Éste es el texto leído por Martín Kohan durante la presentación de Partida de nacimiento, de Virginia Cosin, en Eterna Cadencia:
«No es cierto lo que dicen los boleros: que cuando el amor se acaba uno se muere, que cuando el amor se acaba uno enloquece. No es cierto lo que dicen los boleros aunque sean, como son, la quintaesencia del imaginario amoroso en la cultura de masas contemporánea. Se puede decir, se puede cantar, “sin tu amor no viviré” o “voy a perder la cabeza por tu amor”, o bien otras vehemencias de esa misma índole. Pero no es cierto, aunque parezca, que la muerte del amor sea la muerte. El amor se acaba y hay cordura, cordura y no locura, hay una voz que reordena los días, se hace preguntas, toma nota de esto o de aquello. El amor se acaba y a continuación sigue la vida de siempre, la de todas las cosas restantes, blindadas por la habitualidad, garantizadas y protegidas por su diáfana pertenencia a las tantas menudencias diarias.
De eso trata Partida de nacimiento. Virginia Cosin hace un retrato cuidadosamente reposado de la tristeza, de un dolor sin aspavientos. Y eso hace de su novela una novela antes que nada auténtica. Pero de una autenticidad que no hay por qué calibrar en clave autobiográfica; no es esa clase de verdad que depende de la fidelidad a lo vivido. En Partida de nacimiento hay otra cosa. Yo no sé si “D.” es “D.”, si “Miguel V.” es “Miguel V.”, si esa casa era o es así, si esa hija existe de veras. No lo sé o, si lo sé, lo olvido cuando leo, lo olvido para leer; porque la autenticidad de Partida de nacimiento se debe más bien a la verdad de esa tristeza, a la verdad de ese dolor. Porque así es la tristeza cuando reposa, y así es el dolor cuando ya no precisa hacer aspavientos. Virginia Cosin registra esa modulación tan exacta, intensa en su simplicidad, de sosiego y desasosiego, tan propia de los dolientes cuando saben que el dolor es acaso necesario, y en cualquier caso inevitable.
Partida de nacimiento funciona como un diario, pero un diario que prescinde de las fechas y los días. En lugar de esa notación, se ordena en números, se corta en números, se construye desde la necesidad de que el tiempo pase, sin que importe qué tiempo pasa, cuál es el tiempo que pasa. Prevalece en todo caso una cronología de la soledad: soledad diurna (el tiempo de leer) y soledad nocturna (el tiempo de no poder dormir). Si hay un Kama sutra en este libro es “una especie de Kama sutra del insomnio” y no más que eso. Una “selección de películas” será la compañía para una Nochebuena que se acerca: “todo se resume en esta soledad”. A veces el dolor da placer y es posible regodearse en eso; pero más frecuentemente transcurre de otra manera: es lo que desencaja (“Algo desencaja”), lo que supera (“Todo me supera”), lo que renueva los miedos (“Hoy le teme al encierro”), lo que pierde (“Me pierdo, me desconozco”); lo que obliga a que, entre creer o reventar, haya que elegir reventar.
La separación deja sus huellas, materiales en principio: por ejemplo, una biblioteca que ahora tiene huecos, que “parece una boca abierta y desdentada” y que “se burla de mí”. Pero Partida de nacimiento es también la novela de una madre, de una madre que (lejos de edulcoramientos falsos) es capaz de odiar por algunos segundos a la hija a la que adora por toda la eternidad, que es capaz de extrañarla pero también de no extrañarla, que admite que alguna noche la niña prefiera hablar con su oso antes que con ella. Esa hija tiene el poder de suspender esa soledad tan larga, pero en cierta forma, sin quererlo, sin saberlo, también es huella: la que hace que el padre vuelva, pero vuelva para irse, y además para llevársela (“El auto ya arrancó. No existís más en la geografía de sus cerebros. Desapareciste”). La madre a veces duda: “¿Soy fea? ¿Soy linda? ¿Importa acaso?”; “Estás demacrada. Ojerosa. Pero de algún modo te parece que sos, estás atractiva”. La nena en cambio ya sabe: a la compañerita de la colonia que le dice que ella es “la más hermosa de toda la ciudad”, le responde sin vacilar: “Odio a los que me dicen eso”.
La hija podría ser un futuro, pero la narradora de Partida de nacimiento “no se pregunta por el futuro”. Al revés, si algo querría, si por algo “daría cualquier cosa” es “por volver el tiempo atrás”. Por supuesto que, en esta novela, el tiempo no se vuelve atrás (su narradora, casi al principio, desiste de leer a Proust, prefiere engancharse con Lost: renuncia a buscar el tiempo perdido, se queda en lo perdido). En vez de eso, en algunos pasajes, el tiempo se viene para adelante, hay retazos del pasado que acuden a hacerse presente. Y no vienen sino a agregar abandono a esta novela de un abandono, vienen a agregar desolación a esta novela de desolación. Otro abandono, uno fundante, que se registra en un pasado escolar: el de ese profesor, Miguel V., que la elige entre todos sus alumnos, que da clase nada más que para ella, pero que luego, también, defraudado por ella, decepcionado con ella, renuncia a ella y no la mira nunca más. De ese mismo pasado, o de otro más o menos cercano, proviene asimismo otra escena, tanto más terrible, tanto más imborrable: “Después del lavaje de estómago, despertar de madrugada en la cama de la clínica, firmarle un papel al oficial que esperaba a mi lado, enfrentar la cara de fracaso y desolación de Madre y los ojos culpables de Padre –por qué- por qué- por qué”.
En el presente también hay noches de desvelo dedicadas igualmente a “estrujar cada–uno–de–los–motivos–por–los–que”. En el presente también días de disposición a la muerte, aunque tomando “una cantidad escasa de pastillas”, que “no sirven para nada”. La narradora, sin embargo, no se encuentra ni se reconoce; más bien se desencuentra, se pierde, se desconoce. “Quiere ser otra”, dice de sí, como si ya lo hubiese conseguido, como si ya fuese otra. “Salirse de uno”, eso es lo que ambiciona. “Mi rostro es un agujero”, dice. “No me reconozco en las fotos”, dice”.
¿Qué es esta división, este escindirse, este salirse? ¿Qué es esta otra separación, pero ahora separación de sí? Hacia el final de la novela, nos enteramos de que algo de este desdoblarse estaba ya en el origen, estaba ya en el comienzo, quedaba alojado en esa acta de fundación de identidad que es una partida de nacimiento: “En mi partida de nacimiento figura una fecha distinta de la de mi llegada real al mundo. Hay un desfase”. Una partida es un documento, la inscripción legal de un nacimiento. Pero en Partida de nacimiento hay otra partida, la de alguien que se va, la de alguien que se fue, partida de partir. Y a la vez, en consecuencia, partida de partirse, de quedar partida, partida de partirse en dos. Partida desde el nacimiento, que es como decir desde siempre.
Este libro tiene fotos, en la tapa y en la solapa. En una se ven cajas apiladas, la escena de una posible partida. En otra se ve un fragmento de una escena de hogar, con mesa, sillas y ventana, pero vacía, pero sin nadie. Más grande, una imagen familiar del pasado (los autos ya no vienen así) a la que sí se le puede preguntar lo que al texto de ficción no le pregunto: ¿cuál es Virginia? Hay tres chicos, una madre. El padre es el que no está. ¿Qué importa si no está porque es el que saca la foto? No está, y su lugar vacío, el lugar del que maneja el auto, no se ve, queda oculto, lo cubren las otras fotos, la foto de las cajas, la foto de las sillas y la ventana. Si Virginia es, como supongo, como decido creer (y si no es, lo habrá logrado: ser otra), la que mira desde la ventanilla de atrás, su cara no se ve completa: la mitad queda tapada, está partida. El antebrazo que apoya entero sobre el vidrio a medio bajar, podría reaparecer, años después, de codo a mano, en la foto de la solapa. Imagen diurna: Virginia lee. Una mano, abierta, se apoya en el libro; en la otra mano, cerrada, se apoya ella. Más atrás hay una biblioteca: una foto, adornitos, otros libros. No hay huecos en esta biblioteca. No parece más una boca abierta y desdentada, ya no se burla más. La biblioteca en falta, la biblioteca de la falta, ha sido subsanada, ya se ha colmado. No hay nada que no se arregle en los libros, no hay nada que no se arregle con libros.»
miércoles, abril 18, 2012
Diáfana pertenencia a las tantas menudencias diarias
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