martes, noviembre 28, 2017

Una literatura entre lo mundano y lo de otro mundo

Diego Petrecolla lee Las tormentas, de Santiago Craig, y escribe su reseña para Infobae.

Los personajes de Santiago Craig en su nuevo libro de cuentos, Las tormentas, suelen ser rutinarios; ven pasar desde afuera las modas y corrientes, se mantienen como rocas en el medio de ríos que los atraviesan. Son oficinistas, vendedores en locales de shoppings, padres de familia que eligen vacaciones tranquilas, gente de barrio cuya juventud quedó o va quedando atrás, a los que, sin embargo, los envuelve siempre algo extraordinario.

Casi todos ellos están inmersos en sus rutinas: atender el local, tareas administrativas, hacerse cargo de los hijos. Pero es en el medio de esas jornadas (con rutinas rígidas como una trinchera, en palabras del autor) donde aparecen las tormentas de imaginación que caracterizan los relatos de Craig, como expiación de lo cotidiano, como lucha contra el tedio, tironeando contra los días que pasan y se transforman en cosas nuevas.

Cuando las rutinas no están, sus opuestos más directos irrumpen como contexto de los relatos: vacaciones y mudanzas, como en el caso de Hacer un pozo y meterse adentro, Mudanza e Ir unos días a un lugar sin nadie a descansar.

Más allá de la escritura precisa, llena de recursos, referencias a un mundo propio y al imaginario de una generación que, en cierta forma, perdió el protagonismo (el autor nació en 1978), son estos estallidos de imaginación que se dan entre las vidas de los personajes, los que marcan el pulso, el común denominador de los relatos.

Así aparecen las misteriosas visitas de personajes fantasmales de otras provincias, los padres fanáticos del fenómeno ovni, madres postizas reales o imaginarias, estatuas de próceres que cobran vida y se dedican a la destrucción del mundo posterior, o bien ríos llenos de rayas peligrosas que jamás aparecen.

Pero también hay lugar para el refugio, para los pequeños espacios de salvación cotidiana, valiosa y terrenal: los hijos, la vida de pareja, las series en la cama y los juegos adolescentes como salvoconducto ante lo incierto y peligroso de estos caprichos de la mente. El resguardo que brindan los días que pasan iguales, pero siempre al borde de quebrarse, como hielo fino.

Las tormentas es algo así como una anti-lectura ideal para el verano que ya está ahí con escenarios, personajes y climas que encontrarán su eco en las páginas del libro. En los ocho cuentos el autor logra pasajes y situaciones memorables, con detalles tan ínfimos como valiosos: "Un viento acá es otra cosa. Un susurro recostado al borde de los toldos".

Elogio de la dispersión

Ariel Gurevich lee Obra dispersa, de Santiago Loza, y escribe su reseña para Bazar americano.

El título Obra dispersa, que reúne buena parte de la producción dramatúrgica de Santiago Loza, podría hacer pensar que se trata de materiales disconexos, desconcentrados, periféricos. Nada más alejado. Algunos de estos textos teatrales han sido publicados en ediciones sueltas; todos tuvieron, tienen y tendrán múltiples montajes escénicos. ¿Cómo pensar, sin embargo, lo disperso como motor en la escritura de Loza? ¿Cuál es la continuidad que atraviesa una obra tan prolífica, poderosa, bella? En El orden del discurso (1970), Foucault nos recuerda que toda coherencia es una ilusión, una falsa unidad; que el autor, el texto, incluso la obra, no existen: emergen como efecto, como «regularidad en la dispersión». Quien conozca a Santiago, quien haya leído su producción teatral, narrativa y cinematográfica, sabrá que Loza hace de la dispersión una fuerza, un derrotero disfrutable: el principio mismo de unidad.

Las obras aquí reunidas parecen señalar que el texto teatral es ante todo literatura dramática. El libro reclama su existencia autónoma, independiente de sus formas escénicas. El humor, el dolor, la emoción, suceden en los textos. Y también en el cuerpo. Son voces poéticas agobiadas por mundos domésticos, que se elevan del fondo de lo cotidiano hacia una dimensión trascendental, mística: una madre de ciudad chica o pueblo grande que espera la llegada del hijo que vive afuera (Todas las canciones de amor); una jubilada el día que en el colectivo se enfrenta a un suceso extraordinario (Nadie sabe de mí); una costurera de barrio y el dilema de entregar un vestido a Eva Perón o a Libertad Lamarque (Nada del amor me produce envidia); Natalie Wood, oriunda de Lomas de Zamora (Esplendor) en guerra con su hermana contra el olvido; en definitiva: vidas comunes llenas de epifanías, de personajes anodinos, falsamente insustanciales, llenos de incorreción, de amor, de violencia.

Obra dispersa también afirma la necesidad de que haya un relato como antídoto contra el desorden. Es la trama teatral («el cuentito») aquello que finalmente ampara, restituye y organiza sentido y el lugar donde se cuela una dimensión social. Las peripecias que estos personajes atraviesan son siempre muy sencillas: esperar, entender el desamor, poder nombrarse. En estas pequeñas grandes fábulas, se enfrentan a lo otro de sí mismos. El espectador es quien acompaña de la mano estos trayectos, en silencio: el rito teatral será el espacio de reunión.

Por eso, el lugar del otro en Obra dispersa siempre es un catalizador. El otro es interlocutor, punto de amarre, tabla del náufrago contra la locura, coágulo donde estalla la ternura o la violencia. El monólogo como tipo textual (organizador de muchas de estas obras) no sólo es la forma mediante la cual se expresa la soledad: por el contrario, el monólogo reclama la presencia de alguien que se encuentre del otro lado para que el relato exista como ofrenda, como donación, como fe compartida. En este sentido, la de Loza es una escritura que parece pedirnos que guardemos sus imágenes, que subrayemos sus frases.

Creo que Textos Reunidos (Biblos, 2014) y Obra dispersa (Entropía, 2017) –hasta el momento todo el teatro editado de Santiago Loza–, son el frente y el dorso de un mismo libro. Una expresión que busca la unidad desesperadamente porque la sabe siempre precaria. Una obra abierta, siempre en mutación. Por eso, sobre el final de estas piezas, siempre encontraremos la gracia, el éxtasis, la dilución, el abandono, la muerte, la compresión o el alivio: cuerpos conscientes de su finitud, que se despiden dichosos, con el alivio de dispersarse, de dejar de ser, de partir.

Variaciones sobre el tiempo

Gabriel Caldirola lee Un año sin primavera, de Marcelo Cohen, y escribe su reseña para La Nación.

En castellano, la palabra "tiempo" designa tanto la sucesión cronológica como la situación climática. En esta segunda acepción, el tiempo atmosférico, además de constituir el objeto de estudio de la meteorología, ha sido, y es, uno de los motivos medulares de la poesía. Tema incidental, por antonomasia, de la pequeña charla cotidiana, el "tiempo que hace" desliza, para Marcelo Cohen (Buenos Aires, 1951), "un parpadeo entre lo interior y lo exterior", revela una connivencia entre el yo anímico y la consistencia del aire, y ofrece un modo de intimar con una zona inefable de lo cotidiano. Es que en la irrupción de lo inesperado (una tormenta, un cambio de viento) anida aquello que "no se deja decir y provoca interminables intentos de decirlo de todas las formas". Aquello que, ante la desidia y la narcosis del habla diaria, pide ser dicho de nuevo.

Escrito en su mayoría entre agosto y diciembre de 2014 en Nueva York, Un año sin primavera (el título alude a la concatenación del otoño austral y el septentrional) tiene algo de diario personal y de cuaderno de viaje. Constataciones de las variaciones del clima y de sus efectos inmediatos (desde el cambio de la ropa que usa la gente en la calle hasta las modificaciones fisiológicas registradas por el propio organismo) conviven con consideraciones nada optimistas acerca del fenómeno insoslayable del cambio climático. Intentos de erradicar la imprevisibilidad del tiempo atmosférico trazan un arco que une prácticas atávicas de intercesión para afectar el tiempo con la meteorología moderna, cuyos pronósticos acaban en el "pornoclima" de los informes televisivos. Lejos de limitarse a la crítica literaria, aunque la incluyan, estos "Apuntes sobre la poesía y el tiempo que hace" (así reza el subtítulo del volumen) ensayan reflexiones al pie de una observación atenta de las condiciones atmosféricas, que abarcan, como se ve, una amplia variedad de aspectos.

En Un año sin primavera abundan las citas y las referencias. No se trata de una manía antológica. Responden, más bien, al afán de quien busca "formas equivalentes a las formas momentáneas en que cuaja el desorden de la atmósfera". Un concierto de música improvisada del trío de Ches Smith, una muestra en la que el pintor David Hockney registra el detalle del paso de las estaciones, una descripción abrumadora y fascinante de un atardecer trazada por el antropólogo Claude Lévi-Strauss, se ofrecen, así, a la avidez de quien procura reflejar una experiencia tan plena de matices como las variaciones meteorológicas que los sentidos son capaces de verificar.

Se cuelan entre las páginas poemas, en su mayoría anglosajones, traducidos por el propio Cohen (quien hace unos años reflexionó en otro libro, Música prosaica, sobre el oficio de traducir): Philip Larkin, Anne Carson, John Burnside, John Ashbery, Louise Glück son algunos de los nombres a los que lo conducen la libre asociación, la coincidencia y el azar, entre páginas de libros y expediciones en la Web. Según una dinámica de entrecruzamientos y secretas avenencias, un encuentro con una anciana que contempla cómo se seca una haya en el Central Park, el avistamiento de un halcón, una lectura en un vagón atiborrado del metro, retazos de conversaciones oídas al pasar constituyen discretos hallazgos, epifanías que gotean al ritmo de caminatas por calles, parques, librerías, disquerías y museos de la metrópolis estadounidense.

"Una membrana asfáltica de utilidad impermeabiliza el lenguaje", escribe el autor. Es un diagnóstico, y a la vez un llamado a que la vía poética, la pulsación siempre inédita del mundo sea capaz de permearlo. Para que eso suceda, hace falta "atención sin juicio", "afinación", "asentimiento a lo que hay". Sólo de esta manera el tiempo que hace puede llegar -gracias a la observación aguzada de Cohen- a transformarse en una experiencia.

Reseñas convalecientes

Quintín lee El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon, y escribe su reseña para La lectora provisoria.

A veces reseño libros para no olvidarme de ellos. Es inútil: cuando escribo, los olvido más rápido. No tiene que ver con la calidad del libro sino, supongo, con la edad. También me olvido de muchas otras cosas. Pero, al menos, queda algo escrito, aunque no sé para qué sirve que quede algo escrito.

El trabajo de los ojos forma parte de un género que se podría llamar autobiografía Petete: el libro gordo te enseña, el libro gordo entretiene. Se usa mucho ahora. Halfon (Buenos Aires, 1980) era bizca de chica, después encontró una oculista que le corrigió la desviación y siempre se interesó por el tema. Igual que la mexicana Verónica Gerber Bicecci, cuya Conjunto vacío es otra autobiografía Petete oftalmológica. Allí se ocupa de la ambliopía, trastorno que consiste en tener un ojo perezoso o que se va para cualquier lado y que el paciente no usa para ver. No sé si Bicecci es ambliope o simplemente habla del tema a partir de terceros. Es que lo leí, lo reseñé y me lo olvidé. Lo recuerdo, eso sí, como un libro más highlife que el de Halfon, como vanguardista y un poco pretencioso. Halfon habla también de la ambliopía (¿será un homenaje oculto a Gerber B.?).

Halfon es más modesta en sus ambiciones (después de todo, el estrabismo no es tan espectacular como la ambliopía) y no apunta a ser una estrella de las artes como Gerber Bicecci. Es investigadora pero dice que le gustaría tener más tiempo para escribir (¿dice eso o lo inventé?). En 57 capítulos breves cuenta su vida sin entrar en demasiados detalles mientras nos ilustra sobre cuestiones de la vista. Por ejemplo, la biografía de Joeph Plateau, que descubrió la persistencia retiniana y se quedó ciego mirando un eclipse, o la de Braille, que se quedó ciego de muy chico y hoy tiene un monumento en Plaza Francia. Es raro cómo lo cuenta Halfon: “En Buenos Aires, en la plaza que lleva por nombre su país natal, hay un busto de Louis”. ¿Por qué esa perífrasis? Un tercer héroe francés de la oftalmología en el libro: la doctora Horvilleur, la que la cura mediante un paulatino ajuste de las dioptrías en los anteojos.

Mientras nos ilustra en cuestiones científicas e históricas, Halfon cuenta su infancia o su maternidad y se acuerda de la Chilindrina, con la que se identificaba de chica. Y así, entre pequeñas confesiones y datos precisos, el libro se termina y deja una impresión de prolijidad, elegancia y discreción. Es un poco frío, aunque toma un poco de temperatura cuando Halfon se refiere a sus héroes en el mundo de los bizcos: Jean-Paul Sartre y Néstor Kirchner.

Una lectura agradable, a pesar de ese desliz.

lunes, noviembre 13, 2017

A la captura del instante

Verónica Boix lee Peso estructural, de Gonzalo Castro, y escribe su reseña para La Nación.

El origen de todo relato, dice Ricardo Piglia, es una investigación o un viaje. Peso estructural, de Gonzalo Castro, nace en un puente entre los dos: Ingre es una joven profesora de danza contemporánea que vive en Villa Devoto sin hacer nada importante. No dice qué busca, pero observa con una precisión minuciosa cada signo de su cuerpo. Su hermano Juan, en cambio, viaja al norte de Brasil con la pretensión de ser más que un turista. Pero, en verdad, permanece inmóvil a bordo de una embarcación varada en un río de la selva.

La tercera novela de Gonzalo Castro avanza así a partir de dos movimientos aparentemente opuestos: el deambular en la ciudad y la quietud en medio de lo que se pretendía una aventura.

En la frontera del bildungsroman, la serie de acciones cotidianas que impulsan la vida de Ingre responde a un enigma, sólo que ella no lo sabe. Se lava el pelo, conduce un auto, va a una fiesta y va surgiendo algo íntimo que ella desconoce: una sexualidad inesperada. A pesar de que Ingre vive centrada en la tensión y elasticidad de sus músculos para afrontar el presente, se revela una sensibilidad nueva.

Del otro lado, Juan permanece en la cubierta de un barco de madera. Las aguas bajaron y su vida se detuvo en el norte brasileño. De ese modo, tiene que concentrarse en las actividades diarias como pescar, encender un fuego, mirar los nudos de la madera y pensarse. Lo sorprendente es que la actitud de contemplación del personaje se vuelve la experiencia del lector. No va a importar la secuencia de los sucesos, como ocurre habitualmente; lo que cautiva es la extrañeza que provocan por sí mismos. Es decir, la narración va dando forma en el lenguaje a la transformación a pesar de que, en verdad, no suceda nada extraordinario. Juan también va aprendiendo a mirar. No es casual el título, Peso estructural: hay un juego de equilibrios constantes que parece repartir el peso en la estructura de la novela. Las palabras forman un mundo natural para cada hermano, que, lentamente, pasa a ser parte del mundo del que lee.

En ese balance, quedan a la vista algunas escenas que irrumpen desde la niñez como destellos. En ellas se esconden las claves del vínculo de amor filial que une a Ingre y Juan a pesar de la incomunicación del presente. En los rastros de la infancia ya se llega a adivinar el impulso que los lleva a abandonar la dependencia mutua.

De un modo simple, Castro (Buenos Aires, 1972) continúa la línea de sus novelas anteriores –Hidrografía doméstica y Hélice– y parece retomar, con un lenguaje íntimo, la utopía que recorre buena parte de la obra de Juan José Saer: cómo captar el instante en la literatura.

miércoles, noviembre 08, 2017

Otro lado de lo posible

Luis Adrián Vives lee Obra dispersa, de Santiago Loza, y entrevista al autor para Evaristo Cultural. Este es un pasaje de esa conversación:


–Un tema recurrente, que corre de punta a punta la obra, es la felicidad entendida de diversas maneras, pero siempre presente. Hablanos de ello, por favor.

–Supongo que la felicidad es lo que anhelan secretamente todos los personajes. Un tesoro esquivo. Un estado que por fugacidad o escasez los hace penar. Vinculo la felicidad con la lucidez o el descubrimiento. Como si por un breve momento se pudieran ver tal cual son y eso trajera calma. Como si tanta pérdida tuviera por un momento un sentido, un respiro. Pero como un hechizo se pasa y todo vuelve al desconcierto en el que estaban.


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Estados del tiempo

Javier Mattio lee Un año sin primavera, de Marcelo Cohen, y escribe para La Voz del Interior:


En la atmósfera cotidiana se cifra el transcurso imperturbable de dos tiempos, sinónimos ambiguos en lengua española: el cronológico y el climático, a la vez pertinentemente interconectados. Del pathos romántico obnubilado por nubes, lluvias y ocasos al indiferente y rutinario reporte meteorológico, del panteísmo quirúrgico del haiku a la charla pasatista sobre el frío, el calor o la humedad entre interlocutores callejeros, los fenómenos naturales que condicionan la vida en la Tierra hacen de motivo continuo tanto para el arte como para la ciencia, para los medios masivos como para la poesía.

De esa amplitud de acepciones y abordajes de lo aparentemente inocuo se nutre Marcelo Cohen en Un año sin primavera para desplegar una digresión sabia y sensible acerca del ubicuo estado de cosas, ese “tiempo que hace” que marca el termómetro cósmico y que el autor acopia en preocupación ecológica, crítica literaria, crónica urbanista y contemplación al natural. Engañosamente disperso y ligero como un cielo despejado, el texto –complemento del indispensable Música prosaica, dedicado a la traducción– se encapota hacia el final en su densidad etérea de minimanifiesto, un elogio de la escritura poética en tiempos de carencia simbólica e impotencia colectiva.

Activado por una estadía de cuatro meses en Nueva York y un antes y un después en Buenos Aires –que explica el año “sin primavera” o con dos otoños del título–, el diario ensayístico se compone de asistencias a muestras, disquerías y recitales, de paseos por Manhattan y barrios porteños, de citas de versos recordados, encontrados o rastreados en Google, de observaciones filosóficas, políticas y neurológicas, de notas cut-up del afluente cacofónico, de epifanías y sincronías del carpe diem. No importa si es la mención de un artículo urgente de Naomi Klein en el New York Times o una orina de despedida en el Central Park que precede al avistamiento significativo de un halcón castaño (eje errante de El peregrino de J.A. Baker, libro que comienza a traducir Cohen en aquellas jornadas); Un año sin primavera acierta en su condición simultánea de astro y bóveda celeste, de telescopio y microscopio: la atención y la percepción se vuelven así ethos aéreo, emblema híbrido de la síntesis entre afuera e interior que persigue la poesía.

Ante todo, Un año sin primavera es una lectura inquieta y fragmentariamente total de esa aporía llamada realidad (ambivalente en su eternidad diaria como el “tiempo que hace”) desde las iluminaciones intermitentes y minoritarias de la poesía contemporánea, presente en nombres como John Ashbery y Charles Bernstein, que el autor esgrime en un tono ejemplarmente sereno, pacífico y vital.

"Se acentuó el divorcio entre el ser humano y la humanidad misma"

Alberto Szpunberg, autor de Como sólo la muerte es pasajera, recibe a María Malusardi y entre ambos arman esta entrevista para la Revista Kunst. En uno de sus pasajes, la charla sigue así:


-¿La poesía en tu caso tiene que ver con una búsqueda esencial del ser?

-Ser no es una palabra mía.


-Y qué palabra usarías.

-La vida, pero en sus términos cotidianos y concretos. Demasiado filosófico “el ser” y también a mí me suena pretencioso y falso. El planteo del ser deriva fácilmente en la idea de Dios y a mí no me molesta la idea de Dios, aunque no tengo tratos con Dios, soy ateo, pero soy dialoguista también. Por lo tanto, si mientras estamos charlando vos y yo ahora se sumara Dios, lo incorporamos a la conversación. Y si no conversa es porque es un dios muy débil y muy pobre. La poesía muestra precisamente la importancia del diálogo porque trabaja con el lenguaje y el lenguaje se realiza en el diálogo, siempre es uno y hay otro.


-En el ensayo Las poéticas del siglo XX, Raúl Gustavo Aguirre advierte que a partir de las vanguardias, la poesía se ha ido hermetizando, digamos, y de este modo marcando una distancia con el lector corriente. ¿Lo ves así?

-Yo no creo que la poesía se haya hermetizado. No. Creo que se acentuó el divorcio entre el ser humano y la humanidad misma. Y hoy estamos en plena eclosión de ese fenómeno y nos enfrentamos a un tejido social desgarrado. Parecemos una jauría de individualidades. No, ni siquiera, ni una jauría ni un cardumen. Sólo individualidades. Hoy el grado de alienación es mayúsculo. Ya no se puede reivindicar fácilmente ni a la clase obrera ni a los sindicatos, sólo como antecedente histórico. Fijate el tema de los indignados, estas revueltas juveniles, ese movimiento espontáneo puede encontrarse en la plaza pública, pero no en la fábrica, no en el seno de los sindicatos. Hay un vacío interior muy grande.


-En las primeras décadas del siglo XX, el dadaísmo y luego el surrealismo surgieron como grupos combativos, tanto desde el lenguaje como desde lo político y la acción social. “Es posible que la imaginación esté a punto de reconquistar sus derechos”, apuntaba André Breton en el Segundo Manifiesto. Los poetas estaban encaminados a hacer la revolución. Un siglo más tarde, ¿en qué situación nos encontramos, política y poéticamente?

-Es como que algo está tocando fondo. El mundo no puede seguir como fue hasta ahora. La revolución es más necesaria que nunca. Ahora la revolución es un cambio de conciencia. La que conocimos o leímos o intentamos hacer fracasó, entonces hay que inventar algo nuevo y ahí la poesía tiene mucho que decir y aportar, claro. No es que la poesía tiene que ser lo que ciertas elites tildan despectivamente como poesía política, sino que la poesía debe ser transformadora, liberadora. Eso es otra cosa.

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El tiempo que hace

Federico Reggiani lee Un año sin primavera, de Marcelo Cohen, y escribe para Radar Libros:


“Siempre que una persona me habla del tiempo que hace, tengo la absoluta certeza de que me quiere dar a entender algo más, y eso me pone muy nerviosa” se queja Gwendoline en La importancia de llamarse Ernesto. La observación de Wilde –no es injusto atribuirle las agudezas de sus personajes– exhibe su pensamiento paradójico: nos acostumbramos a creer que quien habla del clima sólo quiere, de la conversación, retener su cualidad de cemento social, sin el riesgo del sentido. Un año sin primavera, el nuevo libro de ensayos de Marcelo Cohen, hubiera puesto realmente nerviosa a Gwendoline.

Los ensayos de Cohen suelen tener una estructura musical en que un tema aparece, se distorsiona y resurge entre la progresión de frases de una elegancia que parece recordarnos en cada página lo feo que se escribe en el mundo exterior. Una preocupación que está en el origen de las observaciones que componen el libro: “Esto, apuntes e historia, empezó a mediados de 2014 con un fastidio atrabiliario por el uso inicuo de las palabras; por la desidia de los profesionales y la narcosis simbólica de los usuarios”. Y la primera y fundante preocupación del libro es la traducción del inglés weather: entre el tiempo y el clima, Cohen descubre la opción “el tiempo que hace” (que se aprovechó aquí para traducir a Wilde), como contraposición frente a “el tiempo que pasa”. Se trata de una decisión de traductor que dispara el conjunto de reflexiones sobre la política y sobre la poesía que recorren el resto de las páginas.

Un año sin primavera es una mezcla rara (puesto a usar con maldad uno de esos adjetivos imprecisos que hacen enojar a Cohen) entre diario de viaje, panfleto y antología. El diario es el relato de un año con dos otoños, pasado entre Nueva York y Buenos Aires. La efusión autobiográfica es moderada, apenas una excusa para detenerse en las sutiles gradaciones de la variación atmosférica y en las lecturas que acompañan al cuerpo en esos descubrimientos. La preocupación más intensa de Cohen, traductor y novelista, es sin dudas la lengua: cómo traducir –entre lenguas, entre estados de la experiencia, entre literatura, pintura y música–, como resistir “la desaparición masiva de matices semánticos”. Se ofrece el goce del vocabulario específico de los reportes del clima, el weatherporn, pero sobre todo el goce que ofrece la posibilidad de abandonar las palabras que todo lo abarcan (como “rara”) para descubrir, con una habilidad notable, las designaciones más inesperadas: no habíamos visto antes el amarillo de margarina y el bronce al borgoña en los follajes de los árboles, ni las nubes parturientas, algodonadas, filamentosas, amoratadas, fulígenas, oblongas, raudas, pachorrientas o pendulares; ni los cielos azulejados, marmóreos, ¡ajedrezados! y del color del pomelo rosado.

Ese diario de impresiones sobre el tiempo que hace, y sus efectos sobre el cuerpo y la lengua, deriva en una preocupación política sobre los efectos de la técnica y el capital sobre el clima. Son las únicas zonas del libro que tienden en ocasiones a leerse en diagonal, sin la delectación morosa en el fraseo: en los momentos más débiles parece entregarse a la indignada transcripción de informes pesimistas sobre el calentamiento global, a veces “previsión de autonomista cauto”, a veces “fantasía de novelista distópico”. Es curioso que el lenguaje político no encuentre modos de decir de mayor intensidad, incluso en un escritor atento al problema de que “los activistas de la resistencia usan el lenguaje como un sampler de consignas”.

Por suerte, el libro ofrece sobre todo maravillas: Cohen recopila una antología caprichosa y exquisita de poemas y fragmentos dedicados al tiempo que hace, y ofrece a la vez una lectura de esas poesías que es una lección de crítica. Sin oscuridades, con una atención estricta a los efectos sintácticos y sonoros y una preocupación por captar aquello que el poema dice más que por hacerlo probar un concepto previo: “No existe ‘leer poesía’: necesitamos poemas”. Un año sin primavera es uno de esos libros generosos, que uno cierra sólo para pedirle a Google más poemas de esos escritores que acabamos de conocer o recordar fascinados; un recorrido por el canon y la novedad (contemporánea en inglés, sobre todo), que nos hace buscar a Emerson y a Chris Andrews, a Arturo Carrera y a Phillip Larkin, a Damián Ríos y Louise Glück. Esos poemas son “un programa de educación auditiva en la vivencia de las dos clases de tiempo”. La poesía permite ligar el tiempo que hace con la cronología, el cosmos con lo humano, la flauta de Pan y la lira de Apolo.

Todo ensayo es un género que limita con el periodismo y con el paper académico: a veces comparte con ellos la variedad de objetos y el rigor, a veces la torpeza y el tedio. En sus mejores exponentes, en libros como Un año sin primavera (o el anterior libro de Cohen, Música prosáica), el ensayo ofrece el espectáculo de una inteligencia entregada al acto mismo de pensar: encontrar relaciones nuevas entre objetos diversos, seguir el hilo de una duda, discutirse a sí mismo. Tienta describirlo con las palabras que usa Cohen para Levi Strauss: “coalición de conocimiento, atención razonada, obstinación científica y retórica de la imaginación”.

El pensamiento que ofrece Un año sin primavera es por momentos desesperanzado: encuentra en el mundo todos los indicios de la disolución; ve una humanidad entregada a una destrucción de la Tierra que comienza con las marcas en el clima, ese tiempo que hace. Una imaginación del desastre que parece ser parte de nuestro estilo de época. Sin embargo, detrás de ese pesimismo explícito, la celebración de la poesía termina construyendo una imagen de esperanza. Es una celebración sin patetismo ni sensiblería: la certeza de que la primavera va a llegar, de que “volverán a estallar de fucsia las matas de las azaleas, se van a abrir las glicinas y una nevada de jazmines va a cubrir la hiedra” y de que habrá voces para contar ese esplendor.

Sobre catedrales y pitufos

Guadalupe Silva lee Caja de fractales, de Luis Othoniel Rosa, y escribe para Bazar Americano:


A fines de los años ochenta, el cubano Antonio Benítez Rojo describió el Caribe como una estructura fractal: una máquina de explotación económico-social a gran escala por la cual todas las islas de la cuenca serían reducibles a una sola, la “isla que se repite”. La forma fractal podría describirse así: como una figura que se repite en distintas proporciones siguiendo un determinado patrón. Un ejemplo simple son las ramas de ciertos árboles cuyas hojas reproducen la misma estructura de la rama, repiten y varían un diseño dentro de un mismo sistema de relaciones. Los seis capítulos de Caja de fractales hacen de este principio una fórmula de experimentación formal y, también, al igual que Benítez Rojo, una hipótesis política. El escenario de la novela es Puerto Rico, una de esas islas-patrón de la máquina imperialista, pero aquí no se trata de plantear una problemática regional sino más bien de imaginar un futuro próximo a partir de la distopía caribeña. ¿El futuro de quién, o mejor dicho de dónde? No solo el de Puerto Rico, país con la rara condición de pertenecer al espacio cultural de América Latina siendo un estado asociado a los Estados Unidos, sino, por así decir, nuestro futuro latinoamericano, un futuro aterrador en el que Rosa ve desatarse todos los horrores del capitalismo: desigualdad, control biopolítico y embrutecimiento social. En otras palabras: el capitalismo como régimen totalitario, según advierte uno de los epígrafes: «El capital ha logrado –como Dios– imponer la creencia en su omnipotencia y su eternidad; somos capaces de aceptar el fin del mundo pero nadie parece capaz de concebir el fin del capitalismo» (Thomas Munk).

En Caja de fractales el presente es apenas un punto de partida. Como si no existiera un pasado previo a 2017, todo ocurre a partir de allí de forma tal que apenas se nota el ingreso a la ficción futurista (los sucesivos años consignados en los títulos son fechas posibles en la vida de una persona hoy adulta: 2018, 2028, 2033, 2037-40). Aquí el presente no es el lugar de llegada para una interrogación de la historia (¿qué produjo este desmadre?), sino el lugar de partida para una pregunta sobre el porvenir. Esta novela ensaya una manera personal de narrar el futuro; lo hace evitando los recursos convencionales de la narración realista, introduciendo elipsis y saltos en el tiempo, demorando y acelerando el paso de una cosa a otra, produciendo variaciones inesperadas en los puntos de vista (yendo de un personaje a otro, de lo humano a lo animal, de lo angélico a lo humano, de un ángulo subjetivo a una perspectiva omnisciente) y, por último, haciendo un uso muy calculado del delirio yonki al estilo Burroughs y combinándolo con guiños, citas y referencias eruditas de corte borgiano (en otras palabras, invitando a una lectura transtextual). Sus tres personajes principales (Alfred, Alice y Trilcinea, conectados con la novela anterior de Rosa, Otra vez me alejo) viven entre libros, drogas y complots con una melancolía que recuerda a los poetas tristes de Roberto Bolaño. La prosa es engañosamente límpida y por momentos hipnótica, incluso delirante. Se trata, en fin, de un texto experimental que interpela al lector con una pregunta que trae al futuro una vieja cuestión literaria: cuál es el lugar de la literatura en la cultura del malestar y cómo hacer intervenir la escritura en la política. La pregunta, aquí, se plantea dentro de un contexto ficcional distópico. En el colapso total de la fachada humanista de nuestra civilización, cuando al agotarse los recursos naturales del planeta los países dominantes muestran su cara más abiertamente criminal, los últimos sobrevivientes de la pequeña bohemia que protagoniza la novela se entregan a la única tarea en la que se les permite escapar hacia adelante: la escritura. «Doce libros entre los dos, doce libros en tres años que realmente son cartas, no a las próximas generaciones, sino al próximo mundo, al mundo que los sucederá y en el que se sienten incapaces de vivir» (70). Menos que un archivo encapsulado, lo que escriben estos personajes antes del suicidio se parece a una advertencia. La novela requiere para sí misma esa condición y propone incluso un tipo de activismo político-literario en la línea abierta por el segundo de los epígrafes: «Toda la creación es lenguaje y nada más que lenguaje, el cual por una razón inexplicable no podemos leer en el exterior ni podemos escuchar en el interior» (Horselover Fat, o Philip Dick). El «fractalismo» (en la novela un movimiento de insurgentes) propone tácticas de escape al exterior de esa hegemonía, tentativas de hackeo a gran escala. ¿Hay un afuera del capitalismo? La novela dice que sí, pero no es por la revolución militarizada orientada al Estado, sino por el sabotaje: las líneas de fuga, el crackeo, la multiplicación de experiencias hedónicas o improductivas en base a drogas, estados de éxtasis, convivialidad y desde luego, literatura, y, en fin, la diseminación de nuevos rebeldes: «pitufos» por doquier, pequeños destructores del sistema que en la novela aparecen como héroes anónimos de una guerrilla feliz, cuyo horizonte, lógicamente, no es la nación sino la aldea.

Así descripta, la novela parece un proyecto micro-conspirativo, y tal vez lo sea en tanto fomenta la producción de grietas dentro de un mundo concebido en clave paranoica. El momento más claramente «fractal» del texto es aquel en que describe la acción de un libro llamado La dignidad. Se trata de un libro anónimo que llega por email y muta cada vez que el destinatario reconfigura el texto de acuerdo con un instructivo extremadamente riguroso distribuido por la internet profunda. La analogía entre este dispositivo de viralización (una «Babel virtual», 45) y la construcción de refugios para el futuro (ciudades en túneles que son como versiones postapocalípticas de los sueños utopistas: «catedrales» del porvenir) resulta evidente. Así como también es evidente el entusiasmo con la idea misma del sabotaje supuesta por el libro-plantilla del que todas son copias únicas sin que exista un autor original. «En el fondo, poco importa el contenido del libro: una suerte de caja o de lienzo anarquista. Lo importante es el modo de difusión, el medio anónimo y secreto. El libro, desde el principio, actúa como si fuera un arma terrorista, como si contuviera el secreto de una insurgencia revolucionaria contra las muertes que causa el capitalismo […]. Los centros de poder ahora se sienten tan vigilados como la gente» (47).

La pregunta sobre el lugar del escritor se contesta ahí, cuando el libro efectivamente promueve la acción diseminada (como «hongos» de pitufos esparcidos por el mundo). Desde ya, la propia novela no es un texto anónimo, ni tampoco predica el fin de la literatura (de hecho hace todo lo contrario). Pero sí es la ficción de alguien que se muestra a favor de una ética anarquista. Como en otro pliegue de su propio fractal, Rosa investiga la relación entre anarquismo e ideología literaria en su tesis de doctorado sobre Macedonio Fernández y Borges, realizada en Princeton y recientemente publicada por Cuarto Propio. Allí, en la introducción, y luego de una dedicatoria a Ricardo Piglia, Rosa elabora, junto con su objeto de estudio, una propuesta:

El anarquismo nos invita a derrocar esa entidad esencializante (arkhé) y aprender a vivir en la complejidad de la diferencia constante. No podemos oponernos a gobiernos autoritarios, si en nuestras interacciones sociales nos comportamos de manera autoritaria […]. Si los patrones de acumulación de poder en las macropolíticas se repiten en las micropolíticas, la resistencia tiene que ser igualmente fractal.
Caja de fractales, este pequeño libro de 99 páginas (casi la misma extensión de La dignidad, su doble interior) imagina un tono y un tipo de héroes para esta nueva forma de resistencia, en la que medios y fines no son instancias de juicio diferentes, sino la misma y tal vez la única cosa.