viernes, diciembre 16, 2016

Presentación: Acá todavía, de Romina Paula

Acá, el texto que leyó Virginia Cosin, autora de Partida de nacimiento, en la presentación de la novela de Romina Paula, el jueves 24 de noviembre de 2016.



En Vivir su vida, de Godard,  Anna Karina entra en un bar, prende un cigarrillo y mira al hombre sentado justo detrás de ella. Está aburrida se ve, entonces se da vuelta y le pregunta al hombre  qué hace. Él dice que lee. Ella le pregunta por qué. Porque es mi trabajo, le dice él. Entonces ella le pide acompañarlo y él accede. Pero cuando  están frente a frente, le dice que no sabe qué decir. Que le pasa seguido: “sé lo que quiero decir, lo medito antes de decirlo, pero cuando llega el momento de hablar, puf, ya no soy capaz de decirlo.”  Después de eso empiezan con una serie de disquisiciones en torno a la relación entre pensar y hablar y se preguntan cuál es la necesidad de hablar. Ella dice: las palabras deberían expresar exactamente lo que quieren decir. ¿Es que nos traicionan? Y él: es que nosotros las traicionamos a ellas. Se debe poder decir lo que hay que decir. Hay que pensar, y para pensar hay que hablar. No se puede de otra manera. ¿Entonces hablar y pensar es lo mismo? Claro. Uno no puede distinguir el pensamiento de las palabras que lo expresan. Uno busca, y no encuentra la palabra justa.
La escritura de Romina constituye, creo yo, un acontecimiento singular, porque consigue atrapar el pensamiento en el instante mismo en que se está convirtiendo en un decir, el texto  despliega un modo de  hacerse, de estar haciéndose, como un  work in progress,  o un backstage, en el que el   tejido se teje sin  molde, es una deriva que lleva a vaya uno a saber dónde, pero no es sin dirección, sino más bien una búsqueda a través de la cual se condensa el lenguaje- Romina ensaya modos de decir y hay un especie de incomodidad, de insatisfacción con esa responsabilidad que conlleva el nombrar, tener que quedarse con una palabra que nunca es la precisa.
Escribir sin escritura, diría Blanchot o Grado cero de la escritura, diría Barthes. Sin fórmula comprobada, sin modelo, regresando a una lengua originaria, solitaria, que habla de  modo instintivo aunque, claro, se trate de una construcción, una ficción.
Podría decirse que esta novela trata de muchas cosas. Pero sobre todo  es una novela sobre las palabras, sobre el encarcelamiento que lo dicho ejerce sobre el decir, sobre el lenguaje como lugar de excepción.
¿Cómo nombrar, por ejemplo al amor? ¿Y cuántos tipos diferentes de amor hay? ¿Qué es el amor de pareja? ¿Un especie de dependencia, de necesidad del otro, de des-personalización? ¿Y el filial? ¿Qué diferencia al amor que se siente por un hermano o un amigo del  que se siente por un amante? ¿El  deseo erótico constituye  la diferencia? ¿Y a un padre? ¿Y a una madre? ¿No se los desea?  ¿Odiando se puede amar, también? ¿Y al hijo? ¿Al que todavía no se tuvo? ¿Puede haber un pre amor? ¿Se lo ama por instinto? ¿Por obligación?  ¿Y tiene el mismo nombre, “amor”,  eso que se siente siendo niña, antes de experimentar la sexualidad adulta, que después?
La metafísica ha dado respuesta a algunas de estas preguntas, los griegos adjudicaron nombres para los distintos modos del amor  y los diccionarios proveen definiciones y clasificaciones, códigos comunes y estables, que tanto Romina como su narradora  demuelen con más preguntas, como si fueran martillazos.
“Pienso en la palabra bicoca y sonrío, que palabra más extraña. Pienso también que una palabra así particular bien empleada en el momento adecuado te puede salvar el día o por lo menos una situación. Pensar, por ejemplo “ahora a la distancia el divorcio fue una bicoca” ¿o no se puede usar así? Eso, por ejemplo, es una de las cosas que más me costó de la separación con Lourdes, sino la que más: perder todo ese universo de palabras en el que nos encontrábamos, todo ese mundo semántico arrancado de mi cabeza, en cuestión de días como una lobotomía del verbo, pero no, sin extirpación, o una extirpación en negativo: lo que se sustraía era el interlocutor, más que el lenguaje, y si no hay nadie ahí para recibirlo ¿qué se hace con ese capital? Durante meses seguí viendo todo a través del prisma de esa gramática compartida, a veces las frases, los comentarios solo se formaban en mi cabeza y otras llegaba a pronunciar bajito,  para mí, como para que por lo menos fuera dicho, expulsado.”
¿Y cómo hablar con un ser querido, fundamental, al que se está viendo morir?  Los límites de su lenguaje, los de Andrea, son los límites de su mundo y en la primera parte del libro, Todavía, su mundo es el hospital:
“Así que ahora con Mario se habla de cosas de enfermos, no sólo, claro, pero el lenguaje también se vio intoxicado, contaminado: la remisión, la quimio, los buches, las plaquetas, la presión, la fiebre, la asepsia, la dieta, la orina, la digestión, los leucocitos, los hematocritos, la médula, el trasplante, la donación.  Y la sangre, la sangre, la sangre como protagonista absoluta, la sangre por ejemplo a la vista, como adorno, colgando del árbol de navidad que arrastra el padre detrás de sí como un grillete: un sombrerero con ruedas, microondas y bolsones de sangre y líquidos flúo que no pueden ver la luz. Eso pende ahora todos los días de la muñeca de mi padre y lo acompaña como un miembro más de su cuerpo, uno o varios miembros más. Algunos de los líquidos flúo, los más fotosensibles, los recubren como una bolsa de papel madera, como una mascarita, como de avergonzada. Las enfermeras entran y salen y actúan y toquetean el arbolito a sus anchas como si no fuera un apéndice del hombre. A él le dicen “Buen día”, como si fuera normal, como si estuviera en un banco esperando para depositar un cheque, así le dicen “cómo le va” y después o al mismo tiempo manipulan los aparatejos y las bolsas, definen, controlan las dosis de todo eso, lo flúo y lo que no, eso que va a parar a las venas y con ellas a los órganos del hombre que responde a ese saludo ese “hola que tal” como si todo ese aparato del horror unido a su interior por conductos, pudiera, todavía, no tener que ver con él.”
El cuerpo. Hay una presencia irreductible del cuerpo: ese cuerpo que se vuelve metáfora,  pan, vino, fantasma. Un cuerpo que desaparecerá bajo el imperio de la muerte pero también el de los sentidos: mientras duerme en el sillón del acompañante del hospital, cuidando al  padre agonizante, Andrea tiene un sueño húmedo, olfativo, táctil, orgásmico; hace presente el cuerpo ausente de la enfermera que le gusta, o que no sabe si le gusta, pero de la que goza.
Andrea no sabe, abjura del saber y de las definiciones. Narra desde el presente fragmentos de pasado, como si navegara un barco que,  en medio de una tormenta, está a punto de zozobrar y hubiera que rescatar bienes preciados, pertenencias  que, de otro modo, serían irrecuperables.
No porque quiera saber qué es, o quién es, sino porque está siendo, estando, haciéndose y rehaciéndose, en camino hacia, cambiando, moviéndose, esquivando la pelota que, si la toca, la convierte en “quemado” o estatua.
Ese presente dislocado  tiene nombre: todavía. Cuando se acabe, cuando ya no sea, cuando ese tiempo deje de transcurrir, se abrirá un espacio, uno nuevo, el del Acá.
Un poco como en la novela Orlando, de Virginia Woolf, Andrea despierta un día convertida en otra,  experimentando otros apetitos, teniendo deseos nuevos que la arrojan hacia una nueva deriva, un especie de vagabundeo, de errancia incierta, pero sin angustia. Andrea, cuyo nombre tiene la misma raíz de Andrógino y deriva de Andros, que significa Hombre, abandona el sueño con Rosa y se entrega al desconocido Iván.  
Y  emprende un viaje, pero las peripecias no la llevan de vuelta al hogar, sino que la arrojan hacia una tierra nueva, lo que estaba atrás queda atrás. Sabe que  si intentara regresar, como Scarlet O Hara , sólo encontraría en su viejo terreno un páramo seco, uno muy diferente del que fue en su tiempo de prosperidad. Habrá que construir, entonces, uno nuevo, un nuevo hogar, fundar el propio.
En el último episodio de la primera parte, Todavía, Andrea vuelve a su departamento después de haber estado días afuera –entre el hospital y la casa del chico- y encuentra una invasión de gusanos (ahora que me acuerdo, antes de emprender el viaje a la Patagonia, la narradora de Agosto luchaba contra una alimaña, un ratón que le daba entre asco, impresión y pena.) La plaga como castigo, como símbolo de la muerte pero, también, como motor para tomar impulso e iniciar un éxodo.
Al comenzar  Acá, la segunda parte del libro, la narradora pareciera estar, permanecer,  a su pesar, o con pesar,  con esa sensación de ridículo, de “esto es imposible” y aunque el aturdimiento dificulte una vez más hallar correlato entre las palabras y lo que significan y haya que volver a nombrar, restituir los sentidos, en la escena siguiente, Romina, ya no la narradora, sino la autora, nos da una cachetada y nos hace reír.
De todas las palabras decibles hay una cuyo significado se nos escapa más que el de ninguna. ¿Cómo nombrar la muerte? Podemos ser testigos de un último segundo de vida. Pero sobre la muerte nada sabemos y nada sabremos jamás. Aunque creemos que sabemos que también nos va a tocar, nunca viviremos esa experiencia. Es in experimentable.  Sin embargo hay otra, casi tan extraña, medio extra terrestre e inverosímil que es la de engendrar vida.
Otro poco como Hamlet, Andrea, la narradora de esta novela, demora la decisión de hablar, de decir aquello que fue a decir, el motivo por el cual emprendió el viaje. Pero a diferencia de la tragedia Shakespereana, o de cualquier tragedia, no es a la venganza hacia donde se dirige, porque no hay nada que vengar, nadie tiene la culpa de su orfandad. En cambio,  hay una vida por delante, una vida con forma de pregunta que no cierra,  se reproduce y excede los límites del final de esta novela.


Virginia Cosin.

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