miércoles, julio 11, 2012

Como respirar

Adriana Bocchino lee Partida de nacimiento, de Virginia Cosin, y escribe su reseña para Bazar Americano:

«Partida de nacimiento –novela dice bajo el título- se inicia en una foto, la de tapa. Luego, en la solapa, otra. Nota al pie de esta segunda foto: “Virginia Cosin (Caracas, 1973) nació en Venezuela, pero vive en Buenos Aires desde los cinco años. Colabora con frecuencia en suplementos culturales… Partida de nacimiento es su primera novela”. La foto de tapa, dice en los créditos, “Archivo familia Cosin”. Partida de nacimiento. 2011. Narrativa argentina. Leo el libro, “para Franny”, de un tirón. Empiezo a mirar, desde el principio, otra vez. La tapa, las fotos. El título. No podía ser más acertado: primera novela, un nacimiento, y al mismo tiempo una partida. Las ambigüedades del lenguaje común, incluso el leguleyo. ¿Quién no tiene su partida de nacimiento? Y si no la tiene, no es. Tan solo tenerla, implica una partida. Se ha partido, para nacer.

Cosin narra una historia común: una mujer que, recién separada, madre de una niñita, hace agua. Anegada y amurallada por un desamor, está a la deriva. No sabe qué necesita saber, tampoco qué quiere querer, ir hacia donde, qué decir. Solo la hija. Alguna vez, la madre. Historia común, la diferencia está en la escritura. Esta mujer escribe. En primera persona. ¿Quién? ¿Virginia Cosin? ¿Su protagonista, una mujer recién separada y “madre de…” anunciada en contratapa? “Novela” dice la tapa, así que de Virginia Cosin no se trata sino de “su protagonista”, aquella que agoniza en primer lugar. Henry Michaux avisa en un epígrafe: “Estoy habitado. Hablo a los que fui y los que fui me hablan”. De acuerdo.

Cosin escribe una novela en 93 pasos. Solo dos de ellos tienen título: “Otros, ellos, antes, podían” y “Larvas”. Tratan sobre el desarmar la casa en una mudanza, hacer un hijo. Casi fotos. Todos los pasos. Absolutamente familiares. Tan comunes como la foto de tapa. Lo importante es la mirada en esas fotos: la de la protagonista, de una tristeza infinita, también la de la/el deuteragonista, la que/el que lee. Es tan sutil el hilo que une la deriva del personaje a la deriva de la lectura que una mínima interrupción podría romper el encanto. Es preciso leer de un tirón. Se trata de una “novelita”, una nouvelle si se prefiere, sobre la subjetividad. Unas grietas se abren en el discurrir de una mujer, una madre, recién separada, también hija, hermana, escritora, insomne. “Una, que apenas puede consigo” y que debe cuidar, está obligada, a la más pequeña, su hija que, sin embargo, podría ser ella misma, en un juego de resonancias y espejos. Mujer que desencaja mujer que desencaja mujer que… una mujer como cualquiera otra a la que le ha sucedido, le está sucediendo, lo que a cualquier mujer puede sucederle: “un sollozo incontenible”. La diferencia, vuelvo a decirlo, es que esta mujer escribe. ¿Virginia Cosin o “su protagonista”? Ambas, en primera persona.

Primera novela pero no primeras escrituras. Hacedora de y colaboradora en varios blogs (Efectos personales, Franny, Partida de nacimiento, Mal de archivo, entre otros), diarios y revistas (Ñ, Radar, Brando), sociedades creativas y talleres literarios y de filosofía, Cosin no puede dejar de escribir. Estudiante de cine en la Escuela Nacional de Experimentación Cinematográfica del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, egresada de la carrera de dramaturgia de la Escuela metropolitana de Arte Dramático dirigida por Mauricio Kartum, productora periodística en radio, televisión y cine documental, guionista y directora de cortometrajes, escribe también para teatro y así siguiendo. Cosin, escribe en la tradición de las mujeres que se sostienen en la letra. Escribe sobre Alejandra Pizarnik, Katherine Mansfield, se la ha puesto en línea con Clarice Lispector. Sin embargo, en su caso, hay dura conciencia de “cosa común”. “Sin aspavientos” se dijo. Posiblemente, entonces, en verdad una tragedia. No se trata de una pose para la foto: sus protagonistas no posan para la foto, están tristes en la foto y ello no hace falta decirlo. Se ve. Como en la foto de tapa de esta “novelita”. Partida de nacimiento, pequeña novela, pequeño formato de novela, nouvelle, condensa el dolor de una traición, un abandono, de los que, por supuesto, no se habla en vano. Porque el punto es cómo escribir el dolor, como representarlo, cuando ya no se recuerda, sino en sueños, ni su causa. Partida de nacimiento se me ocurre, mejor, álbum de fotos. ¿Una historia? Puede ser. Sin pretensiones.

Se trata de una historia de las que pasan día a día. De allí el encanto: verla escrita, como si fuera un conjuro. Su desenvolverse en escritura resguarda a la protagonista y hasta parece curarla del dolor. Posiblemente también a Cosin. No lo sabemos aunque podemos sospecharlo: su escritura, una fotocomposición, se cruza constantemente con los “datos”, de otra escritura, la de su vida, la de sus blogs. Hay coincidencias en la letra. En realidad, el punto es que no importa demasiado cuánto hay de la vida de Cosin en su novela, sí de lo que puede hacer la escritura en una vida. Especialmente en estos nuevos formatos, reconversión de viejas formas, visuales y discursivas a la vez: los blogs, el diario, la postal, un poema, una esquela, la fotito –pequeña escena-, lo que dijo la nena, una sensación, una vergüenza, un recuerdo. En definitiva, la vida cotidiana, como dije, pasada por la letra. Y ese procedimiento -escribir parece ser, ni más ni menos, que un procedimiento- convierte lo cotidiano en literatura, y de la buena, de la que toma al/la lector/a y no lo/la deja hasta el final. En un lugar conmueve, en otro tributa a la identificación con los personajes –la madre, la hija, la hija pequeñita, la que se sigue siendo allá lejos y hace tiempo-, normaliza lo extraordinario, libera la angustia al punto de convertirla, en el mismo plano, bajo el mismo procedimiento, en algo tan común, tan corriente que da risa. La protagonista, el/la lector/a, sin duda Cosin, terminamos riéndonos de lo comunes y corrientes que somos. Y ahí, creo, el acierto quizás más luminoso. Es inevitable obstinarse con un destino grandioso hasta descubrir que la vida cotidiana también es inevitable: obstinarse en lo que nunca será, no hay otra forma de vivir. Mejor, entonces, extraer hasta el último resquicio y escribir en un papel “lo cotidiano es el hueso de la felicidad”.

Una separación deja huellas, en la protagonista, en la casa que habita, en una biblioteca por los huecos (“parece una boca abierta y desdentada” que “se burla de mí”) pero, fundamentalmente, en la mujer una vez hija, una vez madre, una vez escritora. En cada una de esas instancias hay modulaciones bien lejos de versiones edulcoradas: la protagonista ama, odia, adora, detesta, extraña, no extraña para nada. Ella es huella de huellas y vive para engendrar nuevas huellas. El hueco o la huella, en espejo, resulta lugar de anclaje en definitiva. Hay un primer abandono, inevitable, que se repite en cada una de las separaciones, a diario. Algunas más importantes, otras menores: la hija que se va con su papá –día de visita-, un profesor de literatura que se decepciona y no vuelve a dirigirle la palabra, un intento de suicidio, una madre y un padre, más bien “una cara de fracaso y desolación de Madre y los ojos culpables de Padre” que no dejan de decir “por qué- por qué- por qué”. El tiempo viaja hacia atrás y hacia adelante y ello hace que no haya más que un presente en el que la protagonista se pierde, al punto meditado de renunciar a leer Proust y elegir mirar Lost para llenar las noches, entre ellas una Nochebuena. La protagonista se pierde a cada instante, no se encuentra, no se reconoce, “Quiere ser otra”, dice, como si fuese otra: “Salirse de una”, “No me reconozco en las fotos”. Se escinde, se divide y finalmente sabemos que ello ocurre desde el principio, desde el siempre: “En mi partida de nacimiento figura una fecha distinta de la de mi llegada real al mundo. Hay un desfase”. Se trata de una partida de nacimiento que la desmiente, la desdice. ¿Cuál es la verdad? ¿Cuál es la “llegada real al mundo” ¿Cuándo, finalmente, se llega al mundo? ¿Cuándo puede llegarse?

El arte del fragmento está junto a la instantánea de lo cotidiano. No podría ser de otra manera. Y en ese pase de instantánea en instantánea, de foto en foto, una pequeña historia de vida cotidiana a través de una descripción densa, porosa, y a la vez breve, concisa, precisa. Un haz de luz. Como echar una mirada y dejar la interpretación para más tarde porque las cartas ya están echadas desde hace tiempo. Desde siempre. A qué hablar de más sobre lo que todos ya sabemos. La vida a la intemperie de la vida. Llevar adelante una casa, cuidar a la hija, hacer las compras, trabajar en la escritura… cuando ya se sabe que el sentido es tan frágil, tan solo una posibilidad entre otras emociones. Puede estar o no. Todo depende. Y depende de “una, que apenas puede con una”. La protagonista intenta redefinirse en una nueva situación que lleva como marco el dolor, con lo cual se convierte, antes que situación, en condición de vida. Hay que adaptarse a este nuevo condicionamiento. Hay que aceptarlo. No queda otra alternativa. Y las preguntas rondan la posibilidad de una alternativa tras otra. Todas valen porque, en realidad, ninguna vale nada. La identidad, la unicidad, está desencajada. El personaje se escucha en sordina, se ve actuar. Solo es real la hija, lo cotidiano, el hueso de la felicidad. Por este camino la protagonista puede volver y ser una, dejar de estar lejos, sentir el cuerpo. En tercera persona.

Cuando se rearma, se distancia. Cuando era “yo” se moría de pena. Al final, una tercera persona impersonal deja de hablar de sí. Habla de otra aunque “La lengua no le alcanza”. Finalmente “Ella”, “La madre”, se rearma para recibir a la niña, en la sapiencia y la aceptación de ser dos, tres, vaya a saberse cuántas. No hay remedio ni juntura. Habrá que aceptarlo. Habrá que aceptarse.»

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