martes, julio 07, 2015

Poesía para las masas

Por Gonzalo León para Perfil



Vladimir Maiakovski fue una figura protagónica de las vanguardias que electrizaron al siglo XX. La reciente reedición de un libro de crónicas y la próxima aparición de su obra poética en editoriales argentinas son la ocasión ideal para volver a su legado.

Maiakovski tenía 18 años, dieciséis dientes podridos, dos hermanas y un solo lector. Escribía poesía lírica pero roncaba como un poeta épico”, así empieza Prohibido entrar sin pantalones, del español Juan Bonilla, una estupenda novela biográfica del poeta georgiano nacido un 7 de julio de 1893. Y líneas más adelante agrega: “Tenía todos los libros de Gorki, algunas novelas de Dostoievski, un libro de cuentos de Gógol y un solo lector”. Ese lector era David Burliuk, a quien Maiakovski conoció en la Escuela de Bellas Artes en Moscú; una noche, Burliuk, mientras caminaban, le pidió que recitara un poema y Maiakovski le soltó un par de versos; comenzaba esa noche la carrera del poeta futurista, del provocador, del dramaturgo, del bolchevique que creía que la Revolución Rusa debía tener una revolución en las artes. En un mes casi la mitad de su obra estará nuevamente disponible en las librerías argentinas, de la mano de Poesía lírica, que editará en septiembre Blatt & Ríos, y de Mi descubrimiento de América, que Entropía publica por estos días. Por eso resulta pertinente determinar quién fue este escritor y su importancia.

En el prólogo de la antología Poemas, de Maiakovski, publicado por la editorial española Ediciones 29 en 1977, el poeta argentino Federico Gorbea explica que en un primer momento Maiakovski se hizo importante “no tanto por lo que escribe, todavía poco seguro en su expresión, como por sus modales y declaraciones”. El componente teatral de sus declamaciones lo van haciendo conocido en bares futuristas, esta teatralidad es fomentada por su amigo Burliuk, con quien, como aparece en Prohibido entrar sin pantalones, “leían juntos los letreros de las tiendas, bocadillos a cinco kopeks, los mejores bocadillos de Moscú, pruebe la nueva navaja de afeitar de la casa Phillips”. En 1923, al fundar la revista del Frente Izquierdista del Arte, LEF –que pese al escaso tiraje consigue gran impacto–, se convence de la importancia de la consigna, de la publicidad. “La publicidad”, decía, “es la poesía de la más alta coherencia”. De ahí que dos años después creara una agencia de publicidad, en la que dibujaba carteles, hacía las etiquetas y escribía los textos.
Maiakovski fue un escritor vanguardista, que incursionó en la actuación tanto en cine como en teatro. Según la esposa de Máximo Gorki, “habría sido un magnífico actor si se hubiera dedicado al teatro”. Sin embargo, la teatralidad le servía para encarnar el futurismo, que no era una tendencia literaria para él, sino una forma de vida. Pero este escritor además acompañará a la Revolución Bolchevique desde los inicios con distinta suerte: en 1908, con 14 años, se afilia al partido bolchevique, y poco después pasa once meses en la Cárcel de Reading; en 1915 se enrola en el ejército pero no va al frente de batalla; desde 1913 y aun después de la revolución bolchevique da conferencias por toda la Unión Soviética.
Es precisamente después de su estadía en la Cárcel de Reading cuando abandona su militancia política y se da cuenta de que no había necesidad de adherirse al partido, porque entre otras cosas el futurismo y la revolución tenían un enemigo en común: el pasado inmediato. En esa época empieza a leer a esos delicados simbolistas rusos, a quienes años más tarde combatirá hasta los golpes, por considerarlos representantes de la burguesía; lee también a Shakespeare, a Byron, a Tolstoi y a Pushkin. “La novedad formal me excitaba –recuerda en su autobiografía–. Pero lo sentía ajeno. Los temas, las imágenes de esos autores no pertenecían a mi vida”. Laura Estrin, en el prólogo de Poesía lírica, dice que continuó el “romanticismo que traía del simbolismo ruso, un romanticismo con un afán pedagógico, con un intento de educación de las masas y del arte mismo, evidente en las vanguardias”. Pero además “se supo blasfemador, sarcástico, combativo, armador de una obra que había procurado desagradar, injuriar”.

Debido a esa convicción uno de sus  primeros libros fue víctima de la censura, apareciendo con seis páginas de puntos suspensivos, pero no le importó porque era un rupturista que empezó reemplazando el nosotros que los simbolistas rusos usaban por el Yo, como se llamó su primera recopilación de poemas. Su tercera publicación fue una obra de teatro que un error de imprenta quiso que se llamara Vladimir Maiakovski. Como relata Juan Bonilla, ésta era “una tragedia carcajeante en la que el poeta cargaba con las lágrimas de todos los ciudadanos que vivían en la ciudad agotada y angustiada que terminaba con estos versos: He escrito todo esto de vosotros, pobres ratas. Siento no tener pechos para amamantaros como una nodriza”. Y concluía con: “Me llamo Vladímir Maiakovski, como todo el mundo”. Maiakovski y el grupo de futuristas rusos al que también pertenecían Viktor Shklovski (precursor del formalismo ruso), Boris Pasternak (autor de Dr. Zhivago, donde Maiakovski aparece como personaje, y que ganaría el Premio Nobel de Literatura), Kamenski, Jliébnikov y Burliuk, estaban en contra de quien era considerado el fundador del futurismo, Filippo Tommaso Marinetti. Para Maiakovski, era un aristócrata y un mendaz. De ahí que cuando anuncia una visita Rusia su grupo decide hacer algo.
Fue en un teatro de Petersburgo donde Maiakovski desafía a pelear a Marinetti; los organizadores protegen al fundador del futurismo, quien, como consigna la novela Prohibido entrar sin pantalones, “no sabía por dónde huir, trataba de imponer la calma, de sosegar a sus atacantes, en una actitud muy poco futurista para quien había declarado que la guerra era la sola higiene del mundo y quien había dicho que nada hay más poético que la violencia de los puños devorando un rostro hermoso”. Al final llegó la policía, que se llevó al grupo de Maiakovski a una celda y a Marinetti a un lugar seguro. Mientras estuvieron en esa celda decidieron una cosa más: hacer cine, no para representar a la realidad, sino para cambiarla.

Las tensiones con el poder –Lenin sabía quién era, de hecho Maiakovski escribió un largo poema a su muerte– fueron conocidas, o más bien el poder puso el ojo en el autor de Poesía lírica. Federico Gorbea escribe que le pesa su “falta de ‘experiencia de arte’” y le preocupa su ignorancia a tal grado de que si se queda en el partido, “deberé pasarme a la ilegalidad”. Y la ilegalidad implicaba “no aprender nada”. Para Maiakovski, el arte no se podía ordenar, o en palabras de Estrin: “Ese Estado que fue por el arte fue también por la ciencia y por la vida”. Laura Estrin señala que Trostski lo retrataba de este modo: “Llega por el camino más corto, la bohemia rebelde perseguida. Y eso lo ve en las metáforas y en las imágenes del poeta en evidente comunión con las ciudades, los paisajes”. La poeta Juan Bignozzi dice que pese a ser un poeta que hace más de cincuenta años que no lee, aún recuerda versos de memoria, “sobre todo porque correspondían a nuestras discusiones de ese tiempo. Recuerdo: Venerables camaradas de los tiempos venideros/revolviendo la mierda endurecida del presente”. Agrega que en la poesía joven argentina nunca escucha nombrar a Maiakovski “tal vez porque los venerables camaradas cambiaron para siempre en la segunda mitad del siglo XX”.

La obra de Maiakovski está compuesta además de la poesía lírica, por las poesías épicas, teatro/cine/circo y Mi descubrimiento de América y un poema escrito en prosa. Para Damián Ríos, uno de los editores de Blatt & Ríos, el interés por editar a Maiakovski se debió a un contexto en que la editorial está saliendo con varias colecciones nuevas, y dentro de eso hay una colección de rescates, “en ese marco nos encontramos con la prologadora del libro, Laura Estrin, que además es profesora de lenguas eslavas en la UBA, y con los traductores Julio Franchi y una traductora rusa que tenían este trabajo y, como las traducciones disponibles eran pocas y en particular de este libro muy gallegas y dispersas, decidimos publicarlo”. La idea entonces fue arrancar esta colección de rescate con un clásico que no circula hace mucho tiempo y darle un lugar. Entre las razones que esgrime Ríos es que “gran parte de la poesía argentina está muy influida por el modernismo anglosajón, es decir, todo lo que es poundiano, T.S. Eliot, Wallace Stevens, y rescatar este clásico es poner en discusión esa influencia y hacer circular otro tipo de relación con la lengua poética”.

Hacia mitad de los años 20 empiezan los viajes al exterior del autor de Poesía lírica. La revolución de 1917 provocaba interés entre intelectuales y artistas del resto de Europa, por lo que su figura, su ira, captan la atención de ellos. En París conoce a Louis Aragón, al pintor Robert Delauney, pero como no maneja ningún idioma con excepción del ruso, siempre se ve obligado a recurrir a un intérprete. París es parte de su plan de dar la vuelta al mundo. De ahí continúa en vapor a La Habana, donde hace una pequeña escala, y luego a México, desembarcando en Veracruz y prosiguiendo camino por tren hasta Ciudad de México, donde lo espera Diego Rivera. Después de una breve estancia continúa hasta Laredo, ciudad fronteriza, donde la policía de inmigración estadounidense lo detiene.

El libro que retrata este periplo es Mi descubrimiento de América, donde entre muchas peripecias y agudas observaciones relata la historia de un argentino que ingresó como hijos a Estados Unidos a seiscientas personas a cambio de doscientos cincuenta dólares cada uno. La impresión que se lleva de Estados Unidos es la de un imperio con ciento diez millones de habitantes, donde unos pocos tienen el beneficio de las ganancias y donde los afroamericanos (doce millones) son el más bajo peldaño de la escalera social, a ellos los invita a leer a dos escritores de orígenes africanos: a Pushkin y a Dumas. Se pregunta: “¿Por qué no pueden los negros considerar a Pushkin un escritor propio?”. Como contraparte, se sorprende de la cantidad de blancos miembros del Ku Klux Klan (entre cuatro y cinco millones). En los tres meses que Maïakovski permaneció ahí, Estados Unidos ayudó a derrocar un gobierno en Venezuela, amenazó a Gran Bretaña y a Francia para que pagaran sus deudas contraídas durante la Primera Guerra. Fue en esta época en la que el presidente Coolidge formalizó “la palabra americano en algo exclusivo para los estadounidenses”.

A diferencia de la traducción de Blatt & Ríos, la de Entropía apareció hace unos años en la editorial española Gallo Nero. Pese a ello, Sebastián Martínez Daniell, editor y responsable de este libro, dice que no es lo mismo leer a Maïakovski en 2015 que hacerlo en 1930 ni tampoco en Estocolmo que en Managua: “Leer es presenciar la colisión de dos subjetividades al interior de un lenguaje personal”. De ahí que despegue la vigencia de este autor y en particular de este libro de crónicas de cualquier coyuntura: “Mi descubrimiento de América es un texto que puede leerse, disfrutarse y discutirse conociendo o desconociendo la relación entre Maïakovski y el movimiento futurista; conociendo o desconociendo la relación entre Maiakovski y el régimen soviético (del cual fue, en distintas etapas, férreo defensor, víctima y prenda de utilización propagandística)”. Ahora por qué publicar este texto hoy y en la Argentina, la respuesta está en la colisión de esas dos sensibilidades: la de Maiakovski y la forma “en que esa sensibilidad se transforma en escritura” y la de los editores “que han tenido la suerte de que el texto llegara a sus manos”.


Es durante estos meses en Estados Unidos en los que se entera de que Ediciones del Estado no se haría cargo de la edición de sus obras completas, ni de ningún poeta vivo; el editor le dice que se queje con otro georgiano que había sido nombrado secretario general del Partido un año antes de la muerte de Lenin en 1924: Stalin. Se acerca el fin del viaje alrededor del mundo. En 1926, pese a los inconvenientes editoriales, publica en Rusia Mi descubrimiento de América. Sin embargo, esto no impide que cuatro años más tarde se suicide de un balazo en el corazón. Su nota suicida en verso, según Juan Bonilla, decía: “Estoy en paz con la vida”.

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