miércoles, mayo 18, 2011

La dimensión desconocida

Matías Moscardi lee Los modos de ganarse la vida, de Ignacio Molina, y escribe su reseña para Bazar Americano:

«Los modos de ganarse la vida (Entropía, 2010) es la primera novela de Ignacio Molina y empieza así: “Aunque la habitación estaba en penumbras, por la intensidad de la luz que entraba por las rendijas de la persiana supe que era un día soleado”. El enunciado de apertura tiene un poder expansivo, ya que en el mundo de la novela todas las transparencias aparecen opacadas, los objetos que puede atravesar o refractar la mirada (ventanas, vidrieras, pantallas, espejos, parabrisas) están siempre sustraídos de su función visual: “A medida que el ambiente se iba llenando de vapor vi cómo mi imagen desnuda se iba haciendo borrosa en el espejo”; o en la otra punta: “Achiqué los ojos para ver mejor, pero la gente que pasaba por la vereda y las letras pintadas en el vidrio me molestaban”. De este modo, la niebla, el vapor, el exceso de enfoque, los obstáculos, las interferencias atentan contra la posibilidad de completar apenas un indicio visual del mundo, ya que las imágenes que circulan en la novela de Molina están tramadas sobre su propia disfunción, una zona borrosa que va dando lugar al extrañamiento. Esta “dimensión desconocida” en la que se desarrolla la novela –adelantemos– es nada más y nada menos que la vida cotidiana en pareja: Luciano (el narrador) y Cecilia son dos personajes pendulares que fluctúan entre la soledad y la vida conyugal.

Las imágenes han perdido, entonces, su legibilidad, su contingencia. Luciano parece un narrador con los ojos entrecerrados que ha optado, como una persona que está a punto de quedarse ciega, por agudizar el oído: “Cerré los ojos para dejarme guiar por los sonidos”. Pero al comienzo todo es ruido: “Escuchando los gritos y los motores que pasaban detrás de sus palabras, me retiré en la cama para subir el volumen del televisor”. Por eso, a lo largo de la novela, asistimos a un entrenamiento del oído narrativo, que intenta decantar, del trasfondo de distorsiones de la vida cotidiana en pareja, un resto de sonido que sea la constatación de aquel mundo de imágenes mutiladas: “Sólo me convencí de que ninguna moneda era falsa cuando escuché cómo se imprimía el boleto”. El sonido, luego, viene a suplantar la legibilidad perdida del plano visual y, en ese movimiento, traza las únicas huellas de la cartografía cotidiana por donde circula el protagonista, en donde los sonidos son el último ticket de regreso: “un bocinazo lo volvió a la realidad”.

La primera y la última parte de la novela están ordenadas, de manera progresiva, de la A a la Zeta, como si el orden de las letras fuera el índice de una cesación, de un límite, pero también como si en esa serie pudiera leerse una dirección temporal irreversible: la temporalidad del lenguaje, eso que Saussure llamaba la linealidad del significante, pero con una carga metafísica que, si se quiere, daría como saldo el peso irrevocable de las cosas dichas, el carácter sentencioso y definitivo de todo acto verbal. En este orden solapado del relato, confluyen la centralidad del sonido, los ruidos de fondo y las palabras de intercambio en una pareja que –intuimos desde un comienzo– está a punto de separarse.»

La reseña completa, acá.

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