lunes, julio 16, 2012

Una escritura a destiempo

Martín Pérez Calarco lee Andrade, de Alejandro García Schnetzer, y escribe su reseña para Bazar Americano:

«Hacia 1949, Adolfo Bioy Casares emprendió la escritura de una novela que acabaría por publicarse cinco años después con el título El sueño de los héroes. La historia que Bioy nos cuenta ocurre en el Buenos Aires de 1930, en carnaval, y trata de un muchacho que se debate entre una vida sin sobresaltos, junto a una mujer que lo quiere, y probarse a sí mismo su propia valentía. Tentado por la segunda opción, encuentra una muerte con forma de epifanía y de cuchillo. En Andrade, la historia que nos viene a contar Alejandro García Schnetzer podría ser la otra, la del que troca su cobardía en experiencia y elige disolverse en lo común. Estamos otra vez en carnaval pero diez años después, la banda sonora sigue siendo el tango, también son las calles de Buenos Aires la entraña de esta “nouvelle”.

El 29 de febrero de 1940 fue uno de esos días en los que la política decide corregir la naturaleza o, por lo menos, esas formas humanas de medir la naturaleza que son la física y la astronomía; el inconcebible 29 de febrero de 1940 tuvo, en Argentina, veinticinco horas. Ese, y no otro, es el día que eligió Alejandro García Schnetzer para situar Andrade. Cómodo en un universo cultural previo al peronismo, aquel en el que Roberto Arlt disparaba sus “Aguafuertes porteñas”, el autor de Requena nos propone una atmósfera urbana en la que el tango y la literatura tienen una función performativa en el carácter de los personajes. Andrade es un compendio de la cultura nacional signado por un tema mayor, la muerte, que se infiltra en la vida corriente como motor de la acción. Ahí está Lucio Andrade, viudo, buscando empleo en la librería de un viejo cuyo lema es “compramos barato y vendemos a mano armada”; ahí están Andrade y Galíndez lanzados a la módica aventura de conseguir libros en las bibliotecas privadas de algún difunto reciente. Con este breve elenco de personajes, García Schnetzer logra una serie de escenas antológicas en las que condensa su comicidad corrosiva.

En un cruce de sofisticación y debilidad por los temperamentos canallas, García Schnetzer traza en diez líneas situaciones como ésta en la que el librero Villegas vomita su misantropía ganada a golpes de experiencia:
“Librería del Sur, lector ubicuo.
–Sabrá usted excusarme si interrumpo su meditar, señor librero, gustaba saber si entre los gloriosos anaqueles atesora usted algún ejemplar que interrogue al hombre argentino en su sentir de hombre pampa.
–Explíquese, no lo entiendo.
–Lo enriquezco; procuro algún trabajo académico que reflexiones sobre nuestra común condición rastacuera, mitad hija de Europa, mitad hija de la campaña.
–¿El manuscrito Voynich, dice?”

O esta otra en la que, tras ser asaltado, Andrade elabora una estrategia de supervivencia: “Después de la sustracción, apremiado como estaba por conseguir unos pesos para el tranvía y los vicios, Andrade había resuelto salvarse a costa de los gastronómicos. Parábase en la vereda de los cafés y fingiéndose un oficinista vacilante, escrutaba el cartapacio y manoteaba las propinas por lo bajo; tarea comprometedora que exigía gran destreza, debiendo eludir a un tiempo la atención del mozo y los parroquianos. (“Intercepto la generosidad, me apropio de la ajena recompensa”). Al quinto bar fue delatado y los excesos tocaron a su fin: se lo comunicó un mozo que amenazó con destriparlo”.

Al mismo tiempo que ese lenguaje del pasado habla del hombre argentino, del pícaro, de la pampa, los vicios, los tranvías, los cafés, el rastacuerismo, circula por Andrade una literatura olvidada: Gálvez, Gutiérrez y Payró pero también Lynch, Leguizamón, Prado, Ugarte, Sicardi. Con la coartada de su enciclopedia personal, García Schnetzer se detiene con singular pasión en un momento cultural de Buenos Aires que pareciera haber quedado en un archivo al que pocos vuelven y construye la biblioteca de viejo de Villegas para hablar de cosas que no están de moda.

Como contrapartida, el recurso a Borges: un repertorio de artificios de distorsión. Así, por ejemplo, el hábito borgeano del anacronismo deliberado se filtra en una mujer de pañuelo blanco en la cabeza que pregunta incesantemente por su hijo en una Plaza de Mayo de 1940; así, también, a la sombra de aquellas escenas se entreteje un complejo sistema de remisiones literarias con el que García Schnetzer ejecuta una trama invisible. Intercalados en la narración, fragmentos del libro de apuntes y transcripciones del librero Villegas van trazando un itinerario fraudulento de lecturas que nos remite sin rodeos a otra de las trampas dilectas del autor de Ficciones, las atribuciones erróneas. Con estas manipulaciones a cargo del librero, García Schnetzer modifica las citas para inscribirse en una poética del desvío a la manera irónica de Borges, de quien también toma el juego de las simetrías históricas. Alcanza un breve pasaje para percibir la densidad de estas operaciones veladas: “Del cuaderno de Villegas: No hay libro argentino tan malo que no depare algo bueno. Eduardo Wilde, el Joven, Cartas de tío Antonio”.

La frase, sin la carga nacional, aparece en el Quijote en la voz del bachiller Carrasco y es recogida en sucesivas ocasiones por Borges, quien la remonta al libro tercero de las Epístolas de Plinio, el joven. García Schnetzer le da un giro hacia la historia nacional, sugiere tácitamente una serie de correspondencias entre Plinio, el joven, y Eduardo Wilde. Plinio, el joven, es sobrino de Plinio, el viejo; el primero nos legó una serie de cartas cuya singularidad es el haber sido creadas para su publicación, el otro se abocó al estudio de la naturaleza y a las primitivas formas de la medicina y dejó su Naturalis Historia. García Schnetzer cifra en esta cita su delectación borgeana de código cifrado. Eduardo Wilde, cuyo legado incluye no sólo la famosa “Carta de recomendación” sino también la compilación póstuma de sus Cartas de presidentes, es, cual el joven Plinio, sobrino de un ilustre científico, Antonio Wilde, quien, además, fue el primer director de la Biblioteca Nacional. Pero el juego de azarosas simetrías tiene un grado más de recursividad, si el “tío Antonio” es el primero en desempeñar el cargo que hacia 1955 ocuparía Borges, el joven Plinio consigna la muerte de su propio tío como ocurrida un 24 de agosto.

Así se va construyendo Andrade, con una escritura breve y concentrada que pivotea en lo cómico para poner en jaque los sentidos cristalizados. Océano de por medio, instalado en Barcelona desde 2001, García Schnetzer parece mantenerse a salvo de mandatos de actualidad. Fragmentarias y multifacéticas, las setenta y seis páginas en las que se despliegaAndrade van plasmando, a medida que se suceden, los matices de excentricidad que un hombre cualquiera puede ofrecer cuando se lo mira de cerca.»

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