viernes, octubre 10, 2014

Tocar la traducción

En el libro de ensayos Música prosaica (Entropía, 2014), Marcelo Cohen interpreta con destreza diversos mundos -la música, la literatura, la política- desde la experiencia vital de la traducción.

Por Shirly Catz para Espacio Murena



Música prosaica lleva a cabo una de las fantasías de su autor: la de poder “tocar literatura”. “Tocar literatura” implica, en primer lugar, palparla, la traducción misma se le aparece a Cohen como un fenómeno propiamemente corporal, de “hormigueo en los dedos” cuando pasa un tiempo sin traducir.
Contagiados de ese hormigueo “que se extiende a todo el cuerpo en terca búsqueda de postura”, pasamos las páginas de su texto para notar, además, que “tocar literatura” requiere, sobre todo, de un gran ejecutante. En este segundo sentido de tocar en tanto “músico que ejecuta una pieza”, su ejercicio ya no es sólo corporal sino, sobre todo, esencialmente musical.  Sus dedos que traducen sienten, sobre todo, nostalgia de la música. Y performance mediante, el músico-escritor se convierte, aquí, en un asombroso ejecutante de su partitura, que ha pretendido unir mundos diversos.
En esta conjunción de universos es que el autor puede llevar a cabo, en parte, lo que cree imposible: otorgarle armonía a la literatura. Su texto busca, también, lo que otros han buscado y aquello en lo que Cohen juzga que han fracasado: que la prosa no sea sólo sucesiva, sino simultánea, en un efecto armónico y de totalidad polifónica.

De la conciencia de esta imposibilidad es que podrá generar, paradójicamente, su propio efecto de armonía. Lo logrará mediante la creación de constelaciones improbables que irán generando una suerte de eco in crescendo: Apollinaire y los simultaneístas, Burroughs cortando la página para neutralizar “el poder adictivo de la línea de sentido único”, Faulkner junto con E.M Forster, y Néstor Sánchez con la improvisación del jazz… Cada uno de ellos como una nota musical, en la conformación de acordes específicos dentro de la obra.

Con un tempo particular, con el hormigueo del jazz extendido al cuerpo, es que ingresamos al segundo tema, variación de la melodía en la segunda pieza que nos hace sentir, ahora, un elemento nuevo: la conexión del lenguaje con la política. Pensar sobre la lengua, afirma en el segundo de sus ensayos, es esencialmente un gesto político. El lenguaje es político por excelencia, pues ejerce el control sobre uno mismo. Las prácticas de traducción, cuando son capaces de relacionar mundos distintos, cuando salen de ese “lugar asfixiante donde todos enjuiciaban la existencia de los otros”, son como pequeñas islas de libertad en los que podemos quitarnos los zapatos que nos tocaron en suerte, y que de tanto usar hasta habíamos olvidado que nos quedaban apretados. “Traducir como la vía idónea para disgregar el simulacro de unidad”, apunta Cohen.

Su texto canta la traducción de la literatura a la música y de la música a la literatura, no con la pretensión de una unidad improbable, sino desde un ejercicio de libertad. Este ejercicio no es meramente lúdico. Acaso radique allí la belleza de ese baile: en una apariencia de liviandad y en el ocultamiento de un secreto.

Al compás de Música prosaica, Cohen hace danzar a la música con la literatura y a  la literatura con la música, como dos amantes apasionadas, con la fuerza y el deseo de aquellos que saben que, al final de la noche, se tendrán que volver a separar. Pero que pueden sentir, también, que en ese relampagueo han ampliado el horizonte del mundo. Pues “de eso debería tratarse justamente cuando alguien dice que le preocupa el lenguaje: de formas que abran la conciencia a los vaivenes del viento”.

Espacio Murena, 7/10/2014

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