocritos, la médula, el trasplante, la donación.  Y la sangre, la sangre, la sangre como protagonista absoluta, la sangre por ejemplo a la vista, como adorno, colgando del árbol de navidad que arrastra el padre detrás de sí como un grillete: un sombrerero con ruedas, microondas y bolsones de sangre y líquidos flúo que no pueden ver la luz. Eso pende ahora todos los días de la muñeca de mi padre y lo acompaña como un miembro más de su cuerpo, uno o varios miembros más. Algunos de los líquidos flúo, los más fotosensibles, los recubren como una bolsa de papel madera, como una mascarita, como de avergonzada. Las enfermeras entran y salen y actúan y toquetean el arbolito a sus anchas como si no fuera un apéndice del hombre. A él le dicen “Buen día”, como si fuera normal, como si estuviera en un banco esperando para depositar un cheque, así le dicen “cómo le va” y después o al mismo tiempo manipulan los aparatejos y las bolsas, definen, controlan las dosis de todo eso, lo flúo y lo que no, eso que va a parar a las venas y con ellas a los órganos del hombre que responde a ese saludo ese “hola que tal” como si todo ese aparato del horror unido a su interior por conductos, pudiera, todavía, no tener que ver con él.”
El cuerpo. Hay una presencia irreductible del cuerpo: ese cuerpo que se vuelve metáfora,  pan, vino, fantasma. Un cuerpo que desaparecerá bajo el imperio de la muerte pero también el de los sentidos: mientras duerme en el sillón del acompañante del hospital, cuidando al  padre agonizante, Andrea tiene un sueño húmedo, olfativo, táctil, orgásmico; hace presente el cuerpo ausente de la enfermera que le gusta, o que no sabe si le gusta, pero de la que goza.
Andrea no sabe, abjura del saber y de las definiciones. Narra desde el presente fragmentos de pasado, como si navegara un barco que,  en medio de una tormenta, está a punto de zozobrar y hubiera que rescatar bienes preciados, pertenencias  que, de otro modo, serían irrecuperables.
No porque quiera saber qué es, o quién es, sino porque está siendo, estando, haciéndose y rehaciéndose, en camino hacia, cambiando, moviéndose, esquivando la pelota que, si la toca, la convierte en “quemado” o estatua.
Ese presente dislocado  tiene nombre: todavía. Cuando se acabe, cuando ya no sea, cuando ese tiempo deje de transcurrir, se abrirá un espacio, uno nuevo, el del Acá.
Un poco como en la novela Orlando, de Virginia Woolf, Andrea despierta un día convertida en otra,  experimentando otros apetitos, teniendo deseos nuevos que la arrojan hacia una nueva deriva, un especie de vagabundeo, de errancia incierta, pero sin angustia. Andrea, cuyo nombre tiene la misma raíz de Andrógino y deriva de Andros, que significa Hombre, abandona el sueño con Rosa y se entrega al desconocido Iván.  
Y  emprende un viaje, pero las peripecias no la llevan de vuelta al hogar, sino que la arrojan hacia una tierra nueva, lo que estaba atrás queda atrás. Sabe que  si intentara regresar, como Scarlet O Hara , sólo encontraría en su viejo terreno un páramo seco, uno muy diferente del que fue en su tiempo de prosperidad. Habrá que construir, entonces, uno nuevo, un nuevo hogar, fundar el propio.
En el último episodio de la primera parte, Todavía, Andrea vuelve a su departamento después de haber estado días afuera –entre el hospital y la casa del chico- y encuentra una invasión de gusanos (ahora que me acuerdo, antes de emprender el viaje a la Patagonia, la narradora de Agosto luchaba contra una alimaña, un ratón que le daba entre asco, impresión y pena.) La plaga como castigo, como símbolo de la muerte pero, también, como motor para tomar impulso e iniciar un éxodo.
Al comenzar  Acá, la segunda parte del libro, la narradora pareciera estar, permanecer,  a su pesar, o con pesar,  con esa sensación de ridículo, de “esto es imposible” y aunque el aturdimiento dificulte una vez más hallar correlato entre las palabras y lo que significan y haya que volver a nombrar, restituir los sentidos, en la escena siguiente, Romina, ya no la narradora, sino la autora, nos da una cachetada y nos hace reír.
De todas las palabras decibles hay una cuyo significado se nos escapa más que el de ninguna. ¿Cómo nombrar la muerte? Podemos ser testigos de un último segundo de vida. Pero sobre la muerte nada sabemos y nada sabremos jamás. Aunque creemos que sabemos que también nos va a tocar, nunca viviremos esa experiencia. Es in experimentable.  Sin embargo hay otra, casi tan extraña, medio extra terrestre e inverosímil que es la de engendrar vida.
Otro poco como Hamlet, Andrea, la narradora de esta novela, demora la decisión de hablar, de decir aquello que fue a decir, el motivo por el cual emprendió el viaje. Pero a diferencia de la tragedia Shakespereana, o de cualquier tragedia, no es a la venganza hacia donde se dirige, porque no hay nada que vengar, nadie tiene la culpa de su orfandad. En cambio,  hay una vida por delante, una vida con forma de pregunta que no cierra,  se reproduce y excede los límites del final de esta novela.


Virginia Cosin.

miércoles, junio 01, 2016

Presentación de Los incapaces, de Alberto Montero

Reproducimos el texto que leyó Damián Ríos en la presentación de la novela Los incapaces, de Alberto Montero, el 31 de mayo de 2016 en Librería Norte.
  


Los incapaces empieza narrando, a la vez, la historia de una mudanza de una gran ciudad al suburbio y los problemas para construir una casa, los problemas a los que el narrador de la novela se ve enfrentado a la hora de construir una casa, una vivienda, y lo que implica mudarse al suburbio o, más exactamente, volver a la ciudad natal, a su familia de origen, después de mucho tiempo. Esos problemas, ya de por sí densos para el narrador, a medida que avanza la novela, se van mixturando con otros, indeciblemente más densos, a través de asociaciones lógicas, llevadas a cabo a través del autoanálisis. El carácter de indecible bordea todo el tiempo el texto; y los tipos de asociaciones y de decisiones en el campo de la lógica, la sintaxis y la gramática colocan la textura en el terreno de la novela contemporánea.

El terreno, vamos a decir, de la novela contemporánea es grande, inabarcable aunque finito, e imposible de agotar. El narrador de Los incapaces decide acudir o entregarse a lo que él llama las maneras bernhardianas de hacerse de la palabra escrita, es decir que usa maneras de un maestro de la literatura para hacerse de la suya propia. Es todo un desafío formal que vale la pena analizar aunque más no sea rápidamente. Pensemos en la literatura no como una historia, un museo, sino como un basurero en el que podemos encontrar modos, formas, maneras de narrar. También: convenciones. La mayoría de los escritores, de los novelistas, acude a las convenciones y, en algunos casos, a ciertos procedimientos, que bien usados dan como fruto novelas más o menos buenas. Es más, hay una cierta manera de hacer novelas o una forma novela que más o menos espera y es bien recibida por lectores del todo el mundo. Pasa lo mismo con el relato breve y con la poesía. Lectores cultos de todo el mundo están esperando productos más o menos parecidos. Hacer las cosas más difíciles que la media no es algo que esperen ni deseen mucho lectores ni periodistas ni editores. Por ejemplo: hacer que una oración dure toda la novela. Maneras, estilos, pero sobre todo maneras son modos o formas de mirar el mundo o de construirlo, de inventarlo para el arte. Los incapaces tiene una sola oración con la que, en lo personal, luché durante 379 páginas, porque, lo dije, en cada página al menos una y a veces dos y hasta tres veces pensaba que la oración debía terminar, tener un punto. Esa sensación era paradójica porque al mismo tiempo lo que la extraordinaria prosa de Los incapaces me daba era el simulacro de un latido que la recorría, algo orgánico, vital, que por supuesto es muy armonioso con el tono y el tema de la novela. En su artículo sobre la puntuación, María Moliner le dedica un largo espacio al uso de la coma, también al punto y coma, comillas, etc. Poco dice del punto. Apenas dice: “Se pone punto al final de una cláusula, siguiendo después en la misma línea (punto y seguido), o al final de un párrafo, continuándola en la línea siguiente (punto y aparte). La apreciación de ambos casos es arbitraria, pues depende de la mayor o menor relación que el que escribe establezca entre las partes separadas por el punto”. Necesitaba, entonces, un signo que me indicara que había partes relacionadas y en Los incapaces no hay partes, hay un todo, único, total. Vale decir que lo que yo necesitaba era una pausa, una suspensión, una excusa para abandonar la lectura y retomarla tranquilo. Pero desde las primeras palabras yo sabía, aunque luchaba contra ese saber, que la novela no me iba a conceder esa pausa, esa excusa, ni esa tranquilidad.

“Otros, ellos, antes, podían” escribió Saer al principio de “La mayor”. Lo que el narrador de Los incapaces hace es retomar ese desafío y contar ese tiempo presente en que no hay otros, ni ellos, ni, en un sentido, antes; está solo, aislado y tiene solo presente, el presente en que Los incapaces se va a haciendo, como un lentísimo truco de magia. Lo que hace el narrador de Los incapaces es tirarse, de una vez y para siempre, al abismo de la confesión, al abismo del yo, al abismo del sentido, al abismo de la forma novela; esta forma es el motivo principal de su acometida. No sabe lo que va a decir, lo averigua al tiempo que va demorando el uso del punto, lo demora hasta lo insoportable. La familia de origen, las apetencias literarias, la vida del suburbio son otros de los motivos de Los incapaces. Pero aprendimos con Girri que el poema es el motivo del poema. Y parafraseando, lo mismo podríamos pensar de la novela como forma. Y una forma siempre es completa, es decir que las novelas inconclusas a que alude una y otra vez del narrador de Los incapaces no tienen, en el sentido estricto, forma. Y lo que necesitaba el autor de Los incapaces antes de Los incapaces era una forma. Y para parafrasear a otro grande, o para decirlo con mis maneras valerianas de pensar una obra de arte, citando también a Degas citado por Valéry, podríamos decir que la novela no es la forma, es la manera de ver la forma. Es decir que las maneras que encuentra, o a las que recurre, el narrador para representar los objetos y las acciones y los pensamientos son una suerte de alteración, de error personal, de otro en este caso, que le permite dar a su texto, a su narración, algo que tiene que ver con el arte. Prestadas, robadas pero sobre todo finalmente muy bien usadas, es a esas maneras que el narrador y todos nosotros le debemos Los incapaces.

Hay una escena a la que varias veces y con distintos enfoques vuelve la novela. Es la que tiene que ver con el abandono de una novela anterior en su ordenador, computadora diríamos nosotros, y la apertura y titulación de un nuevo archivo, Los incapaces. Esa decisión, automática, sin pensar, le abre una perspectiva nueva, definitiva, final, sobre su vida, sus relaciones y su arte. Es decir, encuentra un orden, un Orden con mayúsculas. A partir de ahí despliega una novela de una potencia y calidad escrituraria como he leído muy pocas en mi experiencia como lector. Cumple con todos los desafíos formales y estilísticos que se propone y nos deja una obra que estaremos encantados de leer y releer las veces que sean necesarias y cuando no sean también, porque el arte tiene que ver con el derroche, con la gratuidad, con perder hermosamente el tiempo. Por mi parte, estoy agradecido y finalizo este texto de presentación, que debe entenderse como un saludo al autor, en esta pequeña ceremonia, con un punto: muchas gracias.
 

lunes, agosto 04, 2014

Presentación de La Serenidad de Iosi Havilio en CC Matienzo

Aquí el texto que Damián Ríos leyó en la presentación de La Serenidad, el 30/07/2014:

En La serenidad el Protagonista (el nombre del protagonista es El Protagonista); el Protagonista rompe con Bárbara y se apresta a vivir una aventura en viaje. El Protagonista, Bárbara (que es La Reina de la Noche), El Gran Otro, El Filósofo de Toda una Generación, La Hermana Unificada funcionan más como alegorías que como personajes, es decir, como ideas encarnadas que atraviesan y sostienen el relato.
Iosi Havilio publicó Opendoor, su primera novela (o la primera que pudimos leer) en 2006, por Entropía, una editorial local que se especializa desde 2004 precisamente en primeras novelas de autores argentinos de los que, sin mayores precisiones y por falta de un término mejor, en la industria llamamos “jóvenes”: “jóvenes escritores”. Por eso todos estamos atentos al catálogo de Entropía, que cumple esta función de decirnos qué y cómo se está escribiendo ahora, aquí. El catálogo de Entropía descubre y sigue escritores; es decir, es un mapa inestable que mete mano en el incesante ir y venir de inéditos y los convierte en libros, en literatura, y los somete al público lector. Opendoor era, es, una muy buena novela, y nos pasó lo que nos pasa en estos casos a los que por cuestiones personales y profesionales tomamos nota de las novedades: ¿cómo sería una segunda novela de Havilio?, ¿escribiría otra cosa, estaría escribiendo? Siempre vienen estas preguntas. Tenemos no diría miedo, pero sí morbo cuando leemos una “primera novela” de un “joven escritor”: imaginamos las cavilaciones y problemas del que, ahora que publicó, tiene que escribir más, publicar más. Esperamos un poco y en 2010 Mondadori avisó que Havilio seguía haciendo novelas, y publicó Estocolmo. Internacionalización de la edición e internacionalización del asunto de la novela bajo el hilo argumental del exilio. Bien, teníamos segunda novela. ¿Y ahora? En 2012 apareció la luminosa Paraísos, también por Mondadori. En esta tercera novela teníamos además una segunda parte o saga de Opendoor, hermosa, y Havilio nos decía que no sólo seguía escribiendo, progresando, publicando, lineal. Con esta pequeña Comedia humana de personajes recursivos Havilio mostraba que estaba pensando en la novela, en los problemas de la novela, en las posibilidades de la novela. 
La serenidad, su cuarta publicación, está dividida en capítulos cuyos títulos son argumentos, como en las novelas clásicas, como en el Quijote.  
Sumados a los nombres alegóricos de los personajes, estos títulos parecen decirlo todo sobre lo que se está leyendo y se va a leer: pura claridad clásica. Entonces, los capítulos se abren en apartados que retoman, deformada, la lógica alegórica. En estricta mayúscula de nombre propio leemos: “Fin de Fiesta”, “El Sur”, “Sucesos argentinos”, “Basta de Imaginar!”, “Historia y Geografía”. Estos subtítulos poco descriptivos puntúan la aventura que El Protagonista se apresta a vivir como misterios. Si los títulos suelen empezar con “De como...”, los subtítulos interrumpen para preguntar: ‘sí, bueno, pero cómo’. Las peripecias del viaje de El Protagonista a veces lo ponen en ridículo, y el ridículo es un importante motor de la anécdota, que Havilio nunca olvida en ninguna de sus novelas. Pero no es menos cierto que aquí la anécdota no es lo único que importa, o mejor, ‘cómo, cómo es posible la aventura, la peripecia, la anécdota, la novela’ es en sí mismo un misterio en La serenidad. 
Prefiero pensar que esta es una novela sobre el arte de novelar, entre otras cosas, pero me interesa sobre todo ese aspecto. Está la mesita de novelar y sobrevienen las ganas de novelar, le gustaba decir a Fogwill: novelar, hacer combinatorias de palabras y situaciones y poner a andar los personajes, crearles un clima.
Y me parece que no invento esta lectura para esta ocasión; me parece que aquella tercera novela, Paraísos, que era la segunda parte de Opendoor decía que la preocupación por el arte de novelar era un insumo de la continuidad de la escritura de Iosi Havilio, sin renunciar a la novela misma. Cuando llegamos a aceptar que las novelas, los poemas, los cuentos y la televisión pueden ser una combinación de experiencia y costumbrismo, Havilio hace uso de su capital simbólico acumulado con un ritmo constante de publicación y nos propone la aventura de imaginar una novela; dice que la novela, bajo el estricto cuidado de las buenas frases, de las sentencias con fuerza de slogan y de las observaciones que le dan un verosímil, también es imaginación y misterio de la escritura. Y para esto vuelve de su periplo internacional a Entropía.
Hay humor y hay unas peripecias, hay un héroe y hay novela de esas en las que todo lo que pasa y vive ocurre dentro de las novelas, sin respetar convenciones que la novela misma no haya impuesto. Es decir que no tenemos nada afuera de la novela que nos distraiga de la novela misma, para eso leemos. El Protagonista rompe con Bárbara y se apresta a vivir una aventura que dura un día y cincuenta años: los tiempos que dura la novela, desde Tolstoi y Joyce.  Como en sus novelas anteriores, pero más programático, con La serenidad Havilio ofrece el resultado de una feliz discusión con los modos de novelar en el presente. Podríamos decir: he aquí la segunda primera novela de Iosi Havilio, publicada por Entropía.

Damián Ríos.


jueves, diciembre 05, 2013

Muertos de amor

En el blog de Eterna Cadencia, el texto que Diana Bellessi leyó en la presentación de Como sólo la muerte es pasajera, de Alberto Szpunberg, el pasado martes 26 de noviembre, en la Biblioteca Nacional.


Yo, Bellessi, leí muchas cosas en mi vida, de poetas argentinos y de otras partes, de judíos errantes y de largos residentes que ni siquiera son judíos, y ellos no me han enamorado con los salmos ni con el cantar de los cantares. Yo, Bellessi, una goy errante y después, aferrada a este país como lo hace un hornerito, he venido a decir que leer los quince libros del poeta Szpunberg, día a día, me ha llevado a las lomadas del dolor y del ensueño, de la risa y la irónica sonrisa, del corazón agarrado fuertemente y escapándose a cada rato por las bellas melodías, por las frases que cierran pero no terminan, por la armonía musical que suena desde el principio hasta el final de este largo libro de los libros donde viven todos los compañeros, todas las amadas, todas las esperanzas y la fe en la vida, tan tiernamente, tan punzantemente que dan ganas de llorar.

Por eso, yo, Bellessi, que no me llamo Piatock como el gato de Szpunberg ni como aquel sublime Piatock de la academia de su libro, he venido a decir que estamos frente a un gran poeta, un lenguaraz de la historia argentina como pocos se han visto, un observador de la vida cotidiana verso tras verso, un comentador de los grandes de la poesía y de la filosofía, y, sobre todo,un lírico sin igual.Es aquí donde bajo la cabeza frente a este Naide, o subo la cabeza como una Naide llena de amor que lo amó hace muchos, muchos años, allá por la década del sesenta, cuando leyera su “Marquitos” en El che amor, y que lo ama ahora de nuevo leyendo libro tras libro de su obra reunida.

Obra reunida que tiene el acierto de empezar por los libros inéditos, Sol de noche, del 2008, Como sólo la muerte es pasajera, del 2009, y que con este verso,que ya apareciera en El libro de Judith, le da ahora nombre a su obra entera.El síndrome de Yessenin del 2010; Ese azar,este milagro, del 2011, y Como clavel del aire, del 2013, donde cada poema es dedicado a un amigo o a una amiga, o a alguien importante en la vida del poeta, haciendo pública una dulce intimidad.El Szpunberg más cercano, el hombre dulce de los ojos claros al que encontré en la casa de José Luis Mangieri y allí hablamos de Miguel Ángel, del arcángel Bustos que nos hizo amigos de inmediato aunque nos hayamos visto solamente tres o cuatro veces en la vida y nada más.

Bajo la cabeza, o la subo, dije, porque es ese lirismo sin par de este poeta el que me agarra el corazón y lanza el cuerpo, o el alma, a alturas tan altas que yo no sé…

Y lo hace así:

“todo hablaba con todo de este lado del silencio,
al otro lado crecía el lenguaje como un mar en calma:
compañeros, les dije, arrebatos del alma, vida mía,
y el corazón crujía como un leño que arde y arde y arde
hasta ser mañana, flor bella, hora temprana.”

El fragmento que acabo de leer pertenece a un poema de Szpunberg del libro El síndrome de Yessenin, bajo el título de “Dulcemente nacer”. Del mismo poeta que muchos años antes, en su primer libro, de 1962, hubiera escrito:

“Meto las dos manos hasta el fondo más humano de lo humano…”

Y en Juego limpio, de 1963, dijera:

“Grande es el mundo
y amar siempre es llamar a todas las cosas por su nombre…”

Después de “Marquitos”, después de “Orán”, el poema “Egepé” del Che amor, 1965, termina así:

“delen, muertos de amor, sostengan que nacemos.”

Y ahí se hace silencio. Szpunberg escribe, pero no publica. Después de este libro no volvemos a saber de él hasta el año1981, los años del exilio en Europa,cuando al fin editan en España Su fuego en la tibieza. Escribe así, óiganlo:

“Sostén mi corazón, hierba que creces, hormiga incansable, pájaro cualquiera,
sostén mi corazón, aire de la tarde, aire que sostienes al pájaro, aire en la siesta,
……..
guárdenlo en la noche como si fuera en la tierra, este otro cuerpo, esta otra carne,
boca cerrada en laque sólo entran raíces, lluvias, muertos, entrañables muertos.”

La pueblada de aquella década perdida y ganada tiembla en su poesía y vuelve así a temblar en nosotros, sus lectores, que nacemos día a día en la música sin fin de estos poemas y de la vida que renace sin parar de la mano mayor del destino o del azar, y de la voz del poeta Szpunberg.

Es en La encendida calma, del 2002, y en El libro de Judith, 2008, donde Szpunberg me gana por completo. El primer libro se abre con estas tres palabras del salmo de David: 34:8: Gustad y ved…Abro mi vieja Biblia y ahí, encuentro esta aclaración: cuando (David) mudó su semblante delante de Abimelec, y él lo echó, y se fue. Cuando David fingió estar loco frente al rey filisteo, y esto lo dejó libre y lo salvó. Los verbos de alabanza se suceden uno tras otro en aquel salmo, como lo hacen en los poemas de este libro, con una melodía sin igual que vuelve a resonar en Judith, el libro más marcado de Alberto que tengo entre mis manos, y que dedica, con la fe ciega del corazón, “a los compañeros, desde siempre, hasta siempre; y que vuelve en el libro editado el mismo 2008, la genial Academia de Piatock, con las mismas palabras: “a los compañeros, desde siempre y hasta siempre”, bajo la suite no. 5 para violoncelo solo de Juan Sebastian Bach.

“¿Qué uno entre todos
si no todos?

¿Qué todos
si no uno y uno y todos
en cada uno
y en todos?”
…………………
“Toda ausencia -30.000 ausencias- es mentira:
cada mirada la desmiente,
cada lágrima la refleja,
cada calle es a sus pasos
lo que la realidad es al milagro:
esta verdad
nunca vista
pero siempre presente.”

La orquestación de esta obra reunida es descomunal, con poemas a pie de página o en globitos de historieta al costado derecho del margen, con dedicatorias que retornan en leves variaciones, y por eso, leerla en conjunto provoca tal vértigo. “Del polvo venimos y al amor –si no a qué- volvemos”, nos dice Piatock, y esole da respuesta a la hermosa cita de Andrés Rivera en La revolución es un sueño eterno con que se abre Luces a lo lejos: “Entre tantas preguntas sin respuesta, una será respondida: ¿qué revolución compensará las penas de los hombres?”

Saludar esta obra que tan bellamente ha publicado la editorial Entropia, es citar una y otra vez al mismo Alberto Szpunberg, a su lúcida coherencia, y si he dejado afuera a su último libro, Traslados, que cierra este tomo, es sólo para dejar lugar a mis compañeros de presentación y al propio autor que, espero, nos emocionará leyendo algunos de sus poemas.

martes, noviembre 26, 2013

Los colores de la valija

Juan Sasturain se reencuentra con la obra de Alberto Szpunberg en Como sólo la muerte es pasajera y escribe al respecto en la contratapa del diario Página /12.


Soler no suele ya recordar poemas de memoria, ni lo intenta, ni lo cree necesario a esta altura, para qué. Pero Soler alguna vez solía memorizar, versear sin tropezones, de corrido. Era una tabla rasa aquella bocha adolescente que sólo había sabido / solido retener hasta entonces boludeces, como la letanía del Boca del ’62: Roma; Silvero y Marzolini; Simeone, Rattin y Orlando. En esa época, digo, cuando Soler solía ser todavía casi un pibe a su pesar, mal crecido y desparejo de saberes, virgen (sic) de experiencia en camas compartidas / alcoholes nuevos / plazas políticamente concurridas, los versos le pegaban fuerte. Se le solían pegar, mejor dicho, hacía tiempo y allá lejos.

Y cómo. Era la tarde y la hora / en que el sol la cresta dora / de los Andes. El desierto / inconmensurable, abierto le dictaba todavía el secundario Echeverría. Cerrar podrá mis ojos la postrera / sombra que me llevare el blanco día, arrancaba el diestro Quevedo curricular para no soltarlo hasta ese polvo serán, mas polvo enamorado que lo solía dejar sin respirar, como solían los equilibristas, como las exactas piruetas de circo. Y el gentil Garcilaso con el dulce lamentar de dos pastores / Salicio juntamente y Nemoroso, y aquella retórica pregunta borgiana sobre los tripulantes del tango que lo perturbó en voz de Medina Castro con tableteo musical de Piazzolla de trasfondo: ¿Dónde estarán? pregunta la elegía / de quienes ya no son. Como si hubiera / una región en que el ayer pudiera / ser el hoy, el aún y el todavía. Maravillas, maravillas.

Es ese mismo el Soler pendejo de principios / mediados de los sesenta, digo, al que solía atribular todavía la ajena Buenos Aires y para quien cada libro / autor nuevo era como un castañazo que lo sentaba de culo en el camino de Damasco, lo dejaba insomne con los ojos así, lo iba poniendo enfilado generacionalmente en la picada del monte guerrillero. Es que solía ser así, para Soler y para el resto. Las condiciones de la época, supo decir después Gianuzzi para explicar el momento.

Ese Soler, versero incipiente y principiante en todos los órdenes y desórdenes de la vida, también por entonces había descubierto de apuro –ya en otro clima– tanto el entrecortado ritmo vallejiano de la apelación vacilante que lo interpelaba desde los dos lados del poema: Niños del mundo / si cae España –digo, es un decir– / si España cae / del cielo abajo el antebrazo, como las metáforas abiertas como venas de Lorca: Y los toros de Guisando / casi muerte y casi piedra / mugieron como dos siglos / hartos de pisar la tierra. Y justo ahí –para colmo– sin anestesia y con la guardia y las defensas bajas, supo tener la revelación definitiva de Gotán: Esa mujer se parecía a la palabra nunca / desde la nuca le subía un encanto muy particular / una especie de olvido donde guardar los ojos / esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo. No hubo ni hay hospital ni curita posibles para este golpe / esta herida al plexo poético generacional. El mal ya estaba (bien) hecho.

La cuestión viene al caso. Hace unos días –medio siglo largo después de aquellos retenidos versos– Soler se encontró como ya no solía con el Eduardo Romano de aquella Entrada prohibida –poeta amigo, padre y maestro–, y hablaron entre otras cosas de Alberto, de Szpunberg, de la maravilla del libro inmediato, de estos días, que reunía su poesía completa, le hacía justicia en un mundo por lo general sin. Y celebraron.

Y ahí fue que de pronto Soler, sin previo aviso y sobre la mesita de mármol de una Giralda inmemorial, dijo y fue diciendo –de dónde carajo le vendría el dictado– medio medium, si cabe, el arranque de La María casi casi sin pifiarle en nada:

Los colores que cubrían la valija de madera eran papeles / y en pequeñas violencias los papeles se fueron gastando / quedando en los andenes del tren; / ahora ya se ve que esa valija en realidad es de madera / y la madera –por qué no– tuvo raíces de árbol en la tierra, / soñó en las tardes tibias con el cielo.

Ahí se paró –Soler, digo– y mientras trataba de recordar cómo seguía aquel humilde, deslumbrante poema de Juego limpio, el libro anterior a El Che amor, tan memorado, dijo o pensó decir como quien pone una plaquita, costumbre de versero que suele incurrir en falsos escalafones:

–La academia de Piatock es para mí el mejor libro de poesía de Alberto, y el mejor en general que he leído en mucho tiempo. Viste cómo reparte las cuestiones, cuenta por boca de otros que son todos y uno, y cada uno. Elude y alude, toca y pica hacia arriba y los costados, pero no se va nunca. Personajes y sentimientos en asamblea permanente, claro.

Y se amaneró en el discurso, como Soler suele:

–Es de algún modo sesgado la culminación tardía pero presente y deslumbrante de todas aquellas líneas tendidas desde los sesenta

–más la Historia y las historias, el exilio y el regreso, la perplejidad sin fondo, celebratoria–, como una conversación infinita de silla expuesta en el patio del conventillo de Villa Crespo, en la plaza de la aldea ancestral, en la mesa de la ventana del café contiguo a la facultad de Viamonte, frente al mar de allá / junto al río de acá, con el bosque ahí nomás.

Y ahí el bosque lo devolvió al viejo poema y Soler fue buscando los últimos versos de a uno, como quien desenreda pedazos de piolín, los pone en fila:

Los árboles que había hace tiempo en el pueblo / ahora siguen soñando en la distancia tan altos como ayer, / bajo esos árboles un día hizo el amor sin esperar la noche / bajo esos árboles la noche soñaba –por qué no– con la ciudad.

Se quedó ahí –Soler, digo– un momento, y después se trajo de qué rincón de la memoria los dos versos finales, los puso sobre la mesita de mármol de La Giralda como quien tira una evidencia triunfal, muestra las cartas ganadoras del envido, se lleva todos los porotos para la poesía:

La ropa que ahora guarda en la valija de madera le va chica / y la madera de la valija ya no es árbol ni puede florecer.

En realidad lo terminaron a coro en un murmullo creciente, con el pelado Romano de sonrisa sabia, cálido compinche de Alberto desde los tiempos de Agua Viva. Después pagaron los cafés y se fueron con el viejo / último Szpunberg puesto entre pecho y espalda como un secreto jubiloso.

Desde entonces y durante estos últimos días, el versero Soler se propuso, casi sin querer, aprender de memoria, por simple asociación virtuosa, “El botánico bakuninista”, un poema que a él –a Soler– lo remite, a tantos años vista, a la colorida valija de la María que un día hizo el amor sin esperar la noche: Cada árbol es al bosque lo que yo a ustedes, dice maravillosamente por ahí.

Soler suele decir que no va a presentaciones de libros ni esas cosas. Pero suele desdecirse: mañana a las 19, en la Biblioteca Nacional, Como sólo la muerte es pasajera, poesía reunida de Alberto Szpunberg.

lunes, noviembre 04, 2013

Ricardo Romero y Federico Levín presentan Los puentes Magnéticos, de Ignacio Molina.

El pasado 9 de octubre, Entropía presentó Los puentes magnéticos, la segunda novela de Ignacio Molina. Aquí, algunos fragmentos de los textos con que Federico Levín y Ricardo Romero se refirieron al libro.



“Un realismo anómalo”, por Federico Levín

Hay diferentes tipos de realismo. Existe el realismo estadístico, que es lo que se llama vulgarmente “realismo” –que es lo que no hace Molina–, y existe lo que yo llamo realismo anómalo –que es el que hace Molina–, que utiliza elementos realistas y una ética de trabajo con el verosímil realista pero que, dentro de la realidad, elige escribir lo anómalo.

Cuando leí Los puentes magnéticos, esta novela de Ignacio Molina, pensé en vincularla con la escritura de Mario Levrero. A mí me generó eso, porque este realismo de Molina profundiza tanto en la anomalía de lectura de la realidad de sus personajes que logra, dentro de un relato estructurado de manera más o menos convencional, hacer pasar un cuento fantástico por debajo casi sin que se note. Esta novela es el cuento de un personaje que va armando un relato casi épico de un duelo. Es el trabajo épico sobre la construcción de un duelo, narrado por Camila, un personaje que se va moviendo entre un montón de estímulos externos, en parte porque no encuentra excusa para decir que no a lo que le van proponiendo. Ese es el formato en que se desencadena la acción en la novela. Hay más o menos siete u ocho veces, en los momentos decisivos, en que lo que Camila hace lo que hace porque no encuentra una excusa para rechazar esa invitación. Momentos en que ella, al mismo tiempo que cuenta lo que hace –que sería lo que hace cualquier narrador al narrar– aprovecha esta primera persona para contar, en vez de lo que está haciendo, lo que está dejando de hacer. Y en esa construcción de mundos posibles que hay tanto en la ciencia ficción como en textos que habremos escrito nosotros (como cuando escribí Igor y como cuando Romero escribió los cuentos de Tantas noches como sean necesarias) existe la lectura constante de lo que está pasando puesta en juego con una lectura paralela de qué habría pasado si se hubiera tomado otra decisión.

En Molina hay un formato permanente de escritura fantástica que se estructura a través de una supuesta escritura realista que, por profundizar en las anomalías de la psiquis humana al leer la realidad que lo rodea, termina derivando en un relato que tal vez contado en tres pasos sería inverosímil. Y esta novela de Molina incorpora un montón de pequeños relatos con picos de intensidad con hitos narrativos muy distantes entre sí, muchas historias que tienen vaivenes muy pronunciados. Y en ese sentido, es un relato muy distinto a los de Los estantes vacíos, su primer libro de cuentos, donde el casi no vaivén era lo que estructuraba las historias que él decidía contar.

Las anomalías de los personajes de Molina son las anomalías que podemos reconocer todos en nosotros mismos y a las que no les prestamos atención. Creo que descubrirlas es una de las experiencias más potentes al leer esta novela. Acá la ruptura de lo habitual no genera una ruptura con la identificación: uno puede identificarse con el personaje aun cuando lo que está pasando sea demasiado raro. Y Molina lo logra. ¿Cómo lo logra?: a través de sus anomalías. Su anomalía, como persona, como escritor, es una anomalía con el lenguaje que linda con lo sagrado. En sus formas de tomar ciertas decisiones, Molina es absolutamente intransigente. Al punto que, si uno lo conoce, puede ir imaginando, al leer su novela, en qué momento se detuvo y tuvo una discusión interna y se abrieron ciertas posibilidades narrativas.

Quiero festejar le encuentro de Molina con la editorial Entropía. Porque hay un punto en donde están hechos el uno para el otro; hay una forma de trabajar en las decisiones del palabra por palabra con un entusiasmo que para otros sería inentendible… La musicalidad de las narraciones de Molina, que pone comas antes de decir que hacen algo no tanto por un motivo sino por el otro (uno no sabe por qué los personajes están imaginando que tienen que hacer esas comparaciones) es fantástica. Es una forma de escribir pero también es una forma de ver la realidad. Y al pensar en esas decisiones de cómo y dónde poner las comas, o por qué poner, por ejemplo, risotto en cursiva o cedé argentinizado, yo puedo imaginar claramente una madrugada de lluvia, en algún sótano de Colegiales, con Molina y sus editores reunidos, peleando por comas y por palabras gritando enfervorizados “¡no, no entendés lo que estoy diciendo, ahí tiene que ir una coma!”. Las imagino como esas reuniones de superhéroes que se juntan en un sótano y tienen que tomar decisiones muy importantes para la humanidad. Imagino la anomalía de nuestro amigo Molina con la anomalía de nuestra querida editorial Entropía fusionándose ahí, donde esa pequeña decisión de una palabra, sostenida en el tiempo, genera en la posterior lectura una suerte de hipnosis. Yo no sabría decir bien hacia qué lado van Molina y Entropía, pero van siempre para un mismo lado, que es como una especie de sofisticación del lenguaje, como una exageración. Intentan hacer algo tan sofisticado con el lenguaje, intentan darle tanta atención a cada punto y a cada palabra, que eso, al texto, lo vuelve épico.

Hay una idea instalada en la literatura que indica que está mal ser un escritor para escritores. Para mí Molina es un escritor para escritores. Y dado que a cualquier concurso de novelas llegan al menos dos mil novelas, ser un escritor para escritores es ser un escritor popular, mucho más que ser un escritor para lectores que no escriben. En este caso, Molina debe su popularidad, su incipiente popularidad, a que es un escritor que acepta ser un escritor para escritores y no tiene ninguna concesión en ese aspecto. No lo camufla por ningún lado, no lo disimula.

En Los puentes magnéticos Molina va decidiendo cada palabra hasta que llega un punto cumbre, que es cuando Camila se cae de una escalera y se golpea la mano y entonces, como le duele, tiene que usar el tenedor con la izquierda. Entonces yo pensé en algo que sé que vamos a discutir en algún sótano de superhéroes. Yo leí que el personaje tiene que comer usando el tenedor con la mano izquierda y pensé que si bien yo como con el tenedor en la derecha (porque hago algo raro que es que cuando me siento a comer en un lugar donde están los cubiertos puestos los invierto, una anomalía mía que doy por natural porque se convirtió en un tic, en una configuración de mi sistema nervioso) pero que Molina le deja esa anomalía al personaje de comer con los cubiertos cambiados, y cuando ella se golpea nombra como anómalo el hecho de comer con los cubiertos de manera correcta, que es usar el tenedor con la izquierda, que es como lo usan casi todas las personas, que usan el cuchillo en la derecha porque consideran que más que de precisión es un elemento de fuerza, que es el problema que tienen las personas en occidente que consideran eso cuando en realidad es al revés.

Dentro de este universo de anomalías, Molina, al dejar de lado su propio mundo de neurosis obsesiva, elige escribir desde un personaje que es casi opuesto a él (no voy a decir que cualquier mujer es opuesta a un hombre, en el sentido de que es lo contario, pero sí que está en el lado opuesto). Y ella, Camila, se vincula con amantes, con amantes más jóvenes y más grandes, y con un padre y con un padre posible y con la falta de un padre y con otros potenciales padres. Y en todo ese recorrido Molina se pone en el lugar de lo que para este personaje femenino es lo otro. Entonces ahí sí está haciendo una operación de posición, y al lograr eso, al animarse a eso (porque yo me preguntaba qué valor tiene en el mundo que un escritor varón narre desde una mujer, qué le agrega, si los hombres sabemos sólo un cinco por cuento de lo que le puede pasar a una mujer) le suma el valor de esa apuesta, la apuesta de alguien que trasciende su neurosis obsesiva como autor inventando un personaje opuesto a sí. Y ahí, cuando se quiebra esa retención de la propia anomalía y se da lugar al universo de la anomalía ajena, empieza la aventura. Porque Los puentes magnéticos es, para mí, una novela de aventuras…

Los invito a leer Los puentes magnéticos y también a hacer el siguiente juego: no leer todo el índice con los títulos de los capítulos, sólo leer los cuatro o cinco primeros y tratar de entender cuál es el sistema que se usó para elegir los títulos y después jugar a leerlo a ver si uno adivina cuál es el título, muy particular, que le puso el autor a cada capítulo... Así que tienen que comprar el libro, leerlo y después pasar todo el verano jugando a eso con sus amigos.


“Hacia un enrarecimiento levreriano”, por Ricardo Romero. 

Cuando salió el libro, Molina me dijo algo así como que “ya sé que Romero no se va a fanatizar con la novela”. Y yo me pregunté por qué habría hecho esa suposición, ya que sus libros anteriores me habían gustado mucho y se lo había dicho. No podía darme cuenta de dónde venía ese malentendido. Y entonces pensé que alguna vez me habría escuchado decir algo en contra del realismo. Pero yo hablaba del realismo mal entendido. Y esto me da pie para poder hablar de lo que considero que Molina hace mucho mejor que la mayoría de nuestros contemporáneos que se acercan a ese tipo de literatura.

Los puentes magnéticos me gustó y me entusiasmó mucho. Y me gustó por diferentes razones. El que no me gusta a mí es cierto realismo que se apoya en el costumbrismo, en una sociología de lo barrial. Y creo que se basa en el error de creer que cuando se escribe literatura hay que ir a buscar la voz de la realidad. Y me parece que el hallazgo esencial en los textos de Molina es que no se trabaja a partir de una supuesta música que ya está en la realidad, sino que la música es de Molina: el fraseo, la construcción, la forma, todo le pertenece al autor y es inconfundible.

Si vamos al caso, la realidad es silencio, los que hacemos ruido somos nosotros. En ese sentido la música de Molina no busca emular algún ruido superficial de lo contemporáneo o de real, sino que busca poner en evidencia ese silencio, y lo logra, sobre todo en esta novela. Creo que ha ido profundizando en esa búsqueda, que no sé si será consciente o no.

Molina hace un uso muy particular de la puntuación, de la manera de adjetivar, y sobre todo de las comas: las comas siempre están en el lugar en que uno, ya metido en el ritmo del texto, espera que estén. Molina no se tropieza nunca en su forma de escribir. Todo está pensado, la memoria es fundamental, es como la memoria de los juglares que repetían, tanto por el significado de las palabras como por su musicalidad. Es, entonces, un trabajo musical ligado a la relectura de sus propios textos, una lectura un poco obsesiva que tiene que ver con la ejecución, y eso se termina notando en la escritura, ya que es un proceso circular.

A mí me hace bien leer los textos de Molina, es algo que se hace sin dificultad y disfrutándolo. Su prosa tiene algo de hipnótica. Cuando quise asociar a algo el estilo de esta novela, no me salieron las relaciones directas y más prejuiciosas con cierto tipo de realismo como el de Carver o Martín Rejtman, sino que me trasladó a una sensibilidad sonámbula que es a la de Mario Levrero, no por el contenido, sino por ese efecto hipnótico, casi sobrenatural.

Y pienso esa relación desde la sensibilidad. Si uno lee La novela luminosa, de Levrero, encuentra ahí una prosa hipnótica que no puede dejar de leer. En Los puentes magnéticos hay una cadencia especial, un sonambulismo, una forma de estar atento a ese silencio que es el silencio de lo real, que a mí me resulta de alguna manera clarividente o hasta sobrenatural. Porque, ¿a qué llamamos habitualmente sobrenatural, además de a las brujas y a los vampiros? En realidad lo sobrenatural es lo que surge de la mirada del hombre sobre lo natural, cuando esa mirada está realmente atenta. Me parece que es ahí donde se produce lo sobrenatural.

Y en los textos de Molina, y en esta novela en particular, eso se ve en el sentido de los detalles a los que les presta atención, al tipo de conversaciones que tienen sus personajes, sobre todo cuando se los ve en el contexto en el que actúan. Y todo eso me pareció muy lúcido y no podía dejar de pensar en Levrero cuando leía algo así. La prosa de Molina tiene un potencial que me parece muy extraño, que me transporta hacia el silencio, al igual que la experiencia de leer a Levrero. Y me pone muy contento que la obra de Molina se esté dirigiendo hacia ese lado, hacia ese enrarecimiento levreriano.


viernes, octubre 11, 2013

Ignacio Molina presentó su novela "Los puentes magnéticos"

Juan Rapacioli estuvo en la presentación de Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina, y escribió para Telam una crónica sobre el evento.


El escritor argentino Ignacio Molina presentó anoche en el Club Cultural Matienzo, junto a los autores Ricardo Romero y Federico Levín, su nueva novela, "Los puentes magnéticos", un relato de corte realista contado por una mujer.

Molina nació en Bahía Blanca en 1976 y publicó los libros de relatos "Los estantes vacíos" (2006) y "En los márgenes" (2011); la novela "Los modos de ganarse la vida" (2010), y los libros de poemas "Viajemos en subte a China" (2009) y "El idioma que usan todos" (2012).

Su nueva novela, publicada por Entropía, configura la voz de una narradora y protagonista que, a través de sus impresiones de la realidad, se va moviendo entre lo trascendente y lo rutinario, en un lugar donde las relaciones, las ausencias, la ansiedad y el deseo van armando un escenario urbano que, entre el ruido, alcanza cierta forma de silencio.

Según el escritor y editor Ricardo Romero, “el hallazgo esencial en los textos de Molina es que no se trabaja a partir de una supuesta música que ya está en la realidad, sino que la música es de Molina: el fraseo, la construcción, la forma, todo le pertenece al autor”.

“Si vamos al caso -continuó- la realidad es silencio, los que hacemos ruido somos nosotros. En ese sentido la música de Molina no busca emular algún ruido superficial de lo real, sino que busca poner en evidencia ese silencio, y lo logra, sobre todo en esta novela”.

Para Romero, “Molina no se tropieza nunca en su forma de escribir. Todo está pensado, la memoria es fundamental, es un trabajo musical ligado a la relectura de sus propios textos, una lectura un poco obsesiva que tiene que ver con la ejecución, y eso se termina notando en la escritura, porque es un proceso circular”.


“La prosa de Molina tiene algo de hipnótica -definió Romero-. Cuando lo quise asociar a algo, no me salieron las relaciones directas con cierto tipo de realismo como el de Carver, sino que me trasladó a una sensibilidad sonámbula parecida a la de Mario Levrero, no por el contenido, sino por ese efecto hipnótico, casi sobrenatural”.

Por su parte, Levín apuntó “que hay un realismo estadístico, lo que no hace Molina, y un realismo anómalo, como el de Molina, que toma herramientas de lo verosímil, eligiendo escribir dentro de la realidad lo anómalo”.

“Ese realismo de Molina profundiza tanto en la anomalía de lectura de la realidad que logra, dentro de un relato estructurado de manera más o menos convencional, hacer pasar un cuento fantástico por debajo”, sostuvo Levín.

Y explicó: “es el cuento de un personaje que va armando un relato casi épico de un duelo y que se va moviendo entre un montón de estímulos externos, porque no encuentra razones para decir que no a lo que le van proponiendo. Ese es el formato en que se desencadena la acción”.

“En Molina hay un relato fantástico que se estructura a través de una supuesta escritura realista que, por profundizar en las anomalías de la psiquis humana que lo rodean, termina derivando en una historia de corte realista”, resumió Levín.

jueves, agosto 29, 2013

Presentación Modo linterna, de Sergio Chejfec


El texto con que Sandra Contreras presentó Modo Linterna de Sergio Chejfec, en Oliva Libros.  Rosario, jueves 4 de julio de 2013


Del libro de Sergio Chejfec que hoy presentamos y que, a falta de una imagen mejor podría describir por el momento, aunque probablemente después me refiera a las dificultades de su aplicación en este caso, como una colección de iluminaciones profanas –de personalísimas y heterodoxas iluminaciones profanas-, me atrajo de inmediato su título: Modo linterna. Tal vez porque presentía allí de entrada la expresión de una de las síntesis probables de esa larga exploración que el mundo imaginario de Chejfec viene desplegando sobre sus posibles vínculos con la técnica; o porque, más precisamente, me parecía percibir allí un indicio de que ese vínculo estaría fundándose en unos usos desviados, o secundarios, o suplementarios, de los artefactos que se tienen a mano, usos en los que se intuye algo de desacople y también el recurso a auxilios provisorios en situaciones de emergencia.

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martes, agosto 13, 2013

Sergio Chejfec: “Hay que tratar de escribir como se puede y sale”


Juan Manuel Bellini escribe para la revista digital Otros Círculos una crónica de la presentación de Modo Linterna, de Sergio Chejfec, en La Plata.


En una charla organizada por la distribuidora Malisia en La Plata el novelista presentó Modo linterna. Recalcó que esos cuentos lo condujeron por una escritura “sorpresiva y hedonista” de siete años.

Presentado por los escritores Carlos Ríos y Juan José Becerra, Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956), de hablar técnico y tranquilo, se explayó acerca del desafío de escribir cuentos. El novelista de títulos como Lenta biografía, Boca de lobo y Baroni, esta vez con Modo linterna (Editorial Entropía, 2013) incursiona en nueve relatos que trabajó “como novelas abreviadas”.

En la charla desarrollada la semana pasada en el espacio La Enseña de las Tres Ranas quedaron retumbando sus siguientes conceptos sobre la literatura y el escribir:

“Mi escritura no está muy anclada con la peripecia, se detiene en otros aspectos. El avance está dado por el desarrollo racional”.

“Hay narraciones con dimensión ensayística. El ensayo es arbitrario, libre, puede incorporar la crónica. Interviene una idea de tesis”.

“La literatura es anacrónica. En las cosas que escribo hay un tipo de relato que es elegíaco en lo que es postular la pérdida”.

“Todo lo que se escribe compone un arco difuso, un rompecabezas difícil de concebir. Uno tiene que tratar de escribir como puede y lo que le sale”.

“No escribo habitualmente relatos cortos, acostumbro escribir novelas. Como contrapartida, escribir estos relatos como novelas abreviadas fue sorpresivo y hedonista”.

“El mundo construido está sujeto al abandono, a la soledad. Hay una dialéctica enigmática”.

“En la naturaleza encuentro una construcción en términos imaginarios de los que puedo hablar”.

“En mis relatos no busco lo que se pueda traducir en algo concreto sino emociones y conductas. Una economía interna. El momento más placentero es cuando siento que lo que estoy escribiendo tiene un tono donde puedo escribir sobre cualquier cosa, y ese es el momento de interrumpir. Lo mejor tiene que interrumpirse para llevar un buen recuerdo”.

“A mí no me gusta ir totalmente en contra de la lógica de la causa y efecto, pero sí un poco, hay una cuestión de sensibilidad que tiene que ver con mi forma de ver las cosas”.

“El anacronismo tiene que ver con algo constitutivo de todo relato. Hay una temporalidad única y esa es la característica del anacronismo”.

Becerra destacó que los cuentos de Modo linterna “profundizan las realidades en el mundo construido por la cultura. Es un narrador que es un caminante, con tiempo” y puso como ejemplo el relato de tres personajes que van a la tumba del escritor Juan José Saer. Agregó que Chejfec tiene “la experiencia de la percepción que no se ve en otros narradores. Tiene mucho que ver con un mirar; por ejemplo en el cuento que es una biografía de la nieve… Hace lo contrario a una crónica, que es el género que está de moda”. Y planteó que una de las características de su narrativa es que “toma la posición de un paisajista malísimo, detrás del paisaje ideal se ve cómo está atado un sistema totalmente descompuesto”.

Carlos Ríos le preguntó sobre el carácter documental de su literatura y obtuvo esta respuesta de Chejfec: “Lo documental me interesa, por un agotamiento de la ficción. La prensa, el cine, superan la ficción. Cuando vemos ficción en la literatura hay un agotamiento espontáneo”.

jueves, julio 11, 2013

El juego de las cinco diferencias


En el blog de Eterna Cadencia, el texto con el que Luis Chitarroni presentó Modo Linterna, de Sergio Chejfec


1. De Modo linterna se egresa con una ignorancia inmodesta, distinta, que merece postulaciones menos enfáticas que las que solemos usar, que las que yo suelo usar: Modo linterna, ejercicio narrativo y experimento conceptual, del que el polaco se desentiende con un gesto de abstinencia que supone una cortesía superior, chamánica, brahmánica o china. Sobre todo rabínica.

Desde que lo conozco, Sergio tuvo la paciencia de no sacarse de encima “el drama de las ansias ajenas” con un ademán visible, desdeñoso o indiferente. Es una admisión que consiste en no encogerse de hombros. Parecida a la del koan (¿o era meramente un haiku?): “Admirable aquel que frente al rayo no dice: la vida huye”. Exclusión radical del tópico, del lugar común.


Tal vez lo único parecido a estos relatos de Chejfec —exagero, claro— deben de ser, menos que las excursiones de Sebald, los huaben, esos relatos chinos de la dinastía M’ing, relatos de mercaderes viajeros —que son a su vez los caballeros andantes sin causa— que simulan fijar el interés de su trama en las transacciones en taeles y de los trayectos en li, pero que yuxtaponen el mapa al mundo que recorren, y que canjean el valor real del dinero, y el de los personajes y poblaciones, a la laboriosa y justiciera circulación kármica.

Modo linterna es una suma y una resta: el modo constituye per se un rechazo y una evasión. Del conjunto de ineptitud y de orfandad de los modos para enfrentar las acusaciones complementarias (de frivolidad,  falsa profundidad,  simplificación,  hiperintelectualización). Se suma a los otros libros del polaco pero no deja de, como se abusa hoy, en busca de peor expresión, “hacer ruido”. Es un libro que entra en la biblioteca polaca muy resueltamente, sí, aunque no se sabe para ubicarse dónde.

Y se resta en la medida en que el proyecto de abandono y de busca tiene algo sebaldiano que es absolutamente polaco: una mira, un objetivo, un foco chejfec. Un modo linterna. Es, como toda pesquisa, el resultado resbaladizo e iluminador que necesita de una guía para “acomodarse”,  para jamás moverse a sus anchas. La sobriedad del método —“modo”—  nos alcanza a revelar una forma —“linterna”— cuya prolongada diatriba con el procedimiento de descripción habitual proporciona una receta para el desconcierto menos severa que la de Maimónides.

*

2. Como preconiza el doctor Johnson en su viaje a las Hébridas, es fácil fantasear sobre un mundo que escribirá de manera aforística, y que resolverá —o tratará de resolver— sus problemas no solo verbales con esos vehículos que son puro diseño, y que Valéry, para dar otro salto, consideraba ya “un abuso de confianza”.

Ese futuro llegó, claro, y casi todas las sucursales de la persuasión parecen ocupadas por solícitas maniobras carentes de sentido, limitadas a imitar el sentido cuando el sentido tenía sentido. Por eso la educación a que nos invita Modo linterna no es solo una instrucción, por eso de este libro se “egresa”. Narrar y convertir el hilo conductor del relato —del relato largo que permite a todos los demás tripularlo (¡que difícil tripular un hilo!)—, que en un contubernio insoslayable de trayectorias, guacamayería estridente a la espera de un tucán, guías en las que se encuentran las direcciones de los escritores en un estado de lengua que los reclama a temperatura adecuada para los signos vitales, proyectos lintérnicos y/o documentales, una gnoseología de la nieve, cuchilleros sin amparo canónico, parece un exceso bíblico o pynchoniano al que solo un escritor de la sobriedad del polaco puede devolverle una proporción legible. A la que este modo, método se le ocurre —de vuelta— con los sentidos (en doble acepción)  pone en funcionamiento. El solo trabajo de amor perdido es arduo y provoca y una fatiga encomiable, ¿pero qué podemos alegar acerca de salir a su encuentro? Comentar esa proeza es meramente laborioso, ¿pero presentarla?

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3. Esta construcción (usemos de una la maldita palabra) caprichosa renuncia a la veleidad chapucera del “gusto”. Los tiempos en que nos toca vivir son curiosamente los precipuos, los indicados, no los indicativos. El polaco tiene una anosmia inquisitiva directamente opuesta a la curiosidad proboscídea de los escritores convencionales, menos indiscreta. Es un dispositivo que depone la superstición de la juventud, a la que tanto él y yo estuvimos sometidos cuando, sin haber publicado unas pocas palabras, merecíamos ya el repudio general de lectores imaginarios.

La afinidad electiva más próxima a este [casi] principio de identidad y elegancia el cuadro verista de Giacomo Balla que cita en Los enfermos, que a mí me remite, por una distorsión de la memoria o por la tapa de una edición desprevenida, entrevista,  a “Lo real”, el cuento de Henry James. Una repartición, un reparto: lo real en la medida justa: el mayordomo por el señor, el landlord; los sanos (o los curados)  por los enfermos,  I malati.

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4. Más de una cosa deja clara Modo linterna: la lógica y las anécdotas son de los otros. La anécdota de Gombrowicz, que tal vez debamos a Gómez, pertenece tal vez a Gombrowicz. ¡Bendita sea la duda, bendita sea la deuda! De acuerdo con la misma, los días de calor Witoldo atendía el mostrador del Banco Polaco en calzoncillos. Yo obtuve hace unos años unas fotos de Gombrowicz sacadas en el Banco Polaco. En todas tiene una expresión entre despavorida y ausente. Cierto que está en reuniones o ceremonias ajenas, muy ajenas. Salvo en una, la más rara; la expresión se reduce a un mínimo de irrespirable confinamiento; hay en la boca una mueca, entiendo ahora, que no es desdeñosa sino divertida. Debía de estar sin pantalones.

Hay, ¿cómo decirlo?, una operatividad clandestina a la que daremos el nombre (que el polaco ya anticipó) “linterna”.  Hay un uso medido (como cuando decíamos “teléfono medido”) del chiaroscuro linterna que transforma la ironía, le saca la angustiosa retombée del sarcasmo, [[[el sopetón ácido que tan atractivo resulta  solo a inspectoras de colegio =NO]]]); es, a pesar de su alcurnia retórica, una especialidad del polaco, algo ultratenue, como una categoría duchampiana. Por ejemplo: insatisfecho de comprobar, después de advertir la liturgia [crepuscular] de Vila-Matas con la servilleta, tan digna de un caballero español, que su deseo de establecer  contacto con las guacamayas se ha incrementado, y el de presentarse ante el polígrafo no;  y que el deseo de Vila-Matas de establecer contacto con Elizondo, después de habernos enterado, por obra y gracia de un escritor presumiblemente mexicano, que ese Elizondo no es Salvador, ya después de  después, el modo linterna desliza, como si la misión de un narrador documental fuera un abuso de abstinencia… Polaco:  «Con las otras preguntas es igual, lo mismo con los sobrentendidos de Vila-Matas. Sé que a Vila-Matas no le preocupa ser original, no en este caso por lo menos; pero alcanzo a intuir que se siente triste de haber quizá(s) defraudado a Elizondo (el referí) con preguntas ya formuladas infinidad de veces…»

Lo implícito, no necesariamente a cargo de la objetividad linterna.

Por carecer de modo linterna y de integridad documental propias, voy a contribuir más de lo necesario con presunciones y carraspera, exagerando los anhelos: (I) Sé que a Vila-Matas no le preocupa ser original (a nadie que necesite tanto de la literatura precedente podría importarle de veras una categoría desde el vamos tan excluyente);  (II) no en este caso por lo menos (en todos los demás, sí: espera que los lectores no adviertan su impostura, su bajísima ralea de estafador de medio pelo). Los recursos inimitables del polaco —o mejor, del modo linterna— lo habilitan para un puesto de honor en un arte que Borges practicó  después de desentender y desdeñar el arte desafiante de Mastronardi (que consistía en agraviar tras una apariencia de elogio: “Infalible en el error…”). El arte de Modo linterna es soberbio, digno de un asesino (retórico) serial: es el arte de injuriar sin dejar rastros.

*

5. La única gran concesión —con algo de recoveco y algo de catástrofe, con los signos indiscernibles de la voluntad y el desgano (recto y verso)— es que el polaco se deja sustituir, reemplazar, invadir por algo que es ya lo contrario de un devaneo: es una actividad y una impronta.  Depone su timidez, su calvicie, su inspiración, sus titubeos, sus anteojos siempre sorprendentes, sus gorras, su transitividad, su intransitividad,  su interlineado, su sombreada intransigencia, su moral, sus planetas y sus dígitos, su conducta (tratar de saber cómo debería desayunar un frugal argentino en el extranjero, en cálidas exuberancias tropicales o en paraísos gélidos) a un estilo al que ni siquiera tiene la arrogancia de nombrar, de llamar por su nombre (tardío, azul, geométrico, futurista). A este hallazgo excepcional, esta maniera,  que nosotros podemos finalmente admirar (no apreciar)  sin posibilidad alguna (aunque hayamos egresado) de asimilarla dio en llamar: “modo linterna”. A todo eso tuvo el coraje de renunciar el polaco por ese procedimiento, ese método, ese instrumento, ese misterio.  Menos a dos cosas: su amor por la literatura  y su amor por la Pancha.