lunes, abril 11, 2016

Blanco Nocturno

Por Claudio Zeiger para Radar Libros.
 

Dos libros de Edgardo Cozarinsky marcan su regreso a la ficción y el perfeccionamiento de su capacidad para la miscelánea, la pincelada reflexiva y al paso, la descripción de paisajes urbanos sumergidos y ásperos. La elegía por una temprana juventud donde anidaban tesoros, deserciones y promesas de futuro anuda ambos volúmenes: Dark, una inmersión en las aventuras nocturnas de los años 50, y Niño enterrado, fragmentos de un peregrinaje que no cesa.

Los que aman, odian. Así sentenciaron hace años, con ese pegoteo filoso apenas separado por la coma, Bioy y Silvina Ocampo, sin aclararnos si al revés las cosas funcionaban parecido o diferente. ¿Los que odian, aman? No es que la respuesta sea ni perentoria ni decisiva pero viene muy a cuento cuando uno se topa con la primera frase del primer texto de Niño enterrado. “Él odia al niño que fue”. Es evidente que no hay, no habría lugar aquí, para el amor. No es creíble que, en el fondo, “él” amara al niño que fue, ni al adolescente/ joven que fue y que empezará a tallar su novela de iniciación en el libro contiguo, Dark. Y sin embargo, en algún momento crucial de esta novela resonará un grito desgarrado, de furia y rabia (“¡Te quiero, pendejo!”) y quien al final del recorrido declara ese afecto, ese amor a los gritos, bien podría ser el doble, o uno de los dobles que rondan por estos libros como fantasmas inquietos del pasado. Quizás no estemos tan lejos de una reconciliación entre el niño que fue y los adultos que le siguieron aunque de lo único que estemos seguros es que los que aman, odian.

APOSTILLAS AL NOMBRE DE LA INFANCIA
Dark y Niño enterrado son dos libros que acaban de aparecer casi en simultáneo, muy diferentes pero anudados por ese texto primero, “Elegía”, que después de confesar su odio, continúa diciendo: “Si yo pudiese enseñarle a sortear los obstáculos que le empañaron la vista, a preservarle la mirada ya sin miedo de bautizar lo que veía, de inventarle nombres que no fueran los que imponían los adultos, si pudiera decirle que la timidez corroe el alma y son la temeridad y la insolencia y el arrojo quienes pueden guiarlo en el camino que lo espera y sólo él podrá recorrer, y no es el que le han pautado, si pudiera pedirle que viva más allá de los años una infancia no domada, sin sumisión ni escondite. Si pudiera”.
La palabra “apostilla” define, si se quiere, el género de Niño enterrado. El armado del libro recuerda al de Vudú urbano, aquella rara avis irrepetible sin dudas pero que ha dejado ecos, en la obra de otros autores y en la del propio Cozarinsky. “Los textos no tienen el tono de los de Vudú urbano, es algo irrepetible treinta años después. Pero desde el principio quise jugar con el diálogo de lo leído y lo que escribo. Niño enterrado es un armado, una ‘conversación’ diría, entre algunos textos inéditos y otros publicados pero reescritos para esta ocasión, textos entre los cuales me pareció reconocer una unidad, como la imagen refractada en sus distintas facetas. Se armó lentamente, con muchas correcciones, textos desechados, otros incluidos tardíamente y mucha, mucha reescritura”, señala Cozarinsky.
El punto de partida es una trama de recuerdos e historias familiares en el juego de la ficción con la autoficción autobiográfica. Aclaramos el sentido de esta aseveración: juego no como pasatiempo sino como forma y elección narrativa en la que el lector debería descartar la intención o compulsión de separar los tantos. Así, “Rastros”, “Cenizas” o “Ciudades” no necesitan de la legitimación de uno u otro borde de ficción o de la “verdad” sino que precisamente deben ser entendidos y disfrutados en el exacto momento del cruce. Si no, los textos sufrirían una pérdida o un efecto de aplanamiento. Sí se puede señalar que precisamente son apostillas: de la ficción a la no ficción, del recuerdo a la memoria, del presente al pasado.
Ahora bien, al margen de estas consideraciones y de la relativa autonomía de los textos, hay en “Elegía” el esbozo de un programa que tiñe de algo irremediable a todo el libro. Ahí anida diluido, enmascarado y enigmático, el “programa” de la novela, de Dark: “Decide vivir los años que le quedan como el niño que nunca fue, que hubiese querido ser y no se atrevió a ser, o acaso haya sido intermitentemente, perdido entre los roces y el desgaste de crecer”.
La conjetura es que Dark viene a poner en situación algunos enunciados de esa elegía, aunque aceptando las consideraciones que hace Cozarinsky al respecto. “No hubo paralelismo en la redacción de los dos libros. Dark lo escribí muy rápido, casi febrilmente y después lo dejé un año guardado antes de reescribir, no mucho, algunas partes. Así como me hartan etiquetas como autoficción o autobiografía aplicadas a la ficción de mis novelas, creo inevitable que se trabaje con la experiencia, proyectando no solo los hechos sino también los deseos y los miedos. En Dark, Víctor tiene rasgos del que yo fui, así como Andrés los tiene del que soy. Ninguno de los dos me refleja como un espejo”.
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