Mostrando las entradas con la etiqueta Romina Paula. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Romina Paula. Mostrar todas las entradas

lunes, febrero 12, 2018

La estructura

Romina Paula asiste a la presentación de Peso estructural, de Gonzalo Castro, y lee este texto sobre estructuras y literatura:

"A Gonzalo Castro le gustan mucho las cosas. O ciertas cosas. O cosas que son de un modo particular. Es un preciosista de las cosas, un coleccionista también, de las que le gustan.

Gonzalo, es también y ¿sobre todas las cosas?, un autodidacta. Es, aparte de escritor, diseñador gráfico, músico, cineasta, tenista, ajedrecista, cocinero, carpintero y seguramente esté omitiendo algún otro oficio que desconozco o que él dejó atrás.

A Gonzalo Castro, confirmo ahora, le importan mucho las estructuras.

Las de las frases, doy fe: estuve ahí viéndolo llenar en promedio una hojita por hora. Escribe cada frase como un orfebre; se toma tiempo entre la escritura de una palabra y otra, tacha, duda, vuelve para atrás. Ese trabajo se aprecia en su prosa, tan erudita, precisa y cómica, todo a la vez.

El adjetivo del título Peso estructural reaparece como esqueleto de la narración, de las anécdotas que se despliegan, hacia delante y hacia atrás, en forma de sustantivo.

La estructura de un hotel que se quiebra hasta hundirse.

La estructura de hierro y poleas para una obra de danza de difícil realización.

La estructura de una casa sin paredes internas.

La estructura de un vestido.

La estructura de un piano.

La estructura de un beso.

La estructura de la danza, que es técnica en movimiento.

La estructura del movimiento.

La estructura de unos huesos, que componen un cuerpo.

El delicado equilibrio de esa estructura traccionada hacia abajo por su propio peso, atraído por la gravedad.

La estructura de una relación entre amigas.

La estructura de una relación incipiente, entre dos mujeres.

La estructura de una relación con un hermano.

Lejos.

Que es la estructura de una novela.

Que es la estructura de cada frase también.


Gonzalo se construye un mundo para sí, hablado de ese modo, con un supuesto vínculo con la realidad pero tan propio en el nivel del lenguaje que sus personajes quedan suspendidos en un espacio-tiempo que seguramente no sea el de lo público. Él nos arrastra a la temporalidad caótica de la intimidad, donde dormir puede ser crear obras de danza, y viajar, desplazarse, reposar dentro de un lecho de río yermo. Y si bien en esta novela hay más marcas de época y consumos culturales, eso no desactiva el efecto de extrañamiento, de ostranenie, de para sí.

Como si al escribir Gonzalo se volviera la pequeña Chloé, la niña visionaria de su primera novela, poblando el mundo de plantas, agua y colchones, hablando bien.

Gonzalo también está muy preocupado por la técnica, a todo nivel. Como si quisiera ver de qué están hechas las cosas, esas que le gustan tanto, sus partes: desarma el objeto para darse cuenta, al querer recomponerlo, que una vez inteligido, nada vuelve a ser nunca igual. Que el todo es sus partes para también es algo más, acaso eso inefable que anima todo peso estructural.

martes, agosto 08, 2017

El juego de las apariencias

Juan L. Delaygue lee Acá todavía, de Romina Paula, y escribe su reseña para Bazar Americano:


La pérdida del padre y la aparición de lo inesperado como proyecto, con el amor como resultado posible del azar, son los dos polos entre los que se mueve –no sin incertidumbre– Andrea, Trapo, la protagonista de Acá todavía. Como en una mascarada, en esta novela nada es lo que parece, o al menos no es sólo eso. Entre la animalidad y la indagación sobre las formas y las inversiones de las relaciones –fundamentalmente las familiares–, los hijos de Mario juegan el juego de los apodos como una forma de transmutarse en la que la identidad no es una constante, porque “la perfección no es posible más que en el instante”, y así los hermanos serán amantes, Andrea padre y el padre un recién nacido al que hay que cuidar.

Todavía acá

La novela se divide en dos partes, “Todavía” y “Acá”: un adverbio temporal que da cuenta de la persistencia, y uno locativo que también sugiere un presente. Curiosamente, la primera parte comienza con un lugar y una imagen (“Acá, ahora que los pasillos están en penumbras, los adornos refulgen”), mientras que la segunda inicia con un recuerdo que abre una distancia –la irrupción de otro tiempo– (“Sobre la arena húmeda de la noche sigo pensando que el peor momento fue el de los sillones de cuero en el hospital”). Aquí hay dos partes porque hay una escisión: acá todavía no es una intersección en los dos ejes que pueda dar cuenta de unas coordenadas, sino un deslinde entre dos dimensiones que, sin embargo, se interrumpen mutuamente: el tiempo y el espacio. En la circunscripción de esas dos dimensiones se habla de lo que, respectivamente, las excede y llega incluso a ser su reverso exacto, inaugurando así el juego de las apariencias.

Todavía –la remanencia, el aún, lo que perdura– es en realidad lo que ya no. De este modo, si el adverbio indica la persistencia de una situación, la narración se enfoca en la pérdida del padre y en la irrupción en medio del presente de recuerdos –aparentemente– clausurados, vinculados al tiempo de la infancia o al otro tiempo del amor, que, si aún operan sobre el ahora, es en sus restos o secuelas. Hay un corte que divide el presente del pasado: el pasado es la “otra vida”, y siempre se está en el “ahora, desde este ahora”. La dimensión temporal no es un continuo en el que la infancia se integra, hilvanada por el hilo de la memoria, sino que cada vivencia aparece como una esfera separada, cerrada sobre sí misma: “se me presentan como restos de una vida vivida hace mucho ya, o una no vivida casi, así de hiriente, con el contorno de la melancolía”; algo externo, “todo lo ex que se pueda pensar, en términos de afuera, en términos de pasado, de quedado en el tiempo también”. Y si afloran en la meseta del presente, es en la forma de una irrupción. Las líneas de fuga que se trazan desde la temporalidad de la agonía del padre no se remontan, entonces, en el tiempo, sino que más bien se embarcan en el rescate de una experiencia en otra dimensión ya clausurada, porque “acá se vive en el presente, y no en el presente del carpe diem o el de Ulises Butrón, no, sino en el presente, como los perros de César Millán, el encantador, que según él sólo pueden vivir en el presente”. Así, en Navidad, Andrea se ve asaltada por una imagen de lo que era: “Recuerdo entonces que en mi otra vida, en la primera quizás, esta hora, la víspera de la Nochebuena, era uno de los momentos más esperanzados del año”. La mirada del presente que escruta o, mejor, a la que se le presentan esos recuerdos-totalidades puede desarmarlos sin pasión hasta levantarles la delgada película de clase que recubre, en este caso, la Navidad o las vacaciones en Punta del Este en los ‘90.

La segunda parte, “acá”, es en realidad un allá que se refiere al otro lado: el viaje por Uruguay, como el opuesto complementario de Buenos Aires, la gran ciudad. Como una forma de respuesta a la impugnación de Coco, el hermano mayor, Andrea comienza una ida que siempre avanza un poco más allá: primero la playa donde arrojan al mar los restos del padre (depositándolo en un espacio que está ligado a la infancia), luego Montevideo, la casa de Amalia, la abuela de Iván, más tarde Los Reartes y al final Fortaleza Santa Teresa, lugar que encuentran cerrado, lo cual es exactamente lo opuesto a un cierre para el recorrido. En ese lugar otro, también hay otra Andrea: “No sé qué es lo que me hace comportarme con tanta impunidad ahora, ¿será la certeza, será esto de estar en otro país, la inmunidad, la invulnerabilidad que eso me otorga?”. Todo lo que en la cotidianeidad se le presenta como traba, y que Andrea parece querer borrar en la primera parte de la novela al refugiarse en el hospital para cuidar del padre y recibir, a su vez, su cuidado, parece ahora ceder ante la extrañeza del lugar y ante lo que se gesta: puntualmente, el embarazo.

Este lugar manifiesta su diferencia como otra temporalidad, un presente prolongado. Es el tiempo de Amalia, “una vieja que muy despacito y con muchísima parsimonia, la del tiempo detenido, se desliza por la pared del chalet, rozando el ladrillo con su mano izquierda, pega la vuelta a la derecha tomando el camino que –parecita mediante– la conduce hacia mí. Aunque decir ‘pega la vuelta’ es un poco desmedido dada la velocidad de la faena; más que pegar la vuelta habita esa vuelta como nadie”. Se habita un presente prolongado, como una meseta, y al contrario de la primera parte aquí la irrupción toma la forma de un lugar. Se trata del cilindro, ese espacio fantasmal en ruinas, cuyo carácter sobrenatural queda supeditado a saber si se trata de un malentendido entre Andrea y Amalia al referirse al encuentro. Es, como la escena de los gusanos que cierra la primera parte, un resto lleno de vida, o una sobrevida: así como los gusanos surgen de lo muerto, este lugar “derruido” está lleno de verde y entre relámpagos (lo intermitente, diría Barthes) devuelve a la vida (en su forma más potente) a Mario, el padre, y su madre, para establecer una forma de reconciliación con la que sigue de este lado: “Es un espacio cilíndrico gigante, un estadio habrá sido; queda un remanente de butacas, un remanente de techo, hundido, caído hacia adentro, hay rastros de incendio, de ceniza, hollín, de postvida de lumpenaje también, de asolación”.

Las apariencias, el cebú y el Caballo

Desde la primera escena, la del hospital en Navidad, todo se asemeja a su opuesto. Si por la fecha hay un pesebre en el corredor, esto proyecta “del otro lado del pasillo, en la habitación 203, el otro pesebre, uno viviente, velando por el gran Mario, el viejo Jesús, en su túnica impoluta, sobre la cama”. De este modo, el que agoniza es también un recién nacido, y esta imagen establece que la dirección en que se dan las relaciones paterno-filiales quedará invertida. Pero esto es algo móvil, que va y viene a lo largo de la novela (en las múltiples temporalidades que se despliegan) de acuerdo a si Andrea habla de papá o de Mario. Esta mutabilidad de las relaciones o de los roles también se ve con los hermanos: si Juan es el amante imposible (“A veces pienso que si Juan pudiera, se casaría conmigo. ¿Lo pienso o lo deseo? ¿Deseo que quiera casarse conmigo o desearía poder casarme yo? Casarnos como forma de decir, como si fuera de estar juntos para siempre”), Coco es el que tiene que –o imposta el deber de– aprender a ocupar el rol del padre, pero en la mirada cómplice de los hermanos menores, que lo desarman, parece corresponder más bien al linaje de Amanda, la madre, la que toma distancia: “Con toda malicia había un chiste interno entre los mellis: que Coco era un Delaney puro, ciento por ciento hijo de Amanda, mientras que nosotros éramos verdaderos Covarrubias”.

Si el padre aparece como un recién nacido y un hermano como amante, lo que parece ser es lo que direcciona los vínculos entre los roles a ocupar, como en la ópera: “Me gusta eso de la ópera: nada es lo que parece pero tampoco intenta serlo”. Mario es padre, por ejemplo, cuando aparece “radiante, muy sonriente, viril en tu rol de conductor”. El resto del tiempo variará entre ser quien dispensa atención (a la hija) y el objeto de los cuidados, como el recién nacido del pesebre. En esa misma inversión, Andrea será, más que padre, el cebú del pesebre: “se me ocurre que en este pesebre vengo a ser algo así como el cebú que aparece echado de lado, pachorro y reposando en la proximidad del camastro del niño dios. (…) El cebú, desde su ínfimo cerebro y su gran santidad, piensa: ‘Cuidaré de ti, niño gigante, de batita y cablerío, tú no caminas, yo no pasto, yo no tengo intención de moverme, llevo alimento en mi giba para semanas, te alimentaré de mi leche, porque soy un cebú hermafrodito, doy leche y procreo, soy también y al mismo tiempo tu María y José’”. A la par de no terminar de definirse como lesbiana, porque las etiquetas la estrangulan, Andrea (cuyo nombre, según reconoce Iván, también es de hombre) es un cebú hermafrodito, hombre y mujer. Con respecto, una vez más, al padre como niño, cuando sus hijos arrojan sus restos al mar, en un colmo de la escatología “lo que cae de la urna es una suerte de pañal que hace ruido seco contra el agua, para ser envuelto entero por una ola, y desaparecer”.

El cebú no es la única mutación de Andrea. En el juego de las apariencias, los hermanos se metamorfosean mediante apodos y Andrea es, de forma indiscutida, Trapo (otro sustantivo masculino). Apodar se parece a ejercer un poder sobre el otro, el poder adánico de nombrar. Así, Caballo, el apodo de Iván, habla de su animalidad: Iván es pura corporalidad, puro presente (otra vez los perros de César Millán), “es lo más alejado del sentido común que puedas imaginarte”. Como el caballo, Iván parece una fuerza que sólo avanza con el impulso del deseo. Si los recuerdos de Andrea irrumpían desde una temporalidad clausurada, Iván puede hilvanar una conexión con el pasado porque es puro presente. Por eso, la primera vez que están juntos, “como en una cita al revés”, Andrea recuerda, “pero no es un recordar mental, todo lo contrario, es mi cuerpo el que recuerda, es la boca (…), recuerdo de este modo físico que eso me gustaba”.

El caballo también irrumpe, como una presencia ominosa, en la escena de la playa, cuando los hermanos van a arrojar los restos del padre al mar, y rompe con la solemnidad de esa ceremonia. En general, los animales aparecen para hacer notar algo sobre las relaciones humanas, fundamentalmente las familiares. Así, el cebú hermafrodito cuida del padre agonizante y lo transmuta en un recién nacido (más bien en EL recién nacido, el del pesebre); en el parque de la clínica “el gato hijo (…) se encuentra con su madre o su padre (…) y entran a correr en circunferencias donde ya no queda claro quién caza, quién huye, quién corre a quién”. Iván, además de ser el Caballo, parece estar siempre rodeado de animales: Quicho, su perro en el monoambiente, y el otro perro con el que aparece en Los Reartes. Sobre el final de la primera parte, la presencia de los gusanos viene a decirle a Andrea, ni más ni menos, que algo se está pudriendo.

Así como la cercanía de Quicho mientras Andrea e Iván tienen sexo parece querer comunicar algo, los animales desde su corporalidad parecen saberle algo al presente que se le escapa al discurrir mental de Andrea, exhibido en una prosa que avanza como dudando, tanteando y reformulando, con la cadencia del pensamiento. En ese juego de apariencias donde ella es –nuevamente– cebú y Trapo, y un montón más de apodos que no prosperaron, se manifiesta algo de la virtualidad: lo que subyace a lo visible. Así, entre lo visible y lo invisible que este juego plantea, la virtualidad de la leucemia del padre (“Hago un seguimiento, un rastreo de mi papá, de la enfermedad en él y sigo sin entender. (…) Ahora mismo, mirándolo, ¿dónde está?”) y el embarazo de la hija (“¿Qué será que se me gesta acá? ¿Qué esta abstracción de adentro? En estos tiempos que corren en los que casi todo se puede ver, corroborar, ¿qué es este nivel de abstracción respecto de algo tan vital?) quedan agrupados en un mismo conjunto.

miércoles, julio 26, 2017

La acumulación silenciosa

Maximilano Costagliola lee Acá todavía, de Romina Paula, y escribe para el diario El Día:


Acá todavía convulsiona ya desde la primera página, donde Andrea es anoticiada de que su padre ha sido ingresado en el hospital Alemán en un estado delicado. La gravedad de la situación se confirma cuando los sucesivos partes médicos determinan que se trata de un cáncer terminal. Los tres hijos ya adultos de Mario asisten a su agonía. Aunque la que lo acompaña full time es Andrea, narradora y protagonista de la novela. Estacada en la entumecedora rutina hospitalaria, Andrea se inventa auténticos pasadizos que le permiten des-habitar de a momentos ese presente estallado de dolor. Algunas de esas coartadas son físicas (salir a caminar, ver televisión en la sala de espera, intentar un affaire con una enfermera y concretar otro con su ex novio) y otras, las más frecuentes, psíquicas (evocaciones, digresiones y fugas). Así, pivoteando sobre la muerte, transcurre y se va la primera parte, titulada “Todavía”, en el sentido no ya celebratorio de un arco de posibilidades que se dilucida sino en aquel más desalentador de una situación de estancamiento que persiste. En la segunda parte, “Acá”, la novela se despeja y se expande hacia una aventura doble: la de la maternidad, Andrea ha quedado embarazada, y la de la búsqueda del padre de su hijo en un pueblito mítico de Uruguay.

La trama induce engañosamente a pensar que se trata de la típica novela de pasaje, aquellas que versan sobre el abandono del paraíso perdido de la juventud para ingresar al sobrio terreno de la madurez. Engañosamente porque Romina Paula se sirve de esa trama y de una estructura que combina el diario íntimo con la crónica sentimental, a fin de alumbrar una novela que va mudando de piel para interpelar, sin concesiones, la sexualidad normada, la maternidad, la institución familiar, el sentido común, la construcción de la identidad y un largo etcétera. Y no lo hace desde el gesto punk o antisistema que impugna de antemano amparándose en la impunidad de la utopía, más bien inquiere como quien busca re-inventarse dentro del corsé con que el imaginario social unge cada una de esas instituciones.

Frente a tanta taxonomía performativa y a contracorriente de la mala prensa que tiene la generación que ha sido adolescente en la década de los ´90, como aquella de la eterna vacilación, Romina Paula se afirma y contraataca: ¿la indeterminación no es acaso una elección posible e incluso más acorde con la disociación característica del sujeto posmoderno?; ¿la inclinación por una identidad flotante, no ya como mero estado transitorio sino como una constante, es necesariamente una postura inmadura que elude la responsabilidad o, por el contrario, se trata de una decisión que acrecienta el compromiso moral al otorgar más libertad de acción? En la respuesta –fragmentaria por definición– a estas preguntas Andrea encuentra un modo de vida y Romina Paula la materia prima literaria de una narración que se desdobla incesantemente, como si siempre existiera un pliegue más.

Porque esta escritora de largo aliento glosa por acumulación, tanteando y encimando adjetivos, comparaciones y metáforas para aproximarse a los objetos e impresiones que quiere definir. “Yo no puedo evitar identificarme con los que no pueden saber. La perfección nos es posible más que en el instante”, confiesa la narradora renunciando al pedestal de la lucidez y a la ventaja informativa que le otorga su condición para avanzar prácticamente a ciegas, espalda con espalda junto al lector, descubriendo y construyendo sentido a la par. Asistimos así al despliegue de una suerte de mayéutica sin jerarquías donde interlocutor e interpelado parten del mismo grado cero para arribar a dúo a la enunciación de las precarias certezas con las que van tropezando. De ahí que, como en sus obras anteriores, el alto voltaje de la novela radique mucho más en el relieve de la prosa y la cadencia lisérgica que le imprime su autora antes que en el desarrollo de la acción.

“Como siempre, la gente confiando más en lo verosímil que en lo real”, dispara en un momento dado Andrea, y más allá de lo elusivo y difuminado que es «lo real», lo cierto es que es precisamente en esa grieta entre ambas categorías donde se filtra la posibilidad misma de la ficción artística en general y de la literaria en particular; de la cual Acá todavía es un extraordinario exponente.

El juego de las apariencias

Juan L. Delaygue lee Acá todavía, de Romina Paula, y escribe para Bazar americano:


La pérdida del padre y la aparición de lo inesperado como proyecto, con el amor como resultado posible del azar, son los dos polos entre los que se mueve –no sin incertidumbre– Andrea, Trapo, la protagonista de Acá todavía. Como en una mascarada, en esta novela nada es lo que parece, o al menos no es sólo eso. Entre la animalidad y la indagación sobre las formas y las inversiones de las relaciones –fundamentalmente las familiares–, los hijos de Mario juegan el juego de los apodos como una forma de transmutarse en la que la identidad no es una constante, porque “la perfección no es posible más que en el instante”, y así los hermanos serán amantes, Andrea padre y el padre un recién nacido al que hay que cuidar.


Todavía acá

La novela se divide en dos partes, “Todavía” y “Acá”: un adverbio temporal que da cuenta de la persistencia, y uno locativo que también sugiere un presente. Curiosamente, la primera parte comienza con un lugar y una imagen (“Acá, ahora que los pasillos están en penumbras, los adornos refulgen”), mientras que la segunda inicia con un recuerdo que abre una distancia –la irrupción de otro tiempo– (“Sobre la arena húmeda de la noche sigo pensando que el peor momento fue el de los sillones de cuero en el hospital”). Aquí hay dos partes porque hay una escisión: acá todavía no es una intersección en los dos ejes que pueda dar cuenta de unas coordenadas, sino un deslinde entre dos dimensiones que, sin embargo, se interrumpen mutuamente: el tiempo y el espacio. En la circunscripción de esas dos dimensiones se habla de lo que, respectivamente, las excede y llega incluso a ser su reverso exacto, inaugurando así el juego de las apariencias.

Todavía –la remanencia, el aún, lo que perdura– es en realidad lo que ya no. De este modo, si el adverbio indica la persistencia de una situación, la narración se enfoca en la pérdida del padre y en la irrupción en medio del presente de recuerdos –aparentemente– clausurados, vinculados al tiempo de la infancia o al otro tiempo del amor, que, si aún operan sobre el ahora, es en sus restos o secuelas. Hay un corte que divide el presente del pasado: el pasado es la “otra vida”, y siempre se está en el “ahora, desde este ahora”. La dimensión temporal no es un continuo en el que la infancia se integra, hilvanada por el hilo de la memoria, sino que cada vivencia aparece como una esfera separada, cerrada sobre sí misma: “se me presentan como restos de una vida vivida hace mucho ya, o una no vivida casi, así de hiriente, con el contorno de la melancolía”; algo externo, “todo lo ex que se pueda pensar, en términos de afuera, en términos de pasado, de quedado en el tiempo también”. Y si afloran en la meseta del presente, es en la forma de una irrupción. Las líneas de fuga que se trazan desde la temporalidad de la agonía del padre no se remontan, entonces, en el tiempo, sino que más bien se embarcan en el rescate de una experiencia en otra dimensión ya clausurada, porque “acá se vive en el presente, y no en el presente del carpe diem o el de Ulises Butrón, no, sino en el presente, como los perros de César Millán, el encantador, que según él sólo pueden vivir en el presente”. Así, en Navidad, Andrea se ve asaltada por una imagen de lo que era: “Recuerdo entonces que en mi otra vida, en la primera quizás, esta hora, la víspera de la Nochebuena, era uno de los momentos más esperanzados del año”. La mirada del presente que escruta o, mejor, a la que se le presentan esos recuerdos-totalidades puede desarmarlos sin pasión hasta levantarles la delgada película de clase que recubre, en este caso, la Navidad o las vacaciones en Punta del Este en los ‘90.

La segunda parte, “acá”, es en realidad un allá que se refiere al otro lado: el viaje por Uruguay, como el opuesto complementario de Buenos Aires, la gran ciudad. Como una forma de respuesta a la impugnación de Coco, el hermano mayor, Andrea comienza una ida que siempre avanza un poco más allá: primero la playa donde arrojan al mar los restos del padre (depositándolo en un espacio que está ligado a la infancia), luego Montevideo, la casa de Amalia, la abuela de Iván, más tarde Los Reartes y al final Fortaleza Santa Teresa, lugar que encuentran cerrado, lo cual es exactamente lo opuesto a un cierre para el recorrido. En ese lugar otro, también hay otra Andrea: “No sé qué es lo que me hace comportarme con tanta impunidad ahora, ¿será la certeza, será esto de estar en otro país, la inmunidad, la invulnerabilidad que eso me otorga?”. Todo lo que en la cotidianeidad se le presenta como traba, y que Andrea parece querer borrar en la primera parte de la novela al refugiarse en el hospital para cuidar del padre y recibir, a su vez, su cuidado, parece ahora ceder ante la extrañeza del lugar y ante lo que se gesta: puntualmente, el embarazo.

Este lugar manifiesta su diferencia como otra temporalidad, un presente prolongado. Es el tiempo de Amalia, “una vieja que muy despacito y con muchísima parsimonia, la del tiempo detenido, se desliza por la pared del chalet, rozando el ladrillo con su mano izquierda, pega la vuelta a la derecha tomando el camino que –parecita mediante– la conduce hacia mí. Aunque decir ‘pega la vuelta’ es un poco desmedido dada la velocidad de la faena; más que pegar la vuelta habita esa vuelta como nadie”. Se habita un presente prolongado, como una meseta, y al contrario de la primera parte aquí la irrupción toma la forma de un lugar. Se trata del cilindro, ese espacio fantasmal en ruinas, cuyo carácter sobrenatural queda supeditado a saber si se trata de un malentendido entre Andrea y Amalia al referirse al encuentro. Es, como la escena de los gusanos que cierra la primera parte, un resto lleno de vida, o una sobrevida: así como los gusanos surgen de lo muerto, este lugar “derruido” está lleno de verde y entre relámpagos (lo intermitente, diría Barthes) devuelve a la vida (en su forma más potente) a Mario, el padre, y su madre, para establecer una forma de reconciliación con la que sigue de este lado: “Es un espacio cilíndrico gigante, un estadio habrá sido; queda un remanente de butacas, un remanente de techo, hundido, caído hacia adentro, hay rastros de incendio, de ceniza, hollín, de postvida de lumpenaje también, de asolación”.


Las apariencias, el cebú y el Caballo

Desde la primera escena, la del hospital en Navidad, todo se asemeja a su opuesto. Si por la fecha hay un pesebre en el corredor, esto proyecta “del otro lado del pasillo, en la habitación 203, el otro pesebre, uno viviente, velando por el gran Mario, el viejo Jesús, en su túnica impoluta, sobre la cama”. De este modo, el que agoniza es también un recién nacido, y esta imagen establece que la dirección en que se dan las relaciones paterno-filiales quedará invertida. Pero esto es algo móvil, que va y viene a lo largo de la novela (en las múltiples temporalidades que se despliegan) de acuerdo a si Andrea habla de papá o de Mario. Esta mutabilidad de las relaciones o de los roles también se ve con los hermanos: si Juan es el amante imposible (“A veces pienso que si Juan pudiera, se casaría conmigo. ¿Lo pienso o lo deseo? ¿Deseo que quiera casarse conmigo o desearía poder casarme yo? Casarnos como forma de decir, como si fuera de estar juntos para siempre”), Coco es el que tiene que –o imposta el deber de– aprender a ocupar el rol del padre, pero en la mirada cómplice de los hermanos menores, que lo desarman, parece corresponder más bien al linaje de Amanda, la madre, la que toma distancia: “Con toda malicia había un chiste interno entre los mellis: que Coco era un Delaney puro, ciento por ciento hijo de Amanda, mientras que nosotros éramos verdaderos Covarrubias”.

Si el padre aparece como un recién nacido y un hermano como amante, lo que parece ser es lo que direcciona los vínculos entre los roles a ocupar, como en la ópera: “Me gusta eso de la ópera: nada es lo que parece pero tampoco intenta serlo”. Mario es padre, por ejemplo, cuando aparece “radiante, muy sonriente, viril en tu rol de conductor”. El resto del tiempo variará entre ser quien dispensa atención (a la hija) y el objeto de los cuidados, como el recién nacido del pesebre. En esa misma inversión, Andrea será, más que padre, el cebú del pesebre: “se me ocurre que en este pesebre vengo a ser algo así como el cebú que aparece echado de lado, pachorro y reposando en la proximidad del camastro del niño dios. (…) El cebú, desde su ínfimo cerebro y su gran santidad, piensa: ‘Cuidaré de ti, niño gigante, de batita y cablerío, tú no caminas, yo no pasto, yo no tengo intención de moverme, llevo alimento en mi giba para semanas, te alimentaré de mi leche, porque soy un cebú hermafrodito, doy leche y procreo, soy también y al mismo tiempo tu María y José’”. A la par de no terminar de definirse como lesbiana, porque las etiquetas la estrangulan, Andrea (cuyo nombre, según reconoce Iván, también es de hombre) es un cebú hermafrodito, hombre y mujer. Con respecto, una vez más, al padre como niño, cuando sus hijos arrojan sus restos al mar, en un colmo de la escatología “lo que cae de la urna es una suerte de pañal que hace ruido seco contra el agua, para ser envuelto entero por una ola, y desaparecer”.

El cebú no es la única mutación de Andrea. En el juego de las apariencias, los hermanos se metamorfosean mediante apodos y Andrea es, de forma indiscutida, Trapo (otro sustantivo masculino). Apodar se parece a ejercer un poder sobre el otro, el poder adánico de nombrar. Así, Caballo, el apodo de Iván, habla de su animalidad: Iván es pura corporalidad, puro presente (otra vez los perros de César Millán), “es lo más alejado del sentido común que puedas imaginarte”. Como el caballo, Iván parece una fuerza que sólo avanza con el impulso del deseo. Si los recuerdos de Andrea irrumpían desde una temporalidad clausurada, Iván puede hilvanar una conexión con el pasado porque es puro presente. Por eso, la primera vez que están juntos, “como en una cita al revés”, Andrea recuerda, “pero no es un recordar mental, todo lo contrario, es mi cuerpo el que recuerda, es la boca (…), recuerdo de este modo físico que eso me gustaba”.

El caballo también irrumpe, como una presencia ominosa, en la escena de la playa, cuando los hermanos van a arrojar los restos del padre al mar, y rompe con la solemnidad de esa ceremonia. En general, los animales aparecen para hacer notar algo sobre las relaciones humanas, fundamentalmente las familiares. Así, el cebú hermafrodito cuida del padre agonizante y lo transmuta en un recién nacido (más bien en EL recién nacido, el del pesebre); en el parque de la clínica “el gato hijo (…) se encuentra con su madre o su padre (…) y entran a correr en circunferencias donde ya no queda claro quién caza, quién huye, quién corre a quién”. Iván, además de ser el Caballo, parece estar siempre rodeado de animales: Quicho, su perro en el monoambiente, y el otro perro con el que aparece en Los Reartes. Sobre el final de la primera parte, la presencia de los gusanos viene a decirle a Andrea, ni más ni menos, que algo se está pudriendo.

Así como la cercanía de Quicho mientras Andrea e Iván tienen sexo parece querer comunicar algo, los animales desde su corporalidad parecen saberle algo al presente que se le escapa al discurrir mental de Andrea, exhibido en una prosa que avanza como dudando, tanteando y reformulando, con la cadencia del pensamiento. En ese juego de apariencias donde ella es –nuevamente– cebú y Trapo, y un montón más de apodos que no prosperaron, se manifiesta algo de la virtualidad: lo que subyace a lo visible. Así, entre lo visible y lo invisible que este juego plantea, la virtualidad de la leucemia del padre (“Hago un seguimiento, un rastreo de mi papá, de la enfermedad en él y sigo sin entender. (…) Ahora mismo, mirándolo, ¿dónde está?”) y el embarazo de la hija (“¿Qué será que se me gesta acá? ¿Qué esta abstracción de adentro? En estos tiempos que corren en los que casi todo se puede ver, corroborar, ¿qué es este nivel de abstracción respecto de algo tan vital?) quedan agrupados en un mismo conjunto.

lunes, abril 17, 2017

La bella tragicomedia de los que eligen titubear

Ariel Pavón lee Acá todavía, de Romina Paula, y escribe para la revista Otra parte:

Acá todavía, la última novela de Romina Paula, es el contundente manifiesto de una generación que hace de la vacilación su bandera y su coraza. Está dividida en dos partes, dos trances que Andrea, la narradora, debe atravesar; dos caras de una búsqueda personal cuyo corolario es la incertidumbre. La enfermedad del padre (“Todavía”), internado en una clínica que se vuelve el centro del mundo, y un inesperado embarazo (“Acá”), contracara luminosa de la agonía, son los disparadores de dos instancias complementarias, que se despliegan, a la vez, en geografías precisas: la Recoleta, donde la narradora vive y circula como una extraña; y los suburbios de Montevideo, convertidos en un regreso “a las simples cosas”. Mientras asiste a la agonía del padre, Andrea se entrega vacilantemente al deseo de Rosa e Iván, dos empleados de la clínica. Más tarde, tras la noticia del embarazo, inicia un viaje que es duelo y a la vez rescate indeciso del padre.

En virtud de esos desplazamientos, el título no funciona como un indicador espacial, sino como coordenada interior, familiar, ideológica. En la novela abundan las preguntas propias de una subjetividad inquieta, incluso obsesiva; pero las respuestas no asoman, porque en Andrea hay inquietud, pero no movimiento. A su alrededor todo cambia, pero Andrea, enrolada en la duda, apenas puede abandonar la inmovilidad. Hasta la decisión de seguir adelante con el embarazo aparece como una aceptación aquiescente, un “acá” tan vacilante como el “todavía” inicial. El idioma de la novela, que acepta formas del español neutro, coloquialismos y entonaciones costumbristas, rechaza obstinadamente lo asertivo, lo cuestiona y lo diluye en preguntas. Porque no responder es conservar, como tesoro personal, un lugar al que Andrea apuesta: el lugar de quien está sólo levemente contrariado, que convierte la incomodidad en zona de confort, un ámbito libre del peso de las decisiones. Acá todavía es la bella tragicomedia de los que eligen titubear.

Lo nuevo de la escritora que nunca nos desilusiona

Tamara Talesnik lee Acá todavía, de Romina Paula, y escribe para Revista Chocha:

El enero pasado Romina Paula dio una nota en la que dijo que su última novela, publicada a mediados del año pasado, es como un diario de ficción. Al igual que ¿Vos me querés a mí? (2009, Entropía) y Agosto (2012, Entropía) leerla se siente como formar parte del universo privado y cotidiano de otra persona. Las frases largas y “desprolijas” y los paréntesis con aclaraciones neuróticas se sienten como escuchar a una amiga contar algo que le pasó. En Acá todavía este algo está dividido en dos etapas: en “Todavía”, Andrea cuida a su padre internado, mientras coquetea con una enfermera y vuelve constantemente a anécdotas que la configuraron emocionalmente; en “Acá”, Andrea vive lo que pasa después de acompañar a su padre en el hospital.

A diferencia de las dos publicaciones anteriores, no hay diálogos constantes ni la narradora le habla a un muerto, pero persiste la sensación de familiaridad que aliviana y a la vez da peso al relato y a su temporalidad: lo que está pasando acá es la vida de Andrea, ni más ni menos.

Las cosas que sabemos con seguridad de Andrea son las que ella también sabe con seguridad: que tiene un padre enfermo, dos hermanos, una mamá a la que no ve mucho, una mejor amiga, una ex novia. Las cosas que no sabemos muy bien de Andrea son las que ella tampoco sabe muy bien: de qué trabaja, si quiere ser directora de fotografía o qué, si va a estudiarlo, si le gusta la enfermera, si le gusta el ex novio de la enfermera.

“Todavía” está compuesto por todas esas cosas que la protagonista ve claramente, sus afectos y su pasado; mientras que “Acá” es lo que está pasando ahora y el brillo de las posibilidades y cosas que están por suceder. Acá todavía tiene mucho de novela de aprendizaje. Hay una protagonista joven que vive un hecho que claramente modifica la vida como la conoce y que luego se dirige a vivir el resto de su vida marcada por eso. Pero, en realidad, Andrea no aprende nada, sino que se entrega a que las cosas están fuera de sus manos y a que sus decisiones no son tan importantes.

Esta no es una historia de finales cerrados, menos aún de moralejas ni descubrimientos definitorios. Lo que más ilustra el espíritu general de Acá todavía, y tal vez de casi todo lo que escribió Romina Paula hasta ahora, es la reflexión de la narradora sobre su orientación sexual: “yo no puedo evitar identificarme con los que no pueden saber. La perfección no es posible más que en el instante”.

miércoles, marzo 01, 2017

Romina Paula: “La muerte de uno siempre es la vida de los demás”

Entrevista a Romina Paula para La Voz del Interior, por Javier Mattio.



Romina Paula publicó su tercera novela, Acá todavía, donde recrea acontecimientos personales en un diario de ficción. La protagonista asiste en simultáneo a la muerte del padre y la maternidad.

Un antes y un después, y entre medio una conciencia suspendida que se asoma a lo que fue, es y será. Romina Paula (Buenos Aires, 1979) entrega en Acá todavía una tercera novela que bien podría formar una trilogía íntimo-generacional con Agosto (2009) y ¿Vos me querés a mí? (2005), aunque aquí tiene lugar un escarbar más denso y definitivo, una incipiente madurez surgida del duelo, la incertidumbre y la regeneración. Andrea, alias Trapo, pasa la primera mitad de la narración en los abúlicos pasillos del Hospital Alemán porteño, donde en vísperas de Navidad asiste junto a su familia a la convalecencia terminal de su padre. La vulnerabilidad de la situación la hará volver al pasado, a vacaciones familiares en Punta del Este y primeras salidas a boliches, a novios y novias de diversas épocas, a problematizar cualquier certeza sexual, existencial y afectiva.

Será en esa institución sanitaria que, vía una enfermera correntina con la que intenta un affaire, Andrea conoce a Iván, un interno de ambulancias del que queda embarazada. El viaje a Uruguay en busca del padre de la criatura por nacer signa la segunda parte de Acá todavía, en la que la protagonista agudizará aún más su introspección al preguntarse por el sentido de la maternidad en tiempos actuales, sobre la necesidad de un padre, de una pareja, a la vez que asiste a una instancia sobrenatural en las ruinas de un estadio en la que ve aparecer a los (a sus) muertos.

El conflicto subterráneo de Acá todavía es cómo afrontar la muerte y la vida –dos máximas biológicas- en un contexto de crisis total. “Quizás esté vencido un orden de cosas y haya llegado la hora de reestructurar. O de des: desestructurar. Lo viejo, lo rancio”, dice Andrea, reflejo subjetivo de ese tránsito histórico vertiginoso en el que así y todo hay que tomar grandes y urgentes decisiones. Romina Paula, que en un lapso de cinco años perdió a su padre y fue madre, imprime en Acá todavía cierto pulso autobiográfico mediado por el diario ficcional, con el fin de año como frágil punto de partida: “Empecé a escribir la novela en Navidad y también la enfermedad de mi padre atravesó una Navidad –dice-. Supongo que algo de lo climático de esos momentos, de las fiestas, atravesado por algo tan poco festivo como una internación, hace el contraste más doloroso. No es que las fiestas me interesen, pero sí es cierto que en ellas se abisma algo de lo familiar. Ahora que lo pienso, ambos eventos llevan en sí algo de la solemnidad de la ceremonia”.

Y continúa: “Es una novela que registra ciertos momentos de la vida, con sus respectivas ceremonias. Creo que la muerte de uno siempre es la vida de los demás también, porque confirma que los demás siguen vivos, que pueden asistir a esa muerte y contarla y eso no puede no ser vital. Pensé la escritura en términos de recambio generacional, si se quiere. Este impulso de tener hijos cuando los padres mueren, como si fuera algo atávico de preservación de la especie o, menos científico, algo del vértigo de que la vida continúa o con la voluntad de que continúe. Lo pensé más así: cuando la generación que nos precedía desaparece y queda uno ocupando ese lugar”.
El centro de la novela es la putrefacción, simbolizada por una invasión de gusanos que toma el departamento de Andrea por asalto mientras ella está en el hospital. Lejos de implicar un designio oscuro, esa instancia revulsiva abre un porvenir. Romina Paula: “Si algo se propone la protagonista es reconciliarse con la incertidumbre, el entre de las cosas. La incertidumbre siempre tuvo mala prensa y el paradigma determinista eclipsa el poder del azar: cada vez estoy más convencida de que lo inverosímil, lo improbable, es la regla. El otro día hablaba con la periodista Silvina Friera, porque en la novela escribí ‘Como siempre, la gente confiando más en lo verosímil que en lo real’, y llegamos a la conclusión de que acaso el problema sea eso que llamamos real o cómo se lee eso que llamamos real, que para mí lleva el peso de la verdad cuando en realidad está lleno de caos”.

Estar en el mundo

-La mirada atrás pone en retrospectiva al país. De la década de 1990 la protagonista dice: “La década colorinche, mal cortada, cínica y bronceada”. Y agrega: “Aquello era la angustia, esto podría ser tristeza, pero con dignidad”. ¿Es el “Acá todavía” un lema aplicable a la Argentina?

-Es probable que el “Acá todavía” sea muy argentino. Escribí esa descripción de los ‘90 cuando el panorama político no era el actual. Más allá de entrar en una discusión partidista, se podría decir que se puede pensar en el “Acá todavía” como algo negativo, una definición de no progreso. Por mi parte lo pensé como todo lo contrario, un sinónimo de estar vivo, “Acá todavía” en el mundo.

-Te dedicás también a la actuación y la dramaturgia, estás por debutar como guionista en televisión (en el unitario "El maestro" de Pol-ka, con Julio Chávez). ¿Qué lugar ocupan tus novelas? 

-Si bien es cierto que siempre digo que lo que menos soy es actriz, últimamente ya no pienso tanto en esos términos e intento concentrarme y entregarme cuando estoy haciendo cada cosa y, entonces, ya más a salvo de las definiciones, hago lo que hago en cada momento sin pensar tanto qué soy. En los últimos años pasé más tiempo en teatros que otra cosa, montando mis obras. Pero al mismo tiempo siempre estuve con alguna novela en proceso. Y cada tanto actúo en alguna cosa. Podría decir que lo pienso más de adentro para afuera que al revés: doy algo mío en cada una de esas cosas y con mejores o peores resultados, aunque eso ya sería pensar de afuera para adentro.

lunes, febrero 13, 2017

Una nueva intensidad

Reseña de Acá todavía, de Romina Paula. Por Matías Capelli para Ideas La Nación




Un hombre de unos sesenta años es internado, sorpresivamente, en un hospital privado de Buenos Aires. De los tres hijos ya adultos que lo visitan y acompañan, la hija es la que más tiempo pasa con él: días, noches, incluso Nochebuena. Por momentos no queda claro si es que ella no tiene nada mejor que hacer o si en realidad no quiere hacer otra cosa, pero prácticamente vive ahí.

"Sigo viendo a mi padre grande, esbelto, fornido, en definitiva el mismo hombre de siempre. ¿Por qué dicen que está enfermo?," se pregunta. Con el correr de los días la incertidumbre de la convalecencia se vuelve agonía terminal. Mientras tanto, la narradora atraviesa jornadas calurosas de verano entre reuniones familiares en la habitación, horas muertas en la sala de espera, partes médicos cada vez más sombríos, recorridos interminables por los pasillos hospitalarios, coqueteos con una enfermera, primero, y con un camillero, después.

A partir de ese entramado de situaciones, en la primera parte de Acá todavía, de Romina Paula, queda plasmada la subjetividad de una joven treintañera porteña vinculada al mundo del cine; una mujer educada sentimentalmente en los años noventa, que va por la vida vagabundeando, con un temperamento exploratorio, aventurero, tan ambiguo e indeterminado como su propia sexualidad.
En la segunda parte, que ocupa el último tercio, el texto da un salto al vacío y despega hacia territorios inesperados tanto para lo que viene siendo el desarrollo del libro como para la obra literaria de la autora, compuesta por las novelas ¿Vos me querés a mí? y Agosto y por los textos de sus obras teatrales Algo de ruido hace, El tiempo todo entero y Fauna, conjunto de obras que le han permitido ganarse un lugar destacado en la escena local.

Una vez muerto el padre, una vez esparcidas las cenizas, las cosas empiezan a suceder a otra velocidad, con otra intensidad. Ya en Uruguay, la narradora se embarca en la búsqueda de un personaje que había conocido en la primera parte, y esa aventura le permite a la novela volver a nacer, cambiar de piel: los diálogos, por ejemplo, se salen del corsé generacional realista para irradiar un misterio inquietante, las frases se vuelven más largas y ensortijadas, cargadas de otra electricidad, la percepción de la narradora se expande, por momentos alucinada, y los personajes aparecen iluminados por otra luz.

Sin perder el pulso atrapante, de interpelación directa, la novela ingresa en una nueva dimensión. Una suerte de "devenir uruguayo" que no sólo abre una línea de fuga para que la protagonista pueda salir al mundo, abrirse a lo inesperado; señala, también, un nuevo horizonte literario en la propia obra de Romina Paula.

lunes, enero 30, 2017

“El embarazo sigue siendo una zona de misterio muy primaria”

Entrevista a Romina Paula en Página 12 por Silvina Friera



Hay novelas que son lisérgicas: algo de la escritura –tal vez el ritmo– y de la historia hace que sea imposible interrumpir la lectura. Andrea, la protagonista y narradora de Acá todavía (Entropía), de la escritora Romina Paula, se pregunta: “¿Hay una estación más adecuada para morir?”. El padre está enfermo, internado en un hospital. La sensación de desamparo gatilla más dudas, como si la proximidad de la muerte demoliera cualquier atisbo de certidumbre. Algo de ese mundo compartido se va extinguiendo en la agonía paterna, mientras los recuerdos familiares y de la adolescencia –las vacaciones en un balneario en Uruguay o las novias y novios que tuvo– emergen para conjurar el dolor de asistir al inexorable deterioro y desvalimiento de un hombre que se termina pareciendo a un bebé. “¿Seré lesbiana o bisexual? ¿Seré una heterosexual reprimida, una lesbiana reprimida? ¿Una heterosexual curiosa que se hace la lesbiana?”, quiere saber, acaso asediada por la necesidad de definirse. “Yo no puedo evitar identificarme con los que no pueden saber. La perfección no es posible más que en el instante”. En la segunda parte, ella viaja junto a sus hermanos a Uruguay para tirar las cenizas del padre al mar, pero también para avisarle a Iván, el joven que conoció en el hospital cuando seducía a una enfermera, que está embarazada.

En la tercera novela de Paula, después de ¿Vos me querés a mí? y Agosto, hay un trabajo intenso con las experiencias “indecibles”, con aquello de lo que no se habla o que se camufla en relatos candorosos que la dramaturga y directora teatral desmonta con la precisión de una destripadora gozosa, para entregar una suerte de “testimonio” en primera persona que explora a fondo los pensamientos más incorrectos, especialmente en torno a la maternidad. “Cada vez que me enteraba de que alguien de mi entorno se embarazaba, aunque ni siquiera se tratase de una amiga, sentía una ligera decepción, como de una puerta que se cerraba, la pérdida de algo, una batalla, pero, ¿cuál? Visualizaba a esa mujer maternizada, mamífero, y nada de eso me seducía, más bien lo contrario. Para no hablar de los bebes, los lactantes, que me generaban casi una sensación de espanto, de estupor, con todas esas necesidades a cuestas, ¡qué horror!”, confiesa Andrea. “Mi papá murió de leucemia en 2010 y tuve un hijo en 2015, estas dos cuestiones son autobiográficas. El padre de la novela no es mi papá, pero la situación de internación y agonía de mi padre, por llamarla de alguna manera, la transitamos”, cuenta la escritora en la entrevista con PáginaI12. “Cuando empecé a escribir la segunda parte todavía no estaba embarazada, pero el deseo funciona de modos misteriosos y se ve que eso ya me estaba dando vueltas también. Por momentos me preguntan –y yo también me pregunto–, si ese tono más poético, un poco distinto a como suelo escribir, quizá tenga que ver con el estado de embarazo”, plantea la dramaturga y directora de Si te sigo, muero, Algo de ruido hace, El tiempo todo entero, Fauna y Cimarrón, que este año debuta como guionista en televisión para el unitario El maestro, que será protagonizado por Julio Chávez (ver aparte).

–Sin spoilear demasiado la novela, lo que se va postergando es el anuncio de que Andrea está embarazada. En esas veinte o treinta páginas que hay hasta llegar al final, ella fantasea con encontrar el momento y ese momento no llega. ¿Por qué tomó esta decisión de postergar que el otro sepa del embarazo?

–Me gustaba que quedara suspendido qué iba a pasar con esa maternidad, porque de hecho el embarazo se puede interrumpir naturalmente. Quizá no me interesaba cómo iba a reaccionar él, si le iba a decir si quería tenerlo o no… No sé… no me veía contando eso. Quería contar ese estado de ella, como si durante ese tiempo fuera algo que sucede en el cuerpo de una y ya, más allá que haya sido necesario otro para la concepción. En la novela varias veces se repite la frase de (August) Strinberg que los hijos son de las mujeres. No quería poner el final en él ni en la familia posible. De hecho la escena en la que están en la Fortaleza de Santa Teresa, cuando están ahí y ella dice “ahora le digo”, “ahora le digo”, “ahora le digo”, al final él le dice que tiene ganas de tomar una cerveza y ella le dice: “yo también”. Esa escena la escribí hace mucho y en un momento sabía que iba hacia ahí y pensaba que ese era el final. Era muy abrupto; me parece que me vino fallado el libro (risas). Era demasiado disruptivo, entonces escribí el final.

–En varias novelas empiezan a aparecer personajes femeninos que no quieren ser madres o son madres un poco a su pesar, como el caso de la protagonista de Acá todavía, que incluso en un momento recuerda cómo se le cae una beba de sus brazos. ¿Por qué cree que la maternidad sigue estando tan idealizada y se habla poco de la zona de incomodidad que genera?

–Quizá en la novela hay algo un poco exagerado de lo que pude haber pensado mientras estaba embarazada (risas). Ahora en este mundo donde supuestamente todo se sabe todo el tiempo y tenés acceso a ver las cosas, el embarazo sigue siendo una zona de misterio muy primaria. ¿Esto es así? ¿Y ahora qué hago? De las mujeres que conozco que estuvieron embarazadas no había recibido información. Hay muchos discursos construidos en torno a la maternidad que son siempre los mismos y que tienen que ver con lo cándido, pero es todo muy violento en el embarazo y en el parto. Puede haber algo de bello, pero de cándido la verdad que no tiene nada. ¿De esto nadie me habló? Cuando estás embarazada, todas te quieren hablar de sus partos y eso está bueno porque te va generando un montón de imágenes. Yo tuve muchos problemas para amamantar y me acuerdo que pensé: de esto nadie me habló… y me acordé de la foto de la publicidad de la madre con el bebé en la teta como si fuera lo más natural… Sos una buena madre, si podés alimentar a tu hijo con el pecho. ¡Ay, Dios! Hay una cantidad de mandatos que se transmiten de mujer a mujer y una dice: “Vamos chicas, hablemos de estos temas”. Ese relato un poco más cándido tiene que ver con intentar tapar lo violento y lo escatológico. Quizá muchas mujeres no quieren pensar en su cuerpo de ese modo.

–Hay una frase muy interesante que dice Andrea: “Como siempre, la gente confiando más en lo verosímil que en lo real”. Cuando alguien cuenta algo medio traído de los pelos, lo primero que se le dice es “no puede ser” y se le pide que intente ser “verosímil”. ¿Por qué sucede esto?

–Yo misma me encontré diciendo en talleres: “está bien, te pasó, pero así escrito no es creíble”. En el relato de un crimen, la justicia busca lo más probable posible y no siempre lo real tiene que ver con lo verosímil; pero leído con ese criterio de lo verosímil se incurre en muchos errores. Por suerte en la literatura es menos grave el error. ¿A qué responde que confiemos más en lo verosímil que en lo real? No sé, me lo tendría que seguir preguntando. Me parece que es así, pero no termino de saber a qué responde. También habría que ver qué es lo real, que supone que hay una verdad y al haber una subjetividad quizá no hay tal cosa. El problema quizá es ese supuesto “real”.

–Parecería que es más fácil   ponerse de acuerdo en qué sería lo verosímil, en cambio lo real no genera el mismo consentimiento, ¿no?

–Totalmente, porque lo real viene ligado con la verdad y ahí ya se vuelve medio escabroso. Curiosamente es verdad que en lo verosímil suele haber más acuerdo que en lo real. Está bueno para pensar…

–Andrea podría ser una mujer que a veces elige relacionarse sexualmente con hombres y otras con mujeres, pero también podría ser un personaje bisexual...

–La bisexualidad tiene mala prensa. En la novela intenté desplegarlo como lo que era: por momentos le puede gustar una mujer, por momentos le puede gustar un hombre. En un momento dice algo así como “soy de los que no saben”… Mi ambición es que el mundo pueda llegar a un lugar donde uno pueda decir que sale con tal persona y no tenga que afirmarse. No pensar que porque un hombre dice “yo siempre salí con mujeres” no pueda salir con un hombre en el futuro. Que podamos corrernos de lo estereotipado, de esa idea de que una decisión en el presente y en el pasado te define en el futuro. Eso genera un montón de miedos respecto del otro y sus deseos. Para una gran parte de la población todavía sigue siendo un tema ríspido. Quizá tenga que ver con el miedo de que el otro avance sobre vos… no sé qué es lo que se teme. Me alivia que las nuevas generaciones lo pueden vivir con más naturalidad, sin tantos miedos, sin tener que defenderse. Pero alguien tiene que haber defendido antes para que ahora sea así, obviamente.

–¿Sintió la incomodidad de Andrea en la novela de los otros interpelándola para que se defina si es lesbiana, heterosexual, bisexual?

–Yo creo que era la que sentía la necesidad de definirme o creía que tenía que definir algo y esos fueron los momentos que más angustia me generaron.

–Lo interesante del personaje del padre es que acepta que a su hija le gustan las mujeres y hasta intenta engancharla con la enfermera. Esa complicidad quizá sea porque ese padre tiene que cumplir también el rol de la madre que no está y tiene más de-    sarrollada su parte femenina en relación con su hija.

–Eso está buenísimo y no me lo habían dicho nunca. La familia se dividió y ella se fue a vivir, junto a su hermano menor, con el padre. Hay una partecita que me gusta y es que el padre les preparaba unas comidas muy básicas y que ellos trataban de acompañar a ese padre en un nuevo rol. El padre tiene que cambiar su rol de la familia tipo del padre que trabaja y la madre que se ocupa de la casa. El padre se pone también en un lugar femenino, lo que hace que tenga una relación con su hija en la que hablan. Yo con mi padre no tuve esa relación, no hablaba como en la novela porque era un hombre de una masculinidad muy de antes, un hombre de pocas palabras.

–La primera parte de la novela tiene mucho humor. Quizá el humor es el contrapeso indispensable ante la enfermedad del padre y su muerte. En la segunda parte, el humor cede ante la emergencia de lo poético. Durante la escritura, ¿planificó pasar del humor a la poesía?

–No, no lo pensé así, pero el humor es lo único que permite soportar la muerte. El humor nos salva; la mayoría de nosotros en una situación trágica trata de apelar al sentido del humor, si no, ¿qué te queda? Cuando leo o veo algo, si estoy con un ánimo de risa, estoy más permeable; entonces lo otro también me entra. Lo emocional está como abierto cuando uno se está divirtiendo. Si estás frente a algo que es más serio, quizá tenés los canales emocionales más blindados.

–Cuando la narradora conoce a la abuela de Iván, ella le cuenta que fue una actriz cómica, pero la narradora no le cree. ¿Pensó en alguna actriz en especial?

–No, pero ahora estoy pensando si pensé en alguien… Quizá en Tita Merello, no sé si había muchas actrices como ella, que además fueran cómicas.

–¿Por qué la segunda parte de la novela transcurre en Uruguay?

–En algún momento tuve la fantasía de irme a vivir a Uruguay. Fui muchas veces, a distintos lugares, y cada vez que voy vuelvo con la sensación de algo muy mítico. Sólo Uruguay puede tener un (José) Mujica; tiene algo fuera del tiempo y una zona poética que me genera muchas sensaciones. Tiene a (Mario) Levrero y tiene algo melancólico muy tremendo, como todas las ciudades portuarias, pero además hay una cuota de locura y de posibilidad de ficcionalizar con la otra orilla. El lugar en que ella está, en Reartes, no le puse un nombre verdadero porque quería fundar algo un poco “mítico”, no sé si es la palabra, algo de un orden menos real. Algo un poco más suspendido en el tiempo, algo de lo siniestro, lo propio desconocido, que es lo que ella vive estando embarazada.

martes, enero 17, 2017

Romina Paula: "Mis novelas son una especie de falso diario con cosas mías"

Entrevista a Romina Paula en La Nación. Por Alejandro Lingenti



Reconocida como dramaturga, acaba de publicar su tercera ficción, Acá todavía, en la que narra la muerte de un padre; las diferencias entre escribir literatura y teatro

muerte es uno de los grandes temas de Acá todavía, la tercera novela de Romina Paula, luego de ¿Vos me querés a mí? (2005) y Agosto (2009), sólidas predecesoras donde también ese asunto que nos importa a todos sobrevolaba el espeso ambiente familiar, uno de los epicentros de su narrativa. La muerte. La angustia que provoca su condición de ineludible, la inquietud que produce su inminencia y, en los mejores casos, la liberación que desata su llegada.


En Acá todavía, ese desarrollo temporal es manifiesto: en la primera parte de la novela, Andrea, la protagonista, atraviesa, no sin sobresaltos, la acuciante despedida de su padre. Una vez cerrado ese capítulo, la escritura dispara raudamente hacia otro lugar, cargado de enigmas y ensoñación, una deriva anárquica por espacios que la autora no había explorado en la literatura pero sí en el teatro, sobre todo en Fauna (2013) y Cimarrón (2016), dos saltos al vacío que consolidaron su perfil de artista decidida a ponerse a prueba, resistente a la oportunidad de acomodarse en los espacios donde ya había demostrado destreza y eficacia.

-¿Notás los cruces entre tu trabajo en la literatura y el teatro? ¿Cómo decidís a qué lugar irá a parar cada idea?
  
-Creo que la primera parte de esta última novela se parece más a Agosto, pero con más crudeza, y la segunda, a Fauna y a Cimarrón, mis dos últimas obras teatrales. Al mismo tiempo, Cimarrón tiene algo bastante parecido a Si te sigo muero, la obra que hice basada en textos de Héctor Viel Temperley. Veremos si mi próxima novela arranca en el final de Acá todavía o retomo lo anterior. Respecto al tema de las ideas, claramente sí sé para qué es cada cosa que escribo. Hay una disposición previa. Con el teatro es muy concreto: sé que tengo que hacer una obra, que la voy a hacer, y entonces la escribo. Lo hago con algunas ideas que puedo tener y después, en el proceso, aparecen otras que va pidiendo la propia escritura. Me fascina la diferencia entre lo que uno cree que va a escribir y lo que acaba escribiendo, tanto en literatura como en teatro.

-¿Te animarás en el futuro con la poesía?

Click Aqui
-¡No! Para mí la poesía es como la matemática: no la siento nada cerca, me parece inaccesible. No me pasa eso como lectora, pero yo no podría escribir poesía.

-Aún resonando como lugar común, ¿te sirve la escritura como catarsis?

-No sabría decirlo. El padre de la novela no es para nada mi papá, es un hombre que me inventé, más compinche que mi viejo real. Sin embargo, hay partes del libro que me duelen si las leo ahora. Si se elaboró algo del duelo, no lo percibí conscientemente. Sí pensaba que tanto dolor tenía que servir para algo. Poder contarlo creo que puede servir para elaborarlo. Nunca había estado en contacto con el proceso de una enfermedad, con la vida en un hospital. Me pareció muy doloroso la decadencia, la esperanza, la incertidumbre... Mi papá no hablaba mucho de lo que estaba pasando mientras estuvo internado. Y la novela es un Frankenstein de sucesos reales y ficticios. Obvio que la experiencia está detrás de todo.

-Siempre trabajás desde la experiencia.

-Por ahora, es lo que pude hacer. Esta novela la empecé a escribir en tercera persona y se me escapaba todo el tiempo la primera. En mis novelas siempre hay una primera persona femenina contando sus cosas, una especie de falso diario con cosas mías e inventadas.

-Estas constantes permiten pensarlas como una trilogía.

-Eso lo sabré cuando escriba la próxima. Si la nueva es muy distinta, efectivamente estas tres que escribí podrían pensarse como una trilogía.

-¿Solés corregir mucho?

-Sí, corrijo mucho. Como estuve mucho tiempo con esta novela, eso se dio más que nunca. El proceso de edición con la gente de Entropía fue muy minucioso. Las de ellos no son bajadas de línea, sino sugerencias. Pero suelo tomar casi todas porque coincido con sus gustos. Cumplen la función de un amigo sincero.

-¿Leés a otros autores mientras escribís?

-No leo cosas que puedan tener similitudes. Por ejemplo, literatura contemporánea argentina producida por mi generación. Pero sí sigo leyendo clásicos. Durante el embarazo estaba leyendo Guerra y paz en alemán, una empresa realmente titánica (risas).

-¿Cuáles son los objetivos de tus talleres?


-Trato de que el que escribe se haga consciente de lo que está escribiendo. Suele haber un desfase entre lo que creen que escriben y lo que el otro lee. Se aprende a saber qué tenés en mano y a hacer un trabajo de edición. La idea es trabajar para que el material progrese, encuentre su voz, su equilibrio.

jueves, enero 12, 2017

Artezeta: Libros destacados del año

Acá todavía, de Romina Paula, entre los diez libros nacionales destacados por la revista Artezeta
Por Ayelén Cisneros.



Romina Paula corta la maleza, corre las hojas y avanza sin hacer ruido. A paso firme nos adentra en la selva que son sus historias sobre mujeres y conflictos existenciales. Es dramaturga, eso se nota en los diálogos precisos y verosímiles. Acá todavía es una novela sobre el duelo que nos remite de manera constante a la infancia y a la adolescencia de la protagonista, entre los noventa y los dos mil. El padre tiene cáncer y ella lo acompaña en el tránsito por su internación y al mismo tiempo ambos participan de una especie de despedida adelantada. ¿Cómo se narra el dolor? Se lo construye con escenas cotidianas, con humor y con dignidad. La narración es en primera persona y pasa de momentos de monólogo interior, a escenas en el hospital y recuerdos varios. Mientras hay dolor también hay lugar para gustar de alguien y Paula da una esperanza entre tanta densidad. No es casual que el título de la novela sean dos deícticos: su enunciación y la relación con el tiempo es la clave para esta oda al recuerdo. 

El nuevo libro de Romina Paula: Acá Todavía

La tercera novela de Romina Paula es una apasionante aventura sentimental, cuyo centro de gravedad son las tensiones familiares.

Por Alejandro Caravario para Brando

Foto: Sebastián Arpesella

Resulta disonante aplicar la jerga crítica o sus sinónimos para una obra como Acá todavía, tercera novela de Romina Paula luego de ¿Vos me querés a mí? y Agosto. Cabría, más que en otros casos, seguir el consejo de Susan Sontag y pensar en una erótica (así dice ella, podría ser otro dispositivo fundado en la sensibilidad), antes que en interpretaciones, asignación de linajes literarios y otros deberes de la lectura más o menos especializada.

Porque la historia que aquí se narra tiene el aire de un diario íntimo y está signada por los sentimientos. Libre de los pudores del estilo y sin siquiera -ahí está la magia del estilo de Romina- suponer un lector con quien establecer un acuerdo. Una responsabilidad. La voz de Andrea, la narradora, suena a soliloquio, las más de las veces a corazón abierto, sobre esas menudencias como la muerte, el amor, el sexo y la maternidad. Todo, sin salir de la interioridad de la familia, de los ritos silvestres, de la vida social ordinaria. Alquimia con herramientas sencillas. Sutil y bella urdimbre a la que el público se asoma casi en calidad de infiltrado. Es decir, con el estímulo extra del voyerismo.

La clave acaso es la vocación -y la ternura- de desagregar las escenas cotidianas sometidas a tensión por un hecho excepcional. Acá todavía comienza en un hospital donde agoniza Mario, el padre de Andrea. Es el motivo, doloroso, de la reunión de los tres hermanos (Andrea y los dos varones mayores), del estado de emergencia e introspección, del pasar revista a la biografía colectiva, con sus hitos, sus heridas y, sobre todo, su sedimento de amor. Se trata, como toda la novela, de una secuencia reflexiva hecha de asuntos privados y entrañables. Un álbum familiar subtitulado.

En la segunda parte, la fábula deriva en un viaje, como decía el poeta, cargado de futuro. Andrea, de sexualidad anfibia, sigue los pasos de un hombre al que ha conocido a través de la mujer a la que pensaba seducir. Como si su elección en materia amorosa dependiera del azar. Este viaje implica una nueva familia y también la construcción de una nueva identidad. La ruptura con el personaje de hija. La aventura de la madurez, que está contada, como lo demás, a modo de acopio de experiencias que el relato permite examinar más detenidamente

miércoles, diciembre 28, 2016

Entrevista a Romina Paula

Por Martín Caamaño para Los Inrockuptibles de diciembre. 

Foto: Sebastián Arpesella
Con Acá todavía, Romina Paula continúa construyendo su camino literario a través de temas universales como la familia, la sexualidad, la enfermedad y la muerte, pero explotando e incorporando nuevos elementos narrativos a su estilo personal y único.

Romina Paula confiesa no haber leído El desierto y su semilla. “Debería hacerlo”, dice. Sin embargo, Acá todavía, su última novela, podría relacionarse en más de un sentido con la de Jorge Barón Biza. Así como en aquel libro Mario acompañaba la internación de su madre en una clínica italiana, en la cual van a reconstruirle la cara corroída por el ácido, en la primera parte de Acá todavía se repite algo de esa atmósfera hospitalaria pero los vínculos se invierten: es Andrea, la hija, la que vela por la salud de su padre –llamado casualmente Mario– que está internado en el Hospital Alemán por una enfermedad que nunca se nombra pero que bien puede intuirse. En este caso, el deterioro es invisible, interno, casi no deja rastros en la superficie: “Hago un seguimiento, un rastreo de mi papá, de la enfermedad en él y sigo sin entender. Cómo se origina, de dónde surge, cuándo, por qué. Ahora mismo, mirándolo, ¿dónde está? Sigo viendo a mi padre grande, esbelto, fornido en definitiva el mismo hombre de siempre”, reflexiona Andrea. Mientras en la novela de Barón Biza la internación de la madre propulsaba el retorcido bildungsroman del hijo, en la de Romina Paula ese tiempo de detención y de espera que propone la cotidianeidad seriada del hospital sirve para activar el recuerdo de Andrea, que rememora su pasado y se replantea diferentes aspectos de su vida.

Al igual que en El desierto y su semilla, el argumento de Acá todavía parte de un hecho real. Hace algunos años el padre de Romina Paula murió de leucemia en el Hospital Alemán después de pasar varias semanas internado. La segunda parte del libro entonces se centra en el derrotero de Andrea luego de la muerte de Mario, lo que también hace que Acá todavía se inscriba en la extensa serie de novelas sobre la muerte del padre. A través de un monólogo interior con una fuerte impronta coloquial, no exenta de grandes destellos de lirismo, y diálogos memorables, que tal vez provengan del costado de Romina Paula como dramaturga, Acá todavía consigue singularizar y volver tan intenso como especial un tema ya tratado muchas veces. Luego de cuatro obras de teatro –Si te sigo, muero; Algo de ruido hace; El tiempo todo entero y Fauna– y de dos novelas publicadas –¿Vos qué querés de mí? y Agosto–, con Acá todavía Romina Paula sigue echando luz sobre cuestiones universales como la familia, la maternidad, la sexualidad, la enfermedad, la muerte o la condición de la mujer con una sensibilidad fuera de serie. “No sé si puedo aportarle algo más que mi mirada y la honestidad al intentar comunicar esa mirada”, dice. “Supongo que a esta altura del partido ya se trata más de cómos que de qués: intento encontrar una cadencia, un cierto uso de las palabras, un modo de decir”.

  
ENTREVISTA> ¿Tuviste en cuenta algún libro sobre la muerte del padre a la hora de escribir Acá todavía?
No tuve en cuenta ningún libro en particular. Había escuchado acerca del de Mauro Libertella pero lo leí recién cuando terminé de escribir el mío. De hecho, hay un capítulo de su novela en el que habla acerca de las novelas que trabajan sobre este tópico. Sí me daban vueltas como padres fallecidos Fogwill y Viel Temperley. Fogwill murió el mismo año que mi papá, algunos meses después, y reactivó el duelo y me hizo pensar en cómo debe ser tener un padre escritor. O artista. Pero escritor. Vera, la hija, escribió un texto hermoso para la muerte de su padre, que publicó Página/12, y yo estaba con la novela ya y ese duelo me hizo eco. Mi padre no fue escritor ni nada parecido, mi padre no hablaba sobre las cosas; me da mucha curiosidad imaginar cómo es tener un padre que sí. Cuando escribía Si te sigo, muero, mi primera obra, nos juntamos con una de las hijas de Viel Temperley para que nos hablara de su padre, que también había sido publicista, como Fogwill. Y ella nos contó algunas historias de su extravagante padre. Creo que un poco hacia esos dos padres escritores acerqué a Mario a la hora de escribir: en la novela podía tener el padre que quisiera. 


¿Y cuándo supiste qué ibas a escribir sobre la muerte de tu papá?
Una vez que pasaron unos meses del desenlace, o incluso durante la internación, pensaba que iba a necesitar escribir acerca de eso para hacerlo soportable. Además, es una situación transitada por mucha gente y me daban ganas de ponerle palabras, de compartirlo. También quise en algún momento escribir algo así como una novela familiar, al estilo Thomas Mann, con muchos personajes con desarrollo. Esa primera versión se llamaba Los integrados. Otra novela que quise escribir era la del romance de la protagonista con una enfermera no gay. Y otra, la de la reconstrucción de la sexualidad. Resultó ser un poco de cada una de esas novelas posibles, pero ninguna por completo.

Más allá del disparador, ¿cuánto de vos hay en Acá todavía? Además de la muerte de tu papá, fuiste madre hace poco, y en la segunda parte Andrea reflexiona mucho sobre la maternidad: ella dice “nada de bebés, ni cerca”, y al final está decidida a ser madre, a pesar de las circunstancias…
Mi papá murió de leucemia en el Hospital Alemán. Pero nuestra cuarentena no se pareció mucho a la de la novela y mi familia no es como la de Andrea. Empecé a escribir la segunda parte antes de quedar embarazada y seguí estándolo ya; conviven ambos estados en esa escritura. Para mí algo de lo por momentos lisérgico y lírico que puede tener la segunda parte puede estar vinculado a mi estado o percepción o exageración de ese estado. Y la sensación del presente puro también es algo que asocio a la maternidad y a los primeros años de un niño: cuando aún no hay lenguaje, no hay especulación, y entonces no hay más que presente. Eso lo vivo con mi hijo y me parece fascinante.


Tanto en Fauna como en esta novela, es central la cuestión de la familia. ¿Qué es lo que te interpela del tema?
Todos salimos de algún vientre así que la familia, por presente o ausente, siempre está, no puede no ser un tema. Por lo menos en el paradigma psicoanalítico en el que me crie.

En “Todavía”, la primera parte del libro, construís un mundo muy cerrado y preciso, con una lógica propia, en torno al hospital. ¿Qué te atrajo de narrar ese ámbito?
Los hospitales son no lugares, son muy alienantes. En los últimos años, por distintas razones, pasé varias jornadas en hospitales, y su sistema, su organicidad, no podría ser más alienante. Entonces me gustaba la idea de una protagonista que aprovecha esa situación fuera del tiempo y se pliega a la cuarentena de su padre para no tener que tomar decisiones acerca de su vida. También me divirtió fantasear con el intercambio con los que trabajan ahí, el otro lado, digamos, que es algo que no suele suceder tanto, aun cuando uno pase largas temporadas internado. Sobre la base de lo biográfico me divirtió inventar esta otra historia y sus personajes. Dentro de esa alienación, Andrea fuga hacia el pasado y hacia un futuro posible, entregándose a conocer gente nueva en ese contexto atípico.

Si bien toda esa primera parte parece estar sumida en el presente estático de la espera en el hospital, la narración tiende a la evocación, al recuerdo. Algo que después, en la segunda parte, cambia: Andrea se activa, actúa, y no recuerda tanto…
La primera parte quizá tiene aún esa carga de esa novela familiar que quería contar, y de la reconstrucción de su devenir sexual o amoroso. Y con una protagonista estática, como vos decís, que recuerda y reconstruye. Y en la segunda se echa a rodar esta cosa de puro presente donde los acontecimientos parecen ir sucediéndose y ella avanza sin reflexionar demasiado. Creo que es un estado de escritura al que me entregué, este segundo, quizá menos transitado por mí hasta ahora.

¿Y cómo ubicás esté libro con tus otras novelas? ¿Le encontrás alguna continuidad?
Ahora que salió esta novela me preguntan si las pensé como trilogía y lo que respondo es que podré saberlo cuando haya escrito la próxima. Si sigo con la narradora en primera persona será que es el modo que tengo de escribir. No las pensé como trilogía. La continuidad sin duda la da esa voz y algo de los distintos momentos de la vida; son sucesivas también en el sentido de que parecen ir cubriendo distintos momentos de la vida de una mujer.

El relato de Andrea es una suerte de deriva de la conciencia, y si bien el lenguaje tiene una marca muy coloquial también aparecen salidas e inflexiones más poéticas. ¿Cómo fuiste armando ese tono?
Tiene esa combinación. El tono coloquial aparece en todo lo que escribí; el otro, un poco menos. Como te decía, acaso la segunda parte de la novela tenga un tono un poco distinto de lo que escribí hasta ahora. Diría más que es algo que se me impuso o que fue apareciendo y tras lo cual me fui.

Dentro del teatro siempre se destaca tu rol como dramaturga. Por otro lado, Acá todavía ya es tu tercera novela. ¿Qué hace que una idea o una historia desemboque en una obra o en un libro?
Lo de adónde van a parar las ideas no lo tengo tan en claro. Me siento a escribir algo con ciertas ideas, y otras aparecen en el durante. Es raro que si estoy escribiendo una obra de teatro me surja algo que prefiera trasladar a otro lenguaje. Tengo ambos lenguajes escindidos en mi cabeza. Y sin embargo, en el teatro, por ejemplo, no escatimo nada en traer a la literatura en su estado más puro, como cita; pero ese texto literario apareció como necesario para ese contexto, y no quisiera hacerlo funcionar en la narrativa, por ejemplo. Tanto el teatro como la narrativa están hechos de palabras y de cadencias, y en ese punto son una y la misma cosa pero cada material tiene su propia entidad, y ahí quizá haya ideas recurrentes, pero cada obra pide y propone su propio universo de ideas.

Por último, acabás de estrenar Cimarrón en el Teatro Argentino de La Plata. ¿Qué nos podés contar de la obra? ¿Se va a poder ver en algún teatro de Capital?

Justamente Cimarrón es algo así como una obra sobre ciertas lecturas. Un día tuvimos un ensayo bueno y les dije a los actores que sentía que había funcionado porque me había devuelto la sensación de la primera lectura de esos textos en mi adolescencia. Es una obra muy de ideas también. Los personajes no son personajes del todo; son entidades, caracteres, que van encarnando discursos. Es fragmentada, no cuenta una historia sino muchas. La estrené en La Plata en la sala TACEC, que es el centro de experimentación del Teatro Argentino de la Plata. Este año lo curó Cynthia Edul y nos invitó a estrenar ahí con producción de ellos. Es un espacio en el que he visto cosas muy interesantes, y para mí era un lujo estrenar ahí. La sala misma es muy especial, es el bajo escenario de la sala principal, con mucha presencia de hormigón y hierro. Pensé el montaje para ese espacio. Ahora estamos buscando otro no convencional para hacerla en Buenos Aires el año que viene y es probable que también hagamos una temporada en una sala del Cervantes, que no es caja negra sino que tiene una arquitectura rococó. Que vendría a ser justo lo opuesto al TACEC pero me parece interesante por eso: haremos una versión de la puesta íntima y rococó.

lunes, diciembre 26, 2016

Sobre la arena húmeda de la noche, por Cynthia Edul

Acá el texto que Cynthia Edul leyó en la presentación de Acá todavía, de Romina Paula


Imagino un diálogo habitual:

Alguien me pregunta:

¿De qué se trata la novela?

Respondo:

La novela narra la agonía de un padre. Mario, el padre de Andrea, la narradora, agoniza en el Hospital Alemán, padece una enfermedad en la sangre. Andrea lo acompaña en los largos días de tratamiento, en la habitación de terapia intensiva. Ella no tiene, como sus hermanos, Juanchi y Coco, grandes obligaciones. Trabaja free-lance como técnica en cine, está sola (terminó una relación con Lourdes, su novia) y decide acompañar, en todo momento, a su padre. En el hospital va a conocer a Rosa, una enfermera por la que va a sentir una fuerte atracción y a Iván, el ex de Rosa, y que por contagio, también va a sentir una fuerte atracción.

¿De qué se trata la novela?

Bueno, ese es el punto de partida.

¿Cómo empieza la novela?

La novela empieza en penumbras.

Las penumbras.

Dice la narradora: “Acá, ahora que los pasillos están en penumbras”. Son las penumbras de un hospital en el que de a poco, Mario empieza a transitar una agonía, agonía que Andrea o Trapo como la llaman su padre y sus hermanos, o el cebú (como ella se dice a sí misma), que hace guardia junto al cuerpo deprimido del que fue un padre fornido, robusto, enérgico y que ahora, de a poco, se está yendo.  Pero, ¿qué son las penumbras? ¿cómo se “está” en penumbras? No se ve bien, se camina “a tientas”, se va descubriendo con el tacto, con el olfato, con un esfuerzo de la mirada, eso que nos rodea. Porque las penumbras son el territorio de Acá todavía. Y el territorio tiene sus rutas, el territorio puede ser un objeto de deseo, puede ser el cuerpo, también puede ser una pesadilla. Pero el territorio siempre pide una exploración. Y de eso se trata Acá todavía, de una exploración dedicada, precisa, enfática, sobre todos los sentidos de eso que llamamos “mundo”:  La sexualidad, la familia, la pareja, la amistad, el ser y el hacer. Pero ese mundo se pone en crisis cuando el padre anticipa su muerte. La potencialidad y el hecho de la muerte del padre tensionan los sentidos de todo lo que se conoce. Se tiró de la soga. Descienden las penumbras y empieza la exploración. Bienvenidos. Estamos en este territorio, Acá. Todavía.  

Los territorios suelen tener fronteras que indican acá, allá. También una historia. Un “entonces”, un “ahora”. ¿Qué es “todavía”? El pasado que perdura en el presente, que liga el entonces con el acá, el ahora. Eso que viene de atrás y todavía persiste, como un dolor, como un recuerdo o una emoción. O se lo quiere hacer persistir. Eso es lo que transita la escritura de Romina Paula. Camina sobre ese tramo emocional que liga el pasado de una vida común con el momento en el que esa vida se va. Y esa vida no es más que la de un padre al que se acompaña a morir. En tanto Mario “todavía” agoniza, Andrea, evoca escenas del pasado que dejaron huella en lo que ella de alguna manera puede reconocer como lo que “es”, también escenas que hicieron a ese mundo en común que es la familia y que con la ausencia de Mario, se empieza a disolver. Y ¿acá? Acá, puede ser el adentro del hospital, ese no lugar de paredes blancas y pisos blancos, que pueden tener un estilo, tal vez señorial como el del Hospital Alemán, en el que sucede gran parte de la novela, lugar de tránsito, en el que el cuerpo se enferma o se calma o se disciplina o se depone. Pero el acá, ese no lugar, ese sopor de la habitación de terapia intensiva, es también el territorio en el que se evocan otros lugares, otros territorios, como las vacaciones en Punta del Este en la década de los noventa, que Andrea llama “colorinche, mal cortada, cínica y bronceada” y que por impuesta, ajena y extemporánea, solo provocaba angustia; o la escuela y los primeros objetos de deseo, como Wolf, o Juanchi, o San Isidro, el territorio de la familia, o los paseos nocturnos en la Costanera. Los territorios de la propia experiencia, que acá, todavía, se evocan para hacerles algunas preguntas. Preguntas a esos lugares y a esos protagonistas que la componen. ¿Qué? ¿cómo? ¿por qué? Desde ese no lugar, habitado por las preguntas, se evoca. Dice Andrea: “Desde esta ronda, evoco la mañana en la que comienza, esto que componemos”.

El padre va a morir. Quedamos ahora en un mundo que se presenta como ajeno, porque lo propio, lo que uno puede identificar como lo propio, se fue. Andrea acompaña a su padre a morir y la primera parte del libro despide una vida, al mismo tiempo que reconstruye la vida en común, para que la letra, conserve, acá, todavía, eso que fueron y eso que la hizo ser.

Sobre la arena húmeda de la noche

La novela tiene dos momentos y dos lugares establecidos como territorios de la ficción. La agonía de Mario en el Hospital Alemán y Uruguay, el territorio en el que en el pasado, Mario “se estiraba en la arena, se desperezaba bajo el mediodía, exponiendo el torso y toda su piel al sol y su inclemencia, su brillo, y exhalaba ese ‘qué vida perra’, mientras sumergía los pies en la arena caliente”, y a donde los hijos deciden tirar las cenizas del padre. Y que se inicia, sobre la arena húmeda de la noche. Pero Uruguay es otra ruta. La ruta del deseo, que se va desplegando por impulsos y que Andrea transita sin mapa, solo guiada por la brújula de la intuición. Ahí va a buscar a Iván, el chico que conoció en el hospital durante los largos días de la agonía de Mario y que se le impone como pregunta. Así como es el deseo. Se impone y solo se lo puede caminar.

Porque eso es lo que busca descubrir esta exploradora Andrea/Romina. En algún momento de su camino pensó “que era necesario definirme, saber qué exactamente, pensaba en el concepto de identidad”. Y elige un lugar: el margen. “Ahora prefiero mantenerme entre el margen y atenta a las personas, gente que me gusta, que me llama la atención, a veces son hombres, otras es una mujer, quiero que ya no sea un tema de conversación, no quiero quedar fijada, no quiero ni necesito saber…”
Pero la búsqueda va mucho más allá del sentido de todas las categorías. Intenta comprender qué es eso rancio que acecha de fondo, esa mancha en el corazón que no es melancolía, tampoco ser propenso a la depresión. La mancha en el corazón es una puerta de acceso a la búsqueda de lo posible, para poder asomarse al verdadero estar bien. Que de qué se trata el verdadero estar bien. Dice la narradora: De la “auténtica adecuación, la de cada uno para sí, estar adecuado, ser adecuado para uno, uno mismo… ser adecuado para sí y poder encontrarse con otra gente que también está buscando su propio entorno, su propia adecuación, su para sí. Ese camino había emprendido y vaya que me costó y que me cuesta aún”. Esa es la puerta que abre la muerte del padre. Ese es el camino que se inicia. Hacia adelante y hacia atrás, con pocas herramientas en la mochila, las mínimas para sobrevivir día a día, mientras se intenta dilucidar algo de qué somos.

Sobre la arena húmeda de la noche. La novela es también una novela sobre la visión. Sobre la visión más profunda, la de las cosas del mundo que nos rodea, la de lo más interno de uno mismo. Intentar ver ahí donde no se puede ver, porque es de noche o porque se está en penumbras o porque se esconde, como la enfermedad que corroe el cuerpo del padre, como el deseo que se impone sin ley, sin orden, como la de esa mancha en el corazón, angustia, inquietud, inadecuación de uno con el mundo y Dios contra todos. Intentar ver, discernir, ver como si se viera por primera vez. Poner en palabras la muerte del padre, el acto de nombrarlo, decir papá murió, para poder decir entonces que estamos en un nuevo territorio y que empezamos de nuevo. En un artículo que recientemente escribió a propósito de Cimarrón, la nueva obra de Romina que tuve el honor y también el orgullo de acompañar a estrenar, Fabián Casas recuerda una escena de Mad Max en la que los protagonistas entienden que la única salida posible es volver hacia atrás. Y a propósito del mundo y los problemas que Romina despliega en Cimarrón, Casas dice algo que me parece también tan adecuado para Acá todavía. Dice: “es volver a enfrentar los problemas, las dudas, alejarse del confort y atravesar el camino del dolor para resurgir en un territorio extraño”. Eso es lo que hace Romina Paula en Acá todavía. Alejarse del confort, atravesar el camino del dolor, resurgir en un territorio extraño.

La literatura es un territorio de penumbras. Eso lo entendió muy bien Romina. Penumbras que se explorar con una sola linterna: la pregunta. Territorio de preguntas y no de afirmaciones. En ese explorar, se obtiene, desde ya, un conocimiento. Pero lo que nos dice Romina Paula en Acá todavía, es que ese no es el conocimiento de la razón, ese saber positivista que define las cosas, pone etiquetas o establece categorías. Es otro tipo de conocimiento. El conocimiento que Andrea/Romina obtienen explorando los territorios de Acá, todavía, es otro. Es un deseo en verdad. “Anhelo el momento en el que el caos y la no linealidad cuántica lo tomen todo y modifiquen el modo de ver y nos abstengan de la voluntad del mandato de entender” para resurgir en un territorio extraño, para poder recibir al otro tal como es, en lo que tiene para ofrecer, para entender que la perfección no es posible más que en el instante. Porque allí donde solo se ve la noche o la penumbra, Romina encuentra una verdad. Para compartirla, con nosotros, acá, todavía. Caminante no hay camino, se hace camino al andar.

Por Cynthia Edul.