Ángel Berlanga lee La sed, de Hernán Arias, y escribe para Radar Libros:
«Lo que le va pasando a un pibe de once, doce años, en cinco jornadas esparcidas entre invierno y primavera del ’86, verano del ’87: a eso se asoma el lector de La sed, novela inicial e iniciática de Hernán Arias (San Francisco, Córdoba, 1974). Fechada en 2003, publicada dos años después, ganadora del premio provincial Daniel Moyano y editada ahora en Buenos Aires, La sed se lee de un tirón, reivindica la morosidad del tiempo y deja una extraña sensación pictórica, que acaso provenga de las sutiles capas de sucesos familiares narrados en primera persona por el protagonista, sucesos que no se tornan tales por estruendo, efecto o vertiginosidad sino más bien por una voluntad de mirar en detalle, de aprehender lo que pasa, se dice o se hace, quizás en busca de entender, o de encontrar algún sentido.
Las jornadas que evoca el pibe/protagonista/narrador transcurren en el campo, casi todas con epicentro en una casa que la familia tiene en las afueras de un pueblo cordobés, donde viven. La del invierno es una cacería de perdices y liebres con perro, padre, tío y abuelo; la de la primavera, la tala de un árbol en medio de un monte de un campo vecino y el arrastre hasta casa del tronco para hacer leña, guiado por el tío. Luego, ya en el verano, sobrevendrán una tarde de carreras de caballos, con sus caudales de apuestas y vino, en un camino abandonado; una visita del tío, acompañado por una amiga (¿dónde está la tía?) y por su hijo (el primo); y, al final, un asado abundante, hecho artesanalmente y celebrado, mientras se acerca implacable una tormenta. Aunque al comienzo puede pensarse casi en un relato pormenorizado, sobre el pucho, para un diario personal, con el andar de las páginas hay señales de que el texto fue escrito a cierta distancia temporal, pero cuánta. Al margen, Arias lleva al lector ahí, a los momentos en los que está el chico. Pasado-presente: eso es uno. ¿Pero cómo hace, Arias? Cuenta corto, sustancia pura; pura sustancia al latir del pibe, al que le interesa qué dicen y hacen los suyos e ir experimentando su propio observar y hacer. Tiene, el pibe, conciencia de estar descubriendo el mundo y una curiosidad activa que sopesa y balancea tutelaje, en términos de estilo, entre el talante del padre y el del tío, el primero más controlado y correcto, el segundo más suelto, transgresor, rupturista. La tensión entre ambos, la enfermedad de la abuela que se agrava y la mudanza del primo a Córdoba capital marcan, en esos meses, un tiempo de transición: familia que se resquebraja, paraíso que se reconfigura, fin de infancia. Arias compone estas perplejidades y algunos riesgos que afronta el chico con una sutileza asombrosa: las notas precisas para que la música suene más allá de los tiempos.
Para La sed, Arias dispone un marco bastante preciso: el universo del pibe se ciñe casi exclusivamente a lo que vive en el campo con su familia. Apenas si hay alguna referencia a su vida en el pueblo. No son los únicos recortes: tampoco hay referencias políticas específicas o inquietudes directas sobre el sexo o el amor. Y sin embargo el tío ha abierto, en la percepción del chico, unas grietas que invitan a asomarse. Cuando cuenta, por ejemplo, que un vecino terminó enloqueciendo de avaricia. Cuando brinda, en el asado final, “por la justicia y la libertad”. Su amiga le ha dicho al chico, en aquella visita, que el ardor físico, el de una herida, es como la sed. Que ella se había criado en un pueblo playero, que de chica no podía entender que toda esa agua no se pudiera tomar y que esa llanura, la que tenían ante sus ojos, era igual al mar. Inmensidades inabarcables. Como los tiempos, las vidas en perspectiva, el pasado-presente de esta novela que juega, en su cita inicial, unas palabras de Cioran: “Cansado del futuro, he atravesado los días y, sin embargo, estoy atormentado por la intemperancia de no sé qué sed”.»
domingo, julio 03, 2011
Música para el fin de la infancia
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