miércoles, noviembre 27, 2013

El susurro como grado cero

Flora Vronsky lee Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina y lo reseña para la revista Damasco.


En una entrevista reciente, Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976) declara: ‘Cuando empecé a escribir intenté hacer una literatura que no pareciera literatura’. Bien podría ser la frase inicial de una programática ambiciosa, de una ‘poética del no’ canonizada hace tiempo a partir de Bartleby & Co. Sin embargo, Molina ha escrito bastante, ha recorrido diferentes géneros y se ha posicionado dentro del cuadro literario actual. Su ‘preferiría no hacerlo’ se versiona en un ‘preferiría no hacerlo de tal modo, con tal impronta’. Un intento de quebrar el literaturnost, la especificidad de lo literario como sistema inmanente, autoclausurador. Hay una punta de coraje en semejante objetivo que, como toda empresa, conlleva altos grados de riesgo. Uno de ellos es perder de vista que la literaturidad sólo se define en cuanto sistema (en el caso de que exista tal posibilidad) a partir de la relación que se establece con otros sistemas, a partir de su pertenencia a un polisistema heterogéneo, contaminado, con gusto a palimpsesto. Desarreglar de esa manera la ecuación puede provocar que el soliloquio se quede balbuceando en autoperformance, en grado cero.

Los puentes magnéticos es bastante más que ese soliloquio porque encadena secuencias narrativas flexibles que van desde una película retrofuturista que involucra a Perón hasta el devenir burgués de algunos punkies de los ’70, pasando por diferentes registros de ausencias y desapariciones que rozan los años de la dictadura como una infusión tibia, dejada allí para que se enfríe. En ese sentido, podría decirse que la novela efectivamente propone un macrosistema y lo respeta. Asimismo, también se nos manifiesta como estructura el hilo conductor que sostiene las secuencias: el devenir de Camila, la protagonista. Una treinteañera melancólica y solitaria que entreteje los puntos de su presente anodino a base de corporizar en su rutina actual aquellos episodios relevantes de su pasado que le permiten asomarse de puntillas a todo eso que representa una historia transformada continuamente: el futuro. La accidentada desaparición de su padre, la ruptura de un vínculo sentimental, un cambio de registro espacial y urbano, la irrupción de nuevas relaciones o la conexión casi franciscana con el dinero son, para Camila, materia de reflexión y evocación, por un lado, y fuente de nostalgia y melancolía, por otro.

En este punto el título de la obra es revelador. Porque el péndulo que se desplaza entre el pasado y el presente bien podría establecer esos puentes que consigan configurar para Camila una autocomprensión más lúcida, más acabada. Funcionan también como conectores entre la historia política argentina de la década del ’50 y un futuro de trama policial cien años después, apuntalados por las tuercas de una revisión cultural velada y subyacente que arrancaría en el 2001. Incluso amplían su espectro semántico hasta el trazado urbano y el transporte como vasos comunicantes entre las arterias asimétricas y disímiles de una ciudad como Buenos Aires. Los puentes, entonces, como sistemas de interconexión en varios niveles de lectura y construcción narrativa.

Sin embargo, el adjetivo magnéticos que los acompaña produce cierto chirrido incómodo, como fuera de tiempo. La energía magnética es un fenómeno físico por el cual los objetos ejercen fuerzas de atracción o repulsión sobre otros objetos. La palabra clave es el verbo: ejercer. Usado en esta acepción implica acción, movimiento, propulsión hacia un algo que es otro, algo diferente de mí. Atracción o repulsión. Y allí es precisamente donde la ecuación sistémica de la novela se resquebraja. Porque no hay magnetismo en esos puentes. No verificamos como lectores esa fuerza, esa potencia que atraiga el sistema del tiempo del relato hacia el tiempo de la historia. O que la repela. O viceversa. La desconexión entre el sistema configurado por el péndulo de los puentes y el sistema autorreferencial de la rutina ascética de Camila es tal que ese gusto a palimpsesto se deshace en la boca de manera rápida, casi instantánea. No se nos permite integrar ambos tiempos en un polisistema que se contamine de manera intermitente. Las relaciones internas entre los elementos narrativos se desdibujan no porque la vida de Camila sea francamente aburrida y emerja como representación del resultado posible de una generación atrapada en un monoambiente con poca luz, sino porque esa anoia vital, ese spleen devaluado en miserias materiales consigue clausurarse de tal manera sobre sí mismo que rompe relaciones diplomáticas con cualquier sistema coyuntural que pretenda enmarcarlo, darle una forma. La estructura, de este modo, tiembla trémula y susurra a media voz un soliloquio en gran medida intrascendente.

Quizás Ignacio Molina entienda precisamente esto como ‘la literatura que no parece literatura’. Quizás su programática se esté desarrollando aún, ensayando su arte del parecer en un registro nostálgico y realista, que en efecto logra ser evocado. Quizás su ‘modo de ganarse la vida’ (que da título a su primera novela) esté mucho más relacionado con el objetivo que se propuso cuando comenzó a escribir. En su registro poético, Molina parece amigarse con el spleen de época y permite que ciertos magnetismos irrumpan, recuperando una potencia que sin lugar a dudas habita en él. En cualquier caso, seguirá siendo interesante hacer dialogar la heterogeneidad de sus sistemas y acompañar de cerca su deseo legítimo de construir de un literaturnost singular y propio.

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