viernes, julio 10, 2015

El gran Werner necesita caminar

Por José Miccio para Bazar Americano




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Esto escribió Herzog en el punto número siete de su Declaración de Minnesota, un manifiesto acerca de la verdad y los hechos en el documental: “El turismo es pecado y el viaje a pie, virtud”. No es la única ocasión en la que hizo referencia a lo que en su vida y su cine significa caminar. Anoto otras tres. 1) En una larga entrevista realizada por Hervé Aubron y Emmanuel Bordeau en 2008, publicada con el título de Manual de supervivencia, considera que caminar es una experiencia tan decisiva como pasar hambre y estar preso. 2) En una de las declaraciones reunidas por Paul Cronin en Herzog por Herzog dice: “El volumen, la intensidad y la profundidad del mundo son cosas que solo experimentan los que viajan a pie”. 3) En el autorretrato de media hora que filmó a mediados de los 80 afirma que sus películas nacen de apuntes que toma mientras camina. Herzog es el Bruce Chatwin de los cineastas. Una de sus frases más famosas dice: Filmar películas es un asunto atlético, no estético.

Del caminar sobre hielo es un diario de viaje a pie: el que Herzog hizo de Munich a París a fines de 1974 para ver a Lotte Eisner, entonces muy enferma. O mejor dicho: no para verla sino para salvarla, como si sus pasos pudieran demorar los de la muerte. Un acto absoluto de amor absoluto. Eisner no era solo una mujer a la que Herzog quería, y a la que por quererla le dedicó su esfuerzo y El enigma de Kaspar Hauser. Escribió un estudio clásico sobre el cine expresionista (La pantalla diabólica), fundó junto a Henry Langlois la Cinemateca de Francia e impulsó el Nuevo Cine Alemán. Una anécdota ilustra su importancia cultural y el papel que cumplió en la vida de Herzog. Fritz Lang le dijo una vez que no creía que se volvieran a filmar películas alemanas. Eisner le contestó que ya había una: Señales de vida, el debut en el largometraje de un jovencito llamado Werner.

El librito -cien páginas, tamaño chico- se inscribe perfectamente en la filmografía de Herzog. Hay en él nubes, obstinación, energía, misterio, humor, onirismo, riesgo, visión. Imposible para quien tenga la fortuna de haberlas visto no recordar durante la lectura imágenes de sus películas. La materialidad hiriente de la nieve y el frío, por ejemplo, es tan palpable como la selva amazónica de Aguirre, el volcán de La Soufrière o las montañas de Grito de piedra. La visión de un tren que arde en el espacio y de estrellas y planetas que colapsan difiere en contenido pero no en vigor poético de las visiones del pastor Hias en Corazón de cristal. Incluso algunas personas que se cruza en el camino, y que ocupan apenas unos renglones, parecen salidas de sus películas. Ahí están la mujer que perdió a todos sus hijos y junta leña y el molinero al que su esposa y el amante de su esposa encerraron durante años en el altillo, y que aceptó su suerte con conmovedora entrega: “Lo taponaron con tablas y él no se resistió, porque le alcanzaban sopa para comer”. El propio Herzog es un personaje de Herzog: un tipo que se traza un objetivo titánico y no se detiene hasta alcanzar la locura, el éxtasis o una derrota a la vez épica y ridícula. Escribe casi al comienzo del diario: “Cuando yo camino, camina un bisonte”. Y también: “Nuestra Eisner no debe morir, no va a morir, yo no lo permito”.



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Herzog escribe maravillosamente, tal como muestran Del caminar sobre hielo y Conquista de lo inútil, el diario de filmación de Fitzcarraldo que Entropía editó en 2008, también con traducción de Ariel Magnus. Los dos libros se pueden leer con independencia del cine: tienen una vida propiamente literaria, y por eso son tan buenos. El estilo fragmentario y veloz de Del caminar sobre hielo, en ocasiones casi fotográfico pero ligado siempre a lo que Herzog llama paisajes interiores, trae a la memoria versos y poetas, además de palabras no muy confiables y alemanísimas, como romántico y expresionista. (Curiosamente, es casi imposible no pensar en el primer Girondo cuando se leen cosas como esta: “Cornejas que se pelean por algo y una que cae al agua. Sobre una pradera mojada yace olvidada una pelota de fútbol de plástico. Los troncos de los árboles humean como seres vivos”). Un autor inevitable teniendo en cuenta el tema del que hablamos es Robert Walser, de quien Herzog es una encarnación punk. (“Mientras cagaba, un conejo me pasó a un manotazo de distancia, sin verme”). Otro es Kerouac. El modo en que la lluvia, los animales, los hombres y las montañas comparten en el diario nivel ontológico es admirable, y está en sintonía con algunos textos del gran beat, como los reunidos en Viajero solitario (un título muy herzoguiano, por cierto).

De todos modos, Herzog es fundamentalmente un director de cine, y es en sus películas que podemos encontrar las claves de su modo de entender la naturaleza, la cultura y el lugar que ocupa el hombre en ese desastre infinitamente cruel e infinitamente cómico que llamamos universo. Se puede notar en casi toda su obra: bajo cualquier orden o contrato hay caos, y si algo falta en este mundo es armonía, proporción y sentido. Las acciones mayúsculas que acometen tantos de sus personajes son intentos por gobernar lo ingobernable, absurdos y gloriosos. El Stroszek de Señales de vida lanza un desafío cósmico que nadie escucha, y su visión no consigue más que un burro muerto. Aguirre quiere ser Cortez y termina monologando con un mono. Fitzcarraldo –el conquistador de lo inútil, tal su hermoso epíteto– cruza un barco por una montaña después de descomunales esfuerzos y al día siguiente el río lo devuelve al lugar del que partió. No todo es derrota (si es que en verdad la hay). El ingeniero de El diamante blanco logra volar sobre la selva de Guyana en su globo después de que un documentalista perdiera la vida en el intento. El atleta de El éxtasis del escultor de madera Steiner es campeón mundial de salto en esquí. El propio Herzog siempre vuelve de sus aventuras con una película. Pese a estos triunfos (si es que lo son), el universo permanece fuera de quicio. Es algo que de una manera u otra terminan por saber tanto los mesurados como los megalómanos, dos modos de ser que conviven en el propio Herzog, aunque su fama prefiera solo el segundo. Del caminar sobre hielo deja ver algo con claridad: lo que Herzog comparte con sus protagonistas no es lo que persiguen sino la voluntad con la que tratan de alcanzarlo, y en ocasiones el riesgo. Por recurrir a su película más famosa: para llegar a El Dorado o al cine es necesario sobreponerse a una naturaleza que demuele y asusta, pero eso no significa que el loco Aguirre sea el loco Herzog. Sucede más bien al contrario: no hay personaje que le sea más ajeno. Aguirre quiere oro y poder, y reduce a nada todo lo que se interpone entre él y su objetivo. Es un conquistador: la selva es solo un obstáculo a vencer. Herzog quiere imágenes verdaderas y conmovedoras. Es un cineasta: la película no está más allá de la selva sino en su mismo corazón cruel.

El fracaso o la victoria son meros resultados, lo que importa no pasa por ahí. El ralenti magistral con el que Herzog filma el salto de Steiner es equivalente a las palabras del aviador alemán que se incorporó a la fuerza aérea estadounidense porque quería volar, no importaba la bandera ni la ideología. (Su historia se cuenta en El pequeño Dieter necesita volar. El verbo del título es más adecuado que querer). Es el hecho de estar en el aire, la suspensión del tiempo y el universo que significa una acción absoluta lo que le interesa a Herzog. El instante en el que alguien se despoja de todo lo que lo ayuda o somete, y alcanza entonces el éxtasis, la locura o cualquier forma de revelación. Aguirre, Fitzcarraldo, Gesualdo, Stroszek, Dieter, Steiner, Kinski, Woyzeck, Cobra Verde: las películas de Herzog que tienen un nombre propio en el título (siempre de varón, para quienes quieran acusarlo de algo) son las que ilustran mejor este punto. El clímax de Nosferatu es un verdadero drama de absolutos: el amor de una mujer que se entrega al vampiro para salvar a su esposo y la delectación del propio vampiro, perdido para siempre en un cuello blanco y prerrafaelita.

La excepcionalidad de los personajes de Herzog puede nacer del arrebato o de la disciplina más estricta, pero siempre acceden a un lugar que no existe más que para ellos. En esa tierra de revelaciones, Fitzcarraldo, Aguirre y Dieter tal vez se crucen al menos por un instante con otras criaturas igual de herzoguianas: las que en vez de sobrepasar ciertos límites se mantienen siempre ajenas a ellos. El ejemplo más acabado es Kaspar Hauser, que no acepta ninguno de los modos de comprender propios de la civilización, y cuya existencia termina por alterar los fundamentos de la sociedad, la lógica y la religión. Contra sus maestros, Kaspar dice: Dios no puede haber creado todo de la nada, la ventana de una torre es más grande que la torre, hay voluntad en la manzana, la polis es peor que la mazmorra en la que viví hasta los dieciséis años. El cine es un instrumento para indagar en los límites de la experiencia. Lo que está más allá o más acá de la percepción y la cultura: a eso apunta Herzog. Su filmografía es una ciudad poblada por condenados a muerte, sordociegos, atletas, hombres-oso, hombres del bosque, asesinos, sobrevivientes, místicos. Hay algo inexplicable en todos ellos, incluso algo monstruoso, pero de ningún modo inhumano. Sean quienes sean. La dulcísima sordociega Fini Straubinger (protagonista de la notable País del silencio y la oscuridad) tiene una experiencia del mundo a la que no podemos acceder, y que ella misma no puede comunicar a pesar de intentarlo con palabras que recuerdan a las iluminaciones románticas (y que probablemente haya escrito el mismo Herzog). El artista-asesino Gesualdo, que mató a su esposa, al amante de su esposa y compuso una música infinitamente triste que parece prefigurar a Wagner, es un misterio para todos los que hablan de él, no importa si son eruditos, cocineros o fantasmas.



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Del caminar sobre hielo es Herzog en estado puro. Esto es, un lugar para la maravilla. Lo primero que salta a la vista es qué significa caminar: no una actividad calma y contemplativa sino un esfuerzo, un gasto de energía, un trato permanente con el dolor. Ampollas en los talones y en los dedos gordos, un tobillo hinchado, molestias en las rodillas y el tendón de Aquiles, en las piernas y en la ingle. En dos momentos Herzog se pregunta: “¿Cómo puede doler tanto caminar?” También el clima pone el cuerpo en primer plano. Alguna vez hay sol y brisa. Pero la regla es otra: niebla, viento, nieve, tormenta, granizo y aire constantemente húmedo. Es casi invierno. Herzog duerme en casas vacías o en reparación, en casas rodantes, en graneros, alguna vez en un hotelito o como invitado de una familia generosa. Se cansa, tiembla, está intranquilo. Tiene que ser así, se dice. No hay otro modo. Necesidad es capricho más visión. Cuando se siente débil piensa herzoguianamente: “En viejas fotos marrones, los últimos navajos marchan, agazapados sobre sus caballos y envueltos en mantas en la tormenta de nieve, hacia la extinción; la imagen no se me va de la mente y aumenta mi resistencia”. Como el aviador Dieter, que en la selva de Laos huyó y huyó de sus captores hasta que la misma muerte decidió dejarlo, Herzog parece poseído por una fuerza tenaz e inevitable. La conciencia duda, la voluntad no. Un automovilista lo levanta en la ruta, bajo una lluvia total: “Viajé con él más de cuarenta kilómetros, luego se levantó en mi un terco orgullo y volví a caminar bajo el aguacero”.

La prosa de Herzog compite con sus propias películas en fortaleza material y poder alucinatorio. Su propio lenguaje piensa a veces en el cine: “Pasa caminando un hostal de montaña” / “Entran en cuadro las piedritas” / “Mirar cómo se tambalean los abetos sacudidos en cámara lenta”. En Conquista de lo inútil Herzog sugiere que sus textos pueden ser leídos no como informes de filmación sino como paisajes interiores nacidos del delirio de la jungla. En Del caminar sobre hielo podría decir: esto no es un diario, son visiones que vienen del frío y de los pies. “Primeros problemas con las botas, todavía son tan nuevas que me aprietan” / “Pensar flamígeramente en hielo hace que el hielo se forme con la rapidez del pensamiento. Siberia se creó de esa manera, las aureolas boreales constituyen sus últimos fogonazos. Esa es la explicación”. Como el de su cine, el espacio que va de Munich a París es al mismo tiempo material y mental, físico y metafísico. Caminar es una actividad aeróbica pero sobre todo un modo de conocimiento sensible. El pensamiento es iluminación y zapatos: “Tras estos pocos kilómetros a pie sé que no estoy cuerdo; la certeza me viene desde las suelas”.

No solo en la literatura y el cine se sostiene Herzog. En su autorretrato de 1986 muestra algunas pinturas de Caspar David Friedrich, entre ellas El caminante sobre el mar de nubes, su obra más famosa. La soledad, el paisaje alucinado, las dimensiones de la naturaleza y el ser humano: todo lo que se ve en el cuadro tiene relación con Del caminar sobre hielo. Ahí arriba, en el borde, solo ante los elementos, grande y pequeño, orgulloso, el hombre de Friedrich bien podría ser Herzog. Habría que cambiarle la ropa, demasiado dandy, por una camiseta de fútbol y una capa de plástico, y habría que dotar a la imagen de humor, o buscar un segundo cuadro, igual pero burlón, tal vez con esta talla, tomada del punto diez de la Declaración de Minnesota: “La Madre Naturaleza no llama, no te habla, aunque de tanto en tanto un glaciar se tire un pedo”. El humor de Herzog –tan fundamental en su obra– no reniega del espíritu de trascendencia: lo protege de sus malos sacerdotes, empeñados en desconocer cuánto le debe al ridículo con el que marcha. En un momento de Del caminar sobre hielo escribe, abismado: “Comiendo un sándwich me tragué por error la punta de la bufanda”.



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Herzog caminó de Munich a París en 1974, veintidós días, entre el 23 de noviembre y el 14 de diciembre. Lotte Eisner, cuya vida estaba en riesgo, murió nueve años después, cerca de los noventa. Explicaciones posibles: o el diagnóstico estaba errado, o Eisner era un búfalo, o los pies de Herzog la salvaron. En la Laudatoria con la que termina el libro, pronunciada en 1982 con motivo de la entrega a Eisner del premio Helmut Käutner, Herzog le dice a su amiga: “Tiene permiso para morir”. En Herzog por Herzog cuenta más extensamente: “Yo caminaba contra la muerte de Lotte. Sabía que si viajaba a pie ella estaría viva cuando llegara. Unos años después de aquella caminata mía estaba casi ciega, no podía caminar ni leer ni tampoco ir al cine, y me dijo: ‘Werner, estoy bajo un hechizo que no me deja morir. Estoy cansada de la vida. Ahora sería un buen momento para mí’. Y yo le dije en broma: ‘De acuerdo, Lotte, aquí y ahora te libero del hechizo’. Lotte murió tres semanas después”.

No habría que desestimar esta historia entregándola a la probabilidad o la suerte. Estamos hablando de Herzog. En un momento, agotadísimo, con dificultades para sostenerse en pie, escribe en el diario: “Transformo un caer hacia adelante en caminar”. Debería haber memes con su cara como los que hay con la de Mascherano.
 Cuando Herzog se corta sangra el cuchillo.

(Actualización julio – agosto 2015/ BazarAmericano)


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