Fernanda Nicolini lee Hélice, de Gonzalo Castro; Varadero y Habana maravillosa, de Hernán Vanoli; Las estrellas federales, de Juan Diego Incardona, y Punta Roja, de Daniel Diez, y luego escribe para Ñ:
En Hélice (Entropía), la segunda novela de Gonzalo Castro, el protagonista es un abogado asesor de empresas con problemas de pareja que le escribe casi a diario a una persona de la que está distanciado. Si no fuera porque su tarea es diseñar un país para que lo habiten artistas y que los autos funcionan en piloto automático -entre otros detalles futuristas-, se leería como la historia de un hombre en crisis en el mundo actual. Los cuatro relatos de Varadero y Habana maravillosa (Tamarisco), primer libro de Hernán Vanoli, parten de situaciones cercanas: una manifestación reprimida, vacaciones familiares en Cuba, alguien que vuelve de España, dos hermanos que ofrecen un servicio de turismo obrero para gringos. Hasta que un elemento sacude los parámetros de lo conocido y la escena se subvierte de un modo casi ballardiano. En Punta Roja (El 8vo Loco), de Daniel Diez, y Las estrellas federales, próxima novela de Juan Diego Incardona, las referencias geográficas e históricas delinean un contexto próximo habitado por criaturas fantásticas. En el primero, un grupo de investigadores del Conicet espera la aparición de las “gábulas” en la orilla del Salado; en el segundo, la contaminación de la cuenca del Matanza sirve para plantear las consecuencias del cierre de fábricas en los 90 en clave de ucronía.
Decisión política, búsqueda de nuevos recursos narrativos o resultado no premeditado, lo cierto es que estos cuatro autores nacidos en la década del 70 corren la frontera de lo real. Pero lo hacen sin interesarse especialmente en un género -la ciencia ficción o el fantástico-, ni sentirse deudores de una tradición local que tiene en su vértice a Borges, Bioy Casares o Angélica Gorodischer. Al contrario: como parte de una generación encorsetada en cierto realismo marcado por la llamada literatura del yo, abren un hueco, iluminan las limitaciones de trabajar con lo cotidiano, y van un poco más allá. Huyendo, en lo posible, de las etiquetas.
Gonzalo Castro –a quien le llevó nueve años escribir la novela en medio de sus tareas como arquitecto, responsable del sello Entropía y director de raras películas- es el más enfático a la hora de desmarcarse: “Soy realista, sólo que soy realista en lo lateral. En lo esencial soy vitalista, abogo por la energía y por el espacio narrativo y creo que la realidad se refleja únicamente en las cosas concretas. En los esquemas más amplios de la vida, y de las novelas, la realidad no tiene ninguna importancia”.
Ajeno a las categorizaciones, dice que los trazos futuristas de Hélice no buscan ninguna filiación con la ciencia ficción: “Los incluí buscando oxigenación, algo de incertidumbre temporal que me separara de las referencias más cotidianas. Igual los elementos no-reales son pocos y están tratados con la naturalidad de alguien que convive con ellos, con lo cual no se les exige una prueba descriptiva profunda: el éxito de esos artefactos casuales depende más del lector que de mí.”
Hernán Vanoli, que publicó cuentos en antologías y está al frente de la editorial Tamarisco, reconoce que su intención inicial era escribir dentro de los márgenes de lo real, pero que las formas ya ensayadas del realismo no lo satisfacían. “Algunos me señalaron que el libro es una suerte de ‘costumbrismo intervenido’, y me gusta esa idea como programa. Tengo la voluntad de tensionar ciertos elementos que valoro de la hegemonía simbólica del relato realista actual, como el pensamiento sobre lo social, pero busco que el realismo no sea un paradigma sino una frontera por la cual entrar y salir”, explica.
Sin embargo, lo que para Vanoli hace que un texto sea más o menos efectivo a la hora de tensionar esa realidad, no es el género sino el concepto que se tenga de la función de la literatura: “Yo no creo que lo no-realista sea de por sí más interesante, sino que hay que ver qué relaciones sociales concretas y efectivas se traman en cada libro. No me interesan el delirio ni las fantasías técnicas; me interesan las fronteras donde los cuerpos trafican con las tecnologías y donde las tecnologías profanan los cuerpos: desde ahí hay que pensar las cuestiones de ciudadanía cultural y literaria”.
Juan Diego Incardona, que ideó una suerte de “peronismo fantástico” con El Campito (Mondadori), también cree que hay una decisión política en la elección de temas y el recorte geográfico con el que trabaja (el Conurbano bonaerense). Pero no le atribuye la misma racionalidad al uso del género fantástico. “No fue una decisión consciente sino el resultado de los mecanismos de la imaginación –cuenta-. Me gusta inventar paisajes y criaturas, pero trato de que eso esté conectado con la realidad, que lo fantástico sea en versión local, más material que existencial.”.
El quiebre del realismo en algunos de los relatos de Daniel Diez que integran Punta Roja –su primer libro- tampoco forma parte de un programa literario, sino que es resultado del mismo acto de escribir: a veces lo fantástico, dice, le funciona como disparador y otras, incluso, lo ayuda a creer en la historia. “Pienso a la línea que separa lo fantástico de lo real como muy fina, borrosa y escurridiza. En el caso de algunas de las criaturas de mis cuentos, podrían existir perfectamente y por eso, por lo general, el ambiente en el que aparecen resulta conocido. De todos modos, no me preocupa el tema de los géneros ni tampoco creo que la única forma de tratar ciertos conflictos sea a través del realismo”.
Quizás estas incursiones más allá del contorno de lo real sean una manera, como dice el crítico Pablo Capana a la hora de definir la ciencia ficción, de acudir al pensamiento lateral para tomar distancia y mostrar el otro lado del realismo: su costado hipotético.
martes, septiembre 14, 2010
El otro lado del realismo
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario