miércoles, octubre 14, 2015

El mito del río

Alejandro García Schnetzer habla de su nueva novela, Quiroga: “No sabría escribir con el habla del presente, aunque, por otra parte, es imposible ser antiguo”, dice.

Por Patricio Zunini para el Blog de Eterna Cadencia
 
 Algunos datos permiten suponer que la novela transcurre a fines de la década del ‘30. En esta entrevista Alejandro García Schnetzer va a precisar el año: 1937. Ese fue el año en el que Borges comenzó a trabajar en la biblioteca de Almagro; también fue el año que se suicidó Horacio Quiroga. Y la novela tiene justamente ese apellido por título: Quiroga llega después de Requena y Andrade —todos de siete letras, como los libros de Juan Filloy. El Quiroga de García Schnetzer es un empleado de una biblioteca que se queda sin trabajo y empieza a contrabandear para un mafioso que lo manda a Montevideo. Con un tono épico en sordina, rebajado por lo cotidiano de una travesía que sabía ser extraordinaria, el tiempo de la novela sucede en uno de aquellos viajes entre “la Nueva Troya y la Atenas del Plata”. 

—¿Cómo es el arco que se da entre Requena, Andrade y Quiroga?
—Requena era un maestro oral. En ese libro estaba la presencia de Juan de Mairena, a quien debo la rima de Requena, pero también Pessoa, de alguna manera Sócrates, ciertas anécdotas de Macedonio y de Gombrowicz. Requena era un santón de barrio, en este caso de Palermo, en relación con un grupo de jóvenes que lo apreciaban. Me interesaba explorar un registro de lo oral, que va sobre todo del año 29 al 32. La novela siguiente, Andrade, tiene un tono semejante, quizá, pero otras preocupaciones. En Andrade todos los párrafos aluden a la muerte, que es distancia. Con Quiroga partí de una suposición, una suerte de excusa. En el año 37 Borges entra a trabajar en la biblioteca de Almagro, por obra y gracia de Francisco Luis Bernárdez, que le consigue un puesto. Francisco Luis Bernárdez era hermano de Aurora, la primera mujer de Cortázar. Y me pregunté, aquí la suposición, qué habrá sido de la vida del muchacho al que tal vez echaron para que Borges entrara. Quiroga tiene una estructura fragmentaria, pero es un poco más orgánica que las novelas anteriores. 
—Menos “apostillas”, como era el género de Requena.

—La nomenclatura es algo arbitrario, yo considero novelas a las tres. La industria utiliza ciertas categorías para determinar qué son las cosas, pero sus límites son muy sinuosos. En Quiroga me interesaba tratar, ya no la muerte como en Andrade, sino la vejez. Eso también se inscribe en una preocupación sobre el tiempo y en explorar ciertos caminos clausurados de la lengua, formas de decir y de expresarse que ya no circulan. Pero que sí circulan entre mis amigos y mis lecturas. Los amigos que tengo en Barcelona son gente mayor, con maneras de decir, de construir las frases, de razonar, diría, que me remiten a un pasado que también encuentro en los libros que leo. Con esa materia dudosa fui dando forma a la novela. 
—El lenguaje escrito es una construcción: en el regreso al tono de la década del 30 o 40, ¿hay una voluntad de poner en primer plano esa construcción? 

—Yo no lo tomo como un artificio. Para mí es natural expresarme así con los amigos. Por ejemplo mi amigo América Sánchez vive en Barcelona desde el año 64: el otro día estábamos hablando y dejó caer la frase: “Se estroló”. Quizá aquí no signifique mucho, pero para mí sí, porque es una forma de nombrar que resalta en el contexto lingüístico donde vivo.
—¿Eso es porque se cristaliza el idioma cuando sale del país? 
—Porque no circula. Resuena de otra manera; el oído se sensibiliza, o se atrofia, es igual, con las entonaciones. Hace 15 años que me fui y tengo un trato con amigos que tienen 60 años para arriba, y cuando nos reunimos a hablar lo hacemos de una manera que yo no usaría con los castellanohablantes de Cataluña ni con mis amigos catalanes. Pero esa lengua está en mis lecturas y en la música que escucho. Es un trato ya incorporado. Me siento, de algún modo, arreando olvidos. No sabría escribir con el habla del presente, aunque, por otra parte, es imposible ser antiguo y uno siempre escribe parado en el año dos mil y pico. Me cuesta explicar lo que hago porque una cosa es el escritor y otra el autor: el psiquismo del tipo que escribe es diferente del que habla sobre su obra. Yo creo que si el primero pudiera dar alcance al segundo, lo acogotaría.
—Llevás 15 años afuera, pero tus novelas siguen localizadas en la Argentina.
—En el Plata, sí. Y lo primero que vi de la novela fue un viaje en el Vapor de la Carrera, de Buenos Aires a Montevideo. De pronto pensé en la Nueva Troya y en la Atenas del Plata, con esos elementos me di cuenta de que podía haber una historia que a lo mejor conseguía dialogar con el pasado helénico. Por eso el acápite de Ana Basualdo, que dice: «La verdadera agua sagrada del mito es la dulce, la de río». Me interesaba cruzar ambas cosas: las dos ciudades y el mito fluvial.
—¿Hay una influencia de Onetti?
—Onetti es superior, de esos autores que suelo leer poco por la influencia que podrían ejercer en mí. No soy un cultor de la obra de Onetti; pero me parece brillante, un escritor envenenado —porque Onetti está cabreado y sigue estando cabreado cada vez que uno lo abre. Al mismo tiempo, su manera escribir es perfecta, las palabras son las que son y las que deben ser aún mucho tiempo después. Como si las hubiera escrito en bronce. Es una influencia poderosa. Lo quiero demasiado, por eso lo visito poco.
—¿Y está Arlt en tu forma de concebir el mundo de Quiroga?
—Al igual que Onetti, hace mucho que no releo a Arlt. Sin duda debió marcarme en su día. Sucede que cuando uno se refiere a los años 30 en Buenos Aires, la figura de Arlt cae como una maceta del quinto piso. No es que estuve leyendo a Arlt para medir el tono: simplemente está. Su tono es parte de ese tiempo. Lo que me preocupa de los personajes son las maneras del hablar, porque en esa maneras ya están prefigurados sus actos.
—Hay muchas citas literarias que se cuelan en la novela. Pienso, por ejemplo, en “el río inmóvil”.
—Hay contraseñas. Aunque no sé si son necesarias para apreciar la obra. Hay citas que están porque son, a mi entender, la manera más justa de expresar el decir. El asunto es que también eso es transitorio. Si releyera este libro en el tiempo, probablemente lo seguiría corrigiendo.
—Quiroga, el protagonista, es un letraherido que todo lo tamiza por la literatura y los mitos griegos, pero el resto de los personajes son refractarios.
—Bueno… qué es la literatura, ¿no? Es otra construcción que depende del tiempo y de cada lector, frente a una realidad donde están los mandarines, tan diligentes al momento de indicar qué es y no es literatura. Pienso que los personajes que circundan a Quiroga no ignoran esto, por eso nos llevamos bien. En la novela también hay, muy lateralmente, una reflexión sobre la industria. La industria del libro es extraña, se puede producir y funcionar, sin que se lea. No hay una correspondencia entre lo producido y lo leído; en todo caso hay una relación entre lo producido y lo adquirido.
—Hablemos de poesía, que atraviesa tus novelas de una forma que hace que se lean con ese tono.
—He leído bastante poesía. He tenido el gusto de publicar a varios poetas en ediciones ilustradas. Con Alberto Szpunberg preparé su poesía reunida, que publicó Entropía. La poesía es otro de los géneros que frecuento y que al escribir de alguna manera está presente, pero como intención nada más, como escarceo.
—Quiroga tiene una deriva hacia lo poético. En el final, cuando la historia se rompe, se rompe con una poesía.
—Para qué negarlo. Pero lo poético, gravita igual que el comentario o el relato breve, la sentencia, el aforismo. Una mixtura de registros difusos en el mejor de los casos. En un punto, yo escribí Quiroga pero no soy el mejor lector de ese libro. Lo que pude haber escrito es una cosa y lo que se interprete es otra.
—¿Pero tenés conciencia sobre la obra? 
—Me llevo mal también con eso, por lo que decía antes: una cosa es el psiquismo del escritor y otra el del autor. El traje de autor me queda suelto, no me reconozco ahí, lo llevo mal. La experiencia de Quiroga culminó cuando terminé. Ni siquiera se extendió cuando me puse a corregir. Lo que vino después, la edición, la entrevista, la presentación, es algo que sobrellevo, pero no me avengo bien. Es parte del vestuario de autor.
—Es una pregunta que vengo haciéndome desde hace un tiempo: por qué un escritor tiene que tener entrevistas, por qué no alcanza con lo que dice el libro sobre sí.
—Esa publicidad la impone la materialidad, la lógica de la circulación y de la difusión; a veces el ego. El texto, para ser leído, tiene que encarnarse en una materialidad y esa materialidad exige que esto se llame novela, que su cubierta sea tal, que haya un texto de contratapa… Yo lidio con eso en mi trabajo profesional como editor. No es que reniegue ahora, pero cuando tengo que pasar al otro lado, me cuesta mucho.
—Requena, Andrade, Quiroga finalmente conforman una trilogía. No sé si era un proyecto que nació así o si fue, a lo Levrero, una trilogía involuntaria. ¿Qué identidad se produce entre ellos?
—Los reconozco como tres experiencias. Son experiencias que no puedo provocar. No concibo escribir imponiéndome la voluntad de escribir. De alguna manera, la neurosis sobreviene, se ordena y transcurre. Es una trilogía porque son tres obras, sí, pero hace un par de días me pareció encontrar el nombre del próximo título. Creo que se podría llamar Estrada y todo lo que tengo es una frase: “Estrada lo vio venir y le aguantó la mirada”. No sé qué sucederá después, a dónde me llevará la oración, pero estas presunciones a veces se van ordenando…
—¿Es la frase inicial?
—Quién sabe.
—¿La frase inicial de Quiroga, que entre paréntesis es exquisita, es la que dio origen al libro?
—No, había empezado por la segunda parte: Quiroga en el Vapor de la Carrera. Lo que sucede es que después, cuando debí ordenar los fragmentos, eché en falta el pasado de Quiroga y la primera parte la reescribí. No hay una relación temporal entre la escritura y el comienzo de una obra. Al menos en mi caso.
—Los personajes de la novela tienen mucha comicidad. Vos hablás del mundo helénico: Quiroga bien podría ser una tragedia griega, pero está lleno de comicidad.
—Como la comedia griega. Quizás es una constante, como el amor perdido, perfecto igual que todo lo que pudo haber sido. Pero no pasa de una intención, no quiere decir que lo cómico suceda gracias a que uno lo dispuso. Es legítimo que alguien lea algo cómico y se aburra, o lea algo trágico y se ría. “Tanto dolor que hace reír”, dijo Discépolo. Para los lectores, lo escrito puede ser un territorio de la soberanía.

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