Romina Paula asiste a la presentación de Peso estructural, de Gonzalo Castro, y lee este texto sobre estructuras y literatura:
"A Gonzalo Castro le gustan mucho las cosas. O ciertas cosas. O cosas que son de un modo particular. Es un preciosista de las cosas, un coleccionista también, de las que le gustan.
Gonzalo, es también y ¿sobre todas las cosas?, un autodidacta. Es, aparte de escritor, diseñador gráfico, músico, cineasta, tenista, ajedrecista, cocinero, carpintero y seguramente esté omitiendo algún otro oficio que desconozco o que él dejó atrás.
A Gonzalo Castro, confirmo ahora, le importan mucho las estructuras.
Las de las frases, doy fe: estuve ahí viéndolo llenar en promedio una hojita por hora. Escribe cada frase como un orfebre; se toma tiempo entre la escritura de una palabra y otra, tacha, duda, vuelve para atrás. Ese trabajo se aprecia en su prosa, tan erudita, precisa y cómica, todo a la vez.
El adjetivo del título Peso estructural reaparece como esqueleto de la narración, de las anécdotas que se despliegan, hacia delante y hacia atrás, en forma de sustantivo.
La estructura de un hotel que se quiebra hasta hundirse.
La estructura de hierro y poleas para una obra de danza de difícil realización.
La estructura de una casa sin paredes internas.
La estructura de un vestido.
La estructura de un piano.
La estructura de un beso.
La estructura de la danza, que es técnica en movimiento.
La estructura del movimiento.
La estructura de unos huesos, que componen un cuerpo.
El delicado equilibrio de esa estructura traccionada hacia abajo por su propio peso, atraído por la gravedad.
La estructura de una relación entre amigas.
La estructura de una relación incipiente, entre dos mujeres.
La estructura de una relación con un hermano.
Lejos.
Que es la estructura de una novela.
Que es la estructura de cada frase también.
Gonzalo se construye un mundo para sí, hablado de ese modo, con un supuesto vínculo con la realidad pero tan propio en el nivel del lenguaje que sus personajes quedan suspendidos en un espacio-tiempo que seguramente no sea el de lo público. Él nos arrastra a la temporalidad caótica de la intimidad, donde dormir puede ser crear obras de danza, y viajar, desplazarse, reposar dentro de un lecho de río yermo. Y si bien en esta novela hay más marcas de época y consumos culturales, eso no desactiva el efecto de extrañamiento, de ostranenie, de para sí.
Como si al escribir Gonzalo se volviera la pequeña Chloé, la niña visionaria de su primera novela, poblando el mundo de plantas, agua y colchones, hablando bien.
Gonzalo también está muy preocupado por la técnica, a todo nivel. Como si quisiera ver de qué están hechas las cosas, esas que le gustan tanto, sus partes: desarma el objeto para darse cuenta, al querer recomponerlo, que una vez inteligido, nada vuelve a ser nunca igual. Que el todo es sus partes para también es algo más, acaso eso inefable que anima todo peso estructural.
lunes, febrero 12, 2018
La estructura
miércoles, diciembre 20, 2017
Un relato eleático
Virgina Cosin lee Peso estructural, de Gonzalo Castro, y escribe sus impresiones para la presentación de la novela:
Hace unos meses visité el Museo de Historia Natural que está frente al Central Park, en Nueva York. Cuando volví del viaje, releí la novela de Gonzalo Castro y lo primero que se me vino a la cabeza fueron las imágenes de los animales embalsamados que, como atrapados detrás de esas vitrinas iluminadas en forma teatral, parecen haberse detenido en pleno movimiento. Como si alguien hubiera presionado el botón de “pausa”. Pero antes de eso, aún estando en el museo, me acordé de una de mis escenas favoritas de El cazador oculto –o El guardián en el centeno– que transcurre ahí:
“Aquel museo –recuerda Holden Caulfield– estaba lleno de jaulas de vidrio, había todavía más en el piso de arriba, con ciervos que bebían en las aguadas y aves que volaban hacia el sur para pasar el invierno. Las aves más próximas estaban todas embalsamadas y colgaban de alambres, y las más lejanas, sólo pintadas en la pared; pero parecía que todas estuvieran volando hacia el sur y si uno volvía la cabeza y las miraba medio dado vuelta, parecía que todavía estaban más apuradas para volar. Sin embargo, lo mejor que tenía el museo era que todas las cosas estaban siempre en el mismo sitio. Nada se movía. Uno podía entrar allí cien mil veces y el esquimal acabaría de pescar sus dos pescados, las aves seguirían volando hacia el sur y los ciervos continuarían bebiendo en la aguada, con sus hermosas cornamentas y sus gráciles patas delgadas y la india de los pechos desnudos estaría tejiendo la misma manta. Nada sería diferente. Lo único diferente sería uno.”
Juan, encallado en un río seco, en una embarcación precaria, en compañía de dos señoras bahianas, el capitán y un grumete, podría ser una de esas figuras embalsamadas para las que el tiempo deja de transcurrir en el mundo. Ingre, en cambio, se sustenta en el movimiento, pero el pasaje de una posición a otra a otra, como en una coreografía tántrica, va a producirse de modo casi imperceptible hasta llegar al último capítulo, en que el movimiento encuentra un nuevo estado de reposo.
Toda trama literaria está hecha de tiempo y de espacio. Es el lienzo que tensa el escritor y en cuya superficie traza sus líneas argumentales, delinea a sus personajes y despliega, o superpone, las dimensiones de su mundo narrativo. Una manera de leer esta novela sería decir que los protagonistas de Peso estructural son Ingre y Juan, hermanos, huérfanos de padre y madre, que no mantienen en casi todo el libro contacto alguno, salvo en sus rememoraciones. Pero, a la vez, podemos decir que tiempo y espacio son los protagonistas, y que Ingre y Juan son el soporte, o la estructura, que sostiene ese peso.
La precisión verbal de Peso estructural es al lenguaje lo que la precisión del cronómetro es a la medida del tiempo. Diría el narrador que es un “relato eleático”: siempre se puede, entre un intervalo y otro, introducir otro intervalo. A cada objeto, sensación, acción, le cabe su definición exacta, las palabras se ciñen, como la malla de baile en el cuerpo de la bailarina, a eso que quieren decir. La prosa de Gonzalo Castro es excéntrica, si por excéntrica se entiende no rara, ni heterodoxa, sino circundante; bordea los agujeros de lo real. Por más que los signos se aprieten unos con otros más se abre el texto, más asociaciones nos ofrece.
Es, podríamos decirlo así, un texto epidérmico: la interioridad de sus personajes nos es tan inaccesible como nuestro inconsciente; apenas podemos hacer interpretaciones, lecturas. Lo más profundo que hay en el hombre es la piel, como decía Valery.
El narrador mira a sus personajes como una cámara de seguridad, o como la cámara que Ingre instala en su habitación para registrar los movimientos que hace durante el sueño con el objetivo de diseñar una coreografía, o las cámaras de la película que su amiga Leticia le cuenta que vio. No nos devela nada acerca de sus emociones, sus intenciones, o sus anhelos. No los asegura, ni los resguarda, tampoco los controla; los observa, los registra.
El del cuerpo parece ser el único lenguaje descifrable en el mundo de estos dos hermanos. Delia, una de las señoras bahianas que lo acompañan en ese estancamiento que no es deriva ni naufragio, le dice a Juan: “Hay personas que leen los sueños, otras que leen las cartas, la borra del café, otras que leen las líneas de la mano o los colores del ojo. Nosotras leemos el cuerpo en general, la disposición de todo el cuerpo de la persona: su cabeza, el tronco, los brazos. El caminar, el dormir, cómo habla. Leemos todo lo que hace como ser vivo y de ahí sabemos cómo es la persona y lo que le sucede espiritualmente y lo que puede hacer para perfeccionar su vida”. Pero si en algo Juan no cree, o parece no creer, es en algo así como el espíritu. Y aun menos que menos en la posibilidad de perfeccionar su propia vida.
A Juan el estancamiento le abre las puertas de la percepción: sueña como despierto, en la oscuridad alcanza a ver formas que se mueven y escucha sonidos con una nitidez que en el vértigo de la ciudad jamás vería o escucharía. Pero además recuerda, retrocede. La única salida está en lo que fue: la infancia, los diálogos infantiles con la hermana, la ex pareja. Recordar no es, para Juan, recuperar el tiempo, sino perderlo, pero no puede dejar de deslizarse por esa rampa (o por esa trampa).
Como en el dibujito del yin y el yang, donde la oscuridad se reserva un nódulo de luz y en la luz se aloja un nódulo de oscuridad, Ingre-Juan, movimiento-parálisis, sueño-vigilia; hombre-mujer; noche y día, nuevo y antiguo, son dicotomías que, al rozarse, abren un hiato por el que ingresa su opuesto.
Escribe Gonzalo Castro: “Manteniéndose en una somnolencia de estocadas, donde dormir es el reverso de un pensamiento que de todas maneras ya no es consciente, Juan acumula tensión en su hombro izquierdo, articulado de tal manera, que su puño se repliega debajo de su oreja, mientras el bíceps recibe el peso de la cabeza en el punto de contacto con el pómulo”.
Entre el sueño y la vigilia hay narcolepsia, sonambulismo, duermevela, parasomnia... y en esas coyunturas del cuerpo, gracias a las que un miembro puede plegarse y superponerse a otro, el lenguaje articula sus múltiples posibilidades.
Ingre deambula por la ciudad en taxi o caminando o manejando, sin documentos, el Chevy del hermano, en un tiempo actual pero también extemporáneo, porque la novela transcurre en 2005. Aunque Ingre, igual, vive como en otra época; compra y vende objetos antiguos, o tan sólo viejos, y se hace nuevos amigos que –más que porteños y contemporáneos– parecen traídos en la máquina del tiempo desde la Mesa redonda de Algonquín –ese grupo cuya animadora principal era Dorothy Parker y que reunía críticos y periodistas y escritores y actores y actrices, uno más ácido e ingenioso que otro, allá por los veintes–.
Antes de sentarme a escribir esto, googlée los comentarios que otros habían hecho sobre Peso estructural. Beatriz Sarlo, por ejemplo, encontró en los hermanos separados de El hombre sin atributos, de Musil, resonancias de la relación entre Ingre y Juan. Leonardo Sabatella encuentra en Las palmeras salvajes, de Faulkner, el modelo de la estructura narrativa que emplea Gonzalo. Yo, siguiendo en la línea salingeriana, pensé en Franny y Zooey, donde los capítulos no están intercalados, sino que la historia de la hermana y del hermano, que tampoco se encuentran y sólo hablan por teléfono una vez –e incluso esa vez el hermano se hace pasar por otro– se cuenta en dos partes. Ya en Chloé, la nena de Hidrografía doméstica (la primera novela de Gonzalo), creí escuchar el eco de los niños sabios de Salinger. ¿Leyó Gonzalo a Musil, a Faulkner, a Salinger? Y si los leyó, ¿alguno de estos autores acudieron a él cuando escribía, los tuvo presentes, se infiltraron sus voces en la voz del narrador de Peso estructural? Esa clase de filiaciones no le importan en lo más mínimo al autor, sólo al lector que sobre la superficie pulida y brillante del texto puede proyectar todas esas lecturas, porque entre el murmullo de todo lo que se pronuncia y la obra, está eso que sostiene el peso de esta novela y es la literatura.
lunes, noviembre 13, 2017
A la captura del instante
Verónica Boix lee Peso estructural, de Gonzalo Castro, y escribe su reseña para La Nación.
El origen de todo relato, dice Ricardo Piglia, es una investigación o un viaje. Peso estructural, de Gonzalo Castro, nace en un puente entre los dos: Ingre es una joven profesora de danza contemporánea que vive en Villa Devoto sin hacer nada importante. No dice qué busca, pero observa con una precisión minuciosa cada signo de su cuerpo. Su hermano Juan, en cambio, viaja al norte de Brasil con la pretensión de ser más que un turista. Pero, en verdad, permanece inmóvil a bordo de una embarcación varada en un río de la selva.
La tercera novela de Gonzalo Castro avanza así a partir de dos movimientos aparentemente opuestos: el deambular en la ciudad y la quietud en medio de lo que se pretendía una aventura.
En la frontera del bildungsroman, la serie de acciones cotidianas que impulsan la vida de Ingre responde a un enigma, sólo que ella no lo sabe. Se lava el pelo, conduce un auto, va a una fiesta y va surgiendo algo íntimo que ella desconoce: una sexualidad inesperada. A pesar de que Ingre vive centrada en la tensión y elasticidad de sus músculos para afrontar el presente, se revela una sensibilidad nueva.
Del otro lado, Juan permanece en la cubierta de un barco de madera. Las aguas bajaron y su vida se detuvo en el norte brasileño. De ese modo, tiene que concentrarse en las actividades diarias como pescar, encender un fuego, mirar los nudos de la madera y pensarse. Lo sorprendente es que la actitud de contemplación del personaje se vuelve la experiencia del lector. No va a importar la secuencia de los sucesos, como ocurre habitualmente; lo que cautiva es la extrañeza que provocan por sí mismos. Es decir, la narración va dando forma en el lenguaje a la transformación a pesar de que, en verdad, no suceda nada extraordinario. Juan también va aprendiendo a mirar. No es casual el título, Peso estructural: hay un juego de equilibrios constantes que parece repartir el peso en la estructura de la novela. Las palabras forman un mundo natural para cada hermano, que, lentamente, pasa a ser parte del mundo del que lee.
En ese balance, quedan a la vista algunas escenas que irrumpen desde la niñez como destellos. En ellas se esconden las claves del vínculo de amor filial que une a Ingre y Juan a pesar de la incomunicación del presente. En los rastros de la infancia ya se llega a adivinar el impulso que los lleva a abandonar la dependencia mutua.
De un modo simple, Castro (Buenos Aires, 1972) continúa la línea de sus novelas anteriores –Hidrografía doméstica y Hélice– y parece retomar, con un lenguaje íntimo, la utopía que recorre buena parte de la obra de Juan José Saer: cómo captar el instante en la literatura.
jueves, agosto 24, 2017
Un viaje a la extrañeza
Leonardo Sabbatella lee Peso estructural, de Gonzalo Castro, y escribe sus impresiones en el blog de Eterna Cadencia:
Para Gonzalo Castro, la narración es una forma de dar cuenta de un estado sensorial y de cierta extrañeza que habita en las prácticas cotidianas. Con Peso Estructural(Entropía) traza una novela de líneas paralelas entre dos hermanos: de un lado Ingre, profesora de danza, chica urbana y mujer exploradora de su propia sensibilidad; del otro lado está Juan, varado en un río, puro proceso mental y víctima de la naturaleza que lo rodea.
Podría decirse que la novela procede por un juego de opuestos y de negativos: quien está de viaje se encuentra varado y quien está inmóvil en la ciudad es quien realiza los descubrimientos (tenues, íntimos). Peso estructural narra al mismo tiempo la imposibilidad del viaje clásico (Juan es un viajero sin viaje) y la revelación que puede encontrarse en un encuentro casual (algo de la vida de Ingre se transforma al conocer a Leticia en una fiesta).
Ingre (mismo nombre que el pintor francés pero sin la “s” final, referencia de la cual se hace cargo la novela) y Juan tienen una relación de dependencia, casi adictiva, en la que uno es la droga del otro. El lector conoce la historia de su hermandad por los saltos en el tiempo y por pequeños capítulos que funcionan a modo de separadores o relámpagos en la cronología del libro.
Se trata de una novela visual que pareciera proponer una nueva relación con el objetivismo. Su tenor descriptivo y los diálogos que sustentan partes claves del libro hacen pensar que la novela de Castro encuentra sus condiciones de producción tanto en las formas literarias experimentales (los relatos en paralelo pueden traer el eco lejano de Las palmeras salvajes, de Faulkner) como en el cine independiente que renuncia a contar una historia para concentrarse en la materialidad de los objetos y los hechos. Castro, además, se dedica a filmar películas. Por ejemplo, Invernadero, en la que registra la vida de Mario Bellatin.
También autor de títulos como Hélice, Gonzalo Castro vacía de tensión narrativa su novela para que todo se juegue en las formas, en la dilatación, en la combinación de espesura y liviandad que propone la escritura. Como en Hidrografía doméstica, su sorprendente primera novela, la tensión no se encuentra en la trama sino en la atmósfera del libro: puede respirarse en el aire de Peso Estructural que algo está fuera de lugar. El clima enrarecido se debe apenas a las situaciones y sobre todo al tratamiento extrañado del lenguaje.
martes, agosto 08, 2017
La ondulante levedad de una escritura objetiva y poética
Beatriz Sarlo lee Peso estructural, de Gonzalo Castro, y escribe para la agencia Télam:
"Peso estructural" cuenta dos viajes y tiene dos protagonistas: los hermanos Ingre y Juan. Como los hermanos de "El hombre sin atributos" de Musil, están momentáneamente separados, pero han vivido pendientes uno del otro. Castro los muestra en un punto de giro. Ingre descubre, a los treinta y un años, una variación de la sexualidad que no estaba en sus planes ni podía adivinar en sus gustos. Juan aprende algo más borroso. En la superficie, el viaje de Juan a los treinta y cuatro años es puro divague de pequeño burgués que no está obligado a trabajar y elige desplazarse, como si fuera pobre (pero siempre turista) por las zonas verdaderamente pobres de la selva y los ríos del norte de Brasil.
¿Por qué estas dos historias interesan tanto? ¿Por qué interesan estos dos hermanos que se aman? La respuesta no se encontrará en las peripecias de sus aventuras, que no son espectaculares sino minimalistas. A los hermanos no les sucede nada extraordinario, nada bizarro, nada cruel. O sea que la respuesta a la pregunta remite directamente a la forma literaria.
Digamos primero que Ingre, cuyo viaje iniciático tiene lugar en Buenos Aires, no vive sumergida en un mundo acentuadamente contemporáneo. Casi no usa el celular; habla muy poco por teléfono; no se transcriben mensajes de texto; Facebook no es importante. Tecnológicamente, la historia de Ingre podría transcurrir en una era previa a la hiperconexión. Tiene un piano desafinado en su casa y, si se le da por tocarlo, elige a Shostakovich. En su auto, se escucha un casette de los Talking Heads. Y los Talking Heads no suenan retro nada. El mundo de objetos de Ingre y su actividad como bailarina y maestra de danza no son anacrónicos ni hiperactuales, sino que tienen una rara temporalidad desfasada de las ondas post y retro, como si su propia banda de sonido huyera de los tics contemporáneos. La historia transcurre en 2005, meticulosamente fechada por Castro que le hace ver a Ingre unos planos de televisión con el partido que Gaudio perdió ante Federer en el Masters de Shanghái.
Mientras Ingre vive en su mundo amical y sensible, Juan navega a bordo de un barco fluvial cuyo calado solo requiere la módica tripulación de un marinero y un capitán, a los que acompañan dos señoras bahianas, que tienen el empaque discreto de los pobres sin pretensiones, pero con estilo. El barco encalla por falta de agua. Las señoras se niegan a abandonarlo porque estiman que su seguridad y su dignidad no tolerarían ser transportadas en una hamaca hasta el lanchón de policía que llega para ayudarlos. Allí se quedan entonces. Pero la escena no languidece en la espera. Las señoras sugieren que se pesque para la comida, que se haga un fuego. La novela presenta, con interés desusado para tareas que podrían ser descriptas en una frase, los preparativos, las maniobras de la pesca, el encendido de la parrilla, la cena compartida, el humor retenido, sin desboque y sin pintoresquismo.
De nuevo: ¿por qué interesan estos pormenores poco electrizantes? Por la precisión de la escritura para narrar los detalles que no "avanzan" la narración, sino que valen por sí mismos. Por ejemplo: cómo colgar una red mediomundo de una soga, para que roce el agua donde todavía chapotean los peces; cómo disponer un cajón para convertirlo en mesa; cómo acomodarse para pasar la noche. La escritura de Castro convierte estas acciones mínimas en escenas importantes donde se mueven el capitán y sus pasajeros. Es decir: da vuelta las cosas, y nos hace avanzar e interesarnos en lo mínimo, en lo que no parece ni muy novelesco ni siquiera remotamente actual.
Juan es el personaje adecuado a esta escritura que rechaza lo cómico y también lo costumbrista. Tiene buenos modales; reconoce a sus compañeros de barcaza como iguales, no como iguales pintorescos, ni como diferentes interesantes, sino simplemente como equivalentes, cada uno de ellos, en la solidez de sus movimientos y sus palabras. Aunque nada lo subraya en la novela, este es un viaje de aprendizaje hecho posible por el azar de los encuentros con capitanes, policías de río, o señoras bahianas.
El viaje de Ingre no recorre grandes espacios: Villa Devoto, donde vive en la casa materna, un inverosímil amasijo de escaleras y desniveles, pasillos sobre el vacío, restos de vieja arquitectura; Belgrano R, donde, en un chalet de previsibles estilos mezclados, sucede una fiesta. Ingre se mueve por un mundo conocido. Lo que le sucede no requiere el tránsito por el espacio y las clases sociales, sino por un núcleo pequeño de gente como ella misma, donde verá nacer una sexualidad de la que no había sospechado.
Para llegar a esa iluminación, la línea narrativa de Ingre, aunque es más típica de capas medias porteñas, está casi a salvo de los lugares comunes sobre música y gustos. A su amiguita diez años menor (que nunca dice banalidades) le hace descubrir los ojos de David Byrne. Con su amiga Alina, habla de costura: mallas de danza y un kimono para el que Alina ha elegido no la seda sino el hilo. Esas conversaciones tienen el interés y la vivacidad de personajes que hablan la lengua porteña pero no la lengua de cliché de un sector social o de un grupito de fans. No hay freaks cansadores, ni pasados de droga.
Son dos viajes. Pero la novela de Castro es bastante más que una alternancia entre los movimientos de Juan e Ingre en ese presente narrativo que, como se dijo, sucede en 2005, hacia fin de año, cuando se juega el Masters. También está el tiempo de la infancia de los hermanos, escenas cortas y reveladoras de lo que ellos serán años más tarde. No fragmentan el relato, sino que lo prolongan hacia atrás, lo abren como se abre un libro en páginas anteriores a las que se está leyendo. No son rememoraciones explicativas, sino "vedutas", ventanas abiertas sobre otros tiempos.
Los espacios y las acciones físicas tienen una firme precisión descriptiva. La casa de Ingre, con desniveles desde los que puede deslizarse un perro atado a una soga o lavarse el pelo y al mismo tiempo regar los helechos del balcón; el salón que se alquila para las clases de danza, cuya digna plenitud de vieja arquitectura resulta tan interesante, por lo menos, como los movimientos de dos amigas que lo inspeccionan para alquilarlo. Todo tiene una rareza atenuada, que no busca el asombro sino el conocimiento de la armonía o de la contorsión del espacio. Las acciones también interesan, como los espacios, por ellas mismas, no por lo que desencadenan inevitablemente al realizarse. Ingre mueve sus músculos, con la exacta mecánica y la libertad de la bailarina; Alina, cuando corta las telas, exhibe la destreza de su oficio; las señoras bahianas gesticulan con la justeza de quien se mueve bien en el mundo.
Por eso, pese a la precisión de las descripciones o a causa de su ajuste a la acción, la novela de Castro es concreta sin acercarse al realismo. Tiene la ondulante levedad de una escritura objetiva y, a la vez, poética.
miércoles, julio 26, 2017
En sentido contrario
Quintín lee Peso estructural, de Gonzalo Castro, y La chica del milagro, de Cecilia Fanti, y escribe para Perfil Cultura:
Leí dos libros de escritores que conozco personalmente y ambos van en un sentido distinto, como dos trenes que chocan de frente en la vía de la literatura. La chica del milagro, de Cecilia Fanti (Editorial Rosa Iceberg), es la narración de un desastre con final feliz. El lunes 23 de julio de 2012, a la autora la atropelló un coche en el barrio de Belgrano. Sufrió la rotura de una vértebra que afectó la médula. Contrariamente a los pronósticos de una parálisis definitiva de las piernas en el mejor de los casos, se recuperó totalmente y solo le quedó una barra de titanio en la columna. Fanti es licenciada en letras, trabaja en una editorial y estudia una maestría en escritura creativa. La chica del milagro podría ser el resultado del desafío que una situación personal de esa intensidad le plantea a la máquina literaria.
La sobriedad y la elegancia de la prosa se ocupan de algo que no es sobrio ni elegante: la entrega de un cuerpo a la medicina y el sufrimiento que ocasiona su manipulación, sumado a la angustia por el desenlace. El libro es reticente con los infinitos detalles clínicos que describen la pérdida temporaria de casi todas las funciones vitales, desde la movilidad a la menstruación. Fanti se toma con resignación el sistema médico al que está agradecida y se limita a apuntes como este: “la cantidad de médicos que visitan al paciente es variable: triangulan la gravedad de su estado, el plan de su prepaga y la curiosidad profesional por el caso”. Aunque todo es verdad, La chica del milagro no es una crónica sino una novela, que cuenta el final de una relación de amor. Esta ocupa el segundo plano del relato pero le da consistencia, porque Fanti describe la ordalía de su cuerpo como un obstáculo para que la vida siga su curso y la separación que la protagonista intuye el día anterior al accidente se produzca a la salida del hospital.
Si Fanti le roba su caso a la medicina y lo entrega la literatura, Gonzalo Castro intenta un movimiento inverso en Peso estructural, su tercera novela (Editorial Entropía). Es decir, le entrega a la física, a la fisiología y a otras disciplinas el comando narrativo. El libro es la historia de una mujer que descubre, de un modo casi imprevisto, su atracción sexual por otras mujeres. Ingre es bailarina, da clases de danza contemporánea y practica una disciplina que tiene que ver con la conciencia del movimiento (un personaje así aparecía en Dioramas, la cuarta película de Castro). Siguiendo esa línea, el relato descompone cada acción en sus componentes elementales (“El rodete gris y la posición de la cabeza le parecen admirables ahora que alcanzó a ver la levedad con la que pivotea en el escálamo de la nuca”) y recorre el mundo de Ingre hablando de música, de plantas, de perros, de comidas, de casas, de muebles, de telas, de amigos y amantes. Si Fanti usa la literatura para atenuar el peso de la materialidad del cuerpo y sus heridas, Castro se sumerge en lo material para darle el peso estructural del que habla el título a una vida organizada en torno a la levedad. Una novela intenta volver ordinario lo excepcional, la otra desmenuza lo ordinario hasta enrarecerlo. Ambas, sin embargo, transmiten una tristeza parecida, acaso la de la vida cotidiana en Buenos Aires.
lunes, agosto 22, 2016
Diez libros que narran la infancia
martes, julio 15, 2014
viernes, abril 06, 2012
Dioramas en el Bafici
Sábado 14 15.00 hs Hoyts 04 (Función de prensa).
Entradas anticipadas:
viernes, enero 20, 2012
Todo tipo de palabras extravagantes
Nicolás Vilela lee Hélice, de Gonzalo Castro, y Precipitaciones aisladas, de Sebastián Martínez Daniell, y les dedica algunos párrafos en un panorama de la narrativa actual que escribe para la revista Transatlántico. Dice, entre otras cosas, lo siguiente:
«En este panorama —seguramente general y arbitrario como todo recorte— parece difícil no adjudicarle a algunas novelas recientes cierto antagonismo implícito con la narrativa realista-minimalista, no tanto en lo que respecta a la distancia siempre engorrosa entre cuento y novela sino más bien en torno a decisiones específicas. La realidad, objeto de deseo de todo realismo, se pone entre paréntesis en favor de un ecosistema narrativo autotélico. El resultado puede aproximarse a la ciencia ficción menos por el factor tecnológico que por la construcción de mundos paralelos e imaginarios. El lenguaje, en consecuencia, desprendido del referente tangible, se encuentra adánicamente en posición de inventar topografías, patronímicos y todo tipo de palabras extravagantes para el uso.
Éste es el sustrato básico de Precipitaciones aisladas (Sebastián Martínez Daniell, Entropía, 2010), novela situada en el archipiélago de Carasia, a cuyas costas arriba el protagonista y narrador, Napoleón Toole, para evadirse de una crisis amorosa. En una novela realista-objetivista, para que una cantidad ingente de palabras fuera de lo común entraran a escena se hubiera requerido probablemente de situaciones u oficios que abarcaran, desde el punto de vista del verosímil, campos semánticos muy diversos. Martínez Daniell lo resuelve partiendo de una zona artificial en que las especies pueden coexistir, o bien trasladando la materia concreta del mundo al laberinto de la psiquis humana.
Esos toques de destreza creativa se pueden analizar en el contexto de lo que Gottfried Benn, en su conferencia “Problemas de la lírica”, entendía por virtuosismo artístico: una tentativa del arte, en medio de la general decadencia de los contenidos, de vivirse a sí mismo como contenido y, sobre esta experiencia, de formar un nuevo estilo. Este concepto, dice Benn, abraza toda la problemática del expresionismo, de lo antihistórico y de lo abstracto, e instaura la trascendencia del placer creador.
Refiriéndose a los encuentros entre él y su pareja, el narrador de Hélice (Gonzalo Castro, Entropía, 2010), novela que comparte rasgos centrales con Precipitaciones aisladas, observa: “de hecho, de alguna manera, creo que estos encuentros son mi referente más palpable de realidad, es el tipo de sensación que entiendo como estar asomado en la superficie”. Sobre este aislamiento, sin los pies en la tierra, una literatura puede multiplicar los rasgos expresivos en lugar de apisonar prolijamente los estratos de la narración.»
martes, diciembre 13, 2011
Jueves: consideraciones intempestivas
viernes, abril 01, 2011
Minimalista, reverberante
Jimena Repetto lee Hélice, de Gonzalo Castro, y escribe una breve reseña para la Revista Siamesa:
«Hay momentos del verano en los que el sol pide lecturas livianas. Y hay tardes en las que buscamos que las palabras conformen texturas dignas de un buen sillón. Éste es el caso de Hélice, de Gonzalo Castro. Para quienes esperaban una buena nueva después de Hidrografía doméstica (Entropía, 2004), esta novela es una propuesta más que interesante.
Así empieza: estamos en un futuro -¿cercano?, imposible saberlo-. Pero este futuro, lejos de acercarnos a las clásicas referencias de la ciencia ficción, tiende a perderse en la poética de las palabras. Es decir, la voz del narrador en primera persona se desarrolla con una mirada tan peculiar -minimalista, reveberante- que a la representación del mundo se llega lentamente, como a través de ecos. Nuestro narrador vuelve a la historia con Julia, un amor que no termina de perderse y pareciera suspendido en su memoria. Tan ausente pareciera Julia, por momentos, como presente el amigo a quien se dirigen las palabras. Porque Hélice se articula como pequeños relatos hacia un compañero de aventuras que se ha ido, y cuya ausencia se vuelve cada vez más aguda. En cierta forma, Hélice es, en su poética y universo propio, una novela sobre los vínculos que llevamos adentro. O, mejor dicho, sobre la imposibilidad de comunicarnos con quienes habitan, como fantasmagorías, nuestro espacio interior.
Con nieblas orientales, frases de una hermosa sencillez y una mirada detallista, esta novela es una invitación para quienes buscan textos en donde la escritura narrativa se desenvuelve en la plenitud de la poesía. Castro hace de su narrador una hélice que torsiona el movimiento de un cielo calmo. Entre los círculos del aire se encuentran su mundo, su presente, su voz.»
viernes, marzo 18, 2011
Bellatin + Castro @ MALBA
martes, marzo 01, 2011
Invernadero en el Malba

Invernadero
Una película de Gonzalo Castro.
Interpretada por Mario Bellatin, Marcela Castañeda, Graciela Goldchluk, Laura Petrecca, Romina Paula, Margo Glantz.
BAFICI (Mejor película argentina) / FID Marseille / Cineuropa / Valdivia / Río Negro / VIENNALE / Cali / Hamburg / Gijón (Mejor película de no-ficción) / Festifreak / FICUNAM
Estreno: 5 de marzo, a las 18:30.
Proyecciones: Todos los sábados y domingos de marzo, a las 18:30hs
MALBA CINE – Fundación Costantini (Av. Figueroa Alcorta 3415)
Entrada general: $18 – Estudiantes y Jubilados: $9
lunes, noviembre 29, 2010
Festival de Gijón
La película argentina Invernadero, de Gonzalo Castro, se llevó el premio al mejor film de no-ficción del Festival de Cine de Gijón, España, que concluyó el sábado.
martes, octubre 12, 2010
Topografía contemporánea
Sonia Budassi lee Hélice, de Gonzalo Castro, y escribe para Bazar americano cosas como éstas:
«El texto puede pensarse, también, como una topografía –a veces sólida, a veces esquiva– que explora con pasión entomóloga la atmósfera de resignada y suave incertidumbre en la que se mueve el narrador. Hay que aclarar que Hélice, a priori, asume la diáfana inestabilidad como condición necesaria y produce, como contrapartida, un lenguaje propio, que materializa una búsqueda permanente, exploratoria y, si vale el término, exitosa. Es ese trabajo sobre el entramado de sentido lo que le da al texto una rugosidad tangible, penetrante, que nos sumerge en un mundo posible de entidad orgánica: emprender la lectura será como entrar a un lugar con luz y presión propias, en el que pueden reconocerse signos de lo conocido desde un rincón esmerilado. Admitido este valor, estructurante de todas las capas, la hipótesis topográfica se apoya en la vocación exploratoria de paisajes subjetivos y materiales. Si el narrador sólo puede descansar en la seguridad de proyectos laborales que imponen reglas, pasos a seguir, rutinas, instrucciones utilitarias y finalidades concretas bajo el rótulo de objetivos a alcanzar, el resto de los marcos simbólicos y relacionales son difusos, y necesitarán de un tanteo que les de forma, interpretación; sentido.»
«Hélice trabaja –incluidas las referencias a la terapia psicológica a la que el protagonista acude para explayarse y tomarla en sorna– sobre la irreversibilidad de la experiencia, la biografía y los códigos que incorpora cada personaje y que configuran la propia condena. Sobre el final, en un flashback delicioso en el que asistimos a una escena cotidiana entre el narrador y su padre, leemos: “Pienso ahora, o pensaba entonces, que cocinar, y construir, son las más sofisticadas tareas naturales”. Algo así podría señalarse sobre el procedimiento de la novela, que bajo un lenguaje que actúa como regente, adopta pizcas de varios géneros –la intriga no es ajena a Hélice, tampoco el melodrama- para dar forma a una materia que problematiza la configuración de su propia superficie, es decir, de la novela en sí.»
La reseña completa, acá.
martes, septiembre 14, 2010
El otro lado del realismo
Fernanda Nicolini lee Hélice, de Gonzalo Castro; Varadero y Habana maravillosa, de Hernán Vanoli; Las estrellas federales, de Juan Diego Incardona, y Punta Roja, de Daniel Diez, y luego escribe para Ñ:
En Hélice (Entropía), la segunda novela de Gonzalo Castro, el protagonista es un abogado asesor de empresas con problemas de pareja que le escribe casi a diario a una persona de la que está distanciado. Si no fuera porque su tarea es diseñar un país para que lo habiten artistas y que los autos funcionan en piloto automático -entre otros detalles futuristas-, se leería como la historia de un hombre en crisis en el mundo actual. Los cuatro relatos de Varadero y Habana maravillosa (Tamarisco), primer libro de Hernán Vanoli, parten de situaciones cercanas: una manifestación reprimida, vacaciones familiares en Cuba, alguien que vuelve de España, dos hermanos que ofrecen un servicio de turismo obrero para gringos. Hasta que un elemento sacude los parámetros de lo conocido y la escena se subvierte de un modo casi ballardiano. En Punta Roja (El 8vo Loco), de Daniel Diez, y Las estrellas federales, próxima novela de Juan Diego Incardona, las referencias geográficas e históricas delinean un contexto próximo habitado por criaturas fantásticas. En el primero, un grupo de investigadores del Conicet espera la aparición de las “gábulas” en la orilla del Salado; en el segundo, la contaminación de la cuenca del Matanza sirve para plantear las consecuencias del cierre de fábricas en los 90 en clave de ucronía.
Decisión política, búsqueda de nuevos recursos narrativos o resultado no premeditado, lo cierto es que estos cuatro autores nacidos en la década del 70 corren la frontera de lo real. Pero lo hacen sin interesarse especialmente en un género -la ciencia ficción o el fantástico-, ni sentirse deudores de una tradición local que tiene en su vértice a Borges, Bioy Casares o Angélica Gorodischer. Al contrario: como parte de una generación encorsetada en cierto realismo marcado por la llamada literatura del yo, abren un hueco, iluminan las limitaciones de trabajar con lo cotidiano, y van un poco más allá. Huyendo, en lo posible, de las etiquetas.
Gonzalo Castro –a quien le llevó nueve años escribir la novela en medio de sus tareas como arquitecto, responsable del sello Entropía y director de raras películas- es el más enfático a la hora de desmarcarse: “Soy realista, sólo que soy realista en lo lateral. En lo esencial soy vitalista, abogo por la energía y por el espacio narrativo y creo que la realidad se refleja únicamente en las cosas concretas. En los esquemas más amplios de la vida, y de las novelas, la realidad no tiene ninguna importancia”.
Ajeno a las categorizaciones, dice que los trazos futuristas de Hélice no buscan ninguna filiación con la ciencia ficción: “Los incluí buscando oxigenación, algo de incertidumbre temporal que me separara de las referencias más cotidianas. Igual los elementos no-reales son pocos y están tratados con la naturalidad de alguien que convive con ellos, con lo cual no se les exige una prueba descriptiva profunda: el éxito de esos artefactos casuales depende más del lector que de mí.”
Hernán Vanoli, que publicó cuentos en antologías y está al frente de la editorial Tamarisco, reconoce que su intención inicial era escribir dentro de los márgenes de lo real, pero que las formas ya ensayadas del realismo no lo satisfacían. “Algunos me señalaron que el libro es una suerte de ‘costumbrismo intervenido’, y me gusta esa idea como programa. Tengo la voluntad de tensionar ciertos elementos que valoro de la hegemonía simbólica del relato realista actual, como el pensamiento sobre lo social, pero busco que el realismo no sea un paradigma sino una frontera por la cual entrar y salir”, explica.
Sin embargo, lo que para Vanoli hace que un texto sea más o menos efectivo a la hora de tensionar esa realidad, no es el género sino el concepto que se tenga de la función de la literatura: “Yo no creo que lo no-realista sea de por sí más interesante, sino que hay que ver qué relaciones sociales concretas y efectivas se traman en cada libro. No me interesan el delirio ni las fantasías técnicas; me interesan las fronteras donde los cuerpos trafican con las tecnologías y donde las tecnologías profanan los cuerpos: desde ahí hay que pensar las cuestiones de ciudadanía cultural y literaria”.
Juan Diego Incardona, que ideó una suerte de “peronismo fantástico” con El Campito (Mondadori), también cree que hay una decisión política en la elección de temas y el recorte geográfico con el que trabaja (el Conurbano bonaerense). Pero no le atribuye la misma racionalidad al uso del género fantástico. “No fue una decisión consciente sino el resultado de los mecanismos de la imaginación –cuenta-. Me gusta inventar paisajes y criaturas, pero trato de que eso esté conectado con la realidad, que lo fantástico sea en versión local, más material que existencial.”.
El quiebre del realismo en algunos de los relatos de Daniel Diez que integran Punta Roja –su primer libro- tampoco forma parte de un programa literario, sino que es resultado del mismo acto de escribir: a veces lo fantástico, dice, le funciona como disparador y otras, incluso, lo ayuda a creer en la historia. “Pienso a la línea que separa lo fantástico de lo real como muy fina, borrosa y escurridiza. En el caso de algunas de las criaturas de mis cuentos, podrían existir perfectamente y por eso, por lo general, el ambiente en el que aparecen resulta conocido. De todos modos, no me preocupa el tema de los géneros ni tampoco creo que la única forma de tratar ciertos conflictos sea a través del realismo”.
Quizás estas incursiones más allá del contorno de lo real sean una manera, como dice el crítico Pablo Capana a la hora de definir la ciencia ficción, de acudir al pensamiento lateral para tomar distancia y mostrar el otro lado del realismo: su costado hipotético.
martes, agosto 31, 2010
Objeto sólido e inestable
Beatriz Sarlo lee Hélice, de Gonzalo Castro, y escribe para Perfil apuntes como éstos:
"Hay que decir que las líneas de Hélice, pese a mostrar su incompletitud, son encantadoras y Castro las escribe del modo más preciso, menos alambicado y más seguro."
"El flashback es una novela de amor, sentimental y dura, irónica y nostálgica. Una historia muy de la adolescencia tardía o de la juventud adolescente, con peripecias que la hacen más interesante pero no menos verosímil en términos subjetivos, como la de una operación en la que el narrador pierde su hígado averiado para recibir uno artificial; la convalecencia transcurre en una especie de estudiantina hospitalaria, en cuyo clima los tres amigos se divierten intoxicándose un poco con oxígeno de uso medicinal. Ese triángulo sentimental perdido es un modelo utópico y su escritura tiene una leve seducción nostálgica."
"El espacio de ciencia ficción es plausible (como debe ser). Sobre todo, muy atractiva una rara playa tropical donde el narrador pasa, solo, sus vacaciones antes de comenzar el Proyecto. Y el Proyecto mismo abre un escenario porque consiste en el reciclaje de una ciudad, que será un nuevo país, allí donde poco antes la industria había producido un desastre ecológico."
"Así, la ciencia ficción se vuelve actualidad. Imposible no ver a estos artistas como versiones irónicas de la escena local, que remite a otras escenas internacionales. Sin embargo, no hay objeción que pueda invalidar este cruce entre gente diseñada y ciencia ficción. El cruce es inestable, tanto como es inestable el tejido de la narración del presente con la del pasado. Así, Hélice es un original objeto sólido que, al mismo tiempo, no ha terminado de encajar sus partes."
La reseña completa, acá.
jueves, julio 29, 2010
Un absurdo disimulado
Miguel Ángel Petrecca lee Hélice, de Gonzalo Castro, y escribe para Ñ la siguiente reseña:
Hélice, la segunda novela de Gonzalo Castro, transcurre en un futuro y una ciudad indeterminados, cuyos rasgos vagamente distópicos, sugeridos apenas a través de breves toques descriptivos, remiten en un primer momento a la ciencia ficción. El espacio tiempo futurista, sin embargo, funciona acá más bien como un decorado sobre el que se proyecta la historia y los temas que le interesan al libro: el amor, la amistad, las relaciones entre las personas.
El núcleo de la novela es, en efecto, según se va descubriendo a medida que avanza el relato, un triángulo amoroso que incluye al apático narrador, a la novia de este y a un tercero misterioso que es el destinatario invariable de las “cartas” o monólogos que componen el texto. Un triángulo que, empleando una imagen de la novela, pasa de escaleno a isósceles, y de isósceles nuevamente a escaleno, o tal vez a equilátero, siguiendo el alejamiento y acercamiento de los vértices entre sí.
En las “cartas” el narrador alterna, por un lado, el relato de la fase terminal de su noviazgo con los flashbacks en los que va recapitulando aspectos de su pasado y particularmente de la relación con los demás vértices de ese triángulo; por el otro, desarrolla y relata el involucramiento del narrador en un megaproyecto urbanista de características delirantes (la reconstrucción y reconversión de un “pequeño país” arrasado en una ciudad para artistas) y abunda en su relación con distintos personajes con quienes la participación en dicho proyecto lo pone en contacto: Matsumi, la enigmática japonesa con quien trabaja y que tiene sobre el narrador un influjo fuera de lo normal; la bizarra dupla de hermanos (de nombre Scouty y Brisa) que lo contratan para el proyecto; Malakián, el multimillonario aquejado por una crisis espiritual; además de una serie de artistas extravagantes y grupos de vanguardia.
El sistema de nombres de la novela (de cual se listan algunos ejemplos en el párrafo anterior) da la clave de una voluntad de extrañamiento que es congruente con la elección misma de ese espacio y tiempo indeterminados; voluntad de extrañamiento que, a su vez, hace pareja perfectamente con dos elementos más (formando como una especie de segundo triángulo, a nivel estilo): la ambigüedad y el humor que atraviesan gran parte del libro. El primero de esos elementos (sintetizado involuntariamente en la frase “la luz no deja ficción en pie”) opera a partir de un gusto por la omisión, la sugerencia y el detalle impresionista, que muestra menos de lo que oculta, dejando huecos por los que la lectura debe colarse para completar lo fragmentario de la imagen y la trama. El humor, por su parte, operando tanto al nivel de las frases como de las situaciones marcadas por un absurdo apenas disimulado, contribuye considerablemente al tono general de la novela y a sus momentos más logrados.
Este humor absurdo que da la tónica general de la novela genera un distanciamiento con respecto al núcleo dramático que está en el centro de ella: el deterioro de las relaciones y el aislamiento al que se ve conducido el narrador, la nostalgia por un momento de balance y felicidad perdidos. Interpone así permanentemente una suerte de película irónica que, sin embargo, cede por momentos a ramalazos de cierto lirismo: “De chico dormía boca abajo, con fruición, y creo que había algo puro en esa manera, como abrazarse a la tierra (representada en el colchón, que es la isla por antonomasia, la isla original), aferrarse mientras la mente se soltaba.” Es en esos momentos que el futuro desangelado en el que transcurre la historia parece revelarse, de golpe, como una metáfora de la adultez y la pérdida.
lunes, julio 12, 2010
Retrato
Matías Capelli escribe para Los Inrockuptibles un retrato de Gonzalo Castro, a propósito de la presentación de su tercera pelicula, Invernadero, y de la publicación de su segunda novela, Hélice. He aquí el resultado:
“Es fundamental para mí, no podría hacerlo de otra manera. Básicamente, no quiero delegar… Me gusta hacer las cosas yo mismo”, dice Gonzalo Castro frente a una pregunta que no tarda en hacerse quien conoce algunos detalles sobre su forma de trabajar tanto en el cine como en el campo literario. Es que Castro es un realizador en el sentido más amplio de la palabra, un artista artífice. No sólo escribe y filma sus películas, sino que se encarga del montaje y la fotografía; no sólo escribe novelas, sino que edita y diseña las suyas y las de tantos otros a través del sello Entropía. Un proyecto editorial que fundó junto a su hermana Valeria, Juan Nadalini y Sebastián Martínez Daniell y que con los años –llevan siete– logró hacerse un lugar bastante relevante en el panorama editorial local, sobre todo en materia de autores inéditos o casi. Castro: “Sostenemos casi todos los mismos conflictos de los primeros tiempos. Todas las fases de nuestra editorial son puro caos, seguimos moviéndonos a tientas… Casi nada funciona como debería, excepto que, unas ocho veces al año, emitimos un libro, esa extraña mediación entre escritores, imprenteros, libreros, crítica y lectores, lo cual nos produce algo así como una gran felicidad”.
El libro que Entropía publica este mes es la segunda novela de Castro, Hélice. Compuesta de cartas destinadas a un viejo amigo, los fragmentos van dando forma a un relato en un futuro indeterminado, casi sin coordenadas espaciales y “con levísimos trazos de algo que no podría llamarse ciencia ficción”, y despliegan una prosa que podría emparentarse en alguna medida con la de Marcelo Cohen, o la de Oliverio Coelho, por nombrar un autor más cercano generacionalmente. “Nada me produce tanto pavor como hablar del argumento de una novela mía. Bastante hago para desdibujarlos en las estructuras mismas de los libros, para olvidarlos… Como empecé a escribirla hace nueve años, tuve mucho tiempo para arrepentirme y rectificar elementos. Con el tiempo corté muchas cosas y la volví cada vez más ininteligible, casi como ocultando hacia dónde había dejado ir a mi irresponsable imaginación.”
En algo que ya se volvió casi una costumbre, este año Castro presenta su tercera película en la competencia local del BAFICI. Filmada en México y Buenos Aires, Invernadero está protagonizada por el escritor Mario Bellatin (también participa Margo Glantz), pero está lejos de ser un retrato de artista, un documental, así como una ficción (una indistinción en la que el propio Bellatin se mueve como pez en el agua). “Invernadero está hecha de planos fijos; la cámara estuvo siempre inmóvil, seca, mineral. La película es tan quieta que desmaya, pero plena de momentos de gracia.”





