jueves, agosto 23, 2007

Mártires

[microrrelato de Iosi Havilio, publicado en Perfil]

Muy temprano, demasiado, un estruendo de trompetas, bombos y platillos, irrumpe en el supermercado chino de Olavarría y Martín Rodríguez. Un sonido explosivo que intento esquivar como si viniera seguido de un golpe o de esquirlas. Los chinos también se sorprenden. Incluso alguno se anima a dejar su puesto en la caja para dar unos saltitos hasta la vereda. Para ver qué hay. Me apuro en comprar lo que vine a buscar: pan, café, manteca, detergente y algo de fruta. En la caja, para ir desasnándome, le pregunto al chino adolescente qué pasa afuera. El chino me sonríe, y con una mano toca una trompeta imaginaria. Salgo y lo que se ve en la esquina, a unos treinta metros, delante de la iglesia, es lo más parecido a una película sobre la mafia. Un película de época y de bajo presupuesto. Una celebración.

La calle está cortada por un autobomba. La banda, integrada por hombres uniformados, igual a carteros antiguos, con boinas y atriles portátiles, no para de tocar. Son músicos octogenarios que inflan los cachetes, le pegan al parche, o hacen chocar los platillos con una parsimonia asombrosa. El repertorio se compone de cinco o seis canzonettas y un par de arias que se repiten aleatoriamente con intervalos de cinco segundos entre una y otra. A parte de la banda, están los fieles que serán en total unos cincuenta, mayoría de mujeres mayores y chicos chicos, y el público en general, que pasa ocasionalmente por la esquina, una esquina inevitable un domingo por la mañana. Ahora que levanto la vista veo un pasacalle en la entrada de la iglesia que lo explica todo: “Santa Molfetta Virgen de los Mártires”. De pronto, se abren las puertas de la iglesia y los fieles al unísono agitan pañuelos blancos para saludar a la figura de la virgen que sale en andas sostenida por cuatro curitas jóvenes. Tarde me doy cuenta de que estoy en la zona acordonada. En medio de la procesión, entre la virgen y la banda. Y tengo que ponerme a caminar para que no me atropellen. Alguien que no se deja ver nos conduce con un megáfono y va marcando el recorrido. Vamos por Olavarría, cruzamos Brown y después Necochea. La virgen me lleva hasta la plaza Solís, la de las historias macabras. La plaza de todos los dealers. Donde se consigue la droga más barata del mundo. Bordeamos la plaza y pasamos delante de la villa con vista al río. La villa chica, la villita. Delante nuestro, debajo de los puentes, por encima de la villa, el horizonte. Y la mecha encendida de los destiladeros del doke en lo otra punta. No se sabe por qué, por momentos, la banda deja de tocar y sin aviso, con vehemencia, vuelve con todo. En una especie de corral, al frente de una de las casetas de la villa, un cerdo gordo, a punto de reventar, rasca la tierra. Y no sé si no me mira. Nos acercamos al río y un barco de prefectura que echa vapor nos espera haciendo sonar su sirena. La virgen se embarca y los que nos quedamos en tierra firme la saludamos con una mano en alto. Con o sin pañuelo. Después, todos se empiezan a besar, algunos, emocionados, lagrimean. Me llega el turno. Dejo las bolsas del supermercado en el piso y me entrego al ritual. Un chico de unos quince años, bien morocho, las cejas tupidas, la frente brillante, peinado para atrás con mucho gel, se acerca para darme la mano y un beso en la mejilla. No sé por qué me nace abrazarlo. Fuerte, con ganas. Y por un instante, apenas, apoyo mi cabeza sobre su hombro. Tatuado en el cuello, un pequeño dragón escupe fuego cerca de mis ojos.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

me gusta ese cuento,
no sé porqué

Anónimo dijo...

este ombre es un titan del microrelato!

Anónimo dijo...

Me aburro.

Anónimo dijo...

andá a dormir zeta zeta!