miércoles, marzo 25, 2015

Hacia rutas salvajes

El vía crucis primal de Herzog

Por Miguel Zeballos para Revista Veintitrés




"Nuestra Eisner no debe morir, no va a morir, yo no lo permito. No morirá, no. No ahora. No lo tiene permitido”. Con esta declaración desesperada, Herzog inicia el vía crucis que lo llevará a París, el lugar donde Lotte Eisner, la gran teórica del cine alemán, lo espera moribunda. Hasta acá, nada excepcional, salvo que lo excepcional es una marca que Herzog lleva en la piel escrita con fuego, y salvo que el recorrido Munich-París lo hace caminando.

Herzog es primitivo, su conciencia está ligada al grito del tiempo, a cierta comunión ancestral, un rito que en este caso se refleja en la experiencia de caminar, pero podría ser cualquier cosa con tal de salvaguardar al mito y a la épica (el mito sería Lotte Eisner, él mismo es la épica).

Herzog –y su cine– ha perseguido desde siempre lo imposible: más que un cineasta, es un lobo rondando las cuevas de Altamira, un cuerpo marginado, o marginal, del mismo modo que lo fue Kaspar Hauser, Aguirre o Cobra Verde, por nombrar unos pocos ejemplos: “El hombre de la estación de servicio me dirigió una mirada tan irreal que me fui rápido al baño para cerciorarme frente al espejo de que aún tengo aspecto humano”, dice en unos de sus descansos de pies ampollados.

Herzog es tenaz. Lo que escribe, lo que filma, está unido de manera sanguínea a lo que vive, es prácticamente lo mismo. Para él, el destino es trashumante, se mueve para donde se muevan sus ojos, o sus piernas.

La misma animalidad intrínseca que contiene su cine se esboza en este libro, la misma nube espesa flotando en el aire, esa especie de brusca aventura del silencio.

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