lunes, marzo 14, 2016

La banalidad del bien

Quintín leyó Los incapaces y la comenta para Perfil Cultura:



Me llega Los incapaces, de Alberto Montero (Temperley, 1954), uno de los libros más originales que haya dado la literatura argentina reciente aunque, paradójicamente, se basa en otro autor. El narrador habla de “éstas, mis maneras bernhardianas de hacerme de la palabra escrita, y a través de éstas, mis estrategias asociativo-analíticas de confesar, y de confesarme, y, entonces, de real-izar y real-izarme, novelísticamente hablando”, y a lo largo de cuatrocientas páginas utiliza el estilo rumiante y furioso de Thomas Bernhard, potenciado por la ausencia de un punto seguido en toda la novela. Los incapaces desgrana el discurso en primera persona de un psicoanalista de sesenta años, desesperado y con veleidades de escritor, anclado en el conurbano bonaerense para complacer los deseos de su padre y su hermano a quienes amó y odió como a nadie.
El protagonista se llama T. Monroe, anagrama de Montero, y se expresa en una especie de castellano neutro que remite al doblaje centroamericano, en el que se llama “barbacoa” al asado y en el que las expresiones locales como “un pueblo de mierda” vienen seguidas de la muletilla “como dirían en Clayburg”. Clayburg es el lugar donde nació Monroe y al que volvió a vivir después de un tiempo en Kellner, un eufemismo por Buenos Aires: la cartografía de la novela está compuesta exclusivamente de nombres ingleses. Monroe habla una y otra vez (de todo se habla una y otra vez en Los incapaces) de una serie de novelas autobiográficas inconclusas de la que Los inútiles sería la culminación, el ingreso a una anhelada carrera literaria o el preámbulo del suicidio. Montero escribe en la tradición de Bernhard como también lo hace Horacio Castellanos Moya en El asco, pero sus reticencias lo emparentan más bien con las de Matías Alinovi en La Reja, cuya prosa verseada revela la misma dificultad para escribir sobre el Gran Buenos Aires si no es con subterfugios que eludan el abrazo del oso del naturalismo: desde El matadero, los escritores argentinos siguen fascinados y horrorizados con la barbarie bonaerense desde una civilización que no hace pie.

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