miércoles, enero 30, 2013

Fotos encontradas por azar

Jonás Gómez lee Cuaderno de Pripyat, de Carlos Ríos, y entrevista al autor para Tiempo Argentino:

En estos días Editorial Entropía editó Cuaderno de Pripyat, el nuevo libro de Carlos Ríos. La novela gira en torno a Malofienko, que tuvo su infancia en Chernobil, en los años del accidente nuclear. Pasado el tiempo, Malofienko regresa para filmar un documental que lo ayude a comprender, tanto su pasado como lo que sucedió en la zona.

Con respecto a la escritura trabaja con la condensación del lenguaje poético, en un tono personal, fragmentario, que desarrolla y propaga sus elementos. Cuaderno de Pripyat se construye a partir de uno de los grandes atributos de Carlos Ríos: la imaginación.

–¿Cómo surgió la idea de Cuaderno de Pripyat? ¿Cuál fue el germen del libro?
–Estaba trabajando en un diario de México, en Puebla, donde viví siete años, y por azar encontré unas fotos de Pripyat. Por supuesto que conocía, como mucha gente, lo que había ocurrido en Chernobil, y en Pripyat, que es la ciudad en la que está el reactor 4. Me impactaron mucho las fotos, eran de una página artística que ya no está online. Ese fue el chispazo, el detonante.

–¿Qué fue lo que te llamó la atención en esas fotos? ¿Hubo algo con el color, en las estructuras de la ciudad?
–En principio, lo que me impactó fue ver una ciudad vacía, abandonada, muerta, una ciudad sin gente. Había muchos artefactos, objetos, desde muñecas hasta sillones en algún hospital, libros tirados en el piso en escuelas y bibliotecas, la famosa rueda del parque de diversiones, que es una foto emblemática de Pripyat. También me llamó la atención la vegetación, escasa, pero metiéndose por todas las grietas, copando todo el espacio. Fundamentalmente fue eso, el vacío. Uno asimila el espacio urbano con la gente que lo habita, que lo recorre, y en estas fotos no había gente recorriendo o habitando ese lugar. 

–En algunas de tus obras anteriores, Manigua, A la sombra de Chacki Chan, incluso en Cuaderno de Pripyat, hay un elemento recurrente, la ciudad en ruinas, los desechos, en este caso Pripyat está destruida, en el caso de Manigua hay una ciudad construida a base de cartón, plástico. ¿Hay algo en los desechos que te llama la atención o es algo que apareció en los textos sin que lo buscaras?
–Digamos que soy un escritor un poco carroñero, cartonero, en México dirían pepenador. Me gusta trabajar con los restos, con lo que va quedando fuera del circuito social de los relatos. Escribir fue darme la oportunidad de habitar ese espacio vacío. También me interesaba ver las transformaciones que suceden en los que se quedaron. En la novela está la ciudad vacía, un centro vacío, y alrededor se configura un anillo habitacional, la gente entra desde ese anillo y saca muebles, caza animales, comercia con esa zona de exclusión a la que no se puede entrar. El protagonista vuelve con el afán de documentar esa realidad. Volviendo al tema de la ciudad construida con desechos, me interesa la inestabilidad, el momento en el que una ciudad, que es algo construido aparentemente para siempre, se desintegra, se pierde. 

–El anillo construido alrededor de Pripyat funciona como una réplica de Pripyat, ¿la historia de amor entre El destazador y Preobrazhénskaya sería la réplica de la historia de amor entre Malofienko y Fridaka?
–Pienso que tiene una estructura de muñecas rusas. Serían como versiones de la misma historia. Hay una historia central, que es la de Malofienko, y por otro lado están sus incursiones al centro vacío, donde está el reactor, están las entrevistas que él hace y los testimonios que recopila de la gente que vive alrededor del anillo, y está la historia sentimental entre él y su novia urbanista, que está en Noruega. También aparece un cuaderno, un diario alucinado a partir de los personajes que conoce, que adquieren una dimensión irreal. Un diario busca testimoniar la experiencia, acá Malofienko la ficcionaliza al límite, hace delirar la historia hasta que la historia es otra y los personajes se distorsionan. Esto se relaciona con las mutaciones que sufrió la gente que vivía ahí y que fue evacuada en el '86. Los animales, las plantas, las personas, todos sufrieron en carne propia esas transformaciones. La operación fue llevar al sistema de la novela esa contaminación, esas mutaciones que ocurrieron en el '86.

–Otro elemento que aparece en tus libros es el origen en torno a la violencia, a la tragedia, de los protagonistas. Está muy presente la carga de los vínculos padre-hijo entre los protagonistas y sus padres. ¿Es algo que te interesa marcar en los textos o apareció involuntariamente?
–Cuando escribí Cuaderno de Pripyat no encontré conexiones directas con Manigua, pero hay ciertos temas, está la cuestión de la búsqueda, lo filial, lo familiar está el movimiento, el traslado de personas por un espacio. Está, también, la voz de autoridad del padre. Y están presentes la dispersión y la fragmentación. Quizás leyendo las dos novelas haya ciertos elementos similares en la configuración. La intensidad original es la misma, parten de un mismo centro, pero cada una va hacia un lugar diferente. En Manigua se alterna una voz en primera persona con una voz en tercera, en el caso de Cuaderno de Pripyat hay un mosaico de voces, hay un narrador, pero los personajes intervienen, hablan en primera persona de sus experiencias. 

–También está presente la yuxtaposición de culturas, de realidades, los personajes ocupan el mismo espacio pero cada uno lo percibe de distinta manera.
–Creo que cada uno se inventa su propia ciudad. Hay una tensión entre los modos culturales de vivir una ciudad y la percepción propia que uno tiene de la ciudad. La novela, de algún modo, intensifica la particularidad de cada personaje en la mirada. Me gusta que la novela no pierda cierto aspecto informativo. Soy muy curioso de las culturas, hago indagaciones, leo manuales, antropología, soy como una especie de etnógrafo virtual, de Internet. Pero todo se mezcla, en Cuaderno de Pripyat hay elementos de Ucrania, pero también de México y Argentina.

–En los últimos años se generó una tendencia a editar libros breves, editoriales como Pánico el pánico, Nudista, Clase Turista, Tamarisco, mismo Entropía, están publicando prosa breve. ¿Cómo llegás a la extensión de tus novelas?
–Llegó a través de la escritura poesía, del intento de lograr una pequeña totalidad. Un capítulo corto es como un poema, así escribí Manigua. Cuaderno de Pripyat es un trabajo de siete años, hay capas narrativas superpuestas, es una experiencia diferente de escritura. Si escribís 300 páginas inevitablemente tenés que formular momentos de transición, pasajes, yo necesito menos lenguaje, menos palabras, me siento cómodo en la brevedad.

lunes, enero 28, 2013

Problemas de clasificación

El suplemento No, de Página 12, recomienda Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, como lectura de verano:

«Los campus universitarios son escenarios ideales para el rodaje de guiones sobre el derrape (Old School), la autosuperación (A Beatiful Mind) o la mezcla de ambos (Wonder Boys). Si esta novela del puertorriqueño Luis Othoniel Rosa llegara a las manos de algún productor, se vería seriamente seducido y con problemas de clasificación. Tiene todo para ser una de estudiantina yanqui, pero también una de suspenso bastante marihuanera, o una buddy movie de corte indie –por su afán metadiscursivo permanente– y, ya que estamos, un documental alla Michael Moore por referirse al imperialismo debajo del río Grande. Todo en poco más de 80 páginas.

El narrador es un latinoamericano que cursa su doctorado de Literatura en Princeton (aquí “El Pueblo de la Princesa”). Lo acompaña su roomate y amigo Alfred Dust, un norteamericano de habilidad natural para dejarlo mal parado, con quien tiene largas fumatas frente a un lago. Las traiciones por mujeres –y por ego– no tardan en llegar. Las discusiones sobre literatura –en especial la argentina– tampoco. Abundan las postales universitarias, con sus claustros, fiestas y un microterrorismo algo zonzo de llamadas telefónicas –aunque se palpa la paranoia post 11-S–. Por otra parte, el rastreo de histórico de la Era del Guano (cuando Perú exportaba excremento) sirve de metáfora, telón de fondo y eyección de la relación entre dos personajes –y mundos– que se admiran en silencio y desprecian a los gritos. “La importancia de la mierda, entonces, está ligada al surgimiento del continente y a la expansión imperialista norteamericana sobre Latinoamérica”, escribe Othniel citando fuentes. Antes del final, un pájaro acuático levanta vuelo mientras el dúo charla en un puente, y el narrador tiene miedo de que el ave le cague encima. “Cualquier gringo, incluso Dust, me puede declarar territorio norteamericano según el Guano Island Act”, explica.»

viernes, enero 18, 2013

Las diez respuestas

Quintín lee a Carlos Ríos en el suplemento cultural del diario Perfil y a partir de allí propone una aproximación a sus novelas Manigua y Cuaderno de Pripyat:


«Todos los domingos en la página 2 de este suplemento se publica una entrevista a un escritor. Eso ocurre, si la memoria no me falla, desde que Perfil aparece los domingos y las preguntas —como en el célebre Cuestionario Proust— son siempre las mismas. En los últimos tiempos, Malena Sánchez Moccero es la responsable de la sección, que se llama “Las diez preguntas”. Siempre leo el interrogatorio con la esperanza de que los escritores digan cosas con las que estoy de acuerdo o que, al menos, me llaman la atención, pero a la altura de “¿Cuál es su autor favorito vivo” me empiezo a decepcionar y cuando llego a “Quién debería ser el próximo Nobel” ya estoy completamente harto del sujeto y me prometo no leer nunca un libro escrito por esa persona. Y ni hablar cuando la respuesta a la última pregunta (“¿Cuál es su comienzo favorito en la literatura universal?”) es algo tan trillado como “Pueden llamarme Ismael” o “Lolita, luz de mi vida…” Por eso, cuando hace quince días le tocó el turno a Carlos Ríos, estuve a punto de organizar una fiesta en su honor. No lo conozco a Ríos, pero es de Santa Teresita, acá cerca.

Las respuestas de Ríos resultaron de dos tipos: las que celebré porque compartía su opinión y las que me resultaron estimulantes por lo insólitas. Entre las primeras, la del autor favorito: César Aira. “es difícil sustraerse de sus libros, incluso para aquellos que son reactivos a su literatura y se enojan con nosotros, los que decimos que es un escritor genial. Su sistema descriptivo es un acto de vanguardia tan poético como invencible”. Eso mismo. No podría haberlo expresado mejor. La otra respuesta que me dio ganas de aplaudir fue que eligió como mejor comienzo el de Conquista de lo inútil de Werner Herzog, un libro que a su debido tiempo probará que como su autor hizo demasiadas películas, el mundo se perdió un escritor extraordinario.
Una vez convencido de que Ríos tiene la llave de la literatura, pasé a querer leer todas los libros de los que habla: Huevo o cigota de Esteban López Brusa, Literatura argentina de Pablo Farrés, O mundo fora dos eixos de Bernardo Carvalho (en portugués si es preciso),Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, de Daniel Sada. Por último me detuve frente a un nombre, Nemesio Gamboa, a quien Ríos propone para el Nobel. Probé con Google, pero Google no conoce a Nemesio Gamboa.

Convencido de que Carlos Ríos será de aquí en más mi oráculo literario, leí Cuaderno de Pripyat, su segunda novela, que Entropía publicó hace un par de meses. Ya había leído Manigua, la primera, y entre los dos textos arman la imagen de un escritor completamente exterior a los cánones. Ambas hablan de viajes que el protagonista emprende al lugar de su nacimiento luego de que allí ocurriera una catástrofe terrible. Manigua transcurre en Africa, en un lugar que podría ser Kenya, pero sobre el que pesa una masacre que recuerda a la de Ruanda. Pripyat fue evacuada tras el accidente de Chernobyl y es hoy una ciudad fantasma, que Ríos describe poblada por hombres y animales salvajes, violentos, contaminados por la radiación, destruidos por un siglo de burocracia. (Aunque en Oslo, la contracara civilizada de Pripyat, las cosas no van mucho mejor). Ríos se interesa por el suahili y el ucraniano, los idiomas de los lugares en los que transcurren sus historias, y su perspectiva parece la de un escritor sin territorio, ligado en todo caso a los emigrantes y los expatriados. En Pripyat, por ejemplo, aparece la escritora ucraniana Oksana Zabuzhko traduciendo a Clarice Lispector. Pero resulta evidente que Ríos dibuja un mapa geográfico y literario cuyas referencias son un secreto muy bien guardado y al que la entrevista y los libros son solo puntos de entrada.»

miércoles, enero 16, 2013

Teoría y humo

Luciana De Mello lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para Radar Libros:


«Otra vez me alejo es una novela marihuanera y a sus efectos debe su forma y extensión. La motivación también es clara: escribir una novela fragmentaria, donde no haya una sola historia sino un devenir de relatos que cuenten siempre lo mismo, esos cinco temas contenidos en la Ilíada que se repetirán a lo ancho y a lo largo de la literatura universal por más originalidad que se ensaye. Sin embargo, para el autor habría cierta originalidad contenida en las historias de nuestros amigos, aunque todas ellas estén confinadas a desaparecer antes del final. La tragedia –arriesga la novela a modo de hipótesis y gancho para la segunda parte de la trilogía que viene–, una de las desastrosas tragedias de la vida es ésa: nuestros amigos nos esconden sus historias, parten hacia otros lugares dejándonos los relatos inconclusos de su propia vida. Othoniel Rosa sonríe y reconoce que esta idea tampoco tiene nada de original. Es un plagio a Virginia Woolf, dice.

El narrador vive y estudia en el Pueblo de la Princesa –que evoca al Princeton donde el autor hizo su doctorado en literatura– y en medio de esa comunidad de estudiantes internacionales, grupos terroristas, y profesores de renombre, conoce a Alfred Dust, el genio y figura que lo iniciará no sólo en los distanciamientos y avatares de la vida marihuanera, sino también en la conexión “aléphica” de los relatos entre sí. Así es como la trama de Otra vez me alejo está interrumpida y a la vez continuada por los pequeños detalles que conectan una historia con la otra, donde el narrador –alucinado en su búsqueda de amor macedoniana– toma a su amigo como la punta de un ovillo del que comenzarán a surgir todas las historias. Otra vez me alejo es, en este sentido, una novela sobre la nostalgia académica, donde teoría, ficción, y realidad convergen en un punto aclarado –y a la vez empañado– por el humo de la marihuana de un geniecillo que escribe rodeado de bibliotecas, sobre la imposibilidad de esa biblioteca. Y ahí están Borges, Macedonio y Arlt. A ellos los ha leído y a ellos les rinde homenaje en clave también de humor, donde la incoherencia se une a la lucidez más alta.»

lunes, enero 14, 2013

Sistema de desmarcaciones

Silvina Friera lee Cuaderno de Pripyat y entrevista a Carlos Ríos, su autor, para Página 12:

«Las partículas radiactivas de un mundo en ruinas, como suele decirse, desgarran. En el rostro de Malofienko, el hombre que vuelve al lugar donde nació, una ciudad fantasma devastada por el accidente nuclear de Chernobyl en abril de 1986, se enciende la decepción de quien imagina un regreso a toda orquesta. Tenía apenas meses cuando perdió a toda su familia. El propósito de ese viaje es hacer un documental, una reconstrucción acaso improbable en un ámbito donde las “capas incontables de saqueos transformaron la habitación –donde su madre lo escuchó gritar por primera vez– en un espacio simbólico”. En este itinerario imprevisible, emergen dos guías conectados con la rapiña y el tráfico de objetos varios, y una seguidilla de entrevistas y testimonios, como el de Oksana, poeta y “traductora de epitafios”, que acaso encuentra en una cita de Clarice Lispector la medida exacta de la despedida: “No sabré franquear el umbral de la muerte y dar el primer paso en la ausencia de mí...”. En Cuaderno de Pripyat (Entropía), segunda novela de Carlos Ríos, las versiones de poetas y niños ucranianos se acumulan y ensamblan en la tentativa de “abrir un mundo en otro mundo”.

El calor del mediodía provoca que lo que está fuera del radar inmediato de la mirada parezca más lejano todavía. Como si el exceso de luz anulara la vista panorámica. Hace cuatro años que Ríos decidió regresar, luego de vivir ocho años en Puebla (México). Apenas llegó publicó su primera novela, Manigua. Poco tiempo después empezó a dar talleres literarios en cárceles de la provincia de Buenos Aires. La historia de Cuaderno de Pripyat –cuenta en la entrevista con Páginal12– estaba “armada en mi cabeza”. Y sin embargo, hubo un trabajo de campo: miró muchos videos y fotos para dejarse llevar por esas imágenes en las que abunda la desolación post Chernobyl. “No me interesaba escribir una novela realista, aunque cada nombre tiene una referencia en algún jugador de fútbol, un escritor, un arquitecto, una actriz. Me interesaba que los nombres ucranianos fuesen como una caja de resonancia. Si uno va a buscar el origen de esos sonidos, a veces se va a encontrar con que tienen un poco que ver con la novela. Pero otras, no”, subraya el narrador y poeta.

–En uno de los testimonios que aparece en la novela se plantea que nunca se puede volver, que el intento de regresar geográficamente en realidad esconde la intención de volver a un tiempo, lo que es imposible. ¿Malofienko escribe para volver al tiempo porque sólo la literatura le permite esta empresa?
–Ahí se instala una paradoja, porque Malofienko vuelve a un lugar del que supuestamente se fue siendo un bebé. ¿Qué memoria podría tener de un lugar donde solamente nació y no tuvo una infancia y no tiene un recuerdo sensorial? Cuando vuelve bajo la excusa de generar un documental, tiene que reinventar su vida. Tiene que reinventar una biografía pero en un espacio clausurado, vacío, obturado desde 1986 hasta la fecha por el desastre nuclear, por la explosión del reactor número cuatro. Tenés razón: es una tarea imposible volver, pero Malofienko sabe que tal vez no logre refutar la posibilidad de generarse una biografía. Y por eso lo intenta. Trabaja desde la creencia de que tiene que construir una biografía con lo que encuentra a su paso, con los restos de lo que sea.

–Esos restos, como se los llama en un momento en la novela, son de “mampostería verbal”, ¿no?
–Sí, son marcas, heridas, cicatrices que quedan en el territorio de una lengua. Malofienko indaga esa tensión que se produce en el momento en que uno piensa que se está comunicando con alguien pero la comunicación se interrumpe.

–Como poeta, Oksana dice que reivindica el lugar del “no integrado”. En esta perspectiva está implícita la creencia de que si no se integra puede observar mejor. ¿Le interesa, cuando escribe, adoptar esta posición del “no integrado”?
–Desde la perspectiva de Malofienko, hablar desde el lugar del “no integrado” es pedir que le hagan un lugar. El va a ese espacio desarticulado, donde cada cosa ya no es lo mismo sino algo diferente, porque busca la integración. Del otro lado de la moneda, el artista siempre está buscando desmarcarse. En ese sentido, coincido con lo que dice Oksana. Creo que la única forma de poder decir algo sobre la realidad inmediata es generar un sistema de desmarcaciones, que puede ser familiar, social, artístico... Mi sistema de desmarcaciones ha ido variando. En esta novela hay una tercera persona que narra la historia de Malofienko, mientras que en Manigua había una primera persona que estaba alternando con una tercera, pero el sujeto protagonista era el que contaba la historia. En cambio acá hay un narrador que instala la duda sobre un sujeto que posiblemente se llamaría Malofienko.

–Uno de los vasos comunicantes entre ambas novelas podría ser la cuestión de la familia. Malofienko es un huérfano que dice que si la familia está, molesta, y si ha dejado de existir, también molesta. Qué paradoja, ¿no?
–La falta de familia activa una búsqueda que permite establecer filiaciones. No sé si el deseo es encontrar finalmente una familia o hacer ese recorrido para crear filiaciones, que no necesariamente tiene que ser con personas; puede estar mediada por la cultura, por la música, por el ojo de una cámara. Lo que hace la familia, cuando está presente, todo eso es lo que tiene que hacer Malofienko al no tenerla. El tema de la familia se trabaja de maneras distintas en mis novelas. En Manigua queda la voz autorizada de un padre diciendo “vamos para allá”, pero en esta novela la ausencia es total. Malofienko, además, tiene una doble orfandad, esa orfandad de la cultura que lo ha dejado sin techo, a la intemperie; es un tipo que para sobrevivir tiene que granjearse una historia familiar y una cultura.

–¿Logra granjearse una cultura?
–Creo que queda en suspenso, porque importa más el recorrido que el resultado. En un momento se da cuenta de que haber hecho ese recorrido le permite sobrevivir. Ahora que lo pienso, tal vez termina más o menos parecido a Manigua..., en el sentido de que Apolon (en Manigua) decía que no iba solo, sino que estaban sus hermanos de aire que le pedían que continuara caminando. Algo así, ya ni me acuerdo (risas). Y acá también hay una especie de congregación mental de personajes que son los que ha ido entrevistando o con los que se ha ido cruzando o los que fue imaginando en sus cuadernos, personajes que tienen una biografía fuera de la novela, que existen, como Oksana, que es una poeta ucraniana. Todo ese grupo tiene un encuentro en la cabeza de Malofienko; serían sus “hermanos” que le permiten continuar.

–¿En qué lengua habla Malofienko? No parece pertenecer al mundo lingüístico de lo “ucraniano”, ¿no? Y más que hablar, escribe.
–No lo sé y no me interesaba definirlo en el territorio de la novela. Pero tiene un lenguaje hecho de muchas lenguas; tiene muchos registros y correspondencias con el español que se habla en Argentina, en México, incluso con alguna cadencia del portugués. A veces parece que habla una especie de lengua que estuviese fraguada en los medios de comunicación. Malofienko se las va arreglando de acuerdo con el interlocutor que le toca. Y tenés razón: no habla tanto; está escuchando o escribiendo.

–¿Tiene algo de eso que suele llamarse “espíritu ruso”?
–Sí, creo que tiene cierta melancolía, cierta tragedia y cierta violencia contenida.

—"Olvida para recordar” es una frase-idea que aparece hacia el final del recorrido. ¿Qué es lo que olvida Malofienko: el intento de escribir su biografía, el intento de construirse una identidad alternativa?
–En el caso de Malofienko, el “olvida para recordar” implica qué cosas debería olvidar para que aparezcan otros recuerdos que no aparecerían si no olvida ciertas cosas de su vida. Sabemos la importancia que tiene como sociedad tener una memoria histórica. Durante años nos han educado en el olvido; como sociedad tuvimos que revertir ese proceso. Me parece que gran parte de la política argentina hoy se resuelve en qué cosas debemos levantar y no olvidar nunca, qué cosas hay que recordar para no olvidar.

Cada gesto demanda ser leído con un significado nuevo. Ahora que da talleres literarios en la Unidad Penal N° 1 de La Plata cuatro veces por semana, algunos le preguntan si esa experiencia es motivadora, “como si la cárcel fuese un escenario productor de historias para llevar al territorio de la ficción”. No es este aspecto el que más le interesa a Ríos. “El objetivo más importante del taller es que los internos logren mejorar su expresión oral y escrita. Y que ensanchen el territorio de las palabras para tener un margen mayor –explica–. La mayoría ha tenido una experiencia traumática con la educación. Cuando han decidido o no dejar de concurrir a la escuela, no hubo nadie desde la familia, el barrio o la misma escuela que les dijera que la escuela es su lugar, que no se fueran. El taller interviene recuperando esos hilos que quedaron sueltos, atrayéndolos en la experiencia de la lectura y escritura.”

–¿Qué estrategias o anzuelos utiliza?
–El año pasado, con uno de los grupos con que estoy trabajando, empezamos a armar un diccionario. No es un diccionario de términos tumberos, es un diccionario con palabras que pueden surgir y que no entienden de algún poema que leemos, o de un artículo de un diario. La consigna siempre es la misma: cómo le explico a alguien que no sabe lo que es un perro qué es un perro. Contrariamente a cualquier diccionario que podamos usar de la lengua española, que es un diccionario que sustrae la experiencia en función de dar una definición lo más desprovista de la experiencia para que la pueda usar cualquier persona; el diccionario que están armando los internos es el diccionario de la experiencia.

–¿Escriben mucho?
–En el taller todos escriben, salvo que un día no tengan ganas. La escritura domina la escena: hay que escribir, hablar sobre lo que se escribe. Y leer. Entramos por una canción de León Gieco o un poema de Fabián Casas, o un cuento clásico de terror. Las entradas son muy diversas. A veces hay un acento más literario y otras más confesional, en el sentido de cómo contar la experiencia. Quizá cuesta mucho pensar en términos ficcionales. Se trata de una población que no ha leído mucha literatura. Quizá lo más “literario” que tienen a mano es la Biblia. Pero cuando detectan que la representación del mundo puede hacerse de otra manera, empiezan a utilizar esos recursos de representación para entrar en lo profundo de una experiencia. Y ahí es donde la literatura se activa y profundiza.

–¿La experiencia de dar estos talleres impactó de alguna manera en su escritura?
–Cuando entrás a trabajar en una cárcel, le ponés caras al encierro. Hasta ese entonces, no había ingresado a una cárcel. No tenía caras. Y cuando salgo, pienso en los que quedaron adentro, que tienen la libertad restringida y no pueden entrar y salir como yo. Aunque para entrar tengo que despojarme de mi documento, de mi celular, atravesar cuatro o cinco candados para poder trabajar en el taller con los alumnos. En la escritura va empezando a aparecer algo de esta experiencia, sin que me lo proponga. Acabo de terminar un libro de poemas, Unidad de traslado, donde el tema carcelario aparece muy mezclado con el sistema literario, como un sistema cerrado, un campo que funciona con sus propias reglas. No hay forma de dar talleres en una cárcel si no te interesa qué hacer con un sujeto que perdió la subjetividad y la capacidad de tener una vida...»

miércoles, enero 09, 2013

Modo escritura

Ignacio Molina, autor de Los estantes vacíos y Los modos de ganarse la vida, responde las afamadas Nueve Preguntas del blog de Eterna Cadencia:

«–¿Qué título de otro autor te hubiera gustado para un libro tuyo?
–Ahora se me ocurren dos: Muchacha punk, de Fogwill, y La angustia del arquero frente al tiro penal, de Peter Handke.

–¿Qué música escuchás cuando escribís?
–Me gusta escuchar música antes de escribir (a veces para inspirarme) y después de escribir (a veces para celebrar), pero nunca durante. La escritura tiene su propio ritmo, su propia cadencia, su propia tonalidad y, a veces, su propia melodía. Y para adherir esa música al texto tenés que poder sentirla mientras estás escribiendo. Si alguien en la casa está escuchando música, en el momento en que logro meterme en el modo escritura dejo de oírla.

–¿Nos mandás una foto de tu lugar de trabajo?
–Ahora, además de escribir literatura, el trabajo que más disfruto es el taller de escritura que estoy dando en mi casa. Lo hacemos alrededor de estas dos mesas que aparecen en la foto. A la mesa de plástico verde la compré en el sector jardinería del Easy de Palermo. Mientras la cargaba caminando hasta mi casa se desató una tormenta descomunal y juro que yo, que más temprano había leído algunos de los cuestionarios de esta sección, mojándome hasta las rodillas pensaba: “si el taller se pone bueno y después me hacen ese cuestionario me voy a acordar de este momento y voy a responder que uno de mis lugares de trabajo preferidos es esta mesa que ahora estoy cargando mientras me mojo hasta las rodillas”. Recién en las últimas dos cuadras me di cuenta de que podría usar la mesa a modo de paraguas, pero ya no tenía mucho sentido. Por suerte el taller se puso muy bueno y ahora, cada martes, disfruto leyendo, escuchando y hablando sobre literatura e intentando enseñar, por ejemplo, que cualquier hecho, como el de cargar una mesa quince cuadras una tarde lluviosa, puede servir como material narrativo.»

El cuestionario completo, acá.

viernes, enero 04, 2013

Discovery Factory

En su acostumbrado y minucioso balance anual de la actividad editorial para Página 12, Silvina Friera dice:

«Personaje memorable es Lucio Andrade, pianista de típica, “un letrista aceptable”, devenido librero, protagonista de Andrade, de Alejandro García Schnetzer, publicada por Entropía; una fábrica de hallazgos que muestra “los olvidos y los límites de la lengua”. Otro personaje que le sigue los pasos, es Alfred Dust –el escritor que no escribe– de Otra vez me alejo, del puertorriqueño Luis Othoniel Rosa, también editada por Entropía.»


Asimismo, en sendos recuadros, Damián Tabarovsky y Oliverio Coelho también mencionan en su repaso de 2012 algunos títulos de esta casa editora.

Dice Tavarovsky:

«En narrativa, disfruté mucho de Andrade, de Alejandro García Schnetzer (Entropía) y de La interpretación de un libro, de Juan Becerra (Candaya).»

Dice Coelho:

«Por eso, intentando calibrar la lectura como ejercicio de curiosidad, me apuraría a destacar, más allá de la dosis adictiva de Aira o Cohen, un racimo de primeras novelas: El viento que arrasa, de Selva Almada, El amor nos destruirá, de Diego Erlan, El exceso de Edgardo Scott, Canción de la desconfianza, de Damián Selci. Luego la obra poética reunida de Alejandro Rubio, el ensayo Atlas portátil de América latina, de Graciela Speranza, y el primer tomo del Zen de Alberto Silva. Novelas íntegras como Una misma noche, de Leopoldo Brizuela, Cuaderno de Pripyat de Carlos Ríos o La experiencia dramática de Sergio Chejfec.»

Sigue Coelho:

«Tengo la impresión de que a diferencia de años anteriores, el 2012 se caracterizó en parte por la edición de escritores latinoamericanos contemporáneos que no coinciden con el reflejo de lo latinoamericano que devuelve el mercado español. Basta hacer un repaso: Sangre en el ojo, de Lina Meruane; Cocainómanos chilenos de Gonzalo León; La piscina de Edgardo Rodríguez Julia; Otra vez me alejo de Luis Othoniel Rosa; Simone de Eduardo Lalo; La pared en la oscuridad de Altair Martins y El monstruo de Sergio Sant’Anna.»

Las notas completas pueden leerse acá, acá y acá.