Martín Kohan lee Andrade, de Alejandro García Schnetzer, y escribe para Mardulce Magazine:
«Del legado de Borges se ha dicho mucho, y acaso todo; inclusive, llegado el caso, cuál era la mejor manera de sacárselo un poquito de encima. Hubo quienes, además, se declararon herederos de un legado de Bioy Casares: de su veta de narrador cordial, de su condición de contador de aventuras. Menos invocado y menos rastreado, según creo, es otro legado, que no es de Borges o de Bioy pero sí de Borges y de Bioy: el legado de Bustos Domecq. Una veta decisiva, en su irrisión, para contrarrestar la espesa solemnidad de honduras y trascendencias que se les asestó a sus autores, en especial cuando llegaron a viejos (pero Borges fue viejo muy pronto y Bioy no lo fue hasta muy tarde).
El lenguaje de Bustos Domecq, y el propio Bustos Domecq por lo tanto, se forman en una articulación singular de ambición y de afectividad, de proximidad y a la vez de demasía. Tanto Borges como Bioy delimitaron, por medio de la parodia, los registros de un lenguaje en exceso (Borges con la figura de Carlos Argentino Daneri en “El Aleph”, Bioy con su Diccionario del argentino exquisito). También en un borde, pero esta vez de este lado del borde, situaron a Bustos Domecq. No hay menos potencia ahí que en los héroes barriales de Bioy Casares o en las atribuciones erróneas y los traspasamientos cronológicos de Borges. Alejandro García Schnetzer, acaso mejor que nadie, parece haberlo detectado.
¿Qué podría querer decir que los textos de Bustos Domecq son menores? Si se lo dice en términos de postergación, nada; si se lo dice para reivindicar lo menor, mucho. Porque el legado que García Schnetzer retoma (y que transforma en legado posible precisamente al retomarlo) es el de las notables posibilidades de los géneros menores, de los tonos menores, de la notación de lo menor. Su primer libro, Requena, fue editado en 2008 por Entropía en la colección “Apostillas”; el segundo, Andrade, Entropía lo publica en su colección “Novela”. Lo preciso en todo caso es el deslizamiento que se produce entre una cosa y la otra, es decir una novela que conserva lo que fue previamente apostilla, o en todo caso lo que una novela puede deberles a las apostillas o tener de apostilla ella misma.
Más de una vez Ricardo Piglia se valió de Macedonio Fernández para tratar de contrarrestar el efecto Borges. García Schnetzer, es evidente, los ha leído muy bien a los tres; pero Borges no tiene por qué suponer para él una presencia opresiva ni intimidatoria. De manera que Requena parecía resolverse ya en una suerte de combinatoria de elementos borgeanos y macedonianos: por una parte, el paseante de Palermo que atesora una gran biblioteca y practica una caligrafía “enjuta, como de insecto”; por la otra, el maestro en la oralidad que prefiere no publicar lo que escribe. La figura de Requena se nutre de esas dos mitologías de escritor, proclive a los trastrocamientos culturales más heterodoxos (el Martín Fierro leído en sánscrito, Macbeth transpuesto al habla local, Ascasubi pensado como letrista de Wagner, los cantos del truco compuestos en verso libre) no menos que a las especulaciones más o menos filosóficas sobre inexistencias (“Puede haber días que no existimos y otros que sí, ¿se acuerdan?”) o sobre mismidades a lo largo del tiempo (“Haga memoria. Acuérdese de los tiempos de Vespasiano. Todo igual (…). Acuérdese ahora de los tiempos de Trajano. De nuevo, todo lo mismo”).
La figura de Requena, retratado desde la perspectiva discipular de sus seguidores en las tertulias de café, señala desde la literatura un tipo especial de lealtad al pasado. Su menosprecio por Marinetti y la vanguardia futurista parece deberse menos a su condición vanguardista que a su disposición al futuro; Requena, por su parte, sarcástico pero melancólico, conserva una gran colección de diarios viejos, que lee como si fueran actuales. “Cualquiera diría que jugaba con el tiempo –dice García Schnetzer–. Y acaso eso hacía, pero no de un modo artificial, ¿cómo explicarlo?”.
Este juego con el tiempo, con un tipo de pasión por lo ya sido, queda acaso sin explicación, pero permite en cualquier caso definir al Requena de Requena no menos que al Andrade de Andrade. Porque también Andrade transcurre como quien dice en otro tiempo, pero no en un tiempo real y verificable que pueda fijarse en la historia empírica, sino un tiempo de la evocación al que la propia evocación otorga existencia. Es decir, un ejercicio de nostalgia pura y neta; la que crea su propio objeto, y lo crea ya perdido. En Andrade aparece un anticuario, una librería de viejo, una ida a una botica a comprar un reconstituyente. El temor al olvido acecha a Andrade (“fijó la mirada en la foto de Esther, retrato que conservaba por temor de olvidar su rostro un día”) y lo vuelve particularmente sensible al presente y a sus cambios (“Café Central. El Gaulois no existe más, actualice”, le recomienda a Galíndez; y más adelante de nuevo: “El Gaulois cerró, insisto, ahora se llama Central. Usted es un reaccionario”).
La fórmula de Andrade no es la de lo reaccionario, es la de lo reconstituyente. Y lo reconstituyente (que no es vuelta ni rescate, sino un volver a hacer lo que fue) opera en el lenguaje como dispositivo privilegiado. El lenguaje es su reconstituyente, porque es más que evocador o retrospectivo. No interesa a la escritura de García Schnetzer si alguna vez se habló o no se habló así, porque lo que buscan sus personajes y sus textos no es restablecer un pasado, sino suscitarlo. Su verdad no está en lo añorado, sino en el tono añorante; lo que sus palabras añoran no importa, importa la verdad de su añoranza. Por eso es definitivamente cierto lo que firma Juan Gelman en la contratapa del libro, que “el verdadero protagonista de Andrade no es Andrade, es el lenguaje”; y no porque García Schnetzer cultive hermetismos de la pura forma, sino porque el lenguaje de la evocación se impone sobre los objetos que pudiesen ser evocados. De hecho Andrade dice en un determinado momento: “Nadie es lo que era… además, qué éramos”. Y así revela su comprensión del mundo que habita: de lo que fue y ya no es más, no se sabe lo que fue; se sabe que ya no es más.
Andrade revela su faceta de comicidad apenas se la piensa como una novela triste, pero en cuanto se la quiere pensar apenas como una novela de risa, desprende una tristeza tremenda. Su personaje, en el comienzo del relato, aparece silbando un tango. Y lo último que habrá de escuchar, en el final, mientras el barquero lo cruza en un bote sin regreso, es a alguien que silba un tango: empieza con “Flor de fango” y termina en “Soledad”.»
El lenguaje de Bustos Domecq, y el propio Bustos Domecq por lo tanto, se forman en una articulación singular de ambición y de afectividad, de proximidad y a la vez de demasía. Tanto Borges como Bioy delimitaron, por medio de la parodia, los registros de un lenguaje en exceso (Borges con la figura de Carlos Argentino Daneri en “El Aleph”, Bioy con su Diccionario del argentino exquisito). También en un borde, pero esta vez de este lado del borde, situaron a Bustos Domecq. No hay menos potencia ahí que en los héroes barriales de Bioy Casares o en las atribuciones erróneas y los traspasamientos cronológicos de Borges. Alejandro García Schnetzer, acaso mejor que nadie, parece haberlo detectado.
¿Qué podría querer decir que los textos de Bustos Domecq son menores? Si se lo dice en términos de postergación, nada; si se lo dice para reivindicar lo menor, mucho. Porque el legado que García Schnetzer retoma (y que transforma en legado posible precisamente al retomarlo) es el de las notables posibilidades de los géneros menores, de los tonos menores, de la notación de lo menor. Su primer libro, Requena, fue editado en 2008 por Entropía en la colección “Apostillas”; el segundo, Andrade, Entropía lo publica en su colección “Novela”. Lo preciso en todo caso es el deslizamiento que se produce entre una cosa y la otra, es decir una novela que conserva lo que fue previamente apostilla, o en todo caso lo que una novela puede deberles a las apostillas o tener de apostilla ella misma.
Más de una vez Ricardo Piglia se valió de Macedonio Fernández para tratar de contrarrestar el efecto Borges. García Schnetzer, es evidente, los ha leído muy bien a los tres; pero Borges no tiene por qué suponer para él una presencia opresiva ni intimidatoria. De manera que Requena parecía resolverse ya en una suerte de combinatoria de elementos borgeanos y macedonianos: por una parte, el paseante de Palermo que atesora una gran biblioteca y practica una caligrafía “enjuta, como de insecto”; por la otra, el maestro en la oralidad que prefiere no publicar lo que escribe. La figura de Requena se nutre de esas dos mitologías de escritor, proclive a los trastrocamientos culturales más heterodoxos (el Martín Fierro leído en sánscrito, Macbeth transpuesto al habla local, Ascasubi pensado como letrista de Wagner, los cantos del truco compuestos en verso libre) no menos que a las especulaciones más o menos filosóficas sobre inexistencias (“Puede haber días que no existimos y otros que sí, ¿se acuerdan?”) o sobre mismidades a lo largo del tiempo (“Haga memoria. Acuérdese de los tiempos de Vespasiano. Todo igual (…). Acuérdese ahora de los tiempos de Trajano. De nuevo, todo lo mismo”).
La figura de Requena, retratado desde la perspectiva discipular de sus seguidores en las tertulias de café, señala desde la literatura un tipo especial de lealtad al pasado. Su menosprecio por Marinetti y la vanguardia futurista parece deberse menos a su condición vanguardista que a su disposición al futuro; Requena, por su parte, sarcástico pero melancólico, conserva una gran colección de diarios viejos, que lee como si fueran actuales. “Cualquiera diría que jugaba con el tiempo –dice García Schnetzer–. Y acaso eso hacía, pero no de un modo artificial, ¿cómo explicarlo?”.
Este juego con el tiempo, con un tipo de pasión por lo ya sido, queda acaso sin explicación, pero permite en cualquier caso definir al Requena de Requena no menos que al Andrade de Andrade. Porque también Andrade transcurre como quien dice en otro tiempo, pero no en un tiempo real y verificable que pueda fijarse en la historia empírica, sino un tiempo de la evocación al que la propia evocación otorga existencia. Es decir, un ejercicio de nostalgia pura y neta; la que crea su propio objeto, y lo crea ya perdido. En Andrade aparece un anticuario, una librería de viejo, una ida a una botica a comprar un reconstituyente. El temor al olvido acecha a Andrade (“fijó la mirada en la foto de Esther, retrato que conservaba por temor de olvidar su rostro un día”) y lo vuelve particularmente sensible al presente y a sus cambios (“Café Central. El Gaulois no existe más, actualice”, le recomienda a Galíndez; y más adelante de nuevo: “El Gaulois cerró, insisto, ahora se llama Central. Usted es un reaccionario”).
La fórmula de Andrade no es la de lo reaccionario, es la de lo reconstituyente. Y lo reconstituyente (que no es vuelta ni rescate, sino un volver a hacer lo que fue) opera en el lenguaje como dispositivo privilegiado. El lenguaje es su reconstituyente, porque es más que evocador o retrospectivo. No interesa a la escritura de García Schnetzer si alguna vez se habló o no se habló así, porque lo que buscan sus personajes y sus textos no es restablecer un pasado, sino suscitarlo. Su verdad no está en lo añorado, sino en el tono añorante; lo que sus palabras añoran no importa, importa la verdad de su añoranza. Por eso es definitivamente cierto lo que firma Juan Gelman en la contratapa del libro, que “el verdadero protagonista de Andrade no es Andrade, es el lenguaje”; y no porque García Schnetzer cultive hermetismos de la pura forma, sino porque el lenguaje de la evocación se impone sobre los objetos que pudiesen ser evocados. De hecho Andrade dice en un determinado momento: “Nadie es lo que era… además, qué éramos”. Y así revela su comprensión del mundo que habita: de lo que fue y ya no es más, no se sabe lo que fue; se sabe que ya no es más.
Andrade revela su faceta de comicidad apenas se la piensa como una novela triste, pero en cuanto se la quiere pensar apenas como una novela de risa, desprende una tristeza tremenda. Su personaje, en el comienzo del relato, aparece silbando un tango. Y lo último que habrá de escuchar, en el final, mientras el barquero lo cruza en un bote sin regreso, es a alguien que silba un tango: empieza con “Flor de fango” y termina en “Soledad”.»
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