viernes, abril 01, 2016

El pasado es un país extranjero

Pedro Rey comenta en La Nación los último dos libros de Edgardo Cozarinsky: Dark (Tusquets) y Niño enterrado.



El pasado es un país extranjero", se lee en la primera línea de una de las mejores novelas de las que se tenga noticia: The Go-Between, de L. P. Hartley (que algunos también recordarán por su versión fílmica, El mensajero, que dirigió Joseph Losey). Pocas cosas resultan más agotadoras, más improductivas que la nostalgia y la frase de Hartley es la mejor defensa para combatir acusaciones de melancolía: conviene ver el pasado como una geografía, un territorio en el que, de vez en cuando, recordamos haber residido.
Resulta inevitable la frase después de leer los dos libros que Edgardo Cozarisnky acaba de publicar en perfecta simultaneidad: Dark, una breve novela que transcurre en la Buenos Aires de los años cincuenta, y Niño enterrado, serie de viñetas o breves relatos con ecos personales. Tal vez porque vivió durante varias décadas en el exterior, en Francia, antes de rondar una vez más por su ciudad natal, el pasado alcanza en las páginas de Cozarinsky una categoría singular: más que la memoria parece predominar el asombro, como si la brecha de tantos años afuera convirtiera el pretérito en un lugar.
Dark -a veces los libros tocan esas fibras- me conduce a otras épocas por simple coincidencia. El protagonista adolescente es alumno del mismo colegio al que me tocaría ir muchos años después, y aunque eso no cumple ninguna función importante en la trama, sí lo son las zonas, las inmediaciones por las que se mueve. Es posible que existan tantas ciudades en una ciudad como personas que la habitan. Cada cual tiene, imagino, sus comarcas personales, pero todavía me desconciertan los pocos amigos de mi generación que pasaron por lo que, a falta de una denominación mejor, podríamos llamar la experiencia céntrica. El centro sigue todavía ahí. Hay más peatonales, las galerías de Florida tal vez ya no sean lo que fueron, de los cines sólo quedan las placas que los recuerdan, las disquerías casi se extinguieron, la gente transita atada al celular, pero, por lo demás, no cambió hasta el punto de volverse irreconocible. Es un territorio del pasado por la simple razón de que apenas lo frecuento. La extrañeza es que a tantos les resulte desconocido.
El pasado se vuelve literalmente territorio, en cambio, cuando se pasea por sitios que sí sufrieron transformaciones radicales, como es el caso de Puerto Madero. En la década de los ochenta, por las dársenas todavía pululaban barcos de banderas diversas que permanecían meses en su sitio mientras los marineros miraban, cansados, desde la cubierta. Era una zona de andanzas obligada: ahí quedaba el campo de deportes donde se realizaban las clases de gimnasia. A primera hora de la mañana de un día laboral era usual encontrarse con filas de estibadores a la espera de trabajo. Por lo demás, no había casi gente. Los edificios de ladrillo, hoy convertidos en lofts o en oficinas, eran depósitos abandonados (no había siquiera uno de los altos edificios omnipresentes en la actualidad) y cruzar los puentes podía resultar una odisea: eran móviles. El paso de una simple barcaza se traducía, inevitablemente, en media falta por el retraso. Es, de mis países extranjeros del pasado, uno de los más curiosos.

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