martes, septiembre 15, 2015

Érase una vez en América

Alan Pauls lee Mi descubrimiento de América de Vladimir Maiakovski para Radar Libros

 
Padre del futurismo ruso, hombre de la revolución bolchevique hasta su caída en desgracia con Stalin, en 1925 Vladimir Maiakovski viajó a América, si se entiende por tal un breve paso por Cuba y México para recalar en Estados Unidos. Su objetivo era conocer a fondo el territorio con el que alguna vez se entablaría una lucha de fondo y sin cuartel, que mucho después se llamaría Guerra Fría. Entre el espionaje, la bohemia y la observación admirada, Mi descubrimiento de América es una extraordinaria crónica de los tiempos que aún estaban por venir.
Promediado Mi descubrimiento de América, después de darse el lujo de cuerear a Nueva York, cuya burguesía “posee toda la electricidad y come con velas, como un mago que ha conjurado espíritus que no sabe controlar”, Vladimir Maiakovski pone el grito en el cielo y denuncia el golpe de apropiación supremo por el que la palabra “América” pasó a ser sinónimo “natural” de los Estados Unidos de Norteamérica, ninguneando a sus colegas hemisféricos y a las otras dos Américas que la razón geográfica recomendaba incluir. “Los Estados Unidos se apoderaron del derecho a llamarse América por la fuerza, con sus acorazados dreadnought y sus dólares, infundiendo terror en las repúblicas y las colonias vecinas”, escribe el poeta futuro-bolchevique, para quien las palabras son tan un campo de batalla como las calles, la tierra, los medios de producción o las fronteras. No es casual, pues, que decida prologar su entrada al territorio norteamericano honrando con su visita a dos de los vecinos perjudicados por el abuso semántico. En La Habana come coco verde y una parodia de banana y presta su oreja a las efusiones nostálgicas de una mecanógrafa de Odessa; en la ciudad de México se pone en manos de Diego Rivera, asiste a tabernas donde las botellas se descorchan a balazos y calibra la extravagancia de una historia política que en treinta años acumula treinta y siete presidentes, treinta de ellos generales.
Sin embargo, no es sólo la solidaridad frente al anexionismo imperialista lo que explica ese rodeo latinoamericano. En rigor, Maiakovski pasa por Cuba y México por necesidad, porque su visa para entrar a Estados Unidos (originalmente de “artista comercial”, gestionada por un amigo ruso, el pintor y poeta futurista David Burliuk, que vivía en EE.UU. desde principios de los 20) tarda en llegarle, un contratiempo que ratificaba su ominoso prestigio de emisario de la revolución pero desaconsejaba todo intento directo de acceder al país. (Entrará por tierra, por Laredo, y con visa de turista por seis meses, previo depósito de 500 dólares.) Tal como las describe en la primera mitad de su crónica, esas paradas, por lo demás, parecen menos un tributo a la América excluida de América que los aperitivos sabrosos con los que hace boca el poeta-etnógrafo a medida que se acerca el plato verdaderamente fuerte de la comida: Estados Unidos, blanco último de toda su curiosidad y, naturalmente, de sus más aviesas intenciones.
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