Damián Tabarovsky lee Andrade, de Alejandro García Schnetzer, lo coloca en serie con otros títulos de esta casa editorial y escribe el siguiente texto en el semanario Perfil:
«No se dónde la leí o la escuché, pero sé que la frase no es mía, que la dijo alguien hace poco, pero no recuerdo quién ni dónde: el exceso de información nos embrutece. La frase en cuestión era más o menos ésta: “Ahora que Entropía ya está publicando segundos libros…”. Es una frase que me sorprendió, no me había dado cuenta. Entropía ya no es más esa editorial que publica muchos primeros libros (definición bien injusta: siempre fue bastante más que eso) sino que ya, pasado el tiempo, vamos viendo el desplegar de la obra de varios de sus autores. La editorial avanza, publicando todavía buenos primeros libros –como Partida de nacimiento, de Virginia Cosin– pero también siguiendo los pasos de sus escritores. Gonzalo Castro, Sebastián Martínez Daniell e Ignacio Molina ya van por el segundo libro, siempre en Entropía (sin contar los casos de autores que publicaron su siguiente libro en otras editoriales, como Iosi Havilio o Mariana Dimópulos). Debemos detenernos, entonces, en Alejandro García Schnetzer, quien después de Requena publica Andrade, su segunda novela, nuevamente en Entropía. Y si hay que detenerse es porque la prosa de García Schnetzer aparece, a primera vista, como detenida; detenida en el tiempo, como restos de un pasado que flota como un fantasma. Pero en una segunda lectura (Requena o Andrade, textos breves, son de esos libros que exigen una segunda lectura) el lenguaje reaparece de otro modo, no como detención, sino como estrictamente contemporáneo, entendiendo lo contemporáneo en una de sus dimensiones clave: el anacronismo. No hay en Andrade una lengua preservada de contaminación –la lengua de las primeras décadas del siglo XX– sino un trabajo crítico que apunta directamente a sustraerle al presente su dimensión contemporánea. La contemporaneidad implica, para García Schnetzer, una relación con el tiempo presente, al que adhiere a través de un desfase anacrónico. Recuerdo ahora una frase de Marina Tsvietáieva, que bien vale para Andrade: “A propósito de los que supuestamente llevan un retraso de uno o tres siglos, citaré un solo ejemplo: el del poeta Hölderlin, que por los temas que trata, por sus fuentes e incluso su vocabulario, es un poeta de la antigüedad, es decir, llegó a su siglo XVIII con un retraso no de un siglo, sino de dieciocho. Hölderlin, que solamente ahora comienza a ser leído en Alemania, es decir después de que han transcurrido más de cien años, ha sido adoptado por nuestro siglo, y ciertamente no es antiguo. Tras haber llegado a su siglo con un retraso de dieciocho, se ha revelado contemporáneo de nuestro siglo XX. ¿Qué significa este milagro? Significa que en el arte es imposible llegar tarde; que no importa de qué se nutra ni qué busque resucitar, el arte es por sí mismo avance. Que en el arte no hay retorno, que es movimiento continuo, es decir, irreversible”.
Andrade narra, ambientado en 1940, un día en la vida de Villegas, pianista y librero, viudo de una esposa a la que no puede dejar de recordar. Pero el dato central se encuentra en el día en que transcurre la acción: un 29 de febrero. ¿Qué es un 29 de febrero? Un hecho que sólo ocurre cada cuatro años, un día fuera del tiempo, o mejor dicho, instalado en una temporalidad otra. ¿Qué día festeja años quien nació un 29 de febrero? No hay respuesta precisa, sólo aproximativa (el 28 de febrero, o el 1º de marzo). El 29 de febrero es el día de una temporalidad anómala, desplazada; el día de un presente irremediablemente fuera del presente, o tal vez fuera del presente pero por exceso, por exceso de presente, por volver evanescente el presente. Imbricado de manera perfecta, ese desplazamiento anacrónico de la temporalidad no es más que el propio desplazamiento de la lengua de Andrade, lejana y cercana a la vez.»
jueves, junio 07, 2012
Cerca y lejos
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