miércoles, agosto 03, 2016

El libro de la semana por Beatriz Sarlo: "París y el odio"

Por Beatriz Sarlo para Télam



Turbas de origen islámico destruyen París. Antes del desastre final, un tirador furtivo interrumpe una fiesta aristocrática cuyos invitados se dedican a alimentar cervatillos ofreciéndoles tomates. Suena ridículo, pero así pueden ser las reuniones de una decadencia definitiva. La ciudad histórica y literaria ya no existirá y quien lo cuenta es un argentino, tanto el personaje, Eladio Marino, como Matías Alinovi, autor de "París y el odio" (Entropía, 2016).

Medio siglo después de "Rayuela", Alinovi celebra París de una manera bien contemporánea: en lugar de la magia que irradia en la novela de Cortázar, la ciudad es aniquilada. Son dos formas distintas de la persistencia de un mito poderoso para los argentinos. Entre Cortázar y Alinovi, está la París de Victoria Ocampo, escenario en 1913 de una de las batallas de la nueva música, la noche en que la Consagración de la Primavera provocó la ira de un público también aristocrático, del que Victoria Ocampo se apartó, abrazando la causa de Stravinski y dando comienzo a su propio mito de París, el de la modernidad estética.

Cortázar puso a caminar a Oliveira y a la Maga por una ciudad especialmente diseñada para el flâneur culto, haciendo de cuenta que los puentes y los mendigos que dormían bajo sus arcos estaban allí para que la literatura trazara apropiados contrastes. Alinovi ya no puede repetir este programa porque ha sido demasiado desgastado por la ficción y por la realidad. Pero el magnetismo de París es tan persistente que, incluso detestándola, resulta difícil alejarse de su pasado, aunque sea en clave irónica.

En "Rayuela", ese pasado literario son el museo de citas que, a todos sus lectores, si llegaron a la novela muy jóvenes, les ofreció una biblioteca de iniciación. Alinovi no repite este gesto, sino que narra la madurez, la vejez y la muerte del escritor Héctor Bianco, un nombre que conduce de forma transparente a Héctor Bianciotti, el argentino que tuvo éxito al migrar a la lengua francesa y terminó entre "los inmortales", como se llama en Francia a los Académicos. Por supuesto, haber elegido el apellido Bianco es una pista que, además de homenajear a un escritor poco citado hoy, conduce a la revista Sur, de la que José Bianco fue secretario de redacción durante dos décadas. La revista Sur nos conduce a Victoria Ocampo. Nada se pierde en las alusiones.

Alinovi ofrece muchas menciones levemente enmascaradas del campo literario francés que son amablemente divertidas porque no exigen gran trabajo. El temido crítico, cuyo programa de televisión fue un altar donde rodaban cabezas o se consagraban obras, Bernard Pivot, en esta novela pasa a ser Tizot; su programa, que se llamaba "Apostrophe", acá se llama Circunflejo. Gallimard, la legendaria editorial, se convierte en Gaulemard, donde en efecto trabajó Bianciotti; no falta la nrf, rebautizada Rnf, la Nouvelle Revue Française en cuya famosa sigla solo se desplaza una letra. Alfredo Arias aparece como Abelardo Soria y Copi, como Topi. Además de estas transposiciones, los nombres de las calles y de las estaciones de subte dan París con exactitud de sonido, que es lo que vale en la literatura, pero también con exactitud topográfica (o eso le pareció a esta lectora que conoce bastante mal París).

Alinovi tiene más material del que necesita. Para llegar al jardín aristocrático donde los cervatillos son obsequiados con tomates, una línea de la historia arranca en siglos pretéritos y, alrededor de 1900, tiene un elenco de campesinos, pastores y un noble que se desplazan por una escenografía de bosques donde se descubre un túnel que apunta ¿dónde si no a París? Es probable que la trama de la novela necesite de este túnel para que su protagonista conozca a los aristócratas de la fiesta, pero también podría objetarse que el motivo que hace posible este mutuo conocimiento es demasiado artificioso. Digo artificioso sabiendo que esta palabra puede ser objetada, ya que todo en la literatura lo es. Sin embargo, el artificio del túnel no termina de encajar en la trama y, por eso, no por ser arbitrario, se vuelve irritante o innecesario, como si hubiera formado parte de otra historia y se lo hubiera querido rescatar en esta.

Hay más: la persuasiva ambigüedad del personaje frente a la ciudad en la que no pensaba quedarse y termina quedándose. Marino frente a París elude el enamoramiento y eso permite vivir en una ciudad real, donde los departamentos son pozos mal amueblados; donde los extranjeros no comen haute cuisine ni toman grandes vinos; donde no se experimenta permanentemente un rapto de cultura o un desmayo estético; donde los científicos rusos cobran medio sueldo y el otro medio lo cobra un argentino; donde incluso la vida de un escritor consagrado puede ser un modelo de monotonía y penuria. París resulta interesante en esta versión que no exalta sus cualidades.
Alinovi escribe una ciudad distinta a la del mito pretérito. Más que la fiesta en el jardín aristocrático, que evoca una desvanecida Dolce vita, interesan los domingos repetidos en los que Marino se encuentra con un amigo y juntos leen Libération. En París, el escritor Bianco abandona su lengua de origen, el castellano del Río de la Plata, para adoptar el francés. Inteligente y patética experiencia la de esa libre elección entre lenguas, que concluye en una paradoja funesta: Bianco primero gana el francés y luego va perdiendo su lengua natal y también la nueva, hasta morir en la desmemoria del Alzheimer.

Desde el comienzo los lectores saben que Marino quiere incendiar París. Es matemático (investiga un tema sugestivamente designado como las "matrices simétricas") y quiere escribir una novela donde se incendie la ciudad-museo de Cortázar. Matrices simétricas porque Alinovi termina su novela mostrando la destrucción de París por otros medios: la actual pesadilla francesa con los islámicos.
Podría decirse entonces que su París y el de Cortázar (a quien menciono porque se lo menciona muchas veces, incluso con citas como "¿Encontraría a …?") son dos caras bien diferentes del mito. Y, sin embargo, no. La ciudad que merece una destrucción gigantesca es la ciudad del mito por razones mucho más íntimas, que tocan la escritura. Me explico. La primera novela de Alinovi, "La reja", estaba totalmente escrita en versos endecasílabos, sorprendente desafío ya que el resultado, además de original, no era un texto hiperculto, a pesar de que el verso endecasílabo es el verso más difícil en castellano. No había sido hecho antes y esto le daba a la novela no un aire forzado sino una elaborada sencillez, si se admite la unión de dos términos contradictorios. Un escritor original en su primera novela.

Las segundas novelas son siempre un problema. Nadie puede exigir que se repita la inesperada originalidad de "La reja". Pero tampoco era posible prever que la escritura de Alinovi mostraría, justamente en esta novela parisina, muchos de los rasgos que Cortázar convirtió en estilo, hasta el amaneramiento. Los lectores los reconocerán en las oraciones sin final (porque se cree que ese truncamiento refuerza lo expresivo o lo coloquial); en las oraciones sin verbo conjugado (a las que se atribuye las mismas virtudes); en las oraciones independientes encadenadas por la conjunción "y" (que simplifican las enumeraciones o la narración).

Finalmente, en la forma que da a conocer los pensamientos del personaje, el famoso discurso indirecto libre, que, por supuesto, no inventó Cortázar, pero que lleva su marca para la literatura argentina. Esta escritura sucede como si Alinovi se hubiera contagiado del predecesor, pese a las ironías que le dedica.


Por eso, mientras leía esta segunda novela esperaba la tercera, la que todavía no llegó.

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