viernes, julio 10, 2015

Castillos pampeanos

Las esferas invisibles, de Diego Muzzio en Bazar Americano
Por Sergio Frugoni.



Los tres relatos largos o nouvelles que integran Las esferas invisibles de Diego Muzzio conforman un intento arriesgado de revitalizar los tópicos más reconocibles de la literatura fantástica en versión gótica. La novedad del caso es el escenario que elige el autor para desplegar su repertorio de espectros, ambiguos tratos con el más allá y horrores infernales. Los sucesos extraordinarios que se cuentan tienen su centro en la epidemia de fiebre amarilla que asoló Buenos Aires en el siglo XIX. Un episodio clave en la historia de la ciudad, que cambió definitivamente su fisonomía y su política urbana. Hay un antes y un después de la gran peste. Luego de esos años, la aldea semirural de entonces se iba a convertir en una urbe moderna preocupada en seguir las reglas de la ciencia positivista y el higienismo a la manera de las ciudades europeas.

La epidemia tuvo lugar en Buenos Aires durante los primeros meses de 1871 y el pico de mortalidad se dio el 10 de abril. Se cree que la peste llegó a la ciudad desde Asunción, de la mano de los soldados argentinos que habían peleado en la Guerra de la Triple Alianza. De inmediato se vio que Buenos Aires no estaba preparada para recibir una epidemia y que las prácticas de prevención y respuesta del sistema de salud pública no estaban a la altura de las circunstancias.

La ciudad infectada, repleta de muertos que no encuentran sepultura, al borde del caos social, desviada de su destino de ser una “isla de civilización” es para Muzzio la ocasión ideal para la emergencia de los horrores sobrenaturales. Y lo hace con eficacia y precisión narrativa. En los relatos, Buenos Aires no es una urbe cosmopolita sino una aldea semirural de orillas barrosas, con pulperías, carromatos y ovejas que todavía pastorean en la plaza Mayor. Tal vez uno de los logros del libro sea revisitar en clave de terror la topografía imaginaria de una Buenos Aires cuyos límites con la Pampa bárbara todavía son difusos. Un gótico agauchado, criollo, en donde los horrores del desierto y los de la ciudad infectada forman un continuo inquietante que a lo largo del libro va adquiriendo sentidos históricos y políticos evidentes.   

Hay una extensa bibliografía teórica que ha leído en la emergencia del gótico una crítica a los valores de la razón iluminista. “El castillo gótico fue una gangrena en el costado del Iluminismo” escribió con elocuencia María Negroni. Las fantasías deformes y oscuras de los relatos góticos del siglo XVIII y XIX, iniciadas por El castillo de Otranto de Horace Walpole y continuadas por Bram Stoker y el Frankenstein de Shelley, representan el reverso de esas otras fantasías de orden racional y progreso humano que sostenían los filósofos de las luces y luego los militantes de la ciencia positivista.

En la primera de las nouvelles, la más lograda de las tres, el castillo gótico sufre una metamorfosis reveladora. En los confines de la frontera con el indio, un fortín repleto de dementes y criminales es el escenario de sucesos horrorosos.

“El intercesor” abre el libro auspiciado por una cita de El corazón de las tinieblas, de Conrad. Muzzio declara su profesión de fe sin resquemores ya que la nouvelle cuenta la historia de un verdadero viaje infernal al corazón del desierto pampeano. Un sacerdote joven, auxiliar de la iglesia de San Telmo y dedicado a atender a los apestados, recibe la visita de una vieja que le pide asistencia para su hermano “que había vuelto del desierto como muerto, con el cuerpo y el alma mutilados”. El cura accede y eso da inicio a un relato enmarcado en donde nos enteramos de los terribles sucesos que sufrió Francisco Vidal en el fortín Desolación, en la frontera sur de la Pampa. Vidal, un nombre con claras resonancias de criollismo borgeano, con el que el relato tiene muchos puntos de contacto, es desterrado a la frontera por obra del “Tirano”. Muzzio escribe:

Antes del amanecer, el baqueano y yo dejamos atrás los escuálidos ranchos que rodeaban al fuerte y, embozados en nuestros ponchos, nos internamos en la bruma. Los caballos progresaban al paso, nerviosos, enceguecidos a causa de esa blancura sucia que ocultaba la tierra. Estirando los cogotes, los animales embestían la niebla con sus cabezas alargadas, y luego la brecha volvía a cerrarse tras nosotros y la neblina a engullirnos como si fuésemos algo irreal o provisorio.

“El intercesor” despliega los artificios del imaginario gótico para revisitar un tópico clave de la literatura argentina: el binomio “civilización y barbarie”. En el final del viaje al corazón de la Pampa bárbara lo espera un locus horroroso, un castillo gauchesco metamorfoseado en fortín. El capitán ha desaparecido misteriosamente y Vidal se ve obligado a asumir el mando de una tropa de locos y asesinos digna de Herzog. Pronto se da cuenta de que en ese antro perdido en la inmensidad del desierto, a donde ni siquiera los indios llegan, hay una autoridad tácita que lo desafía. La soldadeja responde a Francisco Tumbo, conocido como Negro Tumba, un esclavo asesino y ladrón que ha huido de una familia cordobesa para refugiarse en las tolderías. Tumbo se revela como un practicante de magia negra que conduce rituales extraños en el desierto. Vidal, agente del incipiente orden estatal no puede hacer nada con su contraparte, la suma de todos los temores: un negro esclavo que ha vivido con los indios, que practica la nigromancia y somete a la tropa a sus rituales. De ahí en más el relato lleva al lector por un repertorio eficaz de horrores que tiene su epicentro en un episodio realmente memorable en una salina cercana al fortín. Sitio de revelaciones sobrenaturales, Vidal no volverá a ser el mismo luego del encuentro con el horror.

El segundo relato sucede enteramente en la ciudad apestada y retoma elementos clásicos de los relatos de fantasmas al estilo de Henry James. En “El ataúd de ébano” dos malandras, Sosa y Vega, aprovechan el caos de la ciudad y el faltante de ataúdes para saquear los cementerios y revender los preciados féretros al mejor postor. En uno de los viajes se encuentran con un niña que los llama desde un inmenso caserón aparentemente abandonado. La chica les reclama los féretros para su padre y su hermana, que han muerto a causa de la peste. Tiene una rara autoridad y habla como un adulto, usando cada tanto palabras en francés. Sosa, supersticioso y elemental, cae rendido a sus pies. Vega, taimado, ve la oportunidad de aprovecharse de las riquezas que pudiera haber en el caserón. Los planes no van a salir como pensaban y Vega termina envuelto en una historia sobrenatural en donde el objetivo será cumplir con las exigencias de la niña. Sus parientes muertos van a descansar sólo cuando puedan ser enterrados en un féretro adecuado.  

Un confuso episodio en el que Vega mata a un viejo en la recova del Paseo de la Alameda da inicio a un trip por la ciudad enlodada y semi rural en la que asistimos a la perspectiva alucinada del personaje. La angustia inexplicable que siente Vega se va materializando en visiones oníricas con picos intensos de horror: “Unos dedos le rozaban la mejilla. Fijó su atención en un detalle: el mechón de pelo de una joven hundiéndose en la boca de un viejo.”

Como en el primer relato aquí tampoco hay desajustes narrativos. Como una máquina narrativa implacable, Muzzio lleva a sus personajes hasta los confines del horror, la contemplación de la verdad y la redención tal como exige el canon de la representación gótica.  

Las esferas invisibles se cierra con la nouvelle más ambiciosa pero tal vez menos lograda de las tres. Diego Muzzio ha dicho que el orden de las historias respeta la fecha en que fueron escritas. Pero además las tres forman una interesante serie que le da unidad al libro. Si la primera era un viaje al corazón del desierto en época de Rosas y la segunda contemporánea a la epidemia de fiebre amarilla, esta tercera nouvelle recorre un arco temporal que va desde 1871 hasta el final de la Primera Guerra Mundial y desde los parajes oscuros de una Buenos Aires aldena hasta París y las grandes ciudades europeas. En ese periplo por “la Era del Imperio” el relato va recorriendo con minuciosidad los conflictos bélicos que destruyeron las fantasías de progreso de la Europa de fin de siglo, hasta llegar a la batalla del Somme, en pleno corazón de la guerra mundial, donde las fuerzas aliadas perdieron la mayor cantidad de vidas.

“La ruta de la mangosta” cuenta la historia de Lisandro Martinez, quien en su lecho de muerte hace un racconto de los sucesos extraordinarios que le tocó vivir. De joven ingresó como ayudante de un fotógrafo que se ocupaba de retratar a los muertos por la peste. “Fije la sombra antes de que la sustancia se desvanezca” prometía Thomas Sheridan. El procedimiento consistía en someter a los cadáveres a una puesta en escena bizarra para que aparezcan “con la semblanza de la vida”, como fotografiarlos sobre un caballo o en poses que simulaban un cuerpo vivo.

Aquí los recovecos oscuros y ominosos del castillo gótico toman la forma del caserón en donde vive Sheridan. Una de las alas es inaccesible para el joven ayudante. Allí vive una misteriosa mujer que hace su aparición cada tanto y que será el vehículo para que Lisandro Martínez se tope con un orden sobrenatural. Sheridan además es opiómano. El relato avanza entonces con una hipótesis científica interesante como motor de la trama, que recuerda a las invenciones de Quiroga en relación al “cinematógrafo”, como en el extraordinario cuento “El vampiro”, con el que esta nouvelle no tiene pocos puntos de contacto. Las fotografías de los muertos son usadas por Sheridan para producir una extraña sustancia llamada lúmina, que al ser mezclada con opio adquiere propiedades para rejuvenecer y eventualmente garantizar la vida eterna. La pipa de opio es el medio por el que la “magia” de la tecnología representada por la cámara fotográfica se une con las propiedades pseudocientíficas de la lúmina para esquivar la muerte. La pipa en cuestión “era de marfil -un marfil ya amarillento por el uso-, salvo el hornillo, fabricado en plata. Estaba labrada en toda su longitud, representando un fantástico animal que, a medida que se enroscaba en el eje de la pipa, se metamorfoseaba en otro, sin que el observador pudiera afirmar a ciencia cierta en qué momento tal cambio empezaba a operarse y cuándo culminaba para dejar paso al nacimiento de una nueva bestia. Dicho animal tenía su origen en la cabeza de una mangosta -sus ojos eran dos rubíes encastrados en marfil-, y se iba transformando en pez, tigre, caballo y serpiente, para terminar como había comenzado, en la cola de una mangosta. Aquella pipa delirante rezumaba algo atroz; pues a pesar de ser bien real, era imposible comprender su factura, y uno tendía a pensar que no había sido hecha por manos humanas o que era la continuación de un sueño.”

La precisa descripción de la pipa también es la exposición de una poética. Los relatos góticos suelen exhibir su autoconciencia de artefactos, tal vez ese sea uno de sus rasgos más interesantes. Muzzio retoma ese legado para inscribir su poética en una tradición reconocible que intenta resignificar.

“La ruta de la mangosta”, dijimos, recorre de la mano de sus personajes, las guerras imperialistas del cambio de siglo, desde las guerras boers en Sudáfrica hasta la devastación de las no man´s land en el frente de guerra occidental europeo. Cuando los muertos de la fiebre amarilla en una ciudad perdida del fin del mundo ya no alcanzan, los personajes de la historia van a buscar a la Europa en guerra nuevos cadáveres de los cuales extraer lúmina. La técnica fotográfica que permite la utopía de la vida eterna se alía entonces con los horrores producidos por la tecnología puesta al servicio del asesinato masivo y la destrucción. En esa inflexión de la trama, la nouvelle encuentra su zona más potente como metáfora de los fundamentos de destrucción sobre las que se asienta la modernidad capitalista.

Como en su origen, aquí el gótico es mucho más que un repertorio de artificios para producir terror. Es también un modo delirante e imaginativo de reflexionar sobre los recovecos más atroces del imaginario occidental moderno.

La lectura de las tres nouvelles deja la sensación de transitar un espacio familiar, reconocible en su narrativa clásica y en los tópicos de la imaginación gótica. Sin embargo, y esta es una virtud del libro, nunca se pierde esa ansiedad que provoca el género. Muzzio conoce a la perfección los hilos de los relatos clásicos y construye sus tramas con eficacia y conciencia de los materiales con los que trabaja. Eso le permite también esquivar los caminos más fáciles y explorar todo lo que el gótico tiene todavía para decir dentro de la literatura argentina.


(Actualización julio – agosto 2015/ BazarAmericano)


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