Homero Aridjis lee La sed, de Hernán Arias, y escribe su reseña para la revista Ñ:
«¿Es La sed un ejercicio epigonal, una variación de alumno sobre la obra de Juan José Saer? ¿Es un regreso de las preocupaciones argentinas sobre los temas faulknerianos, pasados por el tamiz del objetivismo francés y la reticencia de Hemingway? Es una novela de tema rural, con el asunto del aprendizaje infantil en el centro y el paisaje del chato este cordobés aplastado bajo un viento constante y furioso. Es una novela morosa, detenida con una lírica precisión (seca, objetivista) en las maniobras de las que depende la vida en el campo. Pero alimentada como está por la lectura de la tradición literaria, La sed (el título no podía ser más vitalista) no está asfixiada por ella, y es más bien un trozo vibrante de vida: desgajada en cinco capítulos de extensión obsesivamente pareja, la novela cuenta en sordina la travesía sentimental de un chico que pasa por la ordalía de Perceval (está mudo para hacer las preguntas exactas en el momento indicado) mientras aprende a cazar, a hachar y a cocer la carne, pero también a tolerar la pérdida (sus tíos se separan, su primo se va a la ciudad, su abuela está gravemente enferma en una pieza de la casa junto al campo), a tolerar lo tácito (el árbol hachado por el tío debe ser ocultado de los empleados del tipo en cuyo campo fue talado; las cuadreras funcionan como una escuela de sobreentendidos), y, sobre todo, a entender que el sentido del mundo es una materia en constante disputa, que toma a cada hombre como medida posible.
Porque el núcleo del conflicto va más allá de cómo hacer cosas con las manos. Dos voces, el padre y el tío, discuten de manera acérrima e indefinida. El padre es cauteloso, austero, y respetuoso de la ley; el tío es desaforado y anarco. El padre mantiene una ordenada vida familiar mientras el tío se separa y sostiene una relación opaca con Lucrecia, una antigua novia rosarina. Entre los dos, padre y tío, se dirime la grave pregunta sobre lo que significa vivir bien, y es una pregunta especialmente política: ¿Fue una buena vida la del gringo Buttiglieri, que maltrató obreros y mujeres y a quien el dinero volvió loco, y terminó volándose la cabeza mientras perseguía un zorro que le robaba gallinas?¿Vive bien el padre con su cautela, hasta con su temor? Pero también: ¿Vive bien el tío que brinda, en el asado final, por la libertad y la justicia, sin nombrar la ley? El claro mandato que el padre trata de imponerle al primo Daniel (“¿ya sos un cordobés? No. Yo soy del pueblo”) es interferido por la fuerza libertaria del tío, y la conciencia del protagonista queda dividida, atravesada por la literatura. Quizás La sed cuente eso: cómo se forma un escritor (no cualquiera: el escritor Hernán Arias). Después de todo, la voz que reconstruye esa experiencia infantil es demasiado consciente para ser la de alguien que decidió ser cualquier otra cosa. Por eso es una suerte de mito personal, y una parábola sin moraleja: a pesar de que ha aprendido todo lo que hace falta para sobrevivir en su tierra y pertenecer, atormentado por la intemperancia de la duda y separado de su relación natural con el paisaje, el narrador se prepara para ser un extraño en un mundo cuyo sentido permanece indefinidamente abierto.
Escrita originalmente en el año 2003, la novela (que ganó en Córdoba el premio provincial de novela en 2004) tiene además la virtud menor de anidar una pequeña profecía sobre la política argentina, y de revelar el talento instantáneo de Arias, ya que como dice el escritor argentino Oliverio Coelho en la contratapa, “si invirtiéramos los tiempos de la vida [La sed] podría ser el resultado de años futuros de escritura”»
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