lunes, octubre 28, 2013

Andrade, Alejandro García Schnetzer

Adriana Santa Cruz lee Andrade, de Alejandro García Schnetzer y lo comenta para el sitio web leedor.com 


Una historia simple, pero que se despliega en múltiples círculos concéntricos, es la que presenta  Andrade, la nouvelle de Alejandro García Schnetzer. A partir de la intertextualidad y del manejo del tiempo, el autor consigue que bajo el relato explícito surjan otros que subyacen, tal como nos adelanta Juan Gelman en la contratapa del libro.

Desde los epígrafes con los que abre la obra, ya se presentan dos ejes que recorren Andrade: el lenguaje y el humor –aunque las referencias no estén tan claramente expresadas, no es casual que las citas sean de Juan Gelman, artesano de la palabra, y de Alberto Szpunberg, poeta en el que lo humorístico no es un dato menor–. Sin embargo, hay más: el libro de Gelman al que pertenece el epígrafe es Mundar, y el de Szpunberg, La Academia de Piatock, quizás para ponerlo al lector sobre aviso de que habrá que prestar atención a los sobrentendidos, a los juegos con la palabra, a la intertextualidad.

Desde el vamos hay que entrar en el libro pensando que no todo es tan sencillo como parece y que las citas adquieren una importancia significativa: “Sucede que muchas frases, con el tiempo, ya no nos dicen nada. Entiendo que el problema no es la cita, desde luego; sino la emoción perdida de la vez que se leyó. Villegas encuentra un modo de salvarlas todavía, de provocarles un último estertor: corrige la procedencia; y es entonces cuando el ave embalsamada cabecea”, afirma García Schnetzer. En este sentido, todas las citas que exhibe el libro están falsamente atribuidas, y entonces el lector duda, permanece atento, participa del humor y de la emoción que genera este recurso. Basten algunos ejemplos de estas falsas atribuciones como fuente de las reiteradas intertextualidades: “René Descartes, Frankenstein”; “Plutarco, Mancarrones eran los de antes”; “Epícteto, Epícteto va a la morgue”.

Retomando el concepto de Juan Gelman de relatos subyacentes, la nouvelle nos presenta un tiempo base que es cronológico –todo transcurre el 29 de febrero de 1940–, junto con otro –el de los anacronismos, en terminología de Gérard Genette–, producto de las analepsis (los flashbacks) y de la propia intertextualidad. Leyendo Andrade el lector recorre más que ese 29 de febrero, visita varios tiempos y varios lugares, asiste a lo que Schnetzer denomina la “espesura del tiempo”. Entonces, se nota acabadamente esa diferenciación, también de Genette, entre el tiempo de la historia y el del relato. El 29 de febrero resume toda la vida del protagonista, sus recuerdos: la nostalgia por su gran amor, Esther; su relación con Villegas, el dueño de la Librería del Sur; los viajes con su compañero Galíndez buscando libros para comprar. Todo no es más que una continua vuelta “a merodear el pasado”.

También la intertextualidad colabora para crear diferentes capas de lecturas, para provocar relecturas de este texto y de los otros que aparecen desparramados en toda la nouvelle, los que se resignifican a partir del nuevo contexto en el que aparecen. Más allá de las referencias parcialmente directas (tenemos el texto, pero a partir de citas apócrifas, como ya señalamos), hay intertextos más sutiles como cuando se alude al tiempo circular –¿borgeano?–: “Amigo, a ese perro lo vienen atropellando desde que hay memoria, es el mismo animal que dejó en la pena a mi tatarabuelo cuando tenía su misma edad…”; o se citan unos versos que recita Juan Moreira, pero sin nombrarlo: “Quizá el mundo en su embriaguez, / sin conocer mi martirio, / tenga mi afán por delirio / hijo de la insensatez…”. Imposible, entonces, quedarse con la historia lineal, hay que ir más allá, prestar atención a cada referencia porque cada palabra o cada frase puede querer llevarnos a otras palabras u otras frases en otros tiempos o lugares.

Una mención aparte merece el tratamiento de la lengua, en el que conviven: un lenguaje arcaizante: tirábales; uno pretendidamente culto: colombófilo iracundo; un registro popular: lo vamo imprimir, lo vamo; un uso del subjuntivo propio del lenguaje periodístico: tras resumir la descripción que Galíndez hiciera; una adjetivación a la manera de las hipálages también borgeanas: mayólicas atroces; o descripciones enteras llenas de latinismos: Juntos atravesaron el corredor y fueron a dar al atrium, con su estanque y su parterre. Andrade distinguió el tablinium, el triclinium, más al fondo el sagrario y los cubícula. Estos y otros son ejemplos de expresiones que, para el autor, “son justas y que no tienen reemplazo”.

Esta segunda novela de Alejandro García Schnetzer –la primera fue Requena– nos pone frente a un relato en el que el humor, la nostalgia y la ironía recorren cada página, y apelan a un lector modelo que decodifique las referencias y así disfrute el texto en su totalidad.

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