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miércoles, noviembre 08, 2017

Sobre catedrales y pitufos

Guadalupe Silva lee Caja de fractales, de Luis Othoniel Rosa, y escribe para Bazar Americano:


A fines de los años ochenta, el cubano Antonio Benítez Rojo describió el Caribe como una estructura fractal: una máquina de explotación económico-social a gran escala por la cual todas las islas de la cuenca serían reducibles a una sola, la “isla que se repite”. La forma fractal podría describirse así: como una figura que se repite en distintas proporciones siguiendo un determinado patrón. Un ejemplo simple son las ramas de ciertos árboles cuyas hojas reproducen la misma estructura de la rama, repiten y varían un diseño dentro de un mismo sistema de relaciones. Los seis capítulos de Caja de fractales hacen de este principio una fórmula de experimentación formal y, también, al igual que Benítez Rojo, una hipótesis política. El escenario de la novela es Puerto Rico, una de esas islas-patrón de la máquina imperialista, pero aquí no se trata de plantear una problemática regional sino más bien de imaginar un futuro próximo a partir de la distopía caribeña. ¿El futuro de quién, o mejor dicho de dónde? No solo el de Puerto Rico, país con la rara condición de pertenecer al espacio cultural de América Latina siendo un estado asociado a los Estados Unidos, sino, por así decir, nuestro futuro latinoamericano, un futuro aterrador en el que Rosa ve desatarse todos los horrores del capitalismo: desigualdad, control biopolítico y embrutecimiento social. En otras palabras: el capitalismo como régimen totalitario, según advierte uno de los epígrafes: «El capital ha logrado –como Dios– imponer la creencia en su omnipotencia y su eternidad; somos capaces de aceptar el fin del mundo pero nadie parece capaz de concebir el fin del capitalismo» (Thomas Munk).

En Caja de fractales el presente es apenas un punto de partida. Como si no existiera un pasado previo a 2017, todo ocurre a partir de allí de forma tal que apenas se nota el ingreso a la ficción futurista (los sucesivos años consignados en los títulos son fechas posibles en la vida de una persona hoy adulta: 2018, 2028, 2033, 2037-40). Aquí el presente no es el lugar de llegada para una interrogación de la historia (¿qué produjo este desmadre?), sino el lugar de partida para una pregunta sobre el porvenir. Esta novela ensaya una manera personal de narrar el futuro; lo hace evitando los recursos convencionales de la narración realista, introduciendo elipsis y saltos en el tiempo, demorando y acelerando el paso de una cosa a otra, produciendo variaciones inesperadas en los puntos de vista (yendo de un personaje a otro, de lo humano a lo animal, de lo angélico a lo humano, de un ángulo subjetivo a una perspectiva omnisciente) y, por último, haciendo un uso muy calculado del delirio yonki al estilo Burroughs y combinándolo con guiños, citas y referencias eruditas de corte borgiano (en otras palabras, invitando a una lectura transtextual). Sus tres personajes principales (Alfred, Alice y Trilcinea, conectados con la novela anterior de Rosa, Otra vez me alejo) viven entre libros, drogas y complots con una melancolía que recuerda a los poetas tristes de Roberto Bolaño. La prosa es engañosamente límpida y por momentos hipnótica, incluso delirante. Se trata, en fin, de un texto experimental que interpela al lector con una pregunta que trae al futuro una vieja cuestión literaria: cuál es el lugar de la literatura en la cultura del malestar y cómo hacer intervenir la escritura en la política. La pregunta, aquí, se plantea dentro de un contexto ficcional distópico. En el colapso total de la fachada humanista de nuestra civilización, cuando al agotarse los recursos naturales del planeta los países dominantes muestran su cara más abiertamente criminal, los últimos sobrevivientes de la pequeña bohemia que protagoniza la novela se entregan a la única tarea en la que se les permite escapar hacia adelante: la escritura. «Doce libros entre los dos, doce libros en tres años que realmente son cartas, no a las próximas generaciones, sino al próximo mundo, al mundo que los sucederá y en el que se sienten incapaces de vivir» (70). Menos que un archivo encapsulado, lo que escriben estos personajes antes del suicidio se parece a una advertencia. La novela requiere para sí misma esa condición y propone incluso un tipo de activismo político-literario en la línea abierta por el segundo de los epígrafes: «Toda la creación es lenguaje y nada más que lenguaje, el cual por una razón inexplicable no podemos leer en el exterior ni podemos escuchar en el interior» (Horselover Fat, o Philip Dick). El «fractalismo» (en la novela un movimiento de insurgentes) propone tácticas de escape al exterior de esa hegemonía, tentativas de hackeo a gran escala. ¿Hay un afuera del capitalismo? La novela dice que sí, pero no es por la revolución militarizada orientada al Estado, sino por el sabotaje: las líneas de fuga, el crackeo, la multiplicación de experiencias hedónicas o improductivas en base a drogas, estados de éxtasis, convivialidad y desde luego, literatura, y, en fin, la diseminación de nuevos rebeldes: «pitufos» por doquier, pequeños destructores del sistema que en la novela aparecen como héroes anónimos de una guerrilla feliz, cuyo horizonte, lógicamente, no es la nación sino la aldea.

Así descripta, la novela parece un proyecto micro-conspirativo, y tal vez lo sea en tanto fomenta la producción de grietas dentro de un mundo concebido en clave paranoica. El momento más claramente «fractal» del texto es aquel en que describe la acción de un libro llamado La dignidad. Se trata de un libro anónimo que llega por email y muta cada vez que el destinatario reconfigura el texto de acuerdo con un instructivo extremadamente riguroso distribuido por la internet profunda. La analogía entre este dispositivo de viralización (una «Babel virtual», 45) y la construcción de refugios para el futuro (ciudades en túneles que son como versiones postapocalípticas de los sueños utopistas: «catedrales» del porvenir) resulta evidente. Así como también es evidente el entusiasmo con la idea misma del sabotaje supuesta por el libro-plantilla del que todas son copias únicas sin que exista un autor original. «En el fondo, poco importa el contenido del libro: una suerte de caja o de lienzo anarquista. Lo importante es el modo de difusión, el medio anónimo y secreto. El libro, desde el principio, actúa como si fuera un arma terrorista, como si contuviera el secreto de una insurgencia revolucionaria contra las muertes que causa el capitalismo […]. Los centros de poder ahora se sienten tan vigilados como la gente» (47).

La pregunta sobre el lugar del escritor se contesta ahí, cuando el libro efectivamente promueve la acción diseminada (como «hongos» de pitufos esparcidos por el mundo). Desde ya, la propia novela no es un texto anónimo, ni tampoco predica el fin de la literatura (de hecho hace todo lo contrario). Pero sí es la ficción de alguien que se muestra a favor de una ética anarquista. Como en otro pliegue de su propio fractal, Rosa investiga la relación entre anarquismo e ideología literaria en su tesis de doctorado sobre Macedonio Fernández y Borges, realizada en Princeton y recientemente publicada por Cuarto Propio. Allí, en la introducción, y luego de una dedicatoria a Ricardo Piglia, Rosa elabora, junto con su objeto de estudio, una propuesta:

El anarquismo nos invita a derrocar esa entidad esencializante (arkhé) y aprender a vivir en la complejidad de la diferencia constante. No podemos oponernos a gobiernos autoritarios, si en nuestras interacciones sociales nos comportamos de manera autoritaria […]. Si los patrones de acumulación de poder en las macropolíticas se repiten en las micropolíticas, la resistencia tiene que ser igualmente fractal.
Caja de fractales, este pequeño libro de 99 páginas (casi la misma extensión de La dignidad, su doble interior) imagina un tono y un tipo de héroes para esta nueva forma de resistencia, en la que medios y fines no son instancias de juicio diferentes, sino la misma y tal vez la única cosa.

martes, agosto 08, 2017

Ruinas y esperanza

Carlos Fonseca lee Caja de fractales, de Luis Othoniel Rosa, y escribe sus impresiones para Otra Parte Semanal:


“Y es que, sin saberlo, y rodeados de muerte, descubrieron una de esas desastrosas realidades de la vida: sólo la letra sobrevive al desastre”. La frase, magnífica y aterradora a la vez, subraya una de las valientes intuiciones de Caja de fractales, segunda novela del joven novelista puertorriqueño Luis Othoniel Rosa: ante el desastre, ante la crisis —emocional, política, ecológica, académica—, la escritura se convierte en un modo de supervivencia. La literatura como último refugio: una apuesta poética que es a su vez una forma de vida y un modo de permanencia. Si ya en su primera novela, Otra vez me alejo (2012), Rosa había explorado los vínculos afectivos que terminaban configurando un espacio de resistencia literaria dentro de los muchas veces asfixiantes laberintos de la academia norteamericana y sus múltiples crisis, en Caja de fractales la apuesta es mayor: centrándose en la crisis económica de Puerto Rico y sus imaginarios futuros distópicos, la novela esboza en torno a la literatura un espacio alternativo de solidaridad. Mientras el capitalismo —y por ende, según la tan citada frase de Fredric Jameson, el mundo— se viene abajo, los protagonistas de esta delirante novela reconstruyen otro mundo posible, un mundo que crece entre las ruinas del capitalismo con la impresionante voluntad de los ríos subterráneos.

Lector de Macedonio Fernández —en torno a cuya obra escribió un ensayo titulado Comienzos para un estética anarquista—, heredero de Manuel Ramos Otero y de Ricardo Piglia, Luis Othoniel Rosa sabe que es esa precisamente la utopía literaria: crear una sociedad paralela, alejada de los poderes del Estado y del mercado. Caja de fractales toma esa intuición y le suma otra igualmente pertinente: en sus páginas, la amistad se convierte en poética, en redes subterráneas de solidaridad que hacen posible imaginar un mundo después del mundo. Nos hallamos ante un autor que ha encontrado en la amistad una poética de supervivencia, un motor para la escritura. Sólo la amistad sobrevive al desastre, podríamos añadir, modificando la frase inicial. Y es así como en las aventuras del Profesor O, Alice Mar, Alfred Dust y Trilcinea, entre otros, encontramos un gran mosaico donde la literatura y la amistad se convierten en espejos de sí mismos. Sólo a través de la escritura, parece sugerir el autor, podemos llegar a crear esos lazos que nos ayuden un día a escapar de la pesadilla histórica que amenaza con destruirnos.

Ante la famosa frase de Joyce —“La historia es una pesadilla de la que intento despertar”—, la apuesta de Caja de fractales recae en negarse a despertar a lo real y a sus mil nombres —sensatez, pragmatismo, liberalismo, realismo— y, en cambio, apostarlo todo por seguir soñando. En sus páginas encontramos el bello y a veces terrorífico sueño colectivo de una sociedad que en su fuga final se niega a dejar atrás el arte, pues sabe que allí se esconde su única salvación posible. Una novela cuya ambición es la de convertirse en una de esas catedrales perdidas en un paisaje de ruinas, bajo cuyo esplendor una sociedad fugitiva encuentra esperanza.

miércoles, julio 26, 2017

El capitalismo como droga dura

Leonardo Sabbatella lee Caja de fractales, de Luis Othoniel Rosa, y escribe para Revista Ñ:

Los contratos realistas y naturalistas, si bien no han sido los únicos, sí fueron dominantes en las escrituras que buscaban la crítica social o, al menos, someter a discusión cierto orden establecido. En Caja de fractales, Luis Othoniel Rosa propone una salida a través del futuro. Y no se trata solo de un relato con enormes saltos temporales hacia adelante (uno de los capítulos transcurre en 2701) sino también de la búsqueda de otros órdenes de vida, como puede ser el que permiten las drogas o la pregunta por otras reglas para el tiempo y el espacio. El futuro no parece ser un lugar mejor pero sí una forma de crítica al presente y sus probables perspectivas.

Si el capitalismo ha logrado, como dice el epígrafe de Thomas Munk que abre el libro, imponer la creencia de su eternidad, de ser el único (y último) modo de organización social posible, cualquier intento por desmontar esa idea no deja de ser un experimento sociológico. Por momentos, Caja de fractales parece probar al mismo tiempo tanto los efectos brutales del capitalismo como la posibilidad de pensar sus alternativas y puntos ciegos. Aunque no debe confundirse el libro como la ficcionalización de una teoría sino, en el mejor de los casos, la teorización que nace de un aparato ficcional.

Othoniel Rosa tiene predilección por la velocidad y el delirio aunque a veces se convierte en ansiedad y en una lucidez entorpecida, como si fuera el efecto colateral de las drogas que consumen los personajes. Los comportamientos del trío de protagonistas por momentos parecieran llevar al límite el verosímil y la organicidad del texto. A veces con guiños hipsters, otras con citas eruditas, el libro se asemeja a una bitácora de ideas y bifurcaciones que juega todo el tiempo con la idea de fractura de la narración.

Caja de fractales es un libro que propone una tensión: sus casi cien páginas hacen pensar que es posible leerlo rápido, de un tirón, pero la escritura encuentra la virtud del contratiempo. Quizás lo más interesante de Othoniel Rosa es que consiguió escribir un libro lento y rápido a la vez, como si se lo reprodujera a dos ritmos distintos en simultáneo o pudiera leerse a dos velocidades.

La escritura de Othoniel Rosa, como la de cualquier autor, se alimenta de la escritura de otros. El ha decidido apropiarse de frases de otros libros para reescribirlas y conjugarlas con su estilo pero tomando la salvedad de anotar al final del libro una página con cada una de las apropiaciones bajo el subtítulo “nota de los editores”. El gesto no deja de ser elocuente. De no estar la lista de apropiaciones y citas, ¿el lector las reconocería de todos modos? ¿Sería mejor no contar con ese epílogo pedagógico? ¿El autor o los editores buscaron una forma de blindarse de una eventual acusación de plagio? ¿Es una estrategia narrativa o una intervención para hacer explícito un procedimiento?

Caja de fractales es como un octaedro en el que todas sus caras son igual de válidas.

lunes, junio 26, 2017

El libro como espejo

Melanie Pérez Ortiz lee Caja de fractales, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para 80grados:


El libro, titulado como mi reseña y escrito por Luis Othoniel Rosa, me fascinó literalmente, en el sentido de quedarme pegá con él como descifrando un enigma, en primera instancia (porque hay otras), por lo que evoca en términos de la poesía con la que está escrito. Ya dice Marta Aponte Alsina en la reseña que publicó en su blog llamado Angélica furiosa que se trata de un poema largo o una novela corta. Como la pintura titulada “Las Meninas” del español Diego Velázquez —producto de otro momento de crisis— el libro me mira, se sale de sus límites hasta que me traga y de momento me veo en la sala medio oscura con esa gente y ese perro, que ya no son nobles sino solamente raros; tanto como tú o yo. El pintor y las princesas y las damas de la corte y el perro y yo somos lo mismo: masas de células, sacos de agua que respiran parados sobre una partícula de polvo en el universo hecho de fractales de materia y tiempo.


Me tardé más de lo que esperaba en reseñarlo porque es un libro que se expande y no se deja asir. ¿Por dónde agarrarlo para explicarlo, para explicar mi fascinación con él? ¿Cómo decir que mi primera impresión fue la de que se trataba de la historia que yo estaba viviendo durante los primeros días de la huelga estudiantil que acaba de terminar? Explico. Estaba vigilando portones mientras el movimiento estudiantil participaba de la Asamblea Nacional y el helicóptero de la FURA nos sobrevolaba constantemente. Era desesperante. Nos contaban los estudiantes rezagados —siempre se quedaban atrás quienes se hubieran levantado tarde o tuvieran otros trámites que hacer ese día— que llevaba días así, especialmente por las noches. Antes nos habían contado otros estudiantes de otro comité de base que en la oscuridad y lejos de la prensa, los guardias de la compañía privada que contrata el Recinto —¿la misma que removió a las 2 de la mañana con más de 80 agentes y mediante el uso de la violencia el furgón que había comprado el proyecto de alimentación solidaria?—, que se albergaban en Plaza Universitaria donde tenían su equipo de guerra a la vista de todos, pasaban las macanas por las rejas lentamente, los insultaban y que, incluso, llegaron a desenfundar armas de fuego y apuntarles las armas cargadas, haciendo el gesto de disparar, mostrando sonrisas crueles y gozosas. Son técnicas de tortura. Por esos días se especulaba continuamente cuándo habrían entrado por la fuerza a sacar a los estudiantes del Recinto de Río Piedras con gas pimienta y gases lacrimógenos; si habría habido disparos como en los años anteriores a las políticas de no confrontación y sana convivencia. Allí en el portón de Comunicación estaba yo leyendo el libro y lo mostraba a mis colegas, gente con la que de repente tenía una vida en común. “Miren. Parece que habla de nosotros”, decía. Y le hacían fotos a la portada para mandarlo a pedir, porque el libro publicado por este joven escritor puertorriqueño, residente en Nebraska, lo publicó en Argentina la Editorial Entropía. Cuando me refiero al libro como un espejo, hablo del clima general creado, que mezcla la cotidianidad con lo terrible de que algo grave está sucediendo o ha sucedido en un lugar que no es más que un afuera de los afectos necesarios para sobrevivir. Ahora procede citar el segmento que estaba leyendo en el momento en que mostré el libro, pero tengo que aclarar, explícitamente, (me crean o no, puesto que las verdades en momentos polarizados son ideológicas y la gente está dispuesta a creer la fantasía que se construyó de antemano con cualquier argumento) que dentro del recinto nunca vi pasto ni alcohol, sino más bien las reglas de convivencia que establecieron los estudiantes que prohibían cualquier tipo de intoxicación (porque calienta el movimiento—no son tontos). Iba leyendo por aquí la primera vez que el libro se salió de sí mismo y comenzó a tragarme:

Alfred escucha voces. Alice cocina. Trilcinea fuma pasto. Todas estas son maneras de mantener el horror en el perímetro, formas de sobrevivencia, algunas más valientes que otras. O mejor, estas son maneras de marcar el perímetro. Eso es precisamente lo que Alice le dice a Alfred.

Ve a marcar el perímetro.

Y el muy imbécil se lo toma en serio. Y sale del bar y le da la vuelta a la manzana para asegurarse de que todo esté bien. Solo al volver se da cuenta de que no sabe qué significa eso de marcar el perímetro, pero le suena a algo militar. ¿Cómo se marca el perímetro? ¿Meo en cada esquina? Al volver, Trilci y Alice, muertas de la risa, le piden un informe sobre el perímetro. Alfred le dice que repartió el dinero y los cigarrillos que le quedaban a todos los vagabundos del barrio, y que una le pidió su encendedor, así que no tiene encendedor. Alice recuerda que nunca se podía confiar en el Jefe y el Profesor O con la gente que vivía en la calle porque les regalaban todo. Una vez, O volvió a un bar sin zapatos luego de salir a fumar un cigarrillo porque un vagabundo que lo conocía lo convenció de que no los necesitaba mientras el Jefe asentía, confirmando como un pendejo la historia de sus amigos. (17-18)

Repito. Es el clima afectivo el que queda como una réplica exacta a la estructura de sentimiento de estos días. El una sentirse perdida; no entender exactamente qué es lo que hay que hacer, pero tener claro que lo que hay que hacer es resistir y además proponer una fantasía habitable para que se vuelva realidad. En lo inmediato, hacer cosas que suenan a algo. “Vamos a marcar el perímetro” y saber que tal vez en una guerra del siglo XX en la que luchó una abuela nuestra, en cualquiera de los bandos, alguien fue a marcar el perímetro y se trataba de un asunto serio para el que habría adiestrado. Y no es que no sea serio que ahora nos toque resistir y proponer nuevamente, sino que somos más irónicos porque el propio Marx —a quien no debería citar porque habrá quien deje de leer sin saber que también escribió poesía vanguardista, amorosa y tuvo sentido del humor— dijo que la segunda vez que se repiten las cosas se tratará de una farsa, y vamos como por la repetición número quinientos. Pero, ¿cómo no resistir y proponer fantasías nuevas, si esto se convertirá en un moridero cuando ya no tengamos ni servicios de salud, ni educación, ni pensiones y se haya encarecido todo y hasta las playas nos hayan vendido?

Más adelante vuelvo sobre la idea del moridero, pero por el momento me centro en explicar los fractales; la caja de fractales. El tiempo que narra esta historia es post-apocalíptico. Algo ha sucedido que la sociedad puertorriqueña está reconstituyéndose como puede; pongamos por ejemplo, una quiebra. El punto de vista es el de un grupo de rebeldes que sobrevive desde las afueras. Buscan la Catedral, desde donde se organiza más gente, y a donde quieren llegar, pero no se sabe si existe, si se trata de un oasis, como se comenta, o es un mito. Afuera de este espacio lo que hay es violencia de Estado y desolación.

Esta reseña lleva un tiempo cocinándose, dije al principio. Me tardo en escribirla porque me confundía el uso del tiempo, entre otras cosas, porque los capítulos están organizados por fechas: Capítulo 1/ El año 2028, Capítulo 2/ El año 2017, Capítulo 3/ Los años 2037-2040, Capítulo 4/ el año 2701 / Capítulo 5 / El año 2033, Capítulo 6 / De vuelta al año 2018. Marta Aponte describe el año 2701 como “improbable” o “inimaginable”, no recuerdo con exactitud y no tengo ganas de volver a su escrito a corroborar el término. Recuerdo que sonreí cuando lo leí y eso es lo importante. Se trata de otro arreglo de los números que conforman el 2017 que es hoy y la fecha más temprana de esa cronología desordenada. No hay gran diferencia entre lo que se cuenta en una parte y la siguiente. Entonces me vi en la necesidad de quedarme con el libro en la cartera y seguir leyéndolo y leyéndolo para entender la trama (la diégesis, decimos los académicos). ¿Qué sucede y qué implican esos saltos en el tiempo? Hasta que me vino a la mente que la clave está en el título del libro, que también es el título de esta reseña: “Caja de fractales”. El libro es una caja de fractales. Quien haya tenido de niño un Spirograph o un caleidoscopio sabe lo que es un fractal. Son patrones que se repiten. Existen en la naturaleza. La estructura de los corales o el ramaje de los árboles tienen estructura fractal. Marta Aponte copia del internet para ilustrar su reseña una imagen magnificada de un brécol para mostrar un fractal natural. Me pregunto, si hubiera un ojo capaz de despegarse lo suficiente para mirar el universo, si este tendría estructura fractal en lugar de caótica; esto es, en patrones que se repiten, aunque de distinto tamaño.

Luego de entender esto puedo inferir que las fechas no importan en el libro, porque el tiempo es todo uno y el mismo. Entonces, como en Cien años de soledad los personajes se llaman igual sin importar las fechas. En el tiempo más lejano los que entienden todo son los niños, que se organizan para descifrar mensajes que llegan del espacio. Como en las historias de Jorge Luis Borges, son importantes las repeticiones y la noción del infinito. Pero también como en Filisberto Hernández y Roberto Bolaño, se cuenta una historia de cotidianidades absurdas, y esa mezcla en este libro entre lo mítico y lo cotidiano termina siendo decididamente política, a pesar de la pospolítica que quiso escribir Jorge Volpi en la mayoría de sus escritos, en el sentido de que pretende pensar lo común más allá de las opresiones del Estado, de los estados y, de mayor importancia aún, más allá de las retóricas derechista e izquierdista tradicionales, porque la juventud está repensando el vocabulario y los modos para la política y esta novela se convierte en un homenaje a esta realidad. Me cuenta Luis Othoniel en una breve conversación que tuvimos, que no da para llamarse “entrevista”, pero que me sirvió de mucho y le agradezco: “Esa novela es el producto de muchos años de conversaciones con amigos en Occupy, amigos en asambleas de Black Lives, borracheras con Adjunct Professors nómadas que se cagan en todo, documentales de física para no deprimirme, y sí, pues, una que otra droga.”

Me atrevo a decir que el activismo político que encuentra vocabulario para pensar el futuro en la solidaridad tiene antecedentes importantes en la lucha para que el estado se ocupara de las personas afectadas por la epidemia del SIDA de los años noventa del siglo XX y en las luchas a favor de la preservación del medioambiente. De este primer contexto es hija la novela corta titulada Salón de belleza, del mexicano Mario Bellatín. Es un antecedente importante de Caja de fractales, creo, por lo que cuenta, puesto que lo que se vive también es un mundo apocalíptico en el cual el único modo para sobrevivir es encontrar el modo para mejor morir. La novela del mexicano cuenta cómo, en medio de esa crisis ignorada, en el neoliberalismo de los noventa en el que todo se convirtió en culto a la belleza de compra-venta, un peluquero convierte su salón de belleza—que tenía adornado con hermosas peceras que fungen como metáforas de lo que sucede dentro de los vidrios de su negocio, como un fractal–, poco a poco y sin quererlo, en un moridero. Esto es, un lugar en el que ayuda a bien morir a la comunidad de la que nadie más se ocupa. En Caja de fractales se comienza a hablar temprano del hoyo negro. Dice al respecto:

La idea proviene de la física. Siguiendo las teorías de Leonard Siskind, uno de los proponentes de la teoría de cuerdas, si uno entra en un hoyo negro, y voltea la vista hacia afuera, apenas un instante antes de ser despedazado y destruido por la potencia gravitacional, uno tendría la vista más única e increíble de todo el universo. Adentro del hoyo negro las leyes físicas se rompen. Ni la luz ni el tiempo pueden escapar. La fábrica misma del espacio –tiempo se convierte en otra cosa para la cual no tenemos la arquitectura mental, pero la intuimos en el universo quántum de nuestros átomos. Al voltear la vista, en un instante antes de la muerte, pero un instante también podría ser eterno, veríamos la galaxia sin tiempo y sin espacio, la totalidad del universo, su pasado, su futuro, todo comprimido en un mismo cuadro como un Aleph. (25)

Decía que la muerte es un tema recurrente en el libro. Los personajes se empeñan en buscar La Catedral. Parece que es un foco importante de la rebelión. Dicen que se ha creado una comuna allí, que es una especie de oasis. Cuando finalmente llegan, se trata de un moridero; allí se ayuda a la gente a morir bien, puesto que hay una epidemia que está matando a todos. Y me pregunto yo si es un libro que invita a que nos rindamos a la muerte. Y me respondo que sí, pero no es una incitación al suicidio. Es que para que otro mundo nazca tiene que morir este, y en ese proceso estamos. Ya mi artículo anterior para este medio se tituló “Solo se muere dos veces” y se me acusó de apocalíptica. Yo solo nombro el contexto de fin de los tiempos que vivimos, esta vez en muy buena compañía. La crisis económica representa la muerte de un modo de vida y lo que propongo, lo que propone la novela, como lo ha hecho la literatura siempre en atención a los ciclos del tiempo y la naturaleza es la metáfora del fénix.

El problema es que nuestras mentes no pueden dar cuenta de toda la belleza que se repite en forma fractal, porque solo sabemos de nuestra experiencia. ¿Cuando nace una niña, nacen todas las niñas? ¿Cuando alguien tiene un orgasmo hoy, se vuelve un orgasmo colectivo en tiempo y espacio? Quiero decir, ¿vuelve a tener un orgasmo una persona cualquiera que habitara en un pequeño pueblo en cualquier lugar del planeta en 1927? ¿todas las que una vez existieron? ¿es la muerte de una boxeadora valiente la muerte de toda la raza humana y el nacimiento de cualquier niño el renacimiento del universo entero? Escribo esto porque la novela describe un libro. Se trata de un libro colectivo, que llega de forma anónima a ciertos individuos a quienes se les pide que añadan su historia y luego se lo pasen a otra persona. El libro se titula La dignidad.

…llegamos a la conclusión de que las diferentes versiones de La dignidad comparten todas una estructura: la primera parte es una larga lista de obituarios de muertos recientes, de gente que muere o es asesinada por causa de una violencia estructural, la segunda parte es una lista de manifiestos brevísimos que postulan modos de organización social en donde esas muertes no sucederían, y, por último, hay una lista de reseñas sobre modos concretos de insurrección que están sucediendo alrededor del globo y como continuarlas o apoyarlas. Estas tres partes son precedidas por una suerte de prólogo titulado, al igual que el libro La dignidad; un prólogo que, sin decirlo, refiere a doctrinas clásicas anticapitalistas y en contra de la alienación en el mundo moderno. (43-44)

Tenemos que contar las historias anónimas e insistir en imaginar, porque la realidad primero se construye en el imaginario y la literatura puertorriqueña lleva rato ocupándose de ello. De hecho, lo que está por suceder ya está descrito en los libros: “De la noche a la mañana cerraron los puertos, no entraba ni salía nada, y tampoco había manera de salir de la isla. Y pues claro, hubo pánico. Los militares se metieron en las escuelas y en todos los sitios que podían y confiscaban los alimentos, nos convertimos todos en mendigos” (65)

Mi primera conversación con Luis Othoniel surgió así. Leí aquella parte que citaba al principio, sin todavía haber llegado a esta que acabo de copiar y le escribí para preguntarle así, a rajatabla: “¿Esa novela tú la soñaste?”. Me respondió lo que arriba copio sobre la semilla del libro, con una sonrisa que imagino, porque nos escribíamos por medios digitales. La caja de fractales que pretende ser la novela muestra que somos siempre los mismos habitantes de la tierra, haciendo las mismas acciones, naciendo y muriendo y amando o tal vez odiando. Pero también reconoce que, a pesar del cansancio y el sarcasmo—que no ya ironía ni cinismo— comenzar de nuevo es siempre una oportunidad fresca. Por eso tal vez son los niños los únicos que entienden y los mayores solo hablan enloquecidos o desesperados. Por ello también al final, se parte con suministros clandestinos camino a Bolivia donde hay una Catedral que los espera.

miércoles, junio 21, 2017

¿Escritor en peligro?

Quintín lee Caja de fractales y Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y escribe para Perfil Cultura:

Es muy frustrante descubrir a un gran escritor secreto y perderlo al poco tiempo. Hace unos días, Gonzalo Castro me hizo llegar Caja de fractales, flamante novela del puertorriqueño Luis Othoniel Rosa (Bayamón, 1985). No logré averiguar si Othoniel es segundo nombre o primer apellido, de modo que lo llamaré LOR. Recibido el libro, Castro me preguntó si había leído su primera novela, publicada también por Entropía en 2012. La busqué entre caóticas pilas y estantes, la encontré y la leí. Se llama Otra vez me alejo, y así descubrí a un gran escritor.

Otra vez me alejo es una novela de campus, que transcurre entre estudiantes de doctorado en Princeton, “el Pueblo de la Princesa”, como lo llama LOR, que estudió ahí para después enseñar en Duke, Colorado y Nebraska. Su currículum es típico del latinoamericano cooptado por el sistema universitario gringo, variante radical de izquierda: entre sus intereses académicos, LOR incluye temas como “Anarchist studies”, “Feminist studies”, “Queer studies”, “Race and ethnic studies”, “Contemporary radical political thought and praxis”, “Marxism”, “Deconstruction and psychoanalysis”... no falta nada. Y, sin embargo, Otra vez me alejo es ligera, encantadora y crítica de su ambiente: “La búsqueda de conocimiento era sólo una honrosa mascarada, una movida retórica para producir prestigio, un gancho mediático para rentabilizarse. Los estudiantes doctorales del Pueblo de la Princesa, y me incluyo, éramos la reencarnación vengativa de los sofistas griegos”. Escrita en un español prístino, propio de quien viene de un país donde la lengua está amenazada, el libro mezcla historias personales, interpretaciones de la Historia (algunas decididamente geniales) y la escritura valsea como si se dejara llevar amablemente por la marihuana que consumen sus personajes, un grupo de amigos bastante cortazariano. Es un libro hermoso.

No es que Caja de fractales no lo sea. Al contrario, es excelente. Pero basta comparar las fotos de la solapa para advertir que algo no anda bien con LOR. En la primera es un muchacho flaco con aire distendido; en la segunda, un señor más bien gordo, maduro, de aspecto ansioso. La novela se agrega a este género de moda entre latinos que es el futurismo apocalíptico. El tipo que decía quedarse en la marihuana porque la cocaína y el café lo excitaban ahora es parte de un ambiente de drogas durísimas en un contexto tremebundo: el planeta se ha quedado sin energía y Puerto Rico es un infierno del que está prohibido salir. La novela salta en el tiempo y narra la muerte de cada uno de los amigos de Otra vez me alejo. El profesor O sigue denostando al sistema: “Su performance de intelectual subversivo tiene muy contentas a las altas esferas corporativas de la universidad americana”. Pero muere antes que el resto y la novela transmite una desesperación palpable, como si estuviera escrita frente a la certeza de que tanto Puerto Rico como la Academia son invivibles e inviables. El remedio sería un movimiento mesiánico que parte de la conexión entre el anarquismo y las catedrales medievales para desembocar, mezclando a Teresa de Calcuta y el Che Guevara, en una muerte feliz para los viejos mientras nace una civilización juvenil poscapitalista. Caja de fractales está viva, pero la salud del joven LOR me preocupa.

viernes, mayo 26, 2017

Una suerte de máquina anarquista

Desde Chile, Julio Meza lee Caja de fractales, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para la Revista Cinosargo:


En el San Juan de Puerto Rico de 2028 hay una crisis energética y alimentaria que se repite en todo el mundo. La ciudad ha sido amurallada y militarizada, los barrios ricos se han protegido a su vez con otros muros. Un grueso de la población ha quedado fuera. Los supuestos excluidos se han organizado en pequeñas comunidades, las que aprovechan los recursos naturales en diálogo respetuoso con el ecosistema. Aquellos que están dentro de los muros están cada vez más amenazados.

En Caja de fractales una lucha se reitera una y otra vez; es aquella que apunta contra la modernidad y su máquina económica, el capitalismo. Esta lucha ocurre entre la ciudad y sus contornos, y también en las búsquedas de los personajes, las que acontecen en situaciones de distintos matices. Por ejemplo, los protagonistas, Alice, Trilci y Alfred resisten dentro de la ciudad y redistribuyen los pocos recursos que poseen; el profesor O trata de quebrar los límites del espacio-tiempo y se embarca en un viaje psicotrópico; la boxeadora Cristi Martínez (personaje basado en una boxeadora real) se enfrenta a la violencia de la lesbofobia; un grupo de niñxs científicxs constituye una comunidad paralela y alternativa a la de la ciudad; Alfred piensa y escribe sobre un futuro lejano, más allá de la crisis que lo rodea, y que pareciera la convergencia alucinada de las luchas: la destrucción de la tierra. Todas estas búsquedas son formas de saltar la valla del capitalismo, e incluso de pensar y organizar un nuevo momento.

Sobre esto último se reflexiona cuando se describe al grupo de niñxs científicxs y su comunidad (en donde ya no cabe Alfred por su narcisismo). Los niñxs han organizado un espacio social en donde no existe la propiedad privada y en donde los recursos son generados por y para la colectividad, y de un modo que no apunta a la acumulación de bienes ni al maltrato del medioambiente. Se apuesta así por una forma de organización social anarquista.

Y es aquí en que la novela toma un mayor interés. Ya no solo despunta la presencia de la lucha perenne, a ratos simbolizada divertidamente por pitufos susurrantes o con guantes de box, sino también la disolución de las ideas liberales de individuo y propiedad. Esa lucha reiterada, fractal, se convierte en seguida en una posición a favor del fluir de la vida en comunidad, en conjunto o tribu, y en relación de paridad con el entorno.

Al respecto, resalta dos detalles. En la última página, y mediante el señalamiento de algunas fuentes bibliográficas (que han inspirado o han sido reapropiadas o adaptadas para la novela), se deja en claro que la escritura no es un acto genial realizado por la iluminación de un individuo, sino por el contrario es siempre (como el lenguaje) la expresión y el logro de lo colectivo. Esto se complementa con la licencia creative commons, que permite obras derivadas y reproducciones sin fines comerciales.

Caja de fractales es una novela estupenda, porque funciona como una suerte de máquina anarquista, pero también porque sus personajes, más allá de sus ansiedades, insisten en el humor y los afectos.

lunes, marzo 04, 2013

Lo que no tiene fin, el rizoma

Luis Othoniel Rosa lee a Sebastián Martínez Daniell y escribe para El Roommate:


«Cuando uno se deja llevar por todas las fantasías que provee este universo, uno empieza a interesarse más por la muerte, uno empieza a ver que la muerte no es la nada, no es el fin, tiene sus dinámicas y sus afinidades, y que lo muerto abunda muchísimo más que lo vivo. Uno puede jugar, por ejemplo, con las escalas; posicionarse en la escala de las hormigas para testificar sobre cómo los desastres sucesivos en ese mundo diminuto son veloces y terribles. Uno puede jugar con el residuo de los tiempos; uno puede ver cómo Ulises sigue volviendo a Itaca, cómo Napoleón Bonaparte persiste como un destello en la locura de tantos. Uno puede jugar con el espacio y la materia; uno puede leer las narrativas que nos proveen los astros y la meteorología, vislumbrar un posible vínculo, siempre mínimo, siempre absoluto, entre nuestras narrativas de hormigas, y la razón para los diluvios. La segunda novela de Sebastián Martínez Daniell, Precipitaciones aisladas, es una novela sobre las consecuencias domésticas de un adicto a las elucubraciones, de ciertos efectos digamos aislantes, digamos desagradables, del pensamiento solitario. Martínez Daniell es un escritor sofisticado, pero casi a pesar suyo, su sofisticación a veces se convierte en el tema implícito de su narración. Su sofisticación le permite vuelos sorpresivos y ganchos inesperados, pero la narración presenta estos efectos como defectos, como molestosas aunque seductoras interrupciones para una vida. Desde su primera novela, Semana, trabaja personajes y situaciones en la que cierta vocación porosa por la seducción del pensamiento digresivo limita nuestras capacidades para lo doméstico. No es Quijotismo lo de Martínez Daniell, porque estas elucubraciones interruptoras (busco, busco el concepto preciso y no lo encuentro) en el narrador de Precipitaciones aisladas, no son enajenantes. El narrador, contrario a Don Quijote, está muy conciente de lo que la realidad de la vida diaria demanda de él, pero no puede evitar que su pensamiento lo distraiga. Acá un ejemplo:

Ella lee profesionalmente el periódico, desde la última página hasta la primera, y se forma una idea acabada de la actualidad. Vive en un tiempo moderno, de acontecimientos cotidianos que persiguen su línea argumental y pelean por las primeras planas. No padece mi síndrome monástico de tiempos circulares, de fijaciones clavadas en el extramuros, donde más o menos da igual que tal cosa haya sucedido o no. Vera pasa las páginas del diario y la mañana se demora en clamores vitales. Me empuja hacia fuera, hacia el sol, como un Dédalo que clava su paladar en el anzuelo ascendente. Sin embargo, mi voluntad es quietista y cierro los ojos para flotar más allá de Plutón, hasta sustraerme del magnetismo solar e ingresar en la heliopausa. Abandono a Vera allá en la Tierra y me hundo afuera, en la sustancia viscosa del duermevela, donde los oniromantes no son más poderosos que los botánicos.

-¿Te vas a pasar el día durmiendo? –Vera pone en funcionamiento la maquinaria del día. 

Adicción a una modalidad del pensamiento que genera sujetos estéticos con una ilustre incapacidad de sostener un mínimo de domesticidad conyugal (pienso en Emma Bovary, pienso en los personajes de Virginia Woolf en The Waves). Me parece que es algo que tiene ver con las fantasías infantiles, el niño que mientras camina a la escuela se imagina un arquero que defiende con su flechas a una princesa del ataque de un dragón. Ese niño a lo largo de los años, en su praxis constante de producir mundos imaginarios que lo distraen de la ociosa realidad, se convierte en un experto, en un especialista de la introspección, pero no un loco. Precipitaciones aisladas no es un libro sobre la locura que nace de la barroca fantasía, aunque la locura a veces se asoma:

El Emperador apareció esa noche junto a los mingitotios del restaurante. En esa época, Bonaparte todavía conservaba las formas y se engalanaba en ultratumba para visitarme en mi celdilla de presente continuo. Nuestra relación no era tan fluida y él aún consideraba que yo debía prestarle una atención extraordinaria. Vestía sus polainas blancas y su saco azul Francia, manchado más de pólvora que de sangre. Yo le dije que más tarde, que estaba cenando con unos amigos, que después pasara por casa. Pero él, hipersensible, insistió en que tomaría solo un Segundo, que era una pregunta y nada más. No es un hombre acostumbrado a esperar, el Emperador. Le dije que nada podía ser tan urgente, que no me molestara, que no me hiciera una escena en un baño público. Él me dio la espalda y se alejó hacia los inodoros, pero antes de que pudiera escapar, me dijo angustiado.

-Tú también te has dado cuenta, Napoleón, de que las sombras tendrán siempre el mismo color sin importar la pigmentación del cuerpo que las proyecte.

Cubrí mis ojos con las palmas de las manos, en lugar de taparme los oídos. El Emperador continuó.

-¿Te has dado cuenta de que no importa si la capa es negra o roja, porque su sombra seguirá siendo gris? ¿o es que no te importa?

-No, no es que no me importe a mí, Emperador. Es que no tiene ninguna importancia y usted tampoco debería estar fijándose en eso.

-Pero algo debe significar, ¿no?

-Las sombras, Emperador, solo contemplan la opacidad del objeto y la intensidad de la luz. El resto les da igual, el color, la forma, la antigüedad…

-Sí, sí. Pero algo debe querer decir, ¿no?

No le contesté. Vera aún no había llegado.

Tal vez, algo que une las innumerables fugas digresivas en esta novela es la teorización de algo muerto, algo del pasado, que al destellar en el presente, adquiere autonomía de su fuente original. Ese sería el caso de las apariciones del Emperador Bonaparte a lo largo de la novela, pero también de esas sombras por las que se pregunta el emperador, sombras que tienen independencia del color del objeto que las genera. La cita que sigue me parece crucial para entender esto. Hay teorías físicas contemporáneas que dicen que una manera de explicar algunos misterios cósmicos hoy es considerar que nuestro universo es una proyección en tres dimensiones de otro universo que tiene muchísimas más dimensiones que el nuestro, y que los generadores de esas proyecciones son los hoyos negros. En esta cita el narrador vuelve al pasado, el pasado que siempre vuelve en la novela y que, por supuesto, consiste en una fracasada relación amorosa que en sí misma es una de esas proyecciones del pasado en el presente. Pero en este caso, la relación amorosa, que parece estar en contraste continuo con las digresiones, ahora se convierte en una de ellas, y toma la forma de un caracol marino, es decir, de un fósil elíptico de un pasado remoto, de un tiempo que no pertenece a la escala humana, un reajuste ondulado de la temporalidades:

El día del casamiento, Vera me regaló un caracol marino. Uno de los grandes, no de esos rastreros caracoles herbícolas que se parten de solo nombrarlos. Éste es un caracol blanco como un cartílago por fuera, y con su interior rosado y procaz. Acercarlo al oído… ya sabemos qué pasa cuando se acerca un caracol marino al oído. La empatía de las cornucopias. El mar cíclico que desgasta el tímpano. Él y su desesperación de ser caracol y escuchar todo el tiempo el oleaje, todas las horas, hasta morir en la playa y, aun después de muerto y desecado, tener el mar adentro. Por eso es humanitario sacarlo al oído, para que por un instante descanse de sus mareas y escuche el chisporrotear eléctrico del cerebro evolucionado. El resto del tiempo, desafina sus tonadas oceánicas. Es mi anti-reloj. Lo tengo en mi escritorio, acá a mi derecha. 

Me gusta pensar que las novelas tienen vocación de caracol pedagógico; soy partidario de un modo premoderno de concebir la literatura como relato con una función antropológica didáctica. En este sentido, yo creo que la literatura sigue teniendo la función del cuentero que Walter Benjamin dice que se pierde en la modernidad. Y en Precipitaciones aisladas yo encuentro una moraleja. Recontemos la trama. La novela cuenta la historia de un hombre, Napoleón Toole, que tras romper con su esposa, parte unos días a un pueblo costanero a pensar en el fin de su matrimonio, y los lectores tenemos acceso a sus pensamientos. En ese pueblo decide quedarse con una familia local en vez de quedarse en un hotel. Allí tiene la oportunidad de contrastar su incapacidad doméstica con el funcionamiento productivo de una familia convencional. Napoleón, por ejemplo, conoce al padre de la familia, un pescador llamado Ulises, y lo envidia, como el gran emperador Bonaparte envidiaría al mismo Ulises homérico, que tras décadas de conquistar tierras tiene la oportunidad de volver y construir su vida doméstica con Penélope. “Los pescadores vuelven a mirarme como si fuera un vago, uno de los peores” (69). La novela termina con la aparición de la ex-amante y esposa del narrador (Vera) en el pueblo costanero para comunicarle al narrador que ha habido un producto o una continuación física de sus días conyugales. Entonces, ¿cuál es la moraleja?

Yo dije que hay moraleja, no que sea fácil explicarla. Lo intento. La domesticidad se nos impone como una temporalidad, es un institución moderna mediante la cual el trabajo productivo es calculado según las horas. “El tiempo de Vera es industrialista, las horas son horas de producción. El mío es postcapitalista, rédito inmediato y vacuidad” (131). Ahora bien, es una temporalidad frágil, ya que los caracoles con sonidos pre-humanos que se multiplican, y le quitan la autoridad al reloj. Las mismas condiciones que generan el amor (y el amor es un residuo del tiempo, algo que dura a pesar del tiempo), son las que producen destellos que nos liberan de esa laboriosa temporalidad de lo doméstico. La moraleja, entonces, tiene que encontrarse ahí, el problema es cuestión de sincronizar las cosas, de entender el tiempo como el clima, como algo gigante, inevitable y democrático que tenemos que interpretar para poder vivir en él. Todos somos meteorólogos.

Entonces, en las últimas páginas de la novela sucede algo curioso. El autor ha acomodado todas las piezas narrativas para un momento epifánico en el narrador; la vida codiana de la familia adoptiva se presenta como presagio para una posible vuelta del narrador a un mundo doméstico y familiar propio, las piezas están ahí para que haya un cambio en la concepción del tiempo del narrador. Sin embargo, la epifanía se da a medias, o se mantiene en un delicioso espacio liminal de lo epifánico, casi apunto de cambiar al narrador, pero sólo para que una vez más, se confirme lo mismo. Eso es lo que me parece que sucede en esta última cita que incluyo abajo, en la que el narrador observa a la niñita Rhea, la hija de la familia con la que se está quedando, y hay algo terriblemente tierno que primero aparece como una súbita vocación por la paternidad en el narrador. No es que en la segunda mitad de la cita se cancele esa ternura de la paternidad, pero hay algo terrible, hay un regreso a algo que le pone una sordina a lo epifánico. Y así, como es mi costumbre, los dejo con una cita larga de esta novela, no sin antes redondear la reseña con un último pensamiento. Sebastián Martínez Daniell, además ser el autor de dos novelas que me han dado mucha alegría, es también el editor de mi primera novela, Otra vez me alejo, una novela sobre la construcción de una amistad a través de digresiones narrativas, utilizando el pretexto del efecto distractor de la marihuana. Leo Precipitaciones aisladas y redescubro, confirmo o reinvento el placer en las afinidades. Lo afín, o lo que no tiene fin, el rizoma que se abre cuando la literatura nos muestra líneas narrativas que pertenecen a otras escalas que traspasan las individualidades, que nos confirman la arbitrariedad que conforma a la isla como concepto.

Rhea también se va, su espalda se va. Y yo miro alrededor para que nada le pase. Que los automóviles no la atropellen, que las serpientes no la muerdan, que llegue caminando su tranco cortito hasta la puerta de su casa para que Ginebra abra la puerta y le sirva pulpo caliente, el arroz a punto. Que no se intoxique, que no inhale nubes sin necesidad. Hay tanta truculencia acá afuera. Las cosas pasan rápido. Es un milagro no haber cometido un delito. Es tan fácil criminalizarse; es casi inevitable. Ésa es la razón por la cual muere tanta gente. ¿Cuál es el truco en los cementerios? Los féretros se apiñan subdividiendo parcelas y los nichos forman rascacielos. Los cuerpos se animan en promiscua necrofilia y los gusanos ya parecen anacondas. Hasta entierran de pie a algunos pobres desgraciados para que haya espacio. Pero no me engañen. Las tasas demográficas crecen a velocidades maltusianas y llega un punto en que los ataúdes desbordan la necrópolis. Algo tenebroso y democrático debe ocurrir entonces. Todos al osario. A pudrirse por fin.»

viernes, marzo 01, 2013

Floración de múltiples narraciones conexas

Victoria Varas lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para Ciudad X, el suplemento cultural de La Voz del Interior:


«Los nueve alejamientos que conforman la nouvelle Otra vez me alejo de Luis Othoniel Rosa (Bayamón, Puerto Rico, 1985) están antecedidos por una primera distancia respecto a las máximas editoriales: el prólogo corre a cuentas de una niña de 7 años. En su escritura yuxtapuesta y su licencia infantil para unir trozos de mundo, según la cadencia de las asociaciones, la pequeña prologuista anticipa, apresurada como la liebre, un rasgo de estilo compartido con el autor adulto que le sigue cual tortuga a la vuelta de la página.

“Vas a ver cómo un día hubo un mundo loco donde todo estaba pasando al mismo tiempo. Un día hubo un tornado y pasó una cosa. Un pirata llegó volando; en realidad estoy mintiendo, muchas cosas llegaron volando”. Con este permiso de la infante, el narrador pone en el cielo de Princeton un ave gigante, a distancia oscilante de un puente, donde dos compañeros universitarios en trance canábico evalúan posibilidades y negocian proximidades. “¿Cuáles son las probabilidades de que ese pájaro, que vemos acercándose a lo lejos, llegue hasta acá y nos cague?”, pregunta Alfred Dust para inaugurar la secuencia narrativa del guano y sus conexiones con el imperialismo norteamericano.

El excremento se convierte en el abono que permite la floración de múltiples narraciones conexas: la historia del pirata Lagartija, el mito de Diana y Acteón, un romance frustrado y un grupo terrorista puertorriqueño que, como la marihuana, aparece insistentemente dejando cadáveres de humo por todos lados. El director de la página de reseñas literarias El roommate (en español, compañero de cuarto), elige narrar, en su primera novela, el intento obstinado de un doctorando de franquear las gigantescas distancias que lo separan de quien, desde hace tres años, duerme a unos metros de su cama en la misma habitación de universitarios becados.

Imitando las tretas borgeanas, el autor le presta su nombre al narrador y deja que una de sus criaturas se lo cante por única vez en la cara, plantando en el lector la sospecha autobiográfica. “Así que tú eres Othoniel, me dijo. Así que tú eres la Trilcinea Rumana, dije yo y ahí lo entendí todo”. Otra vez me alejo es un rico mosaico intertextual adonde vienen a parar las reflexiones, a veces lúcidas, a veces drogadas, de un aspirante a doctor en Letras Latinoamericanas. Las dudosas historias del otro estudiante, Alfred Dust, conforman un collage inspirado en fragmentos de la literatura universal cuya figura central es Trilcinea, la novia que se fue a otra universidad o que tal vez huyó a los brazos de Cervantes o a los versos dulces y tristes de Trilce, del más cercano César Vallejo.

Pero, además de ser una eyaculación intelectual con un logrado juego metatextual, la novela es la narración de una amistad, en la que el personaje principal tratará de evidenciar el carácter ficcional de la biografía de Alfred Dust. Acompañado de certezas, pero al fin solo, en el cuarto, el Othoniel personaje parece darle el visto bueno (muy a su pesar) a la tesis sobre la obra de Borges que su amigo y alter ego había pronunciado en los primeros capítulos: “La realidad es la interrupción de la historia”.»

lunes, enero 28, 2013

Problemas de clasificación

El suplemento No, de Página 12, recomienda Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, como lectura de verano:

«Los campus universitarios son escenarios ideales para el rodaje de guiones sobre el derrape (Old School), la autosuperación (A Beatiful Mind) o la mezcla de ambos (Wonder Boys). Si esta novela del puertorriqueño Luis Othoniel Rosa llegara a las manos de algún productor, se vería seriamente seducido y con problemas de clasificación. Tiene todo para ser una de estudiantina yanqui, pero también una de suspenso bastante marihuanera, o una buddy movie de corte indie –por su afán metadiscursivo permanente– y, ya que estamos, un documental alla Michael Moore por referirse al imperialismo debajo del río Grande. Todo en poco más de 80 páginas.

El narrador es un latinoamericano que cursa su doctorado de Literatura en Princeton (aquí “El Pueblo de la Princesa”). Lo acompaña su roomate y amigo Alfred Dust, un norteamericano de habilidad natural para dejarlo mal parado, con quien tiene largas fumatas frente a un lago. Las traiciones por mujeres –y por ego– no tardan en llegar. Las discusiones sobre literatura –en especial la argentina– tampoco. Abundan las postales universitarias, con sus claustros, fiestas y un microterrorismo algo zonzo de llamadas telefónicas –aunque se palpa la paranoia post 11-S–. Por otra parte, el rastreo de histórico de la Era del Guano (cuando Perú exportaba excremento) sirve de metáfora, telón de fondo y eyección de la relación entre dos personajes –y mundos– que se admiran en silencio y desprecian a los gritos. “La importancia de la mierda, entonces, está ligada al surgimiento del continente y a la expansión imperialista norteamericana sobre Latinoamérica”, escribe Othniel citando fuentes. Antes del final, un pájaro acuático levanta vuelo mientras el dúo charla en un puente, y el narrador tiene miedo de que el ave le cague encima. “Cualquier gringo, incluso Dust, me puede declarar territorio norteamericano según el Guano Island Act”, explica.»

miércoles, enero 16, 2013

Teoría y humo

Luciana De Mello lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para Radar Libros:


«Otra vez me alejo es una novela marihuanera y a sus efectos debe su forma y extensión. La motivación también es clara: escribir una novela fragmentaria, donde no haya una sola historia sino un devenir de relatos que cuenten siempre lo mismo, esos cinco temas contenidos en la Ilíada que se repetirán a lo ancho y a lo largo de la literatura universal por más originalidad que se ensaye. Sin embargo, para el autor habría cierta originalidad contenida en las historias de nuestros amigos, aunque todas ellas estén confinadas a desaparecer antes del final. La tragedia –arriesga la novela a modo de hipótesis y gancho para la segunda parte de la trilogía que viene–, una de las desastrosas tragedias de la vida es ésa: nuestros amigos nos esconden sus historias, parten hacia otros lugares dejándonos los relatos inconclusos de su propia vida. Othoniel Rosa sonríe y reconoce que esta idea tampoco tiene nada de original. Es un plagio a Virginia Woolf, dice.

El narrador vive y estudia en el Pueblo de la Princesa –que evoca al Princeton donde el autor hizo su doctorado en literatura– y en medio de esa comunidad de estudiantes internacionales, grupos terroristas, y profesores de renombre, conoce a Alfred Dust, el genio y figura que lo iniciará no sólo en los distanciamientos y avatares de la vida marihuanera, sino también en la conexión “aléphica” de los relatos entre sí. Así es como la trama de Otra vez me alejo está interrumpida y a la vez continuada por los pequeños detalles que conectan una historia con la otra, donde el narrador –alucinado en su búsqueda de amor macedoniana– toma a su amigo como la punta de un ovillo del que comenzarán a surgir todas las historias. Otra vez me alejo es, en este sentido, una novela sobre la nostalgia académica, donde teoría, ficción, y realidad convergen en un punto aclarado –y a la vez empañado– por el humo de la marihuana de un geniecillo que escribe rodeado de bibliotecas, sobre la imposibilidad de esa biblioteca. Y ahí están Borges, Macedonio y Arlt. A ellos los ha leído y a ellos les rinde homenaje en clave también de humor, donde la incoherencia se une a la lucidez más alta.»

viernes, enero 04, 2013

Discovery Factory

En su acostumbrado y minucioso balance anual de la actividad editorial para Página 12, Silvina Friera dice:

«Personaje memorable es Lucio Andrade, pianista de típica, “un letrista aceptable”, devenido librero, protagonista de Andrade, de Alejandro García Schnetzer, publicada por Entropía; una fábrica de hallazgos que muestra “los olvidos y los límites de la lengua”. Otro personaje que le sigue los pasos, es Alfred Dust –el escritor que no escribe– de Otra vez me alejo, del puertorriqueño Luis Othoniel Rosa, también editada por Entropía.»


Asimismo, en sendos recuadros, Damián Tabarovsky y Oliverio Coelho también mencionan en su repaso de 2012 algunos títulos de esta casa editora.

Dice Tavarovsky:

«En narrativa, disfruté mucho de Andrade, de Alejandro García Schnetzer (Entropía) y de La interpretación de un libro, de Juan Becerra (Candaya).»

Dice Coelho:

«Por eso, intentando calibrar la lectura como ejercicio de curiosidad, me apuraría a destacar, más allá de la dosis adictiva de Aira o Cohen, un racimo de primeras novelas: El viento que arrasa, de Selva Almada, El amor nos destruirá, de Diego Erlan, El exceso de Edgardo Scott, Canción de la desconfianza, de Damián Selci. Luego la obra poética reunida de Alejandro Rubio, el ensayo Atlas portátil de América latina, de Graciela Speranza, y el primer tomo del Zen de Alberto Silva. Novelas íntegras como Una misma noche, de Leopoldo Brizuela, Cuaderno de Pripyat de Carlos Ríos o La experiencia dramática de Sergio Chejfec.»

Sigue Coelho:

«Tengo la impresión de que a diferencia de años anteriores, el 2012 se caracterizó en parte por la edición de escritores latinoamericanos contemporáneos que no coinciden con el reflejo de lo latinoamericano que devuelve el mercado español. Basta hacer un repaso: Sangre en el ojo, de Lina Meruane; Cocainómanos chilenos de Gonzalo León; La piscina de Edgardo Rodríguez Julia; Otra vez me alejo de Luis Othoniel Rosa; Simone de Eduardo Lalo; La pared en la oscuridad de Altair Martins y El monstruo de Sergio Sant’Anna.»

Las notas completas pueden leerse acá, acá y acá.

viernes, noviembre 09, 2012

Borges, Macedonio, imperialismo y marihuana

Leticia Pogoriles lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y entrevista al autor para Telam:

«En su primera novela, Otra vez me alejo, el joven puertorriqueño Luis Othoniel Rosa desanda en clave relajada y social intrigas académicas de los estudiantes latinoamericanos en la universidad de Princeton e introduce al lector en su propio corpus literario plagado de referencias y guiños de la literatura argentina.

Los caminos, las cercanías y distancias de Othoniel Rosa (Bayamón, 1985) son la materia prima con la que moldea su novela de corte vanguardista, un relato atravesado por el culto a la marihuana como metáfora "de lo que viene de la tierra, de lo vegetal que brinda otra temporalidad", dice a Télam en su breve visita a Buenos Aires.

La novela dividida en nueve alejamientos donde el imperialismo norteamericano (y su construcción desde el guano, la "mierda" de pájaros peruanos que agilizaban las cosechas y que fue causa del expansionismo), la fugacidad de las amistades masculinas (un tanto erotizadas) y el amor articulan la búsqueda de respuestas urgentes sobre la vida, en una atmósfera dulce y apacible.

Este doblez narrativo -plácido y desbocado- fue construido como "una condensación de plagios. No soy nada original", se sincera. "La literatura, explica, se hace con lenguajes y -como decía Borges- `el lenguaje es la suma de recuerdos compartidos`. Esa idea de que en la literatura no hay nada original y que el texto no es nuestra propiedad, sino algo colectivizado es lo que saco de la tradición argentina".

Docente de literatura en la Universidad de Duke en Carolina del Norte, su paso por Princeton dejó marcas indelebles, entre ellas, conocer a Ricardo Piglia, su mentor y "una influencia gigantesca en mi vida" que lo llevó a desarrollar su tesis doctoral sobre una lectura anarquista de las obras de los argentinos Borges y Macedonio Fernández. "Discípulo y maestro", aclara.

"Del mundo de la tradición literaria argentina de Piglia, que es la de Borges, Macedonio y Arlt, saqué la idea de que el autor y la literatura se producen en el acto de lectura, no en la escritura. La literatura no es una cosa original de un autor único, sino una condensación de historias y de plagios", dice el joven que viene a Argentina una vez por año desde 2005 para trabajar en su tesis.

Con este universo en mente, Othoniel se dedicó a construir en paralelo y, con lenguajes prestados, su historia, la de distancias constantes y de cercanías tangibles con sus propias lecturas. "Quise publicar la novela por primera vez en la Argentina como homenaje a la literatura de acá", cuenta el joven académico.

Sus años en el "Pueblo de la Princesa", como lo llama, son el escenario de Otra vez me alejo (Editorial Entropía).

"Fui becado en Princeton y lo que me salvó fue la amistad. Son amigos que están constantemente mudándose. Lo que uno lamenta es que ellos no nos terminan de contar sus historias, se nos van y estamos buscándolos por Facebook", apunta sobre el nudo dramático.

La novela, escrita durante cinco años, se centra en la relación del narrador con su compañero de cuarto Alfred Dust y, entre ambos, el fantasma siempre presente de su ex novia, Trilcinea, un motor de búsquedas vivenciales y de intrigas universitarias donde conviven pequeños ataques terroristas, altas dosis de marihuana y discusiones sobre literatura argentina, con Borges y Macedonio a la cabeza.

Othoniel define a su protagonista como "una combinación de algunos amigos y una idealización de mí mismo. Nietzsche dice que hay que abrazar al héroe y al idiota de uno; Dust es un héroe pero también un imbécil despreciable, y en el medio, la torpeza".

"El deseo es el arma más precisa del imperio", desliza el autor sobre su diatriba crítica (y parodia) literaria de los imperialismos y los universos intelectuales que construyen los estudiantes latinos sobre su propia condición en Estados Unidos.

"La metáfora es porque las historias de los imperios son las que homogenizan el mundo y son parte de una sola. Tanto el guano en el siglo XIX como la guerra contra las drogas, que empieza Ronald Reagan, son justificativos de productos de exportación para expandir el imperio", explica.»

lunes, octubre 29, 2012

Narraciones-exhalaciones desde el Pueblo de la Princesa

Roby Goren lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para Bazar Americano:

«Otra vez me alejo, primera novela del escritor puertorriqueño Luis Othoniel Rosa, comienza con un prólogo extravagante: un texto escrito por una niña neoyorquina de siete años a pedido de su profesora de Arte (junto con la traducción del mismo al español). Este escrito breve, de un párrafo, adelanta algunos elementos temáticos que aparecerán en el transcurso de la novela; pero su valor anticipatorio radica en la textura discursiva del mismo, ya que parece fluir con espontaneidad: sitúa la acción en un mundo loco, donde se suceden acontecimientos extraños o bien absurdos a partir de un tornado (que, de alguna manera, también es textual ya que se subvierte la correlación de tiempos verbales). Luis Othoniel Rosa nos introduce de esta manera en los nueve capítulos (llamados alejamientos) en los que el hilo conductor parece ser, en el fondo, la persecución mediante diversas narraciones de la fuerza poética del prólogo.

Los personajes principales son dos estudiantes doctorales en Literatura Comparada que residen en el Pueblo de la Princesa, un pueblo universitario que, como se infiere claramente a partir de diversos indicios, pertenece a la Universidad de Princeton. El primero es el protagonista, voz narrativa en primera persona, cuyo nombre de pila coincide con el del autor. La posibilidad de caracterizar la obra como una autoficción se refuerza porque, como indica la información de la solapa, Luis Othoniel Rosa tiene un doctorado en la mencionada casa de estudios. El segundo es su compañero de cuarto, Alfred Dust, un excéntrico que no deja pasar ocasión para contar una historia (la mayoría de las veces inventada).

En el primer alejamiento el narrador, sentado al borde de un puente junto con Alfred Dust, describe los pensamientos suscitados por el consumo de marihuana. La percepción de un pájaro acuático deriva en reflexiones y nuevas percepciones que se cohesionan en la experiencia de lectura: quien lea, entrará en un mundo en el que un paranoico movimiento en el agua es interpretado como un indicio de terroristas, de Poseidón e incluso de una tortuga. De esta manera, el lector goza de un texto cuyos movimientos narrativos inesperados remiten, no sólo al estado de conciencia que generan los estupefacientes, sino también a la percepción desautomatizada de la niña del prólogo.

En el segundo alejamiento, durante una fiesta de estudiantes de doctorado que degenera en la monótona extensión de un seminario académico, Alfred Dust narra su única (y malaventurada) experiencia como profesor, lo que luego deriva en su historización de las relaciones internacionales entre Perú y Estados Unidos en relación al guano. Para justificar sus conocimientos menciona que la familia de su madre estuvo involucrada en dicha industria, y luego abandona la fiesta. Así, el narrador señala una cuestión recurrente en la novela, que la califica como una de las desastrosas torturas de la vida: nuestros amigos nunca terminan sus historias. Alejamientos narrativos que la amistad nunca supera. De esta manera se justifica la caracterización de cada capítulo como un alejamiento: cada uno es, inevitablemente, fragmentario. Sin embargo, no parece una autocrítica sino más bien una elección estética: el texto como válvula de escape. Para lograrlo, el escritor no necesariamente debe presentar una historia acabada, lineal, ni tampoco articulada por un orden lógico. En este sentido, en medio de otra de las historias de Dust, la de su noviazgo con una puertorriqueña llamada Trilcinea -por si quedaban dudas del carácter ficcional de sus relatos-, el narrador caracteriza un viaje realizado para mejorar la relación como una solución, ya que los alejamientos siempre son soluciones, o al menos remedios, del fracaso de las proximidades. Los alejamientos narrativos son como el humo de una exhalación: se expanden imprevisiblemente hasta desaparecer.

Así transcurre la novela, articulando (más o menos azarosamente) diversas historias: las que fluyen de la locuacidad de Alfred Dust, algunas aventuras vividas por ambos en el Pueblo de la Princesa (como sus estrategias para conseguir y revender marihuana o la concurrencia a tertulias clandestinas), o las historias que explícitamente construye el Luis Othoniel personaje; todo siempre tamizado por sus cavilaciones. Son alejamientos narrativos, historias en las que lo que vale es determinada reflexión, percepción o sugerencia (o simplemente la mera experiencia de lectura de textos que fluyen alejándose) y que por eso no necesitan del esquema narrativo convencional. Así, el Luis Othoniel personaje afirma que hoy la marihuana no es para mí sólo un pasatiempo o una costumbre diaria, sino una forma de expresión y también una forma de escribir. El narrador se aleja tanto de su cotidianeidad de estudiante doctoral como de las formas convencionales de narrar: lo que queda en la página es la escritura de estas historias-alejamientos que se vuelven una necesidad para ambos roommates. En el fondo siempre parece estar la intención de escribir textos con la fuerza poética y la espontaneidad del de la niña neoyorquina. De esa persecución nos queda la huella que viene a ser esta novela.»

miércoles, octubre 17, 2012

Anécdotas ligadas

Natalia Gauna lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para la revista Tónica:

«El vuelo de un pájaro, la mierda, la historia del guano, la locura del amor y la marihuana, el Caribe y su relación con el Imperio yanqui y las fiestas de estudiantes latinoamericanos de una clase media que se doctora en literatura en Princeton es, en principio, una mezcla de cosas que no tendrían nada en común. Pero en Otra vez me alejo todo se articula de modo tal que la relación es posible porque todo ello converge en pensar el alejamiento. La distancia que está presente en el vuelo del pájaro que se acerca al puente en el que dos amigos conversan, en el efecto de la marihuana que retarda el tiempo, en la pérdida de un amante y en los kilómetros que distancian de la tierra natal. El alejamiento es posible en cualquiera de estas situaciones, en cada una de estas historias porque como dice el autor “la distancia condensa la singularidades”.

Luis Otoniel Rosa, este joven autor puertorriqueño, decide autoproyectarse, contar una historia con un evidente registro autorreferencial, ¿se trata entonces de un ensayo? ¿Una novela? ¿Una carta de presentación? ¿O es su tesis doctoral? En definitiva, ésta, su primera novela, es un poco de todo eso gracias a la verborragia juvenil, el interés por contarlo todo de un saque, compulsivamente, porque el tiempo, que es distancia, apremia. Por esta razón, el libro se lee de igual manera, de un saque, ya que todo está dicho sin grandes pretensiones literarias ni giros discursivos que sumerjan al lector en un estilo indescifrable. Las palabras que emplea Othoniel Rosa son esas y no podrían ser otras porque esas le son propias. De manera que es casi imposible olvidarse de que el autor se nos está presentando. Su relato en primera persona refuerza esta idea aunque, a su vez, se esconda en cada personaje de los cuales se aleja o se acerca dependiendo de cuánto se quiera mostrar.

Othoniel Rosa escribe con un lenguaje condensado, con historias breves que expresan que todo puede pasar al mismo tiempo y estar unido casi invisiblemente. Para su prólogo elige el texto que una niña de siete años de Bronx, Nueva York, escribió para una tarea escolar. “Vas a ver cómo había una vez un mundo loco donde todo estaba pasando al mismo tiempo”. Con esto, nos da la clave de cómo leer su novela: varias y distintas historias ligadas por algo difícil de identificar.

Pero lejos de ser la historia individual del autor es la historia colectiva de una clase. “Todos los hijos de una clase trabajadora con una sed terrible de reconocimiento, llegaban a los falsos edificios góticos de la universidad del Pueblo de la Princesa con la secreta ambición de ennoblecer el nombre de sus familias”. Othoniel Rosa nos hace tener cierta mirada sobre ese grupo de estudiantes latinoamericanos precozmente letrados que revalorizan y redescubren en la melancolía y en la soledad americana a la tierra madre.

Otra vez me alejo es una novela que aventura pensar sobre qué tienen en común la amistad, el amor, el humo del cigarrillo y la tierra. Todo en la distancia porque en el alejamiento “las diferencias suelen borrarse y todo parece sucumbir al imperio de lo mismo”.»

jueves, octubre 11, 2012

La reencarnación vengativa de los sofistas griegos

Silvina Friera lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y entrevista al autor para Página 12:

«El niño puertorriqueño se desayuna con una traición imperdonable. El padre –novelista y docente– brilla por su ausencia de la casa adonde se han mudado recientemente, en Estados Unidos. Quizá sea el indicio de que algo anda mal. Su mente se infla de conjeturas y de preguntas. La madre intenta despejar las dudas y abona un destino. “Tu padre está con Borges”, le dice con un tono levemente compasivo, como quien anhela mitigar una incertidumbre inadmisible, pero sin atisbar el riesgo del malentendido enquistado en la respuesta. Allí donde hay un narrador puertorriqueño –llamado Angel Luis– que escribe una tesis sobre Borges y Cortázar, se erige una comunidad de sentidos en lucha. “En mi imaginario, Borges era un amigo de mi papá”, cuenta con sonrisa indulgente Luis Othoniel Rosa, también escritor como su padre, autor de Otra vez me alejo (Entropía), su primera novela, proyecto anunciado en 2001, “siendo un pibe, como dicen ustedes”, por un adolescente que entonces tenía 16 años. La escuela lo había deprimido tanto que adelantó exámenes y entró prematuramente al “paraíso” de la universidad pública de Puerto Rico, donde en tres años obtuvo la licenciatura en Letras, y luego una beca que allanaría el camino hacia Princeton y el doctorado en literatura. La temprana curiosidad del niño por conocer a ese “amigo” paterno dilata la euforia primigenia de zambullirse en las páginas borgeanas.

Inhalar a Borges hasta plagiarlo al pie de la letra fue la primera certeza del joven Othoniel Rosa, nacido en Bayamón (Puerto Rico), en 1985. Otra vez me alejo –nueve capítulos, cada uno un alejamiento, en 85 páginas– se recorta sobre un pueblito universitario de Nueva Jersey que el memorable Alfred Dust –el escritor que no escribe, “un excéntrico que explotaba más que nadie la fachada de genialidad”– insiste en llamar “Pueblo de la Princesa”, un “gran estado de excepción en donde se reunían estudiantes doctorales de todo el mundo”. Dust y el narrador, amigos y compañeros de cuarto, están asistiendo al epílogo de sus experiencias académicas entre enredos de marihuana, alcohol, fiestas, confesiones y resentimientos infames, altercados de gringos con latinos, entre otras escaramuzas y cortinas de humo. “La búsqueda de conocimiento era sólo una honrosa mascarada, una movida retórica para producir prestigio, un gancho mediático para rentabilizarse”, confiesa el narrador en el “segundo alejamiento”. “Los estudiantes doctorales del Pueblo de la Princesa, y me incluyo, éramos la reencarnación vengativa de los sofistas griegos. Detrás de la pantalla de sabiduría, éramos todo humo.” Gran narrador de historias que no escribe, Dust empieza contando lo que sucedió cuando les explicaba a los estudiantes “La muerte y la brújula” de Borges. Un pedo, “la reacción visceral” de una chica peruana, interrumpe las disquisiciones sobre el carácter ficcional de este famoso cuento.

Othoniel Rosa entorna los ojos como si enfocara un punto para tomar impulso. “Lo que más me interesa de Borges es la idea de que todo es plagio, de que hay cuatro ideas y todas están en la Ilíada. Mi novela trabaja a partir de esta cuestión: todas las historias pueden hacerse una sola historia –subraya el escritor en la entrevista con Página/12–. El argumento antiborgeano sería que si lo podemos condensar todo en una misma historia perdemos la singularidad. Yo le pido al lector que, por un lado, conecte las historias, que se dé cuenta de que son la misma historia que se repite. Pero por otro lado, también le pido que busque la singularidad de cada una. Como Borges era un abogado del plagio y mi tesis es una lectura anarquista de Borges, me dije: ¿por qué no plagiarlo?.”»


La entrevista completa, acá.

jueves, septiembre 27, 2012

Literatura como amistad

Daniel Gigena lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para ADN Cultura:

«Compuesta por un prólogo y "nueve alejamientos", la primera novela del puertorriqueño Luis Othoniel Rosa (Bayamón, 1985) construye una ficción de ambiente académico y, a la vez, rinde tributo a la tradición literaria argentina integrada por Macedonio, Borges, Arlt y, más cerca en el tiempo, Piglia y Aira. Como en Pnin, de Vladimir Nabokov, o en Yo también tuve una novia bisexual, de Guillermo Martínez, el escenario es la sede de una universidad del hemisferio norte -el "Pueblo de la Princesa"- que alberga a estudiantes de doctorado del tercer mundo para que desarrollen sus tesis. Othoniel, el narrador, oriundo de Puerto Rico, comparte cuarto (y fiestas, novias, conversaciones y onzas de marihuana) con Alfred Dust, fuente de las historias que atraviesan, de manera concéntrica y concentrada, esta original novela poscolonial. Al crecer por contigüidad y contaminación de lenguajes ("Alfred contamina mis historias desde la proximidad"), Otra vez me alejo celebra una concepción de la literatura como juego literario, un juego equiparable al de la piratería, del que no se puede desprender un sentimiento de melancolía y pérdida: los piratas no existen ya en su forma clásica.

El "primer alejamiento" encuentra a ambos amigos, casi maestro y discípulo, en un puente, drogados por el humo de marihuana. Ven acercarse un pájaro desde la distancia. Allí comienza un racconto en el que se entrecruzan el amor y el terrorismo (a lo lejos, un pájaro puede ser un avión en misión suicida, sobre todo en Estados Unidos), la literatura y las conspiraciones, el imperialismo y el guano peruano. Luego de que Dust establezca las asociaciones entre la fortaleza del imperio yanqui y el contrabando de excremento de pájaro, el mito de Diana y Acteón (Acteon es también la sigla del grupo terrorista que, al menos en la novela, sólo aterroriza mediante llamadas telefónicas y falsas amenazas) introduce la transformación del mito en alegoría, y la mutación de la alegoría en ficción: "El libro [de Dust] era un ejercicio narcisista de pura arbitrariedad. [?] Tenía una conexión precaria que se iba perdiendo de a poco, como si cada nueva sección aportara no sólo un eslabón con secciones anteriores, sino una red que se prolongaba sobre otras". Esta reflexión, tal vez, podría aplicarse al propio método de la novela.

De una metamorfosis a otra, de un alejamiento a otro, la historia encuentra al narrador en el momento en que ha traicionado a su amigo con la Trilcinea Rumana, la estudiante que le permite a Dust olvidar a la Trilcinea original, de Puerto Rico. Sólo a partir de ese momento, ya sometidos al imperio del deseo (la verdadera fuerza de subyugación imperial), los amantes podrán inventar, es decir, plagiar, versionar historias (entre ellas la del cuento "La intrusa", de Borges). Algunas, muy divertidas, entrecruzan fantasmas con burócratas y alienígenas en el tendido de redes telefónicas entre mundos.

Gracias a la intervención del Escritor Ítalo-argentino (Ricardo Piglia), caracterizado como un crooner de la oratoria universitaria que postula que el fracaso de los escritores puede convertirse en "una poderosa estética y política literaria", Othoniel -el amigo opacado por Dust- opone a la matriz ansiosa y monolítica del imperio una contingencia paradójica: "Una historia que no sea simultánea, que esté tan lejos que no destelle en el presente". Así, la literatura, como un puente, como una droga de fuerza suave y lúcida, como una amistad espectral, incluso como un discurso excrementicio, resiste el peso del pasado, la historia como cancelación de todas las historias, y hace que lo lejano se acerque o que, acaso, las singularidades del presente se potencien y hagan su efecto.»

lunes, septiembre 17, 2012

Alegorías circulares

Florencia Parodi lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y entrevista al autor para el blog de Eterna Cadencia:

«El libro empieza con la descripción de cómo se aproxima un pájaro y se desvía varias veces en el hilo del relato hasta que pocas páginas después el narrador se detiene y dice “es como hacer círculos en círculos sin podernos concentrar”. Adentro de esos círculos en círculos hay recurrencias que los van atando. Otra cita: “en teoría todas las historias pueden conectarse”. ¿Cómo trabajaste para conectarlas?
—Mira, yo soy más lector de poesía que de ficción. Entonces creo que lo que une la novela, más que los elementos que se repiten, es una serie de metáforas de la distancia. Eso es lo que le da unidad, ese es el alejamiento: todas las cosas parecen ser alegóricas de otras. El experimento de esta novela fue escribirla toda arrebatado, me obligué a hacerlo, fue parte del ejercicio para la distracción, para constantemente brincar de una cosa a otra. El experimento consiste en pedirle al lector que trate de unir todas estas historias, y que luego las desuna y les encuentre su singularidad: la historia imperial, que las une a todas, y las historias anárquicas, pirata, que rompen la linealidad.

Describiendo personajes académicos el narrador dice que detrás de las pantallas de sabiduría hay humo. Y sobre Alfred Dust dice: “sus invenciones, más que un juego literario, eran una necesidad”. ¿Te parece que eso es una regla general de los narradores (o como les decís en la novela, cuenteros)?
—Yo diría otra cosa que también dice este libro: que la realidad se mira a través de cuento. Y es lo que me pasa a mí también, no es que veo la realidad y digo “esto podría ser una buena historia”, es que la entiendo como una historia. Este encuentro que yo tengo contigo va a sobrevivir de un modo narrativo. Eso es lo que hice en la novela. Lo que pasa es que la realidad está llena de historias pero inconexas, uno es el que está constantemente buscándole... De ahí la parte de la necesidad de contar historias: es algo humano y la realidad se construye de eso. Lo de que todos somos humo lo decía también por las pretensiones de los académicos, que en el fondo no es el conocimiento lo que buscan, es el reconocimiento. Quieren un reconocimiento social, es una pantalla sofista, no son los filósofos.

El narrador de esta novela muchas veces cuenta historias en las que el narrador es otro. Es antes un lector. Alfred Dust es el escritor, y cuando el narrador lee su libro Tortugas (con sus fragmentos titulados tortuga 1, tortuga 2, tortuga 3), habla sobre él de una manera que se podría referir a tu libro, Otra vez me alejo.
—Tortugas es una versión narcisista de esta novela.

Claro, pero siendo antes que nada lector tu narrador zafa de ese pecado por el que se pregunta Acteón en la versión de Giordano Bruno. Es el que le cede el escenario a otros cuenteros para que cuenten sus historias.
—Exacto, ese el pecado. Acteón no entiende que su pecado es el narcisismo, pero es devorado por sus propios perros. El libro es mi narcisismo, que yo traté de devorar por los perros. La figura del narcisista sobrevive en Dust, la figura del héroe y del idiota. Eso es de Nietzche, es muy bueno: él dice que hay que abrazar al héroe y al idiota en uno, a los dos a la misma vez. Es reconocer que adentro de uno hay un héroe y hay un imbécil, y hay que asumirlos. Esa era mi manera de trabajar con esa voz del yo que está insoportable en la literatura contemporánea, ese yo narcisista que está en todas partes. Mi manera de lidiar con él era presentar también un yo imbécil, antipático, egoísta. Dust es eso. Es fácil mitificarlo pero también es un imbécil. Al narrador lo que lo distingue es la torpeza, la falta de gracia que le envidia a Alfred. Sobre ceder el lugar para que otros cuenten las historias, es lo que yo hago en roommate, y la novela está llena de eso, muchas de las historias son totalmente plagiadas. Es la novela de un lector, está llena de referencias y recomendaciones de lectura. Porque así se empieza a construir la literatura como comunidad, eso es lo más que me gusta. Esa es la dimensión política de la literatura: no lo que la literatura dice sobre la realidad, sino la comunidad que se crea alrededor de la literatura.

Sobre las referencias. Casi todas son de la literatura argentina. ¿Por qué la literatura de acá tiene ese lugar tan central en tu novela? Te deben haber hecho esta pregunta ya.
—Yo siempre digo que no: que en el epígrafe está Vallejo y está Ramos Otero, que es puertorriqueño. Pero sí, es verdad: Borges, Macedonio Fernández, Pizarnik, Piglia (que es el que se menciona como “el escritor ítalo-argentino”), También hablo de Gombrowitz y de Puig. Es un homenaje a una tradición narrativa argentina, por eso la novela se publica primero acá (ya hay una reedición que va a salir en Puerto Rico). Es un homenaje a la literatura argentina y también un homenaje a Ricardo Piglia, que fue mi maestro y con quien todavía siento la misma torpeza que el narrador cuando conoce al escritor ítalo-argentino. Ya lo conozco como hace siete años, leyó mi tesis, me leyó la novela, y llego a verlo y sigo igual de nervioso.»

La entrevista completa, acá.

lunes, septiembre 03, 2012

Anarquía y lucha de clases en la academia norteamericana

Horacio Bilbao lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y entrevista al autor para la versión digital de Ñ:

«‘Lo que yo pienso, me dijo una vez, William James y Schopenhauer lo han pensado ya por mí’. La cita es de Macedonio Fernández, o quizá de Borges llamando a Macedonio, qué importa. Pero aplica en cierto modo a la filosofía por la que rumbea el puertorriqueño Luis Othoniel Rosa, que acaba de publicar su ópera prima, Otra vez me alejo (Entropía). Excéntrica, su escritura tiene un aire vanguardista, más por lo que propone que por lo que dice. Contra el mandato del imperio, Othoniel Rosa apuesta por una red de comunidades literarias. Y rescata para él mismo la influencia de Macedonio Fernández y de Borges. 

No llegó de casualidad a esa tradición anarquista. ¿Anarquista? Estudiante y profesor en los Estados Unidos, cuando desembarcó en Princeton allí estaba Ricardo Piglia. Y lo exprimió a Piglia, Othoniel. Tomó cuatro cursos con él y le pidió que fuera su tutor de tesis. “El me habló de Macedonio Fernández, me obsesionó”, cuenta ahora. Esa obsesión atraviesa la primera novela de Othoniel Rosa, que pronto será una trilogía.

Otra vez me alejo es la historia de una amistad. La de Alfred Dust y el narrador, compañeros de cuarto en la escuela de graduados. Puede leerse como la puja entre Othoniel y su alter ego en un contexto de jóvenes estudiantes en el que se avivan cruces entre latinos y gringos, en el que hay incipientes grupos terroristas, tortugas, pájaros, piratas, mucha marihuana y una buena dosis de literatura argentina.

El vínculo con la literatura argentina le viene a Othoniel Rosa de familia. Su padre, también escritor, hizo un doctorado con una tesis sobre Borges y Cortázar en los Estados Unidos. Y de Macedonio toma su escritura anárquica. Docente, impulsor del blog elroommate.com, Othoniel va dando clases por las universidades estadounidenses: “Somos mercenarios culturales”, define. Y todo en esta, su primera obra, viene de la experiencia en la universidad. Es un testimonio contado desde adentro, pero también desde su isla, Puerto Rico. Quizá sea eso: la posibilidad de una isla anárquica, literaria, como proyecto de vida y antídoto para tiempos de crisis.

–La novela se puede leer en clave racial, social. Esas diferencias se advierten cada vez más en ese ámbito estudiantil que contextualiza a la novela...
–Tiene que ver con la hipocresía que atraviesa la academia americana. Hay allí mismo una lucha de clases. Hay muchos argentinos, peruanos, puertorriqueños ricos en Princeton estudiando, y pagando. A mí me pagaban, si no jamás hubiese podido tener una educación allí. Hay una obvia diferencia de clases y la academia dice: mirá que diversos somos y te ponen una foto con negros, chinos, latinos. No tienen nada que ver los profesores, que son clase media y clase baja...

–¿Qué impacto tiene la crisis sobre los estudiantes de letras tercermundistas?
–Antes los latinoamericanos llegaban allá a cursar doctorados. (Josefina) Ludmer o (Sylvia) Molloy, llegaban, conseguían trabajo y podían hacer carrera, se compraban una casa. Mi generación no. Somos muchos más, y la crisis nos cambió la economía. De repente encontramos a gente muy buena, con varios libros publicados, trabajando de jardineros o yéndose a vivir a pueblitos muy pequeños. En los EE.UU. ya no existe la universidad pública, porque aún las públicas cobran un dinero ridículo para entrar. No la escuela graduada, por eso la escuela graduada está llena de extranjeros. Y nosotros somos mercenarios culturales, nos movemos buscando una clase aquí, otra allá. Si mirás el movimiento Ocuppy, verás que está lleno de académicos desempleados.

–Las editoriales escupen títulos al por mayor, y los autores viven de la manera que vos decís...
–Es cierto, pero creo que estamos en un momento muy lindo de la vida editorial, porque las grandes multinacionales no mueven la buena literatura actual. La buena literatura ahora pasa, en mi opinión, por las editoriales independientes. Ese es el circuito que a mí me interesa. Yo leo a un grupo de amigos míos, que a la vez me leen, y vamos creando comunidades. Ese es el valor de la literatura para mí.

–¿Comunidades con qué sentido? La literatura pierde su impacto social, y en muchos casos se plantea la falsa opción de competir con la TV, el cine, Internet...
–Yo veo de maneras diferentes la influencia social de la literatura, pienso su influencia como una manera de vivir. Por eso me gusta Bolaño, porque él aprendió a vivir a través de su literatura. Eligió un valor, que no es del dinero ni el del poder, esa es la función literaria. No me interesa ni me gusta la difusión gigante de una obra, yo prefiero la circulación pequeña, en la que transmitimos un valor muy poderoso, que nada tiene que ver con el dinero.

–¿Y en términos políticos, en relación a la capacidad de transformación social que rodea a cierta literatura?
–Como anarquista pienso la política en términos colectivistas de comunidades autónomas y pequeñas. No en términos estatales, soy antirrepresentación, por eso no creo en la representación del estado.

Othoniel Rosa cuenta que se pasó la semana en Buenos Aires discutiendo de política. Diciéndoles a todos eso mismo, que descree del Estado. No se la llevó de arriba y por eso pide que entiendan su lugar en el mundo. “En mi país no hay tal cosa como estado de representación, todas las leyes las dicta un gobierno por el que no votamos (EE.UU.) no le tenemos ni un pelo de confianza al Estado”. Se declara involucrado con los indignados españoles, y con el movimiento Ocuppy en los Estados Unidos. “Para mí vienen claramente del anarquismo”, alude. Y basa su teoría en el hecho de que estos grupos no tengan líderes, ni puedan conformarse a escalas masivas. Mil personas es lo máximo para que las asambleas puedan funcionar por consenso. “No decimos que vamos a cambiar el país completo, pero vamos a cambiar nuestra comunidad. Son células”, advierte.

–Pero esa visión es cortoplacista. En el mundo de hoy, sin poder, no pueden crearse comunidades autónomas
–Yo no considero la política como poder. El anarquismo la considera como vida. Por eso apuesto a las comunidades autónomas. La crisis del 2008 nos demostró que el Estado ya no tiene poder. En Estados Unidos tienen un tipo fantástico como presidente y no puede hacer nada.

–Detrás de ese diálogo estudiantil hay hendijas por las que se filtra una lectura política de la historia del continente americano, una teoría sobre cómo se crea un imperio, ¿podrías explicitarla en pocas palabras?
–Ese el corazón del registro metafórico de la novela. Esa idea de las distancias. Los imperios hacen que nos alejemos los unos de los otros. Eso es lo que veo ahora con mi generación en los Estados Unidos. Estamos continuamente moviéndonos, no podemos hacer tierra. El imperio desterritorializa, no en el buen sentido deleuziano, nos impone distancias que impiden la creación de comunidades.

–Usas la palabra imperio casi como una muletilla...
–Uso la palabra imperialismo de la manera más laxa posible, es una metáfora. En la novela se ven en la casa de la artista chilena, en esa reunión de anarquistas. Él llega tarde a la discusión, no sabe ni entiende de qué hablan pero le encanta.

–Sofistas, en la acepción despectiva de la palabra...
–Exacto. Mi idea en la novela era poner muchas historias para así obligar al lector a que trate de cancelar o unir unas con otras, a encontrar ese hilo conductor. Y a la vez no dejar que lo logre del todo. Es la historia imperial, que hace de todas las historias una y la misma. Luego están las historias piratas, anárquicas, que se resisten, y tienen su singularidad. Rompen esa linealidad.

–Hay también muchas referencias a la historia en sí, a quienes la cuentan, la escriben, o la evocan. Y vos no defendés el gran relato, si no la historias que cuentan los amigos, esa idea de comunidad que te persigue, el espíritu pirata, ¿es ésa la matriz de la novela?
–Sí. Y es también la matriz de la trilogía completa que estoy escribiendo. En las historias de los amigos está la clave. Y tiene relación con Borges, cuando dice que en la literatura hay cuatro ideas y que esas cuatro están en la Illiada. No hay originalidad, lo que hacemos es repetir cosas. Eso no pasa con las historias que nos cuentan nuestros amigos, esas son dinámicas, cambian, se mueven, no están en la Illiada, nunca acaban.

–Contame la historia del prólogo, hecho por esta niña de 8 años, en una escuela del Bronx, ¿cómo llegó a tu libro?
–Qué bueno que me lo preguntas. Estoy orgulloso de ese prólogo.

–Me pareció una especie de sinopsis...
–Fui a ver a Begonia Santa Cecilia, una artista española que vive en Nueva York, para llevarle el manuscrito de mi novela. Le dije que era fanático de su obra, ella tiene muchos cuadros sobre pasto, y le propuse que hiciéramos algo para ilustrar mi novela. Ella da clases de arte y allí le contó algunos de los fragmentos de la novela a los niños. Y los chicos hicieron sus dibujos. Pero una niña, demasiado inteligente, dijo que mi novela no tenía sentido, que estaba mal contada y que ella la iba a arreglar. Y la arregló, es ese prólogo que habla de un mundo loco.

–¿Qué clase de personaje es Alfred Dust, tu amigo y roommate en la novela?
–Alfred Dust sale de una combinación de mis amigos, y es a la vez la versión no torpe de mí mismo. Una versión mejorada de mí, pero a la vez es el héroe y el idiota. Es un mitómano, un narcisista, un egoísta.

–El nombre es significativo, ¿de dónde viene?
–Sí, de Manuel Ramos Otero, un escritor puertorriqueño que a mí me gusta mucho. El tiene un libro de poemas muy bello que se publicó después de su muerte, de sida. Se llama Invitación al polvo, y en Puerto Rico un polvo se entiende como acá. A la vez es una referencia al barroco, a Quevedo, “Del polvo venimos...”

–En un momento decís que los únicos que pueden disputarle el poder al Imperio son las mafias, ¿es una lectura de realidad o una propuesta?
–Yo estoy particularmente interesado en el negocio de la droga. Y lo del guano, esa sustancia que se modifica y que se vende es una excusa para expandir el imperio. Lo mismo ocurrió con la cocaína, fue la excusa de Reagan para invadir Colombia y joder a Puerto Rico, a México...

–La adulteración está muy presente en el libro, ¿qué es lo que te atrae de ella?
–Son historias que siempre están escondidas. ¿Cómo se explica que el 90 por ciento de la cocaína que se vende en el mundo provenga de Colombia? ¿Por qué podemos conocer el circuito de la Coca Cola y no de la droga? Quién siembra, quién cosecha, quién vende, quién recibe, quién distribuye. Son historias escondidas.

–¿Te preocupa que tu escritura, de tan anárquica, se vuelva incomprensible?
–Yo escribo novela porque es un género que me lo permite todo. Pero soy más lector de poesía. Macedonio Fernández, en Museo de la novela de la eterna, esa novela loquísima con 56 prólogos, dice que su lector ideal es un lector que lee salteado, el que no recorre el texto de manera lineal. Me pregunto si el lector fumado de mi novela no terminará leyéndola de manera lineal.

–Y es este un momento de tu escritura, que luego será más formal quizá… La novela deja esa sensación de despedida, puede ser nostalgia por un amigo pero también por una forma de ver las cosas...
–Sí, es el fin de la escuela graduada, que nos deja muchísimo más solos. La segunda parte trata de esa soledad del demonio. Y sí, es verdad que la novela es fragmentaria, pero es homogénea en su registro metafórico, el alejamiento, las historias anárquicas, lo imperial. En la segunda el registro es el contrario. Es el de la tierra, el de sembrar, quedarse en un sitio. La utopía.»