José Villa lee Los modos de ganarse la vida, de Ignacio Molina, y escribe para la revista Ñ:
Lo primero, o lo esencial, que este relato propone es el tema del desorden de la realidad y el orden de la narración. La meticulosidad del narrador, la primera persona gramatical casi constante, organiza un recorrido que casi siempre es exterior, con alguna que otra elipse o cambio de punto de vista, que aun siendo muy leves, son importantes si se tiene en cuenta que el relato es muy liso. Los modos de ganarse la vida, primera novela de Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976), quie publicó Los estantes vacíos (cuentos, 2006), Viajemos en subte a China (poesía, 2009) y Tribus urbanas (ensayo, 2009), propone un minucioso desplazamiento por la vida cotidiana fijando cortes en la percepción y trazos para la interpretación. Las palabras quieren reflejar ni más ni menos que el hecho: si se fuma marihuana, sólo se fuma marihuana, no provoca mayor efecto que el acto de decirlo. El recorrido del narrador protagonista es el del joven y adulto ciudadano medio de la gran urbe (Buenos Aires): calles, bares, oficinas, dudosos amigos, amantes, esposas, continuo relato del desapego. No obstante, hay una serie de equidistancias y comparaciones, observaciones que viajando por el vacío de la narración finalmente se casan con otra. Cada tanto, el relato se cierra y, principalmente, se fija, aunque el intento sea el de constituir una narración “pura”, con poca escena: cada tanto ocurre que, por acumulación, empiezan a emerger nombres propios bastante convencionales (de novela natural) y objetos del consumo, sucesos mediáticos o episodios que afectan cierto tono sentimental del narrador. Uno termina preguntándose en qué papel se anotaron tantos hechos memorizados, en qué tiempo se escribe el relato y, por último, por qué el narrador oculta lo que oculta. Posiblemente, porque utiliza la narración para decir: yo no soy éste, cuando narra, y ésta es la verdad de la historia, cuando hay un silencio antes de que el relato vuelva.
martes, septiembre 28, 2010
Las palabras y las cosas
miércoles, septiembre 22, 2010
Chejfec recomienda
Sergio Chejfec lee Manigua, de Carlos Ríos, y lo recomienda en la undécima edición de Cuatrocuentos:
"A veces la realidad nos depara libros oscuros y al mismo tiempo maravillosos. Este sería un claro ejemplo de ello. El vínculo que establece esta novela (que no podría llamarse breve sino, todo lo contrario, fragmentaria) entre la así llamada realidad, el relato entrecortado y múltiple, y las historias míticas sobre lo social, te deja con la sensación de haber recibido, sin darte mucha cuenta, un diagnóstico sobre lo que te constituye y rodea, sobre tu cultura y la barbarie acumulada que ella oculta. Mientras la leía recordé a Zelarrayan, a Taborda, a Cohen, a Fogwill. A todos y en particular a ninguno, que es la mejor manera de olvidar."
martes, septiembre 14, 2010
El otro lado del realismo
Fernanda Nicolini lee Hélice, de Gonzalo Castro; Varadero y Habana maravillosa, de Hernán Vanoli; Las estrellas federales, de Juan Diego Incardona, y Punta Roja, de Daniel Diez, y luego escribe para Ñ:
En Hélice (Entropía), la segunda novela de Gonzalo Castro, el protagonista es un abogado asesor de empresas con problemas de pareja que le escribe casi a diario a una persona de la que está distanciado. Si no fuera porque su tarea es diseñar un país para que lo habiten artistas y que los autos funcionan en piloto automático -entre otros detalles futuristas-, se leería como la historia de un hombre en crisis en el mundo actual. Los cuatro relatos de Varadero y Habana maravillosa (Tamarisco), primer libro de Hernán Vanoli, parten de situaciones cercanas: una manifestación reprimida, vacaciones familiares en Cuba, alguien que vuelve de España, dos hermanos que ofrecen un servicio de turismo obrero para gringos. Hasta que un elemento sacude los parámetros de lo conocido y la escena se subvierte de un modo casi ballardiano. En Punta Roja (El 8vo Loco), de Daniel Diez, y Las estrellas federales, próxima novela de Juan Diego Incardona, las referencias geográficas e históricas delinean un contexto próximo habitado por criaturas fantásticas. En el primero, un grupo de investigadores del Conicet espera la aparición de las “gábulas” en la orilla del Salado; en el segundo, la contaminación de la cuenca del Matanza sirve para plantear las consecuencias del cierre de fábricas en los 90 en clave de ucronía.
Decisión política, búsqueda de nuevos recursos narrativos o resultado no premeditado, lo cierto es que estos cuatro autores nacidos en la década del 70 corren la frontera de lo real. Pero lo hacen sin interesarse especialmente en un género -la ciencia ficción o el fantástico-, ni sentirse deudores de una tradición local que tiene en su vértice a Borges, Bioy Casares o Angélica Gorodischer. Al contrario: como parte de una generación encorsetada en cierto realismo marcado por la llamada literatura del yo, abren un hueco, iluminan las limitaciones de trabajar con lo cotidiano, y van un poco más allá. Huyendo, en lo posible, de las etiquetas.
Gonzalo Castro –a quien le llevó nueve años escribir la novela en medio de sus tareas como arquitecto, responsable del sello Entropía y director de raras películas- es el más enfático a la hora de desmarcarse: “Soy realista, sólo que soy realista en lo lateral. En lo esencial soy vitalista, abogo por la energía y por el espacio narrativo y creo que la realidad se refleja únicamente en las cosas concretas. En los esquemas más amplios de la vida, y de las novelas, la realidad no tiene ninguna importancia”.
Ajeno a las categorizaciones, dice que los trazos futuristas de Hélice no buscan ninguna filiación con la ciencia ficción: “Los incluí buscando oxigenación, algo de incertidumbre temporal que me separara de las referencias más cotidianas. Igual los elementos no-reales son pocos y están tratados con la naturalidad de alguien que convive con ellos, con lo cual no se les exige una prueba descriptiva profunda: el éxito de esos artefactos casuales depende más del lector que de mí.”
Hernán Vanoli, que publicó cuentos en antologías y está al frente de la editorial Tamarisco, reconoce que su intención inicial era escribir dentro de los márgenes de lo real, pero que las formas ya ensayadas del realismo no lo satisfacían. “Algunos me señalaron que el libro es una suerte de ‘costumbrismo intervenido’, y me gusta esa idea como programa. Tengo la voluntad de tensionar ciertos elementos que valoro de la hegemonía simbólica del relato realista actual, como el pensamiento sobre lo social, pero busco que el realismo no sea un paradigma sino una frontera por la cual entrar y salir”, explica.
Sin embargo, lo que para Vanoli hace que un texto sea más o menos efectivo a la hora de tensionar esa realidad, no es el género sino el concepto que se tenga de la función de la literatura: “Yo no creo que lo no-realista sea de por sí más interesante, sino que hay que ver qué relaciones sociales concretas y efectivas se traman en cada libro. No me interesan el delirio ni las fantasías técnicas; me interesan las fronteras donde los cuerpos trafican con las tecnologías y donde las tecnologías profanan los cuerpos: desde ahí hay que pensar las cuestiones de ciudadanía cultural y literaria”.
Juan Diego Incardona, que ideó una suerte de “peronismo fantástico” con El Campito (Mondadori), también cree que hay una decisión política en la elección de temas y el recorte geográfico con el que trabaja (el Conurbano bonaerense). Pero no le atribuye la misma racionalidad al uso del género fantástico. “No fue una decisión consciente sino el resultado de los mecanismos de la imaginación –cuenta-. Me gusta inventar paisajes y criaturas, pero trato de que eso esté conectado con la realidad, que lo fantástico sea en versión local, más material que existencial.”.
El quiebre del realismo en algunos de los relatos de Daniel Diez que integran Punta Roja –su primer libro- tampoco forma parte de un programa literario, sino que es resultado del mismo acto de escribir: a veces lo fantástico, dice, le funciona como disparador y otras, incluso, lo ayuda a creer en la historia. “Pienso a la línea que separa lo fantástico de lo real como muy fina, borrosa y escurridiza. En el caso de algunas de las criaturas de mis cuentos, podrían existir perfectamente y por eso, por lo general, el ambiente en el que aparecen resulta conocido. De todos modos, no me preocupa el tema de los géneros ni tampoco creo que la única forma de tratar ciertos conflictos sea a través del realismo”.
Quizás estas incursiones más allá del contorno de lo real sean una manera, como dice el crítico Pablo Capana a la hora de definir la ciencia ficción, de acudir al pensamiento lateral para tomar distancia y mostrar el otro lado del realismo: su costado hipotético.
martes, septiembre 07, 2010
La épica de lo particular
Patricio Feminis leyó Los modos de ganarse la vida, de Ignacio Molina, y escribió esta reseña para el suplemento Cultura del diario Perfil:
En la combinación de intuiciones y temores, lo pasajero y lo inevitable, el asumir que sólo se puede dejar la rutina, tal vez, con fatalidad, está el peso de los miedos de ganarse la vida que ofrece Ignacio Molina en su primera novela: en tratar de ir más allá de las experiencias aparentemente nimias o contingentes de dos, tres, cuatro jóvenes (luego, algún otro, olvidado; alguien venido de Europa, uno de Mendoza; el que se quedó a pelearla en Buenos Aires luego de la crisis) entre los cuales oscila Los modos de ganarse la vida, con el buen oficio de quien sabe mirar lo cotidiano sin volverlo escándalo o artificio. El valor, aquí, está en los puntos de vista contrastados sobre el día a día cuestionado: un accidente podría detener las cosas o despertarlas; el amor podría irse, o una pareja reencontrarse; alguien, robar porque sí; un embarazo, ocurrirle a otra; unas vacaciones en la playa, tiempo muerto; un amigo de antes, recobrado, menos que nada.
Es la épica de lo particular, o sus posibilidades girando en las mentes correlativas de sus amigos -Luciano, Guillermo-: uno, contado en tercera persona; el otro, buscándose desde la primera, como puede, y cada uno lo que elige ver o irá viendo con su novia, con quien vive. ¿Demora uno en pensarse, en ponerlo en blanco? ¿Actúa, o está ahí para que las cosas ocurran? Molina no frena a su narrador para comprobarlo; no encierra intimidades en el tono del diario privado: el entorno y el mundo mismo debe modificarse con cada vínculo o decisión, como una compuerta abriéndose lentamente. No es casual que ciertos datos de contexto aparezcan sin muchas repercusiones directas en la trama: esa dificultad, en el relato, es la que han de vivir los personajes desde una ciudad grande y caótica, donde la rutina es fuga: algo más lejos, afuera -saben ellos-, podrían estar pasando otras cosas.