viernes, octubre 07, 2016

Quemar París

La Revista Transas reseña París y el odio, de Matías Alinovi. 
Por Mauro Lazarovich.



París y el odio es la segunda novela de Matías Alinovi (1972). Construida sobre un paródico incendio de la ciudad de la luz, la novela indaga en torno al mito de la cultura francesa como horizonte de expectativa de ciertos sectores ideológicos de la Argentina. Cortázar, Copi, la editorial Gallimard y un simulacro de Pepe Bianco son invocados con sorna y patetismo en flamígeras páginas. 
En su última película, Francofonía, estrenada este año en los cines argentinos, el director ruso Alexander Sokurov retrata la ocupación nazi a París de junio de 1940, poniendo en el centro de su relato al mítico museo del Louvre. La película parece, a golpe vista, un homenaje a un pacto implícito de complicidad entre dos hombres: el director del Louvre, Jacques Jaujard, y el Conde Wolff Metternich, el oficial alemán encargado de supervisar la gestión del museo durante la ocupación, quién se comprometería con el cuidado de las piezas de arte por sobre los intereses de sus superiores, al punto que acabaría procurando una franca desobediencia al gobierno de su país en nombre de algo que podríamos identificar como el patrimonio cultural universal.

El relato de la velada traición de Metternich, crucial para la preservación de obras de indudable valor y belleza que podrían haberse perdido (como tantas otras) merecería, a priori, un tono de festejo. Sobrevuela la película, sin embargo, una inflexión melancólica, de desconsuelo y de inquietante denuncia. Sokurov contrasta las poéticas imágenes de la ocupación (un joven soldado alemán persigue y besa a una enfermera francesa, hermosos ambos, junto al Sena) con la crudeza de la ocupación rusa (gente caminando al lado de cadáveres por calles nevadas: la naturalización del horror). Incisivo, Sokurov muestra la belleza imponente de las obras del Louvre mientras desliza un discurso subversivo (históricamente algo cuestionable y posiblemente autocrítico) que indaga “nuestra” debilidad por París. Las imágenes de archivo del film muestran un Hermitage exponiendo marcos vacíos, paredes desnudas en plena posguerra frente a un Louvre incólume, campante. Sokurov imagina, aunque no lo dice, un bombardeo contrafáctico, una calamidad que nunca sucedió porque Metternich y Jaujard lograron evacuar todas las obras, evitar los posibles saqueos, ponerlas fuera del alcance de la guerra y la violencia, preservar el patrimonio. Matías Alinovi, joven escritor argentino, no fantasea con un bombardeo, pero sí con un incendio.

“La decisión de quemar París fue repentina” arranca París y el Odio, la última novela de Alinovi, segunda de su obra, publicada este año por la editorial Entropía, generando una tensión que en buena medida se mantiene (con algunas dispersiones) durante todo el relato. Alinovi es reconocido dentro de los nuevos narradores de la literatura argentina por haber sacado en el año 2013 La Reja, una novela inspirada que establecía un velado juego literario, sagaz y renovador, con la obra de Cortázar (particularmente con cuentos como “Casa tomada” y, sobre todo, “Las puertas del cielo”) al tiempo que procuraba, con un estilo elegante y una ironía mordaz, una indagación profunda sobre la posesión o, todavía más, acerca de la identidad.

París y el odio, podríamos decir, es también una obra sobre la identidad y, más específicamente, sobre la nacionalidad y la procedencia. Divida en tres secciones (I, II y III) que se alternan a lo largo del libro, la novela narra la historia de Eladio Marino, alter ego del autor, proyecto de escritor aunque físico hasta el momento, que habita una París clase b, hace vida de becario y, mientras padece enfurecido las fantasías cortazarianas sobre la ciudad luz, planea escribir una novela incendiaria y parricida. Los otros dos relatos, que funcionan con menos fluidez y, por momentos, hay que decirlo, hacen extrañar la contundencia de La Reja, narran por un lado, la historia del túnel por donde entrarán los árabes (una cita sarmientina, aclara el autor) que destruirán París al final de la novela y, por otro, la trágica historia de Héctor Bianco, referencia explícita a Héctor Bianciotti y, como ya ha sugerido Beatriz Sarlo, a José Bianco, legendario jefe de redacción de Sur y quizás el escritor argentino que con más fluidez recorrió las letras francesas.

El guiño híper explícito a Bianciotti surge, al igual que sucedía con La Reja, de un hecho real y autobiográfico. Alinovi conoció al escritor en los ocho años que vivió en París y, relata él mismo, quedó impresionado por su adaptación y metamorfosis, la que en buena medida se narra hacia el final de la obra. El Bianco de París y el Odio funciona como héroe y villano a la vez. Es, al mismo tiempo, la fantasía del que se va y triunfa, el que se mimetiza totalmente, como también, en tanto que representante de unas instituciones culturales vetustas, un viejo melancólico y olvidadizo (tematizando claramente el alzhéimer de Bianciotti), ridículamente disfrazado de “general decimonónico”, representando una batalla que ya no le importa a nadie con una solemnidad un poco patética, un poco absurda. En ese doble juego se percibe el modus operandi general de la novela: Alinovi toma una fantasía, la pasea e intenta destruirla y, en tal caso, si La Reja era un agudo análisis sobre el imaginario y las ilusiones de la clase popular argentina, París y el Odio da vuelta la mirada y examina el horizonte ideológico y cultural de la clase media/alta, procurando meter el dedo en la llaga de sus esnobismos y tilinguerías.
En este sentido Bianco, el personaje, sería apenas una excusa, una pieza en una batalla más grande. La guerra (ficticia, novelesca, como manda el epígrafe de Silvina Ocampo) que establece Alinovi es tanto una lucha contra el cliché, contra el lugar común y la banalidad, como una diatriba contra un París desesperado por “francesizarlo” todo y, sobre todo, contaminado por un imaginario cansado, deshecho, insoportable. A lo largo de las páginas de la novela se acumulan un sinnúmero de referencias a Rayuela, a la editorial Gallimard, a Copi, voluntaria y conscientemente transparentes, poco sutiles y paródicas, exhibiendo a libros y autores deambular por las calles parisinas en toda su “estudiada y negligente indolencia”.  Pasean por las páginas del libro jóvenes sensibles leyendo novelas iniciáticas en librerías polvorientas (“esa elegancia fría de París”), constantes referencias a Juan José Saer, a Atahualpa Yupanqui, a todo personaje marcado por la estela parisina, todo filtrado por una prosa que imita al tiempo que parodia a Cortázar (las preguntas retóricas, las oraciones truncas, el discurso que se interrumpe a sí mismo): un homenaje pasado por la sorna.

“Caminando por París te caminaba Cortázar por encima”, piensa el protagonista en un momento. Luego completa: “Cortázar es el nombre de una claudicación existencial innominada, propia (…) Había venido a París por Cortázar, Marino lo pensaba y sentía de repente una vergüenza piadosa ante sí mismo” (Pág. 40). Clarísimo: Cortázar es una mochila demasiado pesada para caminar y por eso Alinovi necesita, al final de la novela, montar una escena tan perfecta y rococó (aristócratas ofreciendo tomates en la boca de unos bambis salvajes) sólo para interrumpirla con un disparo, con el ruido de las armas y la revolución.
La cita es útil porque también expresa la dosis de autocrítica que tiene la invectiva del argentino. La búsqueda de independencia también aparece como una reacción contra el rechazo, en palabras del autor, “un rencor contra uno mismo, como si me planteara por qué me quedé enganchado con esa mina que no me quiere”. París como una femme fatale que abandona a su amante cuando éste más la necesita, una imagen que se ve claramente en la historia de Bianco quién, al enterarse de la muerte de su pareja, entra en tal shock que olvida su francés de repente, y debe arreglárselas con un español natal que no le sirve para nada y que es lo único que le queda.

El personaje de Bianco sirve para ilustrar todavía un núcleo más de la obra: el problema de la identidad como continuidad o como ruptura. El contraste entre Marino y Bianco procura reflejar esa dicotomía: el que rompe con sus orígenes y el que los mantiene. Esta reflexión, sobre el ser argentino, que por supuesto abarca también la pregunta sobre qué es ser un escritor argentino, toma una forma acabada en la noticia que Marino lee en Libération acerca de un árabe, Alí-el-Hadjiri, que se hacía pasar por Robert Maillard, un francés elegante, educado, un poco snob. Obligado por la policía y la justicia a asumir su verdadera identidad el acusado opta por el suicidio. Mejor morir que volver a ser quien era; en la carta de despedida firma Robert.


El breve relato, casi una parábola, encierra -creo- la posición de Alinovi: una solución arltiana. El problema sería menos París que el insoportable determinismo de las decisiones acostumbradas, la repetición incesante de mentiras ruinosas, y la solución, entonces, se encontraría solo en un gesto: la traición. El indirecto libre de Marino lo expresa bien en un momento: “¿No era la muerte de las posibilidades argentinas -exagerado-, su propia muerte parcial, la de Marino -no exageremos, morirse voluntariamente-, la entrega fervorosa de las dos o tres cosas sagradas que no pueden entregarse -lo sagrado, imperiosa aparición de herejía-, la confesión entusiasmada de no querer ser nada, liberados de los desasosiegos del que aspira a darse esencia, para estar, entonces sí, tranquilos para siempre siendo nada?” (Pág. 57). Alivoni traiciona una fantasía y se queda con otra: la libertad de recorrer a caballo las calles de una Paris devastada; la ilusión de la emancipación cultural.

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