Paula Tomassoni lee Placebo, de José María Brindisi, y escribe su reseña para Bazar Americano:
Becerra es un hombre de cincuenta y dos años en el momento cumbre de su vida: éxito económico, reuniones y compromisos laborales, un matrimonio, una amante, su madre en un cómodo geriátrico, un amigo que es como su hermano, vacaciones en una casa propia (heredada) en El Tigre. Así y todo, Becerra, manejando su Audi extraña su viejo 147, su trabajo no le interesa, no se siente seducido por su mujer, su amante no le responde las llamadas, su madre está vieja, su amigo se muere, la casa en El Tigre es muy calurosa y, cruzando el arroyo vive aquel vecino al que condena, envidia y teme en intervalos que se superponen.
La historia no comprende más que un par de días de vacaciones en la vida de Lucio Becerra. El recorrido geográfico va desde el centro de Capital Federal hasta la casa del Tigre y viceversa. Es el momento preciso en que coagulan en la vida del personaje todos los hechos que en ella han sido significativos. Una escena emblemática: Becerra llorando la inminente muerte de Horacio contra el vidrio de su auto, agarrado a una tanga de colores fluo que compró para su amante. Sin embargo, en ese par de días, aún nada sucede. Horacio no murió: se está muriendo; sus sospechas sobre el vecino nunca se confirman; la indiferencia de su amante no tiene explicación. En estos días Becerra ni siquiera alcanza a abrir la carta lacrada que Horacio le deja para que lea “en ese momento”. Quizás sólo en el final se encuentra la única referencia a una acción determinante que más que cerrar una secuencia abre al lector la expectativa de un después que nunca se narra: “… hace tanto calor que a Becerra se le ocurre que el tiempo se ha detenido, que la llegada del martes y los días subsiguientes es apenas una ilusión.”. El presente de la nouvelle es una ventana para conocer el pasado a través de los recuerdos y para pensar el futuro desde la imaginación. Y el relato se afirma en ciertos recursos narrativos como la descripción y la reflexión que se entretejen para ir develando el transcurso de los hechos desde la voz de un narrador en tercera que se acerca y aleja de la historia, como una imagen que bajo los movimientos de un zoom entra y sale de foco.
La primera descripción, la escena inicial, es ya una revisión del modo descriptivo: se describe desde la imprecisión. La escena es inverosímil (confesión del narrador) y la carencia de aseveraciones la congela entre la experiencia y el sueño, o la imaginación: “Dos mujeres sobre un Lamborghini amarillo, al borde de algún desvío, en las afueras de Benavídez. Dos mujeres desnudas o vestidas, (…). Una u otra tiene las piernas firmes, el estómago liso o más bien musculoso, los brazos fibrosos, los hombros armados, la mirada profunda o perversa. Una u otra se da vuelta, se quita los lentes, se acomoda el cabello rubio o castaño. Una u otra observa los autos…”. Así, los hechos que agobian a Becerra intentan ser explicados a partir de los recuerdos y sus expectativas o anticipaciones.
Un recorrido posible en Placebo es el que puede hacerse a partir de las mujeres. Cecilia, su segunda esposa, quien funda el lugar común de la cárcel del matrimonio: deteriorada físicamente por el paso del tiempo (aunque Becerra reconoce que a otros puede resultarle atractiva), se pasea semidesnuda por el interior de la casa del Tigre (su territorio) pretendiendo sensualidad y causando en su esposo algo parecido a la repulsión. Su descripción contrasta con la de las mujeres del principio sobre el Lamborghini, la de la enfermera sensual del geriátrico, o la imagen que Becerra se hace a partir de las voces y gemidos que llegan de lo del vecino. La casa de El Tigre encierra además otra historia de mujeres que llegan desde unas fotos como los personajes de Morel a la isla: es la de la tía Leonor, anterior dueña de la propiedad, y su amante, a quien se conocía en la familia como “la señora”. El pasado del protagonista entra bajo la imagen de otra mujer: Ana, su primera pareja, que murió de cáncer. Esa muerte conecta a Becerra con la de Horacio, y le permite hacer comparaciones: a diferencia de Ana, físicamente a Horacio no se le nota que se está muriendo. Estela, su amante, se llama igual que su madre. La ve cuando viaja a la ciudad por trabajo. Becerra se siente atraído y a la vez sorprendido por su actitud: es la primera relación extramatrimonial en la que la mujer no lo acosa. La pasan bien juntos pero es ella la que no responde los mensajes, o los responde de manera escueta. A la otra Estela la ve en el geriátrico (siempre y cuando no esté durmiendo). Es una mujer inteligente, aunque está vieja, y de algún modo Becerra siente hacia ella una distancia también infranqueable: Estela compartía con Ana su pasión por la literatura rusa, y habían fundado desde allí una relación en la que él mismo no había podido entrar. Incluso la muerte de su amigo entra en escena de la mano de una mujer: Moni, su esposa. Ella es quien llama por teléfono para avisar que Horacio está en coma, juntos van a verlo y juntos también intentarán pensar en otra cosa.
Este mapa femenino organiza la novela; cada mujer abre un aspecto en la configuración del personaje –el eje, en realidad, de todos los conflictos-, explica un modo de ver, justifica un pensamiento, sustenta una actitud. La relevancia de estas mujeres no está en su existencia sino en su funcionalidad: Becerra se construye desde estas relaciones que, pensadas sistemáticamente, lo comprenden. Por ese camino la voz narrativa se complejiza: el narrador en tercera toma la mirada del personaje para observar a estas mujeres; las mujeres a su vez se adueñan de esa mirada y se la devuelven, como desde un espejo, definiéndolo.
Formalmente, toda la nouvelle se completa en un solo párrafo, sin puntos y aparte. “Si para el protagonista no hay respiro, que tampoco lo haya para el lector.”, explica su autor. Brindisi intenta pensar qué contar y cómo hacerlo como parte del mismo proceso, en un único y sólido producto. El resultado es esta obra que conduce al lector a repetir la respiración de lo narrado. La novela comienza a leerse, como dice Roland Barthes, cuando se levanta la vista de la página. En este caso, de la página final.»
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