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lunes, diciembre 04, 2017

"Los ojos son trabajadores calificados"

Emilia Racciatti lee El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon, y entrevista a la autora para la agencia Télam:


En "El trabajo de los ojos", Mercedes Halfon traza un itinerario de interrogantes y reflexiones sobre la mirada, sobre cómo el desplazamiento y la condensación implicados en ese ejercicio construyen un estilo y una identidad, que en este caso toma cuerpo a partir del estrabismo de la escritora.

En "El trabajo de los ojos", editado por Entropía, la narración empieza cuando muere el oculista de la protagonista y eso dispara un recorrido por sus vínculos familiares, desde las enfermedades y cuidados heredados hasta el fantasma de lo que puede pasar con la vista de su hijo, sin dejar de pensar en la mirada como insumo para su trabajo de periodista, crítica de teatro y escritora.

"¿Hasta qué punto los anteojos me generaron entonces una «forma de ver»? ¿Hasta qué punto generaron además una narrativa de mí misma?", se pregunta Halfon durante la entrevista, en la que asegura que "los ojos son trabajadores calificados".

—¿Cómo surgió el trabajo del libro?

—Hace ocho años me invitaron a un ciclo de lecturas organizado por Cecilia Szperling donde la propuesta consistía en producir un texto que diera cuenta de algo privado, íntimo, una confesión. Se me ocurrió escribir sobre mi estrabismo. Un tema que me daba pudor nombrar. Mis problemas en la vista siempre fueron varios, tengo astigmatismo e hipermetropía en escalas elevadas desde los tres años, pero el estrabismo es el que rige todo lo demás. El uso de anteojos desde antes de tener una "forma de ser" me resultaba intrigante.¿Hasta qué punto los anteojos me generaron entonces una "forma de ver"? ¿Hasta que punto generaron además una narrativa de mi misma? Había algo ahí. Toda la cuestión me incomodaba.

—¿Cómo fue el proceso de escritura?

—Me costó escribir, encontrar las palabras, ir al fondo y por eso mismo me di cuenta de que existía un núcleo al que tenía que acceder lentamente. Ese texto tenia cuatro páginas y a partir de ahí pasaron muchas cosas. Tuve distintas hipótesis de lo que el texto podía ser, tuvo momentos en que la ficción era más fuerte, después eso fue como adelgazando y otros aspectos se fueron robusteciendo, fui encontrando un tono, una forma, una estructura. Y a la vez fui leyendo sobre oftalmología, nutriéndome de un lenguaje específico. Mientras estaba en ese trabajo fui madre y abandoné el texto algún tiempo. Después también atravesé la cursada de la Maestría de escritura creativa de Untref donde seguí pensando el texto desde distintos enfoques. Un año después de terminar la maestría quedó esta versión.

—La narradora dice que existe una vinculación entre mirar y escribir. Hay algo de eso que persiste en el libro.¿Cómo explicás esa relación?

—Creo que todo el libro intenta responder esa pregunta. En realidad esa afirmación nace de mi dificultad para mirar y la reflexión sobre por qué, siendo que me cuesta ver, lo que quiero hacer es eso: mirar, leer, escribir, cosas que se hacen con los ojos. Mientras estaba escribiendo este texto, leí en algún lado que el estilo nacía de la debilidad. Todo lo contrario de lo que el sentido común indicaría: que la posesión de un estilo en el arte sería alcanzar una cierta perfección en la ejecución de las formas. Acá se proponía pensar que el estilo está en la falla, en el síntoma, el error convertido en programa, y la escritura como lo que hace cuerpo ese error. La idea me resonó profundamente por el modo en que se inició el proyecto de escritura de este texto, el estrabismo, una falla que me había marcado desde siempre. Esa debilidad constitutiva de mi cuerpo había sido el motor de mi escritura.

—¿Por qué elegiste la cita de Kerouac como introducción? ¿Puede funcionar como anticipo del cruce entre el relato y el ensayo que propone el libro?

—La cita la elegí porque me encanta ese poeta y cuando leí la frase me pareció que anticipaba un poco la idea de obsesión que está en el libro. El ojo dentro del ojo, la piedra dentro de la piedra. Es uno de "sus principios", una lista de 30 ideas sobre literatura que está en el libro, La filosofía de la Generación Beat. Cuando la leí me resultó muy inspiradora, muy graciosa esa lista, principios para abrir, para estimular, no para cerrar nada. Lo cierto es que yo soy poeta, es de ahí de donde vengo y lo que leo la mayor parte del tiempo. No sé si este libro haya terminado siendo de "prosa poética" como en algún momento pensé, pero sin duda la estructura se da por suma, por adición de elementos disímiles, más que por consecución. La narración adelgazada, la metáfora como modus operandi permanente sobre la visión, son elementos que traigo de la poesía, mis armas, digamos, para abordar el texto.

—¿Lo definirías como un ensayo?

—No creo que sea un ensayo, pero sí que tiene elementos ensayísticos, también algunos de crónica, autoficción, otros ficcionales. La verdad es que el género de este libro es un poco misterioso, por eso también los editores de Entropía decidieron publicarlo en la colección Apostillas que sencillamente no responde a esa pregunta, si no que ubica cosas raras, un poco inclasificables, experiencias literarias donde el horizonte es más bien la disolución de los géneros.

—¿Cómo hiciste el título?

—Apareció al final. Como dicen los poetas: bajó. Releyendo uno de los capítulos, el dedicado a Georg Bartisch, de pronto me apareció en relieve esa frase. Porque el trabajo de los ojos ¿cuál es? mirar, analizar, distinguir, ubicar, orientar, percibir/se, conectar, leer, tal vez también escribir. Igual se puede escribir sin ver. Se puede leer sin ver. Pero no siempre fue así. Los ojos realizan un trabajo que es natural, fisiológico, pero también es cultural, emocional e individual. Los ojos pueden dejar de cumplir alguna de sus funciones. Cada ojo puede apuntar a un lugar diferente. Uno puede funcionar y el otro no. Los ojos son trabajadores calificados.

—Trabajás como periodista, poeta y crítica teatral, entre otras labores con las letras ¿Cómo definís tu relación con la escritura?

—Antes me peleaba con esa dispersión, esa condición híbrida, envidiaba a los que podían hacer una cosa y abocarse totalmente, pero al final acepté que eso no me iba a salir nunca. Igualmente creo que en las artes no hay caminos separados y paralelos. El periodismo es mi profesión y me encanta, porque fue lo que a lo largo de los años me permitió seguir investigando, pensando y vinculándome con las cosas que más me interesan. Claro que mi relación con la escritura es central, es siempre el principio y el final de las cosas que hago, el medio por el que mejor me expreso, pero tampoco tengo una idea muy conclusiva de eso. Periodismo, narrativa, poesía se contaminan. Por ejemplo, en mi poesía también está ?-quizás estuvo- muy presente la idea de registro, lo documental. Claro que los procedimientos poéticos ahogan cualquier atisbo de realidad palpable, pero detrás de ellos está lo verdadero, lo auténtico, lo confesional. Me costaría mucho hacer una poesía puramente lúdica, pero nunca se sabe.

Ver para creer

Paula Perez Alonso lee El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon, y escribe su reseña para Radar Libros:


La cita de Kerouac, “El centro de interés es una piedra preciosa. El ojo dentro del ojo”, anticipa la tensión entre lo más cercano y lo más misterioso de lo que se ve y la posibilidad del extravío.

El doctor Balzaretti muere y deja a la narradora en estado de errancia. Cuando era una niña de tres años y por un estrabismo evidente –el mismo que sufrían su madre y su hermano mayor– sus padres consultaron a varios zares de la oftalmología, el especialista fue el único que se opuso a la intervención quirúrgica. Y tuvo razón: tal como él vaticinó, en la adolescencia la desviación se corrigió sola. Al enterarse de su muerte, queda impactada; lo recuerda “enfundado en trajes ocres con leve perfume a naftalina, rectilíneo, adusto pero amable. En su consultorio, más allá de la caja luminosa con letras colgada en la pared, no había instrumentos. Prácticamente no revisaba, su modo de formular diagnósticos era distante, abstracto, parecido a la adivinación”. La acecha la duda de si encontrará remplazo a su salvador.

Desde las primeras páginas, El trabajo de los ojos hace de una anomalía una experiencia singular. A los treinta años, la joven reconce que esta enfermedad, “que implica la imposibilidad de fijar la mirada de ambos ojos en el mismo punto del espacio y que puede afectar la percepción de la profundidad, el tamaño y la distancia”, la ha desplazado a un lugar de extrañamiento. ¿De qué manera el estrabismo la desubicó y, al mismo tiempo, condicionó su vida y su visión, su relación con el mundo? ¿Puede extraviarse del todo en la ceguera? Sabe que puede perder la vista de ese ojo porque siempre está mirando para cualquier lado y el esfuerzo lo hace el otro. Sin ningún énfasis, la protagonista adopta una distancia, no como una estrategia ni un gesto defensivo sino más bien como una intermediación en el modo japonés que describe el antropólogo Michitaro Tada; esa distancia habilita una observación de la observación que se despliega y repliega sin un objetivo concreto (que anularía toda la gracia). En japonés el término “gesto” se denomina shigusa, que significa un movimiento corporal controlado y, en particular, marcado por la suavidad. La intermediación también es la que describe la analogía entre ver y fotografiar, cuando recuerda a su padre en las vacaciones, que los hacía quedar quietos a los gritos en la playa (“el viento metiéndonos arena en la boca”), en el desfasaje entre lo que se cree ver y lo que la cámara toma. Esa imperfección es lo que más le gustaba a ella, esa pequeña diferencia inaccesible.

Mercedes Halfon narra con precisión y ligereza una trama que navega entre la ficción y el ensayo. Mirar y escribir están íntimamente relacionados y ese vínculo se anuda en el lenguaje por debajo de la superficie de las cosas. La protagonista lo sabe porque escribe desde muy chica. Su mirada extrañada deja una huella anímica cuando refiere a la infancia, la relación con su madre, la llegada a la doctora Horvilleur y su tratamiento experimental; la vida en pareja y la maternidad; hasta que una tarde la deriva la lleva hasta a la guardia del Hospital Santa Lucía en la avenida San Juan y, para su sorpresa, cree ver a su madre entre los que esperan a ser atendidos; la diferencia, sí, pero también se reconoce una como tantos.

La dificultad se inscribe, nada se da por sentado. ¿Qué es ver?, ¿cómo se ve?, ¿cómo se construyen las imágenes?, ¿cómo se traducen? Son preguntas que subyacen en un texto que hace de lo breve una estética y despoja a la prosa de todo espesor cosmético. Las palabras nombran aquello que se desconoce y que se intuye como una resistencia. Lo inasible. El texto nunca se cierra sobre sí mismo, es poroso, abierto al hallazgo. Un ojo para adentro y un ojo para afuera. Y es por esto que las historias sobre ojos que va desgranando sobre Joseph–Antoine Plateau, un físico que a mediados del siglo XIX definió el principio de persistencia retiniana; George Bartisch, padre de la oftalmología moderna y autor de Ophtalomodouleia (en griego “Bajo observación”), un voluminoso manual (con textos e imágenes) para cirujanos de ojos; la emocionante de Louis Braille, el ciego que inventó el primer sistema de lectura y escritura no visual basado en la sonografía; la de la ciega de Chaplin en City Lights: Homero, Tiresias, Cortázar, Borges, Joyce, Sartre, Paul Nizan y Néstor Kirchner revelan algo interior.

La cruza entre ficción y ensayo no es nueva, ha producido libros que no se pueden clasificar bajo las etiquetas habituales. Sin embargo, tal vez sean los más contemporáneos y los más vitales, justamente porque rehúyen las claves previsibles que responden a un género, proponen otra posibilidad que no tranquiliza al lector. A pesar de su suavidad y sutileza, de la duda que está implícita en su búsqueda y en sus derivas, de la naturaleza melancólica de su temperamento, El trabajo de los ojos adquiere una enorme potencia narrativa. En la segunda página dice: “Yo era una nena bizca de tres años a quien sus padres cuidaban como a una perla ovalada”, y el lector intuye que no quedará atrapada en la valva de nácar. Desde la molestia que siente la perla en el caparazón, encuentra su fortaleza y su transformación; la negatividad de la enfermedad se atribuye una cualidad. No se puede mirar siempre para el mismo lado.

¿Qué hace escritor a un escritor? Seguramente su relación con el lenguaje y, necesariamente, la mirada, y, si es estrábica, mejor. La flecha lanzada da en el blanco. Mercedes Halfon, poeta y narradora, ya se había destacado con sus notas periodísticas sobre artes escénicas. En este libro inquietante, un relato de imposibilidad extraordinario, enriquece las fronteras literarias y deslumbra con un mundo propio.

Una mirada estrábica sobre el mundo

Mónica López Ocón lee El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon, y escribe su reseña para Tiempo Argentino:

“El año pasado murió mi oculista. Balzaretti era especialista en niños, una orientación que suelen tener los que tratan el estrabismo. Es una de las enfermedades que tengo y, como a todos los que la padecen, me apareció en la infancia. Hoy la acompañan el astigmatismo y la hipermetropía. Como uso lentes de contacto y me toco los ojos continuamente, es común que tenga conjuntivitis. Virales, inflamatorias, papilares, con gigantismo. Las enfermedades oculares se reproducen.” Así comienza El trabajo de los ojos (Entropia) de Mercedes Halfon (1980), un libro breve cuya clasificación -¿nouvelle?, ¿tratado?, ¿historia clínica literaturizada?, ¿ensayo? o acaso todas estas cosas a la vez- es menos importante que la capacidad de la autora para transformar una enfermedad ocular en materia poética.

La narradora pasa revista a su enfermedad heredada, a los escritores ciegos de la historia, al sistema creado por Louis Braille, al miedo a que el hijo herede su enfermedad, el fantasma de la ceguera…Es decir, recorre el tema hasta agotarlo, o al menos hasta agotar lo que en el marco de su texto está destinado a formar un todo. Si hay algo para destacar del libro es, precisamente, la capacidad de la autora para sortear el riesgo de la enumeración de catálogo. Por el contrario, logra un enfoque que hace que la enfermedad ocular adquiera un interés universal.

El libro sorprende y atrapa porque narra y reflexiona a la vez de forma tal que el lector puede corroborar una vez más que es la mirada –y aquí la palabra intensifica su sentido- la que le confiere interés a las cosas y no las cosas mismas. “Existe una vinculación entre mirar y escribir. Estoy segura. Mi laptop parpadea” dice la autora en un brevísimo capítulo que consiste sólo en esa frase. Por otro lado, como si se tratara de una asociación libre en el diván del analista, logra que la dispersión adquiera de pronto un sentido.

La sensación que queda luego de la lectura es de perplejidad, de haber incorporado al repertorio propio de sorpresas y revelaciones una que hasta el momento no se tenía. Quizá no sea casual que Halfon haya escrito un libro que refiere a la enfermedad ocular aunque su sentido sea mucho más amplio que lo que suele llamarse “tema”. Nació en el país cuyo escritor más renombrado se fue quedando ciego de manera paulatina. También la suya era una enfermedad heredada. Como ya lo demostró Freud, además, una historia clínica puede ser un relato apasionante, sobre todo en un país tan psicoanalizado como la Argentina. Por otra parte, la enfermedad es un tópico cotidiano de conversación tan difundido como el estado del tiempo, sólo que más apasionante. ¿Quién no asistió alguna vez a la narración pormenorizada de una operación, a un concurso de males en el que cada integrante quiere lograr el premio máximo? ¿Y no es acaso el parto y sus posibles complicaciones el discurso épico-fisiológico por excelencia, el que narra la epopeya del cuerpo materno?

Existe, además, una tradición de la enfermedad convertida en literatura. Basta citar al neurólogo Oliver Sacks autor, entre muchos otros, de un libro de título tan literario como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. En Un antropólogo en Marte afirmó: “Hay defectos, alteraciones, enfermedades y trastornos que pueden desempeñar un papel paradójico, revelando capacidades, desarrollos, evoluciones, formas de vida latentes, que podrían no ser vistos nunca, o ni siquiera imaginados en ausencia de aquellos.” Quizá por eso cuando se tiene el talento para detectar y contar, como sucede con Halfon, la enfermedad se convierte en revelación. Oliver Sacks, por su parte, afirmó que se había dedicado a la neurología luego de leer el libro del escritor y periodista rumano Frigyes Karinthy quien, sin ser neurólogo, a puro talento, convirtió la aparición y operación del cáncer cerebral que padeció en una joya narrativa, Viaje alrededor de mi cráneo, que rescató recientemente Juan Forn en la colección Rara avis de Tusquets.

En la contratapa dice el escritor Ezequiel Alemián: “(…) lo que El trabajo de los ojos observa es la observación misma.” Y es cierto. Nada más apasionante que la observación porque es la que “construye” la realidad. Por eso, ésta no tiene un sentido unívoco, sino uno particular para cada uno. Como puede deducirse del libro de Halfon, aunque no lo diga de forma explícita, es que se necesita una mirada estrábica sobre los seres y las cosas para hacer literatura.

martes, noviembre 28, 2017

Reseñas convalecientes

Quintín lee El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon, y escribe su reseña para La lectora provisoria.

A veces reseño libros para no olvidarme de ellos. Es inútil: cuando escribo, los olvido más rápido. No tiene que ver con la calidad del libro sino, supongo, con la edad. También me olvido de muchas otras cosas. Pero, al menos, queda algo escrito, aunque no sé para qué sirve que quede algo escrito.

El trabajo de los ojos forma parte de un género que se podría llamar autobiografía Petete: el libro gordo te enseña, el libro gordo entretiene. Se usa mucho ahora. Halfon (Buenos Aires, 1980) era bizca de chica, después encontró una oculista que le corrigió la desviación y siempre se interesó por el tema. Igual que la mexicana Verónica Gerber Bicecci, cuya Conjunto vacío es otra autobiografía Petete oftalmológica. Allí se ocupa de la ambliopía, trastorno que consiste en tener un ojo perezoso o que se va para cualquier lado y que el paciente no usa para ver. No sé si Bicecci es ambliope o simplemente habla del tema a partir de terceros. Es que lo leí, lo reseñé y me lo olvidé. Lo recuerdo, eso sí, como un libro más highlife que el de Halfon, como vanguardista y un poco pretencioso. Halfon habla también de la ambliopía (¿será un homenaje oculto a Gerber B.?).

Halfon es más modesta en sus ambiciones (después de todo, el estrabismo no es tan espectacular como la ambliopía) y no apunta a ser una estrella de las artes como Gerber Bicecci. Es investigadora pero dice que le gustaría tener más tiempo para escribir (¿dice eso o lo inventé?). En 57 capítulos breves cuenta su vida sin entrar en demasiados detalles mientras nos ilustra sobre cuestiones de la vista. Por ejemplo, la biografía de Joeph Plateau, que descubrió la persistencia retiniana y se quedó ciego mirando un eclipse, o la de Braille, que se quedó ciego de muy chico y hoy tiene un monumento en Plaza Francia. Es raro cómo lo cuenta Halfon: “En Buenos Aires, en la plaza que lleva por nombre su país natal, hay un busto de Louis”. ¿Por qué esa perífrasis? Un tercer héroe francés de la oftalmología en el libro: la doctora Horvilleur, la que la cura mediante un paulatino ajuste de las dioptrías en los anteojos.

Mientras nos ilustra en cuestiones científicas e históricas, Halfon cuenta su infancia o su maternidad y se acuerda de la Chilindrina, con la que se identificaba de chica. Y así, entre pequeñas confesiones y datos precisos, el libro se termina y deja una impresión de prolijidad, elegancia y discreción. Es un poco frío, aunque toma un poco de temperatura cuando Halfon se refiere a sus héroes en el mundo de los bizcos: Jean-Paul Sartre y Néstor Kirchner.

Una lectura agradable, a pesar de ese desliz.