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miércoles, diciembre 20, 2017

Un relato eleático

Virgina Cosin lee Peso estructural, de Gonzalo Castro, y escribe sus impresiones para la presentación de la novela:



Hace unos meses visité el Museo de Historia Natural que está frente al Central Park, en Nueva York. Cuando volví del viaje, releí la novela de Gonzalo Castro y lo primero que se me vino a la cabeza fueron las imágenes de los animales embalsamados que, como atrapados detrás de esas vitrinas iluminadas en forma teatral, parecen haberse detenido en pleno movimiento. Como si alguien hubiera presionado el botón de “pausa”. Pero antes de eso, aún estando en el museo, me acordé de una de mis escenas favoritas de El cazador oculto –o El guardián en el centeno– que transcurre ahí:

“Aquel museo –recuerda Holden Caulfield– estaba lleno de jaulas de vidrio, había todavía más en el piso de arriba, con ciervos que bebían en las aguadas y aves que volaban hacia el sur para pasar el invierno. Las aves más próximas estaban todas embalsamadas y colgaban de alambres, y las más lejanas, sólo pintadas en la pared; pero parecía que todas estuvieran volando hacia el sur y si uno volvía la cabeza y las miraba medio dado vuelta, parecía que todavía estaban más apuradas para volar. Sin embargo, lo mejor que tenía el museo era que todas las cosas estaban siempre en el mismo sitio. Nada se movía. Uno podía entrar allí cien mil veces y el esquimal acabaría de pescar sus dos pescados, las aves seguirían volando hacia el sur y los ciervos continuarían bebiendo en la aguada, con sus hermosas cornamentas y sus gráciles patas delgadas y la india de los pechos desnudos estaría tejiendo la misma manta. Nada sería diferente. Lo único diferente sería uno.”

Juan, encallado en un río seco, en una embarcación precaria, en compañía de dos señoras bahianas, el capitán y un grumete, podría ser una de esas figuras embalsamadas para las que el tiempo deja de transcurrir en el mundo. Ingre, en cambio, se sustenta en el movimiento, pero el pasaje de una posición a otra a otra, como en una coreografía tántrica, va a producirse de modo casi imperceptible hasta llegar al último capítulo, en que el movimiento encuentra un nuevo estado de reposo.

Toda trama literaria está hecha de tiempo y de espacio. Es el lienzo que tensa el escritor y en cuya superficie traza sus líneas argumentales, delinea a sus personajes y despliega, o superpone, las dimensiones de su mundo narrativo. Una manera de leer esta novela sería decir que los protagonistas de Peso estructural son Ingre y Juan, hermanos, huérfanos de padre y madre, que no mantienen en casi todo el libro contacto alguno, salvo en sus rememoraciones. Pero, a la vez, podemos decir que tiempo y espacio son los protagonistas, y que Ingre y Juan son el soporte, o la estructura, que sostiene ese peso.

La precisión verbal de Peso estructural es al lenguaje lo que la precisión del cronómetro es a la medida del tiempo. Diría el narrador que es un “relato eleático”: siempre se puede, entre un intervalo y otro, introducir otro intervalo. A cada objeto, sensación, acción, le cabe su definición exacta, las palabras se ciñen, como la malla de baile en el cuerpo de la bailarina, a eso que quieren decir. La prosa de Gonzalo Castro es excéntrica, si por excéntrica se entiende no rara, ni heterodoxa, sino circundante; bordea los agujeros de lo real. Por más que los signos se aprieten unos con otros más se abre el texto, más asociaciones nos ofrece.

Es, podríamos decirlo así, un texto epidérmico: la interioridad de sus personajes nos es tan inaccesible como nuestro inconsciente; apenas podemos hacer interpretaciones, lecturas. Lo más profundo que hay en el hombre es la piel, como decía Valery.

El narrador mira a sus personajes como una cámara de seguridad, o como la cámara que Ingre instala en su habitación para registrar los movimientos que hace durante el sueño con el objetivo de diseñar una coreografía, o las cámaras de la película que su amiga Leticia le cuenta que vio. No nos devela nada acerca de sus emociones, sus intenciones, o sus anhelos. No los asegura, ni los resguarda, tampoco los controla; los observa, los registra.

El del cuerpo parece ser el único lenguaje descifrable en el mundo de estos dos hermanos. Delia, una de las señoras bahianas que lo acompañan en ese estancamiento que no es deriva ni naufragio, le dice a Juan: “Hay personas que leen los sueños, otras que leen las cartas, la borra del café, otras que leen las líneas de la mano o los colores del ojo. Nosotras leemos el cuerpo en general, la disposición de todo el cuerpo de la persona: su cabeza, el tronco, los brazos. El caminar, el dormir, cómo habla. Leemos todo lo que hace como ser vivo y de ahí sabemos cómo es la persona y lo que le sucede espiritualmente y lo que puede hacer para perfeccionar su vida”. Pero si en algo Juan no cree, o parece no creer, es en algo así como el espíritu. Y aun menos que menos en la posibilidad de perfeccionar su propia vida.

A Juan el estancamiento le abre las puertas de la percepción: sueña como despierto, en la oscuridad alcanza a ver formas que se mueven y escucha sonidos con una nitidez que en el vértigo de la ciudad jamás vería o escucharía. Pero además recuerda, retrocede. La única salida está en lo que fue: la infancia, los diálogos infantiles con la hermana, la ex pareja. Recordar no es, para Juan, recuperar el tiempo, sino perderlo, pero no puede dejar de deslizarse por esa rampa (o por esa trampa).

Como en el dibujito del yin y el yang, donde la oscuridad se reserva un nódulo de luz y en la luz se aloja un nódulo de oscuridad, Ingre-Juan, movimiento-parálisis, sueño-vigilia; hombre-mujer; noche y día, nuevo y antiguo, son dicotomías que, al rozarse, abren un hiato por el que ingresa su opuesto.

Escribe Gonzalo Castro: “Manteniéndose en una somnolencia de estocadas, donde dormir es el reverso de un pensamiento que de todas maneras ya no es consciente, Juan acumula tensión en su hombro izquierdo, articulado de tal manera, que su puño se repliega debajo de su oreja, mientras el bíceps recibe el peso de la cabeza en el punto de contacto con el pómulo”.

Entre el sueño y la vigilia hay narcolepsia, sonambulismo, duermevela, parasomnia... y en esas coyunturas del cuerpo, gracias a las que un miembro puede plegarse y superponerse a otro, el lenguaje articula sus múltiples posibilidades.

Ingre deambula por la ciudad en taxi o caminando o manejando, sin documentos, el Chevy del hermano, en un tiempo actual pero también extemporáneo, porque la novela transcurre en 2005. Aunque Ingre, igual, vive como en otra época; compra y vende objetos antiguos, o tan sólo viejos, y se hace nuevos amigos que –más que porteños y contemporáneos– parecen traídos en la máquina del tiempo desde la Mesa redonda de Algonquín –ese grupo cuya animadora principal era Dorothy Parker y que reunía críticos y periodistas y escritores y actores y actrices, uno más ácido e ingenioso que otro, allá por los veintes–.

Antes de sentarme a escribir esto, googlée los comentarios que otros habían hecho sobre Peso estructural. Beatriz Sarlo, por ejemplo, encontró en los hermanos separados de El hombre sin atributos, de Musil, resonancias de la relación entre Ingre y Juan. Leonardo Sabatella encuentra en Las palmeras salvajes, de Faulkner, el modelo de la estructura narrativa que emplea Gonzalo. Yo, siguiendo en la línea salingeriana, pensé en Franny y Zooey, donde los capítulos no están intercalados, sino que la historia de la hermana y del hermano, que tampoco se encuentran y sólo hablan por teléfono una vez –e incluso esa vez el hermano se hace pasar por otro– se cuenta en dos partes. Ya en Chloé, la nena de Hidrografía doméstica (la primera novela de Gonzalo), creí escuchar el eco de los niños sabios de Salinger. ¿Leyó Gonzalo a Musil, a Faulkner, a Salinger? Y si los leyó, ¿alguno de estos autores acudieron a él cuando escribía, los tuvo presentes, se infiltraron sus voces en la voz del narrador de Peso estructural? Esa clase de filiaciones no le importan en lo más mínimo al autor, sólo al lector que sobre la superficie pulida y brillante del texto puede proyectar todas esas lecturas, porque entre el murmullo de todo lo que se pronuncia y la obra, está eso que sostiene el peso de esta novela y es la literatura.

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viernes, diciembre 16, 2016

Presentación: Acá todavía, de Romina Paula

Acá, el texto que leyó Virginia Cosin, autora de Partida de nacimiento, en la presentación de la novela de Romina Paula, el jueves 24 de noviembre de 2016.



En Vivir su vida, de Godard,  Anna Karina entra en un bar, prende un cigarrillo y mira al hombre sentado justo detrás de ella. Está aburrida se ve, entonces se da vuelta y le pregunta al hombre  qué hace. Él dice que lee. Ella le pregunta por qué. Porque es mi trabajo, le dice él. Entonces ella le pide acompañarlo y él accede. Pero cuando  están frente a frente, le dice que no sabe qué decir. Que le pasa seguido: “sé lo que quiero decir, lo medito antes de decirlo, pero cuando llega el momento de hablar, puf, ya no soy capaz de decirlo.”  Después de eso empiezan con una serie de disquisiciones en torno a la relación entre pensar y hablar y se preguntan cuál es la necesidad de hablar. Ella dice: las palabras deberían expresar exactamente lo que quieren decir. ¿Es que nos traicionan? Y él: es que nosotros las traicionamos a ellas. Se debe poder decir lo que hay que decir. Hay que pensar, y para pensar hay que hablar. No se puede de otra manera. ¿Entonces hablar y pensar es lo mismo? Claro. Uno no puede distinguir el pensamiento de las palabras que lo expresan. Uno busca, y no encuentra la palabra justa.
La escritura de Romina constituye, creo yo, un acontecimiento singular, porque consigue atrapar el pensamiento en el instante mismo en que se está convirtiendo en un decir, el texto  despliega un modo de  hacerse, de estar haciéndose, como un  work in progress,  o un backstage, en el que el   tejido se teje sin  molde, es una deriva que lleva a vaya uno a saber dónde, pero no es sin dirección, sino más bien una búsqueda a través de la cual se condensa el lenguaje- Romina ensaya modos de decir y hay un especie de incomodidad, de insatisfacción con esa responsabilidad que conlleva el nombrar, tener que quedarse con una palabra que nunca es la precisa.
Escribir sin escritura, diría Blanchot o Grado cero de la escritura, diría Barthes. Sin fórmula comprobada, sin modelo, regresando a una lengua originaria, solitaria, que habla de  modo instintivo aunque, claro, se trate de una construcción, una ficción.
Podría decirse que esta novela trata de muchas cosas. Pero sobre todo  es una novela sobre las palabras, sobre el encarcelamiento que lo dicho ejerce sobre el decir, sobre el lenguaje como lugar de excepción.
¿Cómo nombrar, por ejemplo al amor? ¿Y cuántos tipos diferentes de amor hay? ¿Qué es el amor de pareja? ¿Un especie de dependencia, de necesidad del otro, de des-personalización? ¿Y el filial? ¿Qué diferencia al amor que se siente por un hermano o un amigo del  que se siente por un amante? ¿El  deseo erótico constituye  la diferencia? ¿Y a un padre? ¿Y a una madre? ¿No se los desea?  ¿Odiando se puede amar, también? ¿Y al hijo? ¿Al que todavía no se tuvo? ¿Puede haber un pre amor? ¿Se lo ama por instinto? ¿Por obligación?  ¿Y tiene el mismo nombre, “amor”,  eso que se siente siendo niña, antes de experimentar la sexualidad adulta, que después?
La metafísica ha dado respuesta a algunas de estas preguntas, los griegos adjudicaron nombres para los distintos modos del amor  y los diccionarios proveen definiciones y clasificaciones, códigos comunes y estables, que tanto Romina como su narradora  demuelen con más preguntas, como si fueran martillazos.
“Pienso en la palabra bicoca y sonrío, que palabra más extraña. Pienso también que una palabra así particular bien empleada en el momento adecuado te puede salvar el día o por lo menos una situación. Pensar, por ejemplo “ahora a la distancia el divorcio fue una bicoca” ¿o no se puede usar así? Eso, por ejemplo, es una de las cosas que más me costó de la separación con Lourdes, sino la que más: perder todo ese universo de palabras en el que nos encontrábamos, todo ese mundo semántico arrancado de mi cabeza, en cuestión de días como una lobotomía del verbo, pero no, sin extirpación, o una extirpación en negativo: lo que se sustraía era el interlocutor, más que el lenguaje, y si no hay nadie ahí para recibirlo ¿qué se hace con ese capital? Durante meses seguí viendo todo a través del prisma de esa gramática compartida, a veces las frases, los comentarios solo se formaban en mi cabeza y otras llegaba a pronunciar bajito,  para mí, como para que por lo menos fuera dicho, expulsado.”
¿Y cómo hablar con un ser querido, fundamental, al que se está viendo morir?  Los límites de su lenguaje, los de Andrea, son los límites de su mundo y en la primera parte del libro, Todavía, su mundo es el hospital:
“Así que ahora con Mario se habla de cosas de enfermos, no sólo, claro, pero el lenguaje también se vio intoxicado, contaminado: la remisión, la quimio, los buches, las plaquetas, la presión, la fiebre, la asepsia, la dieta, la orina, la digestión, los leucocitos, los hematocritos, la médula, el trasplante, la donación.  Y la sangre, la sangre, la sangre como protagonista absoluta, la sangre por ejemplo a la vista, como adorno, colgando del árbol de navidad que arrastra el padre detrás de sí como un grillete: un sombrerero con ruedas, microondas y bolsones de sangre y líquidos flúo que no pueden ver la luz. Eso pende ahora todos los días de la muñeca de mi padre y lo acompaña como un miembro más de su cuerpo, uno o varios miembros más. Algunos de los líquidos flúo, los más fotosensibles, los recubren como una bolsa de papel madera, como una mascarita, como de avergonzada. Las enfermeras entran y salen y actúan y toquetean el arbolito a sus anchas como si no fuera un apéndice del hombre. A él le dicen “Buen día”, como si fuera normal, como si estuviera en un banco esperando para depositar un cheque, así le dicen “cómo le va” y después o al mismo tiempo manipulan los aparatejos y las bolsas, definen, controlan las dosis de todo eso, lo flúo y lo que no, eso que va a parar a las venas y con ellas a los órganos del hombre que responde a ese saludo ese “hola que tal” como si todo ese aparato del horror unido a su interior por conductos, pudiera, todavía, no tener que ver con él.”
El cuerpo. Hay una presencia irreductible del cuerpo: ese cuerpo que se vuelve metáfora,  pan, vino, fantasma. Un cuerpo que desaparecerá bajo el imperio de la muerte pero también el de los sentidos: mientras duerme en el sillón del acompañante del hospital, cuidando al  padre agonizante, Andrea tiene un sueño húmedo, olfativo, táctil, orgásmico; hace presente el cuerpo ausente de la enfermera que le gusta, o que no sabe si le gusta, pero de la que goza.
Andrea no sabe, abjura del saber y de las definiciones. Narra desde el presente fragmentos de pasado, como si navegara un barco que,  en medio de una tormenta, está a punto de zozobrar y hubiera que rescatar bienes preciados, pertenencias  que, de otro modo, serían irrecuperables.
No porque quiera saber qué es, o quién es, sino porque está siendo, estando, haciéndose y rehaciéndose, en camino hacia, cambiando, moviéndose, esquivando la pelota que, si la toca, la convierte en “quemado” o estatua.
Ese presente dislocado  tiene nombre: todavía. Cuando se acabe, cuando ya no sea, cuando ese tiempo deje de transcurrir, se abrirá un espacio, uno nuevo, el del Acá.
Un poco como en la novela Orlando, de Virginia Woolf, Andrea despierta un día convertida en otra,  experimentando otros apetitos, teniendo deseos nuevos que la arrojan hacia una nueva deriva, un especie de vagabundeo, de errancia incierta, pero sin angustia. Andrea, cuyo nombre tiene la misma raíz de Andrógino y deriva de Andros, que significa Hombre, abandona el sueño con Rosa y se entrega al desconocido Iván.  
Y  emprende un viaje, pero las peripecias no la llevan de vuelta al hogar, sino que la arrojan hacia una tierra nueva, lo que estaba atrás queda atrás. Sabe que  si intentara regresar, como Scarlet O Hara , sólo encontraría en su viejo terreno un páramo seco, uno muy diferente del que fue en su tiempo de prosperidad. Habrá que construir, entonces, uno nuevo, un nuevo hogar, fundar el propio.
En el último episodio de la primera parte, Todavía, Andrea vuelve a su departamento después de haber estado días afuera –entre el hospital y la casa del chico- y encuentra una invasión de gusanos (ahora que me acuerdo, antes de emprender el viaje a la Patagonia, la narradora de Agosto luchaba contra una alimaña, un ratón que le daba entre asco, impresión y pena.) La plaga como castigo, como símbolo de la muerte pero, también, como motor para tomar impulso e iniciar un éxodo.
Al comenzar  Acá, la segunda parte del libro, la narradora pareciera estar, permanecer,  a su pesar, o con pesar,  con esa sensación de ridículo, de “esto es imposible” y aunque el aturdimiento dificulte una vez más hallar correlato entre las palabras y lo que significan y haya que volver a nombrar, restituir los sentidos, en la escena siguiente, Romina, ya no la narradora, sino la autora, nos da una cachetada y nos hace reír.
De todas las palabras decibles hay una cuyo significado se nos escapa más que el de ninguna. ¿Cómo nombrar la muerte? Podemos ser testigos de un último segundo de vida. Pero sobre la muerte nada sabemos y nada sabremos jamás. Aunque creemos que sabemos que también nos va a tocar, nunca viviremos esa experiencia. Es in experimentable.  Sin embargo hay otra, casi tan extraña, medio extra terrestre e inverosímil que es la de engendrar vida.
Otro poco como Hamlet, Andrea, la narradora de esta novela, demora la decisión de hablar, de decir aquello que fue a decir, el motivo por el cual emprendió el viaje. Pero a diferencia de la tragedia Shakespereana, o de cualquier tragedia, no es a la venganza hacia donde se dirige, porque no hay nada que vengar, nadie tiene la culpa de su orfandad. En cambio,  hay una vida por delante, una vida con forma de pregunta que no cierra,  se reproduce y excede los límites del final de esta novela.


Virginia Cosin.

jueves, diciembre 10, 2015

Diario Intermitente

Quintín leyó Partida de nacimiento, de Virginia Cosin y la comentó en su blog. La nota completa, acá



Partida de nacimiento es casi un diario (un diario íntimo, se sugiere en algún momento) aunque formalmente es un texto que intercala la primera la segunda y la tercera persona del singular (hay una cuarta voz, compuesta por breves poemas) para describir los días de una mujer recién separada que tiene una hija chica y se defiende mediante sus recuerdos del acoso de la soledad y la angustia. Está muy bien la novela: tiene un aliento verdadero que se va imponiendo a lo largo de las páginas. Cosin construye su personaje literario con limpieza, con trabajo y con la entrega de su persona al texto, un texto pudoroso que habla dos veces de un intento de suicidio sin usar la palabra y que dice “me metí cosas en la nariz” para describir una noche de cumpleaños con alcohol y cocaína.

viernes, julio 24, 2015

Partida de nacimiento, de Virginia Cosin: vivir a 15 cm de suelo

Una novela acerca de lo cotidiano que pone en duda qué es vital.
En el blog Libros, Instrucciones de uso
Por Claudia Aboaf
 



Como un ángel caído –el clima de la novela recuerda a Alas del deseo de Wim Wenders, mezclado con destellos inteligentes y actuales de Lorie Moore–, la protagonista sobrevuela la ciudad.  Tal vez desobedeció (a Dios o a la Madre) y es una rebelde o solo arrastra tristeza por la creencia de que existe un cielo, uno donde se está mucho mejor, claro.  Gravita en tierra desconocida. Mira la vida para adentro y para afuera: «Calibrar el peso de mi propio centro para no caerme de costado». «Hacer planes. Cocinar e invitar amigos a comer. Salir de noche. Dar vueltas en la cama. Tenderme como una prenda mojada, para que escurra toda el agua, hasta recuperar la forma del cuerpo. Enredarme en la madeja del insomnio». «Se mueve como por brazadas, desplazándose del mismo modo que en esos sueños en los que quiere correr pero la voluntad no alcanza».

No se decide: «Si hay que vivir, bueno. Pero cocinar ya es rendirle tributo a la vida. Y no es ése el plan en este momento. No quiero seguir, pero sigo». «Ahora somos tantos los que queremos ser algo, que es tan difícil sobresalir como enganchar un fideo en el agua hirviendo con el tenedor».
Los ángeles caídos caen pero recién tocan el suelo al enamorarse de algún o alguna madeja de problemas o de un microgesto que él, el ángel considera profundamente humano. Así, la protagonista declara: «Soy una mamá, pienso».

Por momentos, Partida de nacimiento (acta que determina un acontecimiento, el nacimiento, o sea, la existencia de una persona) parece narrar más la partida por la puerta 4, el llamado a subirse en un avión que la devuelva al cielo. O podemos pensar que a la protagonista aún no le han dado su partida, su acta, y tiene 30 años de no nacida. Es un trámite sin terminar. Y aún así, o tal vez por eso, porque está aprendiendo, es una experta. La narradora presta mucha atención a lo cotidiano: es una madre, es una ex, es también «de esas personas que nunca hacen lo debería estar haciendo» y sin embargo hacen. «¿Es posible aún así tener una hija hacer las compras tomar una cerveza? »

La delicia en la lectura de esta novela está en recorrer con la protagonista el mapa que nos brinda de su quehacer diario, con una mirada nueva. Se pregunta si es linda, si es fea, si eso importa. Un viaje o dos a una clínica, un lavado de estómago, el rol que actúa Madre, así con mayúscula. Algo de la relación con Padre. Las catorce mudanzas.

Hay muchos detalles: «Pasar una noche de largo. Recostada, ensayar posiciones, una especie de Kama Sutra del insomnio. Recorrer la superficie del colchón, como la aguja del reloj hasta dar con los pies en la cabecera. Enredarme entre las sábanas (…) hacer cuentas, cálculos…Respirar».

La relación diaria con su hija, la ancla, la determina, «bailan juntas en el living», pero también “la saca de quicio».

Hay un viaje a la playa, hay un ex, hay amigas. Hay poesía.

Pero, ¿se puede vivir esperando la partida de nacimiento? Ser por fin una existencia: ¿qué lo determina?

Este ángel caído, la protagonista, descubre, como les suele pasar a los ángeles caídos, un amor irremediable por algún humano imperfecto o que, mientras degusta la pulpa de una cereza y retiene el carozo deslizándose entre los dientes, algo de esa consistencia maciza, es el último empujón que salva la distancia entre él y el suelo.  Poder sentir.
Una pregunta a la autora
P: ¿Importa, acaso?
R: Importa, siempre y cuando no sea muy serio.


Virginia Cosin nació en Venezuela, pero sus primeros recuerdos son de la Argentina, país que la adoptó a los cinco años y que ella adoptó a su vez. Su formación académica fue mucho más una deformación: estudió cine, filosofía, ciencias de la comunicación y y teatro, pero nunca estudió letras, aunque desde muy chica estuvo en contacto con libros, porque en su casa no había ni una pared sin bibliotecas. Escribe desde siempre y publicó su primera novela, Partida de nacimiento, en el año 2012. También colabora en suplementos culturales y blogs, como la revista Ñ del diario Clarín, la revista digital Otra parte y Eterna cadencia. Coordina encuentros de lectura y de escritura.

jueves, septiembre 06, 2012

Entropía TV

Cediendo al embrujo de los medios audiovisuales, los autores de esta casa editorial se dejan entrevistar por los medios especializados y se lucen frente a las cámaras.

Aquí, el señor Ignacio Molina se explaya sobre su obra para Todas Artes TV.

Allí, la señorita Virginia Cosin habla sobre Partida de nacimiento para la revista Periplo.

Acullá, el señor José María Brindisi se refiere a Placebo en diálogo con Agenda Escritores.

Y esto recién comienza.

miércoles, julio 11, 2012

Como respirar

Adriana Bocchino lee Partida de nacimiento, de Virginia Cosin, y escribe su reseña para Bazar Americano:

«Partida de nacimiento –novela dice bajo el título- se inicia en una foto, la de tapa. Luego, en la solapa, otra. Nota al pie de esta segunda foto: “Virginia Cosin (Caracas, 1973) nació en Venezuela, pero vive en Buenos Aires desde los cinco años. Colabora con frecuencia en suplementos culturales… Partida de nacimiento es su primera novela”. La foto de tapa, dice en los créditos, “Archivo familia Cosin”. Partida de nacimiento. 2011. Narrativa argentina. Leo el libro, “para Franny”, de un tirón. Empiezo a mirar, desde el principio, otra vez. La tapa, las fotos. El título. No podía ser más acertado: primera novela, un nacimiento, y al mismo tiempo una partida. Las ambigüedades del lenguaje común, incluso el leguleyo. ¿Quién no tiene su partida de nacimiento? Y si no la tiene, no es. Tan solo tenerla, implica una partida. Se ha partido, para nacer.

Cosin narra una historia común: una mujer que, recién separada, madre de una niñita, hace agua. Anegada y amurallada por un desamor, está a la deriva. No sabe qué necesita saber, tampoco qué quiere querer, ir hacia donde, qué decir. Solo la hija. Alguna vez, la madre. Historia común, la diferencia está en la escritura. Esta mujer escribe. En primera persona. ¿Quién? ¿Virginia Cosin? ¿Su protagonista, una mujer recién separada y “madre de…” anunciada en contratapa? “Novela” dice la tapa, así que de Virginia Cosin no se trata sino de “su protagonista”, aquella que agoniza en primer lugar. Henry Michaux avisa en un epígrafe: “Estoy habitado. Hablo a los que fui y los que fui me hablan”. De acuerdo.

Cosin escribe una novela en 93 pasos. Solo dos de ellos tienen título: “Otros, ellos, antes, podían” y “Larvas”. Tratan sobre el desarmar la casa en una mudanza, hacer un hijo. Casi fotos. Todos los pasos. Absolutamente familiares. Tan comunes como la foto de tapa. Lo importante es la mirada en esas fotos: la de la protagonista, de una tristeza infinita, también la de la/el deuteragonista, la que/el que lee. Es tan sutil el hilo que une la deriva del personaje a la deriva de la lectura que una mínima interrupción podría romper el encanto. Es preciso leer de un tirón. Se trata de una “novelita”, una nouvelle si se prefiere, sobre la subjetividad. Unas grietas se abren en el discurrir de una mujer, una madre, recién separada, también hija, hermana, escritora, insomne. “Una, que apenas puede consigo” y que debe cuidar, está obligada, a la más pequeña, su hija que, sin embargo, podría ser ella misma, en un juego de resonancias y espejos. Mujer que desencaja mujer que desencaja mujer que… una mujer como cualquiera otra a la que le ha sucedido, le está sucediendo, lo que a cualquier mujer puede sucederle: “un sollozo incontenible”. La diferencia, vuelvo a decirlo, es que esta mujer escribe. ¿Virginia Cosin o “su protagonista”? Ambas, en primera persona.

Primera novela pero no primeras escrituras. Hacedora de y colaboradora en varios blogs (Efectos personales, Franny, Partida de nacimiento, Mal de archivo, entre otros), diarios y revistas (Ñ, Radar, Brando), sociedades creativas y talleres literarios y de filosofía, Cosin no puede dejar de escribir. Estudiante de cine en la Escuela Nacional de Experimentación Cinematográfica del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, egresada de la carrera de dramaturgia de la Escuela metropolitana de Arte Dramático dirigida por Mauricio Kartum, productora periodística en radio, televisión y cine documental, guionista y directora de cortometrajes, escribe también para teatro y así siguiendo. Cosin, escribe en la tradición de las mujeres que se sostienen en la letra. Escribe sobre Alejandra Pizarnik, Katherine Mansfield, se la ha puesto en línea con Clarice Lispector. Sin embargo, en su caso, hay dura conciencia de “cosa común”. “Sin aspavientos” se dijo. Posiblemente, entonces, en verdad una tragedia. No se trata de una pose para la foto: sus protagonistas no posan para la foto, están tristes en la foto y ello no hace falta decirlo. Se ve. Como en la foto de tapa de esta “novelita”. Partida de nacimiento, pequeña novela, pequeño formato de novela, nouvelle, condensa el dolor de una traición, un abandono, de los que, por supuesto, no se habla en vano. Porque el punto es cómo escribir el dolor, como representarlo, cuando ya no se recuerda, sino en sueños, ni su causa. Partida de nacimiento se me ocurre, mejor, álbum de fotos. ¿Una historia? Puede ser. Sin pretensiones.

Se trata de una historia de las que pasan día a día. De allí el encanto: verla escrita, como si fuera un conjuro. Su desenvolverse en escritura resguarda a la protagonista y hasta parece curarla del dolor. Posiblemente también a Cosin. No lo sabemos aunque podemos sospecharlo: su escritura, una fotocomposición, se cruza constantemente con los “datos”, de otra escritura, la de su vida, la de sus blogs. Hay coincidencias en la letra. En realidad, el punto es que no importa demasiado cuánto hay de la vida de Cosin en su novela, sí de lo que puede hacer la escritura en una vida. Especialmente en estos nuevos formatos, reconversión de viejas formas, visuales y discursivas a la vez: los blogs, el diario, la postal, un poema, una esquela, la fotito –pequeña escena-, lo que dijo la nena, una sensación, una vergüenza, un recuerdo. En definitiva, la vida cotidiana, como dije, pasada por la letra. Y ese procedimiento -escribir parece ser, ni más ni menos, que un procedimiento- convierte lo cotidiano en literatura, y de la buena, de la que toma al/la lector/a y no lo/la deja hasta el final. En un lugar conmueve, en otro tributa a la identificación con los personajes –la madre, la hija, la hija pequeñita, la que se sigue siendo allá lejos y hace tiempo-, normaliza lo extraordinario, libera la angustia al punto de convertirla, en el mismo plano, bajo el mismo procedimiento, en algo tan común, tan corriente que da risa. La protagonista, el/la lector/a, sin duda Cosin, terminamos riéndonos de lo comunes y corrientes que somos. Y ahí, creo, el acierto quizás más luminoso. Es inevitable obstinarse con un destino grandioso hasta descubrir que la vida cotidiana también es inevitable: obstinarse en lo que nunca será, no hay otra forma de vivir. Mejor, entonces, extraer hasta el último resquicio y escribir en un papel “lo cotidiano es el hueso de la felicidad”.

Una separación deja huellas, en la protagonista, en la casa que habita, en una biblioteca por los huecos (“parece una boca abierta y desdentada” que “se burla de mí”) pero, fundamentalmente, en la mujer una vez hija, una vez madre, una vez escritora. En cada una de esas instancias hay modulaciones bien lejos de versiones edulcoradas: la protagonista ama, odia, adora, detesta, extraña, no extraña para nada. Ella es huella de huellas y vive para engendrar nuevas huellas. El hueco o la huella, en espejo, resulta lugar de anclaje en definitiva. Hay un primer abandono, inevitable, que se repite en cada una de las separaciones, a diario. Algunas más importantes, otras menores: la hija que se va con su papá –día de visita-, un profesor de literatura que se decepciona y no vuelve a dirigirle la palabra, un intento de suicidio, una madre y un padre, más bien “una cara de fracaso y desolación de Madre y los ojos culpables de Padre” que no dejan de decir “por qué- por qué- por qué”. El tiempo viaja hacia atrás y hacia adelante y ello hace que no haya más que un presente en el que la protagonista se pierde, al punto meditado de renunciar a leer Proust y elegir mirar Lost para llenar las noches, entre ellas una Nochebuena. La protagonista se pierde a cada instante, no se encuentra, no se reconoce, “Quiere ser otra”, dice, como si fuese otra: “Salirse de una”, “No me reconozco en las fotos”. Se escinde, se divide y finalmente sabemos que ello ocurre desde el principio, desde el siempre: “En mi partida de nacimiento figura una fecha distinta de la de mi llegada real al mundo. Hay un desfase”. Se trata de una partida de nacimiento que la desmiente, la desdice. ¿Cuál es la verdad? ¿Cuál es la “llegada real al mundo” ¿Cuándo, finalmente, se llega al mundo? ¿Cuándo puede llegarse?

El arte del fragmento está junto a la instantánea de lo cotidiano. No podría ser de otra manera. Y en ese pase de instantánea en instantánea, de foto en foto, una pequeña historia de vida cotidiana a través de una descripción densa, porosa, y a la vez breve, concisa, precisa. Un haz de luz. Como echar una mirada y dejar la interpretación para más tarde porque las cartas ya están echadas desde hace tiempo. Desde siempre. A qué hablar de más sobre lo que todos ya sabemos. La vida a la intemperie de la vida. Llevar adelante una casa, cuidar a la hija, hacer las compras, trabajar en la escritura… cuando ya se sabe que el sentido es tan frágil, tan solo una posibilidad entre otras emociones. Puede estar o no. Todo depende. Y depende de “una, que apenas puede con una”. La protagonista intenta redefinirse en una nueva situación que lleva como marco el dolor, con lo cual se convierte, antes que situación, en condición de vida. Hay que adaptarse a este nuevo condicionamiento. Hay que aceptarlo. No queda otra alternativa. Y las preguntas rondan la posibilidad de una alternativa tras otra. Todas valen porque, en realidad, ninguna vale nada. La identidad, la unicidad, está desencajada. El personaje se escucha en sordina, se ve actuar. Solo es real la hija, lo cotidiano, el hueso de la felicidad. Por este camino la protagonista puede volver y ser una, dejar de estar lejos, sentir el cuerpo. En tercera persona.

Cuando se rearma, se distancia. Cuando era “yo” se moría de pena. Al final, una tercera persona impersonal deja de hablar de sí. Habla de otra aunque “La lengua no le alcanza”. Finalmente “Ella”, “La madre”, se rearma para recibir a la niña, en la sapiencia y la aceptación de ser dos, tres, vaya a saberse cuántas. No hay remedio ni juntura. Habrá que aceptarlo. Habrá que aceptarse.»

miércoles, mayo 23, 2012

Relato de una intimidad fragmentada

Estefanía Pozzo lee Partida de nacimiento, de Virginia Cosin, y escribe para Cronista.com:

«Partida de nacimiento es un libro pequeño, de pocas páginas, pero inmenso en profundidad descriptiva. Es el relato fragmentado de una mujer que acaba de separarse, que es madre y también hija. Una mujer que, a través de la descripción de la densidad y complejidad de sus emociones, busca redefinirse.

¿De cuántas maneras se puede nombrar el dolor? De muchas. De todas las necesarias. Decir, para dar entidad a una sensación que habita en algún recoveco no identificable de la geografía emocional y así intentar conjurar la persistencia. Que se vaya, desagotar todo, quedar más vacía que antes.

Pero por sobre todo, es el relato de una mujer que se pregunta. La duda como un síntoma de la angustia ante un huracán arrasador que dejó su intimidad hecha jirones, fragmentos inconexos que hay que volver a unir, para seguir existiendo.

Éste es quizá el punto más interesante del texto. La imperiosa y urgente necesidad de unicidad, de ser una, de dejar de estar lejos, de volver a entrar a un cuerpo que ya no se reconoce como propio. “Todo se resumen en esta soledad, tan honda que apenas podés sospechar que existís gracias al roce con la tela pegajosa del sillón (…) Te sentís lejos. Estás lejos. ¿Cómo remontar, ahora, y poner los pies sobre la tierra?”, dice la protagonista.

Y ante esa necesidad de volver a un estado indivisible, la dualidad de querer “mirarse desde afuera”. Un camino en dos sentidos entre el ser y el estar, entre el estar y salirse, entre sufrir y tomarse un descanso. Quizás de sí misma.

La autora sostiene que no es un libro autobiográfico. Porque siempre cuando se escribe se ingresa en un universo diferente, en un espacio en donde la palabra le da forma a un relato, que está lejos de ser la vida.

Entonces surge una pregunta: ¿por qué escribir? Virginia, en la presentación, responde: “porque escribir es arrojarse lejos”. Quizás de esa manera la autora logra al fin volverse personaje y verse desde afuera, para volver a ser una.»

miércoles, mayo 02, 2012

Torniquete

Matías Capelli lee Partida de nacimiento, de Virginia Cosin, y escribe su reseña para Los inrockuptibles:

«A pesar del color rosa pálido de la tapa y de algunos datos de la contratapa (una narradora treintañera recién separada, madre de una niña pequeña), Partida de nacimiento, primer libro de Virginia Cosin, está lejos de los estándares de la chick lit.

A pesar de que la narradora se ría de sí misma, se saque el cuero y se autoflagele hasta llegar al hueso; a pesar de que pueda decir “soy una chica de Belgrano R que ahora vive en Balvanera” o que atraviese días y noches de insomnio en un estado de insatisfacción constante al borde del ataque de nervios, lo de Cosin, sin duda, va por otro lado. Fundamentalmente porque, en Partida de nacimiento, la escritura está en primer plano; no es un medio para contar una historia, para retratar un personaje, para crear situaciones eficaces, para construir una trama, si no que es una estrategia de supervivencia, de exploración vital.

Claustrofóbico y apesadumbrado, el texto está siempre al borde de regodearse en el placer que proporciona cierto tipo de dolor, y corre el riesgo de volverse monotemático. Pero nunca monocorde, ni monótono, porque Cosin echa mano a una amplia paleta de géneros, registros y tonos; alternando entre la primera y la segunda persona, entre el monólogo interior, el diario, las listas, algunos versos sueltos; entre los diálogos y las viñetas cotidianas, entre el recuerdo y la reflexión.

En última instancia, hay dos cosas que salvan a la protagonista, tanto en términos literarios como vitales. La primera es su hija, que obliga a la narradora a dejar de ser, por un rato, el centro de todas sus preocupaciones, y la rescata del solipsismo. Y la otra es la escritura. A fin de cuentas, si algo aprende en estas páginas es que, muchas veces, escribir es atar un torniquete.»

miércoles, abril 18, 2012

Diáfana pertenencia a las tantas menudencias diarias

Éste es el texto leído por Martín Kohan durante la presentación de Partida de nacimiento, de Virginia Cosin, en Eterna Cadencia:

«No es cierto lo que dicen los boleros: que cuando el amor se acaba uno se muere, que cuando el amor se acaba uno enloquece. No es cierto lo que dicen los boleros aunque sean, como son, la quintaesencia del imaginario amoroso en la cultura de masas contemporánea. Se puede decir, se puede cantar, “sin tu amor no viviré” o “voy a perder la cabeza por tu amor”, o bien otras vehemencias de esa misma índole. Pero no es cierto, aunque parezca, que la muerte del amor sea la muerte. El amor se acaba y hay cordura, cordura y no locura, hay una voz que reordena los días, se hace preguntas, toma nota de esto o de aquello. El amor se acaba y a continuación sigue la vida de siempre, la de todas las cosas restantes, blindadas por la habitualidad, garantizadas y protegidas por su diáfana pertenencia a las tantas menudencias diarias.

De eso trata Partida de nacimiento. Virginia Cosin hace un retrato cuidadosamente reposado de la tristeza, de un dolor sin aspavientos. Y eso hace de su novela una novela antes que nada auténtica. Pero de una autenticidad que no hay por qué calibrar en clave autobiográfica; no es esa clase de verdad que depende de la fidelidad a lo vivido. En Partida de nacimiento hay otra cosa. Yo no sé si “D.” es “D.”, si “Miguel V.” es “Miguel V.”, si esa casa era o es así, si esa hija existe de veras. No lo sé o, si lo sé, lo olvido cuando leo, lo olvido para leer; porque la autenticidad de Partida de nacimiento se debe más bien a la verdad de esa tristeza, a la verdad de ese dolor. Porque así es la tristeza cuando reposa, y así es el dolor cuando ya no precisa hacer aspavientos. Virginia Cosin registra esa modulación tan exacta, intensa en su simplicidad, de sosiego y desasosiego, tan propia de los dolientes cuando saben que el dolor es acaso necesario, y en cualquier caso inevitable.

Partida de nacimiento funciona como un diario, pero un diario que prescinde de las fechas y los días. En lugar de esa notación, se ordena en números, se corta en números, se construye desde la necesidad de que el tiempo pase, sin que importe qué tiempo pasa, cuál es el tiempo que pasa. Prevalece en todo caso una cronología de la soledad: soledad diurna (el tiempo de leer) y soledad nocturna (el tiempo de no poder dormir). Si hay un Kama sutra en este libro es “una especie de Kama sutra del insomnio” y no más que eso. Una “selección de películas” será la compañía para una Nochebuena que se acerca: “todo se resume en esta soledad”. A veces el dolor da placer y es posible regodearse en eso; pero más frecuentemente transcurre de otra manera: es lo que desencaja (“Algo desencaja”), lo que supera (“Todo me supera”), lo que renueva los miedos (“Hoy le teme al encierro”), lo que pierde (“Me pierdo, me desconozco”); lo que obliga a que, entre creer o reventar, haya que elegir reventar.

La separación deja sus huellas, materiales en principio: por ejemplo, una biblioteca que ahora tiene huecos, que “parece una boca abierta y desdentada” y que “se burla de mí”. Pero Partida de nacimiento es también la novela de una madre, de una madre que (lejos de edulcoramientos falsos) es capaz de odiar por algunos segundos a la hija a la que adora por toda la eternidad, que es capaz de extrañarla pero también de no extrañarla, que admite que alguna noche la niña prefiera hablar con su oso antes que con ella. Esa hija tiene el poder de suspender esa soledad tan larga, pero en cierta forma, sin quererlo, sin saberlo, también es huella: la que hace que el padre vuelva, pero vuelva para irse, y además para llevársela (“El auto ya arrancó. No existís más en la geografía de sus cerebros. Desapareciste”). La madre a veces duda: “¿Soy fea? ¿Soy linda? ¿Importa acaso?”; “Estás demacrada. Ojerosa. Pero de algún modo te parece que sos, estás atractiva”. La nena en cambio ya sabe: a la compañerita de la colonia que le dice que ella es “la más hermosa de toda la ciudad”, le responde sin vacilar: “Odio a los que me dicen eso”.

La hija podría ser un futuro, pero la narradora de Partida de nacimiento “no se pregunta por el futuro”. Al revés, si algo querría, si por algo “daría cualquier cosa” es “por volver el tiempo atrás”. Por supuesto que, en esta novela, el tiempo no se vuelve atrás (su narradora, casi al principio, desiste de leer a Proust, prefiere engancharse con Lost: renuncia a buscar el tiempo perdido, se queda en lo perdido). En vez de eso, en algunos pasajes, el tiempo se viene para adelante, hay retazos del pasado que acuden a hacerse presente. Y no vienen sino a agregar abandono a esta novela de un abandono, vienen a agregar desolación a esta novela de desolación. Otro abandono, uno fundante, que se registra en un pasado escolar: el de ese profesor, Miguel V., que la elige entre todos sus alumnos, que da clase nada más que para ella, pero que luego, también, defraudado por ella, decepcionado con ella, renuncia a ella y no la mira nunca más. De ese mismo pasado, o de otro más o menos cercano, proviene asimismo otra escena, tanto más terrible, tanto más imborrable: “Después del lavaje de estómago, despertar de madrugada en la cama de la clínica, firmarle un papel al oficial que esperaba a mi lado, enfrentar la cara de fracaso y desolación de Madre y los ojos culpables de Padre –por qué- por qué- por qué”.

En el presente también hay noches de desvelo dedicadas igualmente a “estrujar cada–uno–de–los–motivos–por–los–que”. En el presente también días de disposición a la muerte, aunque tomando “una cantidad escasa de pastillas”, que “no sirven para nada”. La narradora, sin embargo, no se encuentra ni se reconoce; más bien se desencuentra, se pierde, se desconoce. “Quiere ser otra”, dice de sí, como si ya lo hubiese conseguido, como si ya fuese otra. “Salirse de uno”, eso es lo que ambiciona. “Mi rostro es un agujero”, dice. “No me reconozco en las fotos”, dice”.

¿Qué es esta división, este escindirse, este salirse? ¿Qué es esta otra separación, pero ahora separación de sí? Hacia el final de la novela, nos enteramos de que algo de este desdoblarse estaba ya en el origen, estaba ya en el comienzo, quedaba alojado en esa acta de fundación de identidad que es una partida de nacimiento: “En mi partida de nacimiento figura una fecha distinta de la de mi llegada real al mundo. Hay un desfase”. Una partida es un documento, la inscripción legal de un nacimiento. Pero en Partida de nacimiento hay otra partida, la de alguien que se va, la de alguien que se fue, partida de partir. Y a la vez, en consecuencia, partida de partirse, de quedar partida, partida de partirse en dos. Partida desde el nacimiento, que es como decir desde siempre.

Este libro tiene fotos, en la tapa y en la solapa. En una se ven cajas apiladas, la escena de una posible partida. En otra se ve un fragmento de una escena de hogar, con mesa, sillas y ventana, pero vacía, pero sin nadie. Más grande, una imagen familiar del pasado (los autos ya no vienen así) a la que sí se le puede preguntar lo que al texto de ficción no le pregunto: ¿cuál es Virginia? Hay tres chicos, una madre. El padre es el que no está. ¿Qué importa si no está porque es el que saca la foto? No está, y su lugar vacío, el lugar del que maneja el auto, no se ve, queda oculto, lo cubren las otras fotos, la foto de las cajas, la foto de las sillas y la ventana. Si Virginia es, como supongo, como decido creer (y si no es, lo habrá logrado: ser otra), la que mira desde la ventanilla de atrás, su cara no se ve completa: la mitad queda tapada, está partida. El antebrazo que apoya entero sobre el vidrio a medio bajar, podría reaparecer, años después, de codo a mano, en la foto de la solapa. Imagen diurna: Virginia lee. Una mano, abierta, se apoya en el libro; en la otra mano, cerrada, se apoya ella. Más atrás hay una biblioteca: una foto, adornitos, otros libros. No hay huecos en esta biblioteca. No parece más una boca abierta y desdentada, ya no se burla más. La biblioteca en falta, la biblioteca de la falta, ha sido subsanada, ya se ha colmado. No hay nada que no se arregle en los libros, no hay nada que no se arregle con libros.»

martes, abril 10, 2012

Presentación


Editorial Entropía invita a la presentación de Partida de nacimiento, de Virginia Cosin.



Participarán: Romina Paula, Martín Kohan y la autora.
Brindis final.
Viernes 13 de abril, a las 19 hs, en Eterna Cadencia (Honduras 5582).

viernes, marzo 23, 2012

Arrebatos

A raíz de la publicación de Partida de nacimiento, Virginia Cosin, es sometida a las afamadas 10 preguntas del suplemento cultural del diario Perfil:

«Virginia Cosin nació en 1973 en Caracas, Venezuela. Vive en Buenos Aires desde los 5 años. Estudió cine en la Escuela Nacional de Experimentación Cinematográfica y es egresada de la carrera de dramaturgia de la Escuela Metropolitana de Arte Dramático. Fue productora periodística en radio y televisión y realizó investigaciones en proyectos documentales. Estrenó en el Centro Cultural Recoleta el cortometraje Media Luna, escrito y dirigido por ella. Obtuvo una mención en el V Premio Germán Rozenmacher de Nueva Dramaturgia. Escribe guiones, obras de teatro y narrativa. Coordina un taller de escritura y colabora con suplementos culturales de distintos medios nacionales. Partida de nacimiento (Entropía) es su primera novela.

—¿Cuál es el primer libro que recuerda haber leído?
—Mi mamá nos leía a mi hermano y a mí antes de dormir un libro que se llamaba Chiti Chiti Bang Bang, cuya historia ya olvidé por completo, pero su protagonista era un auto que, como Cupido motorizado, estaba vivo. Como a todos los chicos, lo que más me gustaba era leer y volver a leer muchas veces la misma historia. Entonces, una vez que mi mamá terminó de leernos el libro, yo volví a leerlo por mi propia cuenta.

—¿Cuál es su autor favorito vivo?
—Por un pelito hubiera podido decir J.D. Salinger, sin ninguna duda. De entre los que quedan me cuesta decidirme, pero me inclino por Lorrie Moore. Sobre todo me fascinan sus tres libros de cuentos, que tuve la fortuna de conseguir a precio de saldo, hace ya como diez años, y lamentablemente están agotadísimos.

—¿Qué libro se llevaría a una isla desierta?
—Una pregunta difícil para mí, porque cuando salgo de viaje llevo una cantidad desmesurada de libros, muchos más de los que llego a leer. Asumo que la pregunta supone que sería una isla de la que no podría volver. Así que tendría que ser un libro que admitiera muchas relecturas, que contuviera en él muchos otros libros y que, a la vez, despertara en mí el deseo de, también, escribir. Por ejemplo, El libro de las preguntas, de Edmond Jabés.

—¿Cuál es el último libro que leyó o qué está leyendo en este momento?
—En general, leo muchos libros al mismo tiempo. En este momento estoy con Agape se paga, de William Gaddis, los Cuentos completos de Lydia Davis y La tentación del fracaso, que son los diarios íntimos del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro.

—¿Qué libro reciente no pudo terminar de leer?
—Del mismo modo que leo muchos libros al mismo tiempo, dejo por la mitad o, incluso, apenas empezados, muchos otros. No siempre –o casi nunca– el motivo es que no me gustan o no me “atrapan”. Lo hago de puro ansiosa por empezar otro nuevo. Abandoné hace poco Vida y época de Michael K., de Coetzee. Pero no descarto retomarlo en algún momento.

—¿Qué libro quisiera releer pronto?
—Los Diarios de Kafka.

—¿Cuándo escribe?
—Cuando puedo. Cuando tengo espacio físico y mental. Escribo por arrebatos. En general, por la noche. Pero también en bares durante el día, o caminando por la calle, si me asalta una imagen o una idea.

—¿Quién debería ser el próximo Nobel?
—Nunca entendí bien cuál es el criterio para elegir el Nobel. Además de ser un premio políticamente correcto, creo que es una humorada de la Academia Sueca para desconcertar al mercado.

—¿Cuáles son sus rituales o supersticiones a la hora de escribir?
—No tengo rituales. Pero sí tengo excusas, o pretextos. Antes de escribir, por lo general tengo que leer algo. O releer muchas veces alguna otra cosa que ya escribí. Ultimamente me volví medio dependiente de unos cuadernitos Moleskine, que son así de finitos y se pueden llevar en la cartera. Y siempre usé pluma. La mía es una Lamy que pierdo cada dos por tres y tengo que volver a comprar. Cada vez me resulta más difícil escribir en la computadora, porque si bien se supone que es un “ordenador”, el acceso ilimitado a Internet lo vuelve caótico y un elemento de dispersión.

—¿Cuál es su comienzo favorito de la literatura universal?
—“Otros, ellos, antes, podían.” Es de La mayor, de Juan José Saer.

lunes, marzo 12, 2012

Escrituras incandescentes

Daniel Gigena lee Partida de nacimiento, de Virginia Cosin, y Los años que vive un gato, de Violeta Gorodischer, y escribe para el suplemento ADN:

«La protagonista de Partida de nacimiento, de Virginia Cosin (Caracas, 1973), tiene mayor conciencia, circunstancial y verbal, sobre la realidad que padece. Madre de una niña, separada, en duelo no sólo por la juventud terminada sino también por el abandono, expresa el desconcierto ante su maternidad ("¿en qué momento?, ¿cuándo sucedió?") y algo "con respecto a la soledad, al tiempo y al dolor". 95 fragmentos, en su mayoría narrativos (también hay breves poemas, y una forma híbrida entre el poema y la nota rápida), testimonian la vida de una periodista free lance en una Buenos Aires donde las pesadillas conviven con la realidad en un presente insomne. La lengua de la narradora no es inocente; filosa, traza los límites entre una voz y otra, aunque imite la cháchara ajena. Etnógrafa de la interioridad, registra con frases irreprochables los desechos de su historia personal. De nuevo la infancia, esta vez figurada en el personaje de su hija, asume la luminosidad (pero también lo más pulsional) del relato: "Má, ¿cómo es que se les dice a las personas que no tienen casa y duermen en la calle? ¿Solteras?". El texto de Cosin, digno heredero de La pasión según G. H., de Clarice Lispector, también encuentra en el cuerpo un signo inequívoco de lectura, y con él, su modernidad apremiante: "El cuerpo puede lo que nosotras no". En esa primera persona del plural se juega una filiación y una toma de distancia sobre lo que nace y lo que desaparece con la escritura.»

La nota completa, acá.

lunes, enero 23, 2012

Todo sobre mí

Mercedes Halfon lee Partida de nacimiento, de Virginia Cosin, y escribe su reseña para Radar Libros:

«Como una acertada clave de lectura, en la contratapa de Partida de nacimiento se menciona la palabra bitácora. Objeto prehistórico, sucedido por el diario íntimo y luego por el blog, la bitácora podría ser considerada como una primera idea de género para estas páginas. La intimidad obsesiva, la mirada que no se despega del sujeto, además de ser una elección estética, es en esta novela su principio constructivo: Partida de nacimiento fue, en su origen, precisamente un blog. Claro que no era un blog pasatista o autocelebratorio, sino que poseía un germen literario celosamente cuidado. Tal vez sea por eso, por haber trabajado con una cantera de material fresco y vital, que la novela logre tal grado de verdad. Nos encontramos con una narradora que decide escribirse: la experiencia se convierte en la carne de la literatura. La literatura, en un espacio para la vivisección.

Una madre joven recién separada intenta encarar su día a día, con el dolor que agrieta su sentido de la normalidad. Los ojos hinchados por el insomnio y a la vez abiertos a las sensaciones que la embargan. Reflexiones, paseos por la ciudad, situaciones cotidianas con su hija, se suceden a la par que emergen recuerdos de su infancia, o de épocas no tan lejanas. Un mapa político, con las distintas provincias pintadas de tenues colores, algunos alegres, otros melancólicos, otros copados por las tropas enemigas. Un territorio dividido, diezmado. ¿Cómo reconstruirse después de una separación? ¿Cómo saber si esa separación, más que el fin de una relación, no alude a otra, de un carácter mucho más esencial y que en vez de erradicarse, va a en todo caso a hacerse sorda y dejarse arrastrar?

La escritura de Virginia Cosin se detiene en pequeñísimas escenas: fumar un cigarrillo a la noche escuchando a los vecinos por patio de aireluz, salir de excursión al videoclub de la mano de su hija (y contar a su vez otras microescenas que ocurren por las cuadras de Balvanera). Una minuciosidad cinematográfica en la descripción, fundida con una inspiración de prosa poética. Estructurada en breves capítulos numerados, la novela avanza sin dirección –igual que su protagonista– o mejor aún: más que avanzar, cava. Forja espirales de desazón, en la búsqueda de una identidad nueva, en la perplejidad frente a lo cotidiano. Devenir madre, aun en los momentos de infelicidad. Y en esos mismos instantes, muchas veces dispararse hacia el humor, aunque sea de lo más negro.

Partida de nacimiento registra las distintas capas de una mujer. Un bello diálogo entre la primera, la segunda y la tercera persona, de una misma pluma. De ahí en más se desplegaran las posibilidades, generosas, auspiciosas, de esta primera novela.»

miércoles, diciembre 28, 2011

Puro gozo

Patricio Zunini lee Partida de nacimiento, de Virginia Cosin, y entrevista a la autora para el blog de Eterna Cadencia:


«La protagonista de Partida de nacimiento registra el dolor que la atraviesa para, justamente al ponerlo en palabras, intentar anularlo. Recién separada, escribe pequeños textos en los que da cuenta de la búsqueda de balance entre la condición de madre y mujer. Son fragmentos cargados de una poética dura pero con cierta luminosidad, donde lo cotidiano amenaza con el peso de la monotonía pero no siempre lo deja caer.
Virginia Cosin es la autora y, en cierto modo, como explicará en esta entrevista, es también la protagonista. Aquí habla del proceso de escritura de Partida de nacimiento, las obsesiones literarias que la atraviesan, la ambigüedad conflictiva en la relación madre-hija y el aprendizaje al que se llega luego de un largo periplo de soledad.

¿Por qué el título de Partida de nacimiento?
—Me gustan las frases polisémicas. En la narradora hay un renacer, un nacer otra vez, a partir del desprendimiento, de la separación. Tiene esas dos acepciones: la partida como inicio y de la partida como quebrada. De hecho, en una interpretación a posteriori, es un libro fragmentario, está escrito en distintas personas. Tiene que ver con la manera en que entiendo cómo se transita por la vida. A veces más reconcentrado en uno, a veces viéndose de afuera.
El libro está compuesto por casi un centenar de fragmentos, como si fueran entradas. ¿Cómo fue el proceso de escribir y reunir las entradas?
—No sabía que estaba escribiendo una novela. Fui escribiendo entradas: de hecho en algún momento fue un blog. Pero quiero ser cuidadosa con este tema, porque yo no tenía un blog donde escribía todo el tiempo, sino que primero escribía, luego corregía, y después lo subía. El blog era una especie de soporte: como yo soy desordenada y toda mi vida escribí en cuadernitos que tengo repartidos por todos lados, el blog permitió que me organizara y que no se perdiera nada.
¿Era una especie de repositorio?
—Exacto. El orden vino después, cuando empecé a releer los esos textos. Descarté un montón, agregué otros y les di un orden. Entonces me di cuenta que se podía armar un hilo conductor.
¿Cuándo pensaste que se podía convertir en novela?
—No me hubiera dado cuenta de no haber sido por algunos amigos, a los que les estoy profundamente agradecida. Tenía mucha inseguridad, tuve que pasar por muchas instancias. Después, imprimí todo y Romina Paula me dijo que no me quedara preguntándome si era o no una novela, que lo llevara a Entropía.
En un momento, la protagonista se pregunta si está escribiendo una novela o un diario íntimo. ¿Partida de nacimiento es un diario íntimo?
—No: podríamos decir que es algo así como una bitácora de la intimidad. Un diario íntimo tiene la característica bastante fundamental de estar fechado. Tal vez lo que tenga de diario íntimo es que reúne una cosa medio caótica. Pero me interesan especialmente los diarios íntimos. Hace un tiempo que estoy abocada a leer diarios íntimos de escritores.
¿Cuánto hay de biográfico en el libro?
—Me interesa trabajar con la propia experiencia, con las vivencias, con el recuerdo. Pero después todo eso se reelabora en medida en que entra en el envase del lenguaje y el lenguaje selecciona, recorta y da forma. Ahí se da algo donde la autobiografía y la ficción no se distinguen tanto. La materia es biográfica pero el resultado no. Podría haberlo disfrazado: haber inventado que la protagonista era peruana en lugar de venezolana. Pero no siento que gane nada. Incluso aparecen los nombres de pila de mis abuelos. Claro que nada sucedió tal como se cuenta; es imposible. Uno recrea. Construye algo a partir de la huella y la huella es el vacío de la forma de lo que estuvo presente, pero ahí se arma otra cosa.
Hablemos del uso de las personas. Cada texto alterna entre primera, segunda, tercera, incluso una impersonal. ¿Qué se persigue detrás de esos cambios?
—La narradora es la misma; eso es evidente. Tiene que ver con la necesidad que a veces uno tiene de narrarse. A veces uno se habla, se ve como si fuera otro. Ese también es uno de los motivos para escribir: quizás en los momentos límites o dolorosos hay algo que se puede rescatar si uno se transforma en un personaje. Transformar una experiencia en una narración. Hay una entrada donde ella se imagina como protagonista de una película. Hay una especie de redención. Si estoy en la cocina de mi casa llorando a mares soy patética. Si escribo sobre alguien que está en la cocina de su casa llorando a mares se vuelve interesante.
Hacia el final del libro, la protagonista dice “mi mayor anhelo es escribir mal”. ¿Por qué?
—La intención es despojarse de las ataduras, de la represión, de la inseguridad, del miedo a la hora de escribir. O de estar sometido a las expectativas ajenas. Una de las cosas más difíciles al escribir es encontrar el grado de libertad donde uno tira un montón de cosas desprolijas, sucias, y recién después busca la posibilidad de corregir. Yo siempre soy medio estreñida para escribir [se ríe]: escribo un poquito, leo, reescribo y releo. Soy obsesiva. Es agotador. En realidad es más una sensación mía de autora que de lectora.
¿Lo bueno no es libre?
—A lo bueno se llega después de haber cometido errores y desprolijidades. En escribir mal también está el sentido de no estar atado a ciertas convenciones de lo que se supone que es literario con mayúsculas.
En la trama es muy importante la relación madre-hija. Una hija que tiene, además, la edad de la tuya. ¿Cómo puede tomarlo ella en un futuro?
—Me hicieron esta pregunta: mi madre me la hizo. Me preocupa, no sé muy bien qué decir: hay un montón de explicaciones que puedo dar a otros lectores que no sean ella. No me preocupa que nadie pueda leer y encontrarse como un doble en el libro. Pero mi hija sí. A la vez, no hubiera querido renunciar a los pasajes donde aparece la hija. Hablar de la relación que se arma entre la madre y la hija y entre la madre y su maternidad. No es sólo una madre, sino también una mujer que está viviendo y experimentando y naciendo como madre. Con todas las ambivalencias y ambigüedades. La maternidad es un tema muy idealizado. Una de las primeras cosas que le dije a amigas que estaban por tener hijos es que a veces uno tiene ganas de tirar al pibe por la ventana y sin embargo eso no compromete en lo más mínimo el amor inmenso que una le tiene. Cuesta darse esos permisos: cuando una es madre se convierte sólo en madre. Pero cómo se vive ser mujer y madre, ser mujer y amante, ser mujer y ser ex, ser mujer y escritora. Espero que ella lo entienda .
La última oración del libro es “Lo cotidiano es el hueso de la felicidad”: ¿cómo se debería leer?
—Cuesta muchísimo que lo cotidiano sea el hueso de la felicidad. En toda novela, en todo relato, por más fragmentario o informe que sea, hay algo de un viaje y un aprendizaje final. Me parece que esta novela transita bastante por el dolor y que ese es el aprendizaje que recibe la protagonista.
¿Partida de nacimiento es un libro triste?
—Puede provocar tristeza, puede haber sido escrito en momentos de tristeza, pero un libro nunca es triste. Una vez que se convirtió en obra, en el pasaje de la persona al personaje, en lo puesto en palabras, es puro gozo.»

jueves, noviembre 17, 2011

Natalicio



















Presentamos en sociedad Partida de nacimiento, la primera novela de Virgina Cosin, quien aquí mismo sostiene uno de los ejemplares flamantemente arribados desde nuestra encuadernadora favorita.