viernes, abril 29, 2011

Una voz que te va dictando

Sol Lauría entrevista para El Litoral a Ignacio Molina a raíz de sus libros Los estantes vacíos y Los modos de ganarse la vida:

Ser o hacer. “Sé que soy escritor porque escribo; es una derivación natural. Pero no me autoproclamo escritor. Tal vez si viviera monetariamente de mi tarea como escritor, lo tomaría de otra manera. Pero también tengo que trabajar de otras cosas. Si bien trabajo de cosas relacionadas con la escritura, no de la escritura que a mí me gusta. Entonces nunca deja de ser algo que hago por puro placer. Gano poca plata con los libros, sé que en algún momento podría ganar más, pero nunca pienso en esos términos en una carrera de escritor. Sí lo tomo con un compromiso diferente que hace diez años, en cuanto la escritura en sí misma y a las meta que me pongo”.

De inspiraciones y placeres. “Tengo hábitos por proyectos que me planteo. Ahora estoy escribiendo una novela y trato de sentarme a escribir todos los días. Porque tal vez estoy en la calle y se me ocurre algo, pero se me va a ocurrir algo mucho mejor si en ese momento estoy escribiendo. Si borro, tacho, intento otra cosa, algo va a ir saliendo. La inspiración llega con el trabajo. Lo que más disfruto es pensar y elaborar un mundo creado por mí, pero que al mismo tiempo parezca independiente de mí. Porque uno crea los personajes, crea alguna situación, pero lo que termina en una novela o en un cuento es otra cosa, es la suma de todas las cosas que uno imaginó y algo diferente también. Cuando leo una novela mía, sé que no la pensé conscientemente palabra por palabra, las cosas fueron saliendo así de alguna manera. Y en el momento de la escritura también pasa eso: hay una voz que te va dictando, no es algo mágico, pero pasa. Y es un momento muy placentero”.

Lo violento. “La parte tortuosa es que no llegue la inspiración. O ponerte a escribir y leer lo que escribiste y decir ‘esto es malo’. Eso pasa mucho: no te sale nada o pensás que lo que estás haciendo no tiene sentido. Publicar no me resultó difícil. Presenté mi primer libro en Entropía y lo editaron a su costo. Con la novela pasó igual. Claro que siempre trabajé con editoriales medianas, que tienen otro trato hacia el autor. Si bien hay menos plata, hay más confianza, más intimidad, te dejan trabajar mejor. En cuanto al mercado de lectores, es muy difícil acceder a uno amplio. En los casos de mis libros, los potenciales lectores se cuentan por cientos. Mis libros tienen una tirada promedio de 1000 ejemplares”.

Las obsesiones. “En el momento de la escritura mis obsesiones son la métrica, el ritmo, el tono. El tono, sobre todo. Es el gran desafío de la ficción: escribir una historia que todo el mundo sabe que es mentira y que parezca verdadera. La literatura es una de las actividades lúdicas más maravillosas que podés ejercer en la adultez. Y otro desafíos es que el texto sea lo más perfecto posible pero sin que se note que intentaste hacer eso. Que parezca natural. Esa es la preocupación de mi primera lectura: que no parezca artificial, que sea verosímil, que tenga un estilo propio. Que no suene forzado”.

La entrevista completa, acá.

lunes, abril 25, 2011

Fragmentos de un discurso amoroso

Fernanda Nicolini lee La comemadre, de Roque Larraquy, y entrevista al autor para Llegás a Buenos Aires:

«Un aviso de 1907 publicado en la revista Caras y Caretas en el que un sanatorio de la provincia de Buenos Aires promete la cura del cáncer. Un documental sobre un amante de Liberace que se opera la cara para ser igual que él. Dos disparadores reales que dieron origen a La comemadre, una novela de dos cabezas como las que se cortan en la primera parte, y la que se duplica en la segunda, en la que Roque Larraquy construye personajes -médicos primero, artistas plásticos después- que se valen de la misma materia para conseguir el amor que se les niega: la manipulación del cuerpo, la crueldad sobre él como mercancía de cambio. ¿Un tratado teórico sobre ciencia positivista de principios de siglo XX espejado en el mundillo del arte conceptual del XXI? No, uno de esos libros en los que la acción manda, y hace reír a la vez que perturba, y hace pensar dónde estuvo todo este tiempo este chico Roque Larraquy que nunca antes lo había leído y ahora lo quiero seguir leyendo. Guionista y profesor universitario, nacido en Buenos Aires en 1975, Larraquy estuvo siete años haciendo y deshaciendo la novela hasta dar con el registro –y no hay dudas de que dio con él–, desde aquel día en el que se encontró con el aviso de Caras y Caretas: “El tono era explicativo, desafectado; no tenía el estruendo de otros anuncios igualmente chapuceros que había en la revista–recuerda-. Ese decoro en el engaño me llamó la atención, y le dio al relato un tiempo y lugar. Después apareció el documental frívolo sobre el amante de Liberace y eso quedó como material de la segunda parte”.

Obsesionados con la idea de descubrir qué hay más allá de la muerte, un equipo de médicos diseña un proyecto macabro con enfermos terminales para que, al momento de ser decapitados, sus cabezas hablen y digan qué es aquello que ven. Sí, suena a delirio, pero en La comemadre todo esto encuentra su lógica a través de lenguaje técnico y explicaciones que, si uno se descuida, suenan más que convincentes. “Muchas de las que hoy consideramos pseudociencias fueron ciencia en el siglo XIX, y perdieron ese estatus en las primeras décadas del siglo XX -explica Larraquy-. Me interesa ese periodo de transición en el que la lucha por definir qué es y qué no es científico se verifica en las estrategias de legitimación discursiva, en la invención de vocabulario específico”.

-¿Qué textos de la época te llamaron la atención a la hora de reconstruir este lenguaje?
-Hay un libro del Dr. Francisco de Veyga, Degeneración y degenerados: miseria, vicio y delito, basado en un seminario que todavía en 1938 continúa la herencia de Lombroso, pero ya en un tono derrotado y lleno de excusas, agónico. Hay otro caso, el de Gabriel Delanne, un promotor de la cientificidad en el espiritismo, que en 1900 escribió Investigaciones sobre la mediumnidad, un tratado sobre el diálogo entre vivos y muertos, muy bien escrito, que argumenta en contra de la existencia del inconsciente y le da pelea a otro discurso contemporáneo que a la larga terminaría ganando. Me gustan esas tensiones, producen textos muy potentes, como tomados por el enojo, sobre todo del lado de los perdedores. Y en la novela me interesaba trabajar los puntos de unión entre ciencia y arte, cierta propensión a la búsqueda a ciegas, o la idea de que ambos dependen en gran medida de la construcción de un discurso que los legitime como tales.

-¿Cómo se relacionan entre sí dentro de la lógica de la novela?
-Como si fueran uno. El artista de 2009 sólo puede realizar su obra tomando préstamos de la ciencia, como las cirugías plásticas o las extirpaciones; los médicos de 1907 producen con su experimento una evocación, involuntaria, de experiencias de la vanguardia europea, como el cadáver exquisito.

-Las mujeres no tienen entidad más que en las voces de los personajes. ¿Por qué?
-Quería armar un relato donde el amor funcionara como el motor de la acción, sin redimirla. El médico protagonista de 1907 se enamora de esta mujer de la cual no sabe casi nada, la quiere tener, y eso lo lleva a una competencia con sus colegas en la que vale todo; el artista de 2009 acumula amores frustrados de los que a la larga consigue adueñarse, haciéndolos parte de su obra, y es también una mujer, una desconocida, la que impulsa el racconto de su vida. Me interesaba plantear un escenario masculino, monosexual, que la imagen de la mujer pudiera poner en crisis.

-¿Por qué todos los personajes quedan, por decirlo de algún modo, del lado del mal?
-Porque los motiva el amor, creo, pero un amor imaginado, sin participación del otro, un amor hecho en la soledad y el encierro.»

lunes, abril 18, 2011

El hacedor

























Nos dicen que:

Fondo Nacional de las Artes y Casa de Letras (Escuela de escritura y oralidad) presentan por sexto año consecutivo el ciclo:
La ficción y sus hacedores (Ciclo de lectura y conversación)

Este año la cita habitual con narradores, poetas, ensayistas y dramaturgos renueva su escena.
Para compartir con el público, se leerán a viva voz y con distintas tonalidades -inclusive la del autor-, fragmentos diversos de la obra.
En conversación con Silvia Hopenhayn, estas lecturas ilustrarán el proceso de escritura y las motivaciones vitales que llevan a un autor a dedicar su vida a las palabras.

Miércoles 20/4: José María Brindisi.

Los encuentros se realizan en Casa de la Cultura (Rufino de Elizalde 2831, Palermo Chico, Buenos Aires).
Entrada libre y gratuita.

jueves, abril 14, 2011

Sin remedio

Gabriela Cabezón Cámara lee Placebo, de José María Brindisi, y escribe para Clarín:

«Placebo es el título de la nueva novela de José María Brindisi. Se llama Placebo pero tranquilamente podría llamarse “Sin remedio” o “Sin aliento”. No sólo porque lo que aprieta es la muerte –y no hay fármaco posible contra lo irremediable– y no sólo porque el discurso del narrador corra, tenso, opresivo, al borde de la asfixia y sin puntos y aparte en un único párrafo que es un desbarranque. También porque Brindisi apuesta a no hacer concesiones; le sale bien: en Placebo no hay consuelo y no hay futuro.

Becerra, el narrador y principal personaje de esta nouvelle de 90 páginas, es un hombre exitoso que mira el mundo desde su Audi nuevo. Ve la medida de su éxito social, la amortiguada distancia que lo separa de los otros. Ve a dos mujeres jóvenes sentadas sobre un Lamborghini amarillo y las desea. Ve la distancia que lo separa de esa juventud. Y las sigue deseando, es una imagen que lo asalta. Otra es la de un caballo blanco reventado por la muerte al costado de un camino que vio durante un viaje que hizo cuando él mismo era joven, junto a su mejor amigo, que ahora agoniza en la cama de un hospital. Además, una ex mujer, muerta. Otra, la suya, a la que que detesta. Una madre por morir. Una casa en una isla del Delta, con todo lo de opresivo que puede tener una isla por lujosa que sea. Una vocación de escritor bastante frustrada. Un vecino inquietante. Una amante con la que se ve furtivamente.

Con esos elementos Brindisi retoma un tema clásico como el de la fugacidad de la carne, tan objeto del deseo como de los gusanos. Y revisa la idea de éxito vigente.»

lunes, abril 11, 2011

Una grieta en la prosa

Matías Capelli lee Precipitaciones aisladas, de Sebastián Martínez Daniell, y escribe para Los Inrockuptibles:

«Un lector desprevenido poco afecto a internarse por terrenos algo escarpados de la lengua puede resbalar a las pocas páginas de Precipitaciones aisladas. Y sería una pena, porque estaría perdiéndose una novela jugosa sobre un tipo que, tras una separación de su mujer que sólo el tiempo dirá si es transitoria o permanente, decide viajar unos días al pueblo costero en el que, según le contaron sus padres, fue engendrado, con la intención de cambiar de aire y acomodar un poco las ideas en su cabeza.

Esa podría ser, hablando mal y pronto, una breve sinopsis del argumento de esta segunda novela de Martínez Daniell. Sólo que Martínez Daniell no escribe mal ni pronto: cada palabra, cada frase parece sopesada y calibrada de antemano. Lo mismo podría decirse del mundo narrativo que despliega. Porque a pesar de hacer el recuento de un amor como cualquier otro, de los altibajos de la vida conyugal (con lectura de diarios de domingo y elaboración de mermeladas caseras incluidos), a pesar de ser una novela construida a partir de actos reconocibles y cotidianos (¿cuántos niños urbanos debutaron en el cuidado de mascotas con tortugas malogradas?), el texto evita siempre las opciones trilladas del realismo ramplón. Todo transcurre en el archipiélago de Carasia; el pueblo costero al que viaja Napoleón Toole, protagonista y narrador, se llama Limmermonk; por momentos se filtra el léxico técnico de un grupo de meteorólogos, por momentos se alternan diálogos con el espectro de su tocayo Bonaparte, discusiones sobre guerras decimonónicas, digresiones de un enciclopedismo juguetón, entre otros dispositivos que van delimitando las formaciones calcáreas de sentido que dan al relato su singularidad. El mérito del narrador consiste en desplegar todos estos elementos en su punto justo; hasta “ahí nomás”, como aclara en la segunda línea, haciendo, desde el vamos, una grieta en la prosa a través de la cual la novela respira.»

jueves, abril 07, 2011

Notas sobre una novela implacable

Juan Martini lee Placebo, de José María Brindisi, y escribe este texto para el blog de Eterna Cadencia:

«* Becerra es un hombre de 52 años. Está casado por segunda vez. Detesta a su mujer. Le va bien en los negocios. Tiene un Audi envidiable. Una amante a la que en el mejor de los casos desea de una manera intermitente. Secuelas fantasmáticas de eyaculación precoz. Becerra tiene calor. Es un verano aplastante y ha resuelto irse con su mujer unos días a una casa bien puesta que ella heredó en el Tigre. Casi no sabe por qué ha resuelto eso. Becerra tiene un amigo, un amigo de toda la vida, que se está muriendo. Entonces Becerra, desde el muelle de la casa en el Tigre mira el muelle destartalado que hay del otro lado del arroyo y mira, allá, a Sutton, un hombre que con pasos de box le pega a una bolsa. Y tiene miedo. De pronto Becerra tiene miedo.

* El calor es desmesurado, la lluvia es infinita, esperar que pase un día entero es algo insoportable. La realidad se ve como a través de una insolación. Las únicas drogas que toma Becerra son somníferos que le saca a su mujer. Se clava unos cuantos whiskys y algún Martini pero no es alcohólico: toma para no ser: entre el ser y la nada (parafraseando una oposición planteada en la novela) Becerra se queda con la nada.

* ¿Qué le pasa a Becerra? No tiene deseo. Es como si el deseo hubiese quedado atrapado para siempre en las primeras aventuras, en las primeras pasiones. En un viaje al sur y otro al DF, en las chicas de entonces, y en las chicas de Horacio, su amigo de toda la vida, como la chica del DF con la que formaban un trío inalterable menos a la hora del sexo. Hoy Becerra no desea. Ni siquiera a su amante. El sentimiento por ella es escénico. Becerra tiene una madre internada en un geriátrico que aparentemente conoce las flaquezas de su hijo mejor que las propias. Obvio: la culpa por su madre taladra a Becera.

* Escrita con un estilo tan exacto como un metrónomo, Placebo es la novela del amor por uno mismo, del amor no narcisista por uno mismo, la novela del amor perdido por uno mismo, la novela de la tristeza, la novela de la desolación y de la angustia. Eso es lo que le pasa a Becerra. Y Brindisi despliega un discurso implacable. Un tono que no deja resquicios. Pero sin embargo tan elástico como para no detenerse nunca. Un discurso que por supuesto no da respiro porque no hay respiración en estos días de Becerra. Nadie respira. Ni Horacio que se muere. Ni la mujer de Horacio que espera que Horacio se muera. Ni Cecilia, la mujer de Becerra, que espera (a pesar de todo) que Becerra se decida y se la coja, aunque sea por última vez. Nadie respira. El único que respira, enfrente, es Sutton, un hombre raro que vive en el Tigre y de quien Becerra quiere creer que tiene noches pobladas de mujeres, música y alcohol… Puro frenesí. Esas chicas que en el principio de la novela Becerra ve tomando el sol sobre el capó de un Lamborghini amarillo, inmaculadas, casi desnudas, casi jóvenes, casi putas, y con las que quisiera, aunque no lo desée, tener una aventura como las que él cree que esas chicas tienen con Sutton. Por eso, quizá, Becerra tiene miedo.

* Pero ¿qué le pasa a Becerra? Porque en esta novela en la que no pasa nada la tensión es material, la tensión es una materia inabordable, como la conciencia de Becerra. Lo único que progresa en esta novela es la enfermedad, la muerte inevitable de Horacio, su amigo, su amigo de toda la vida. Eso progresa.

* Es tanta la tristeza, tanta la nostalgia que el texto de Placebo convoca otros textos, resuena en otros textos. La novela cita los propios. Y el discurso a veces parece seguir algunas líneas de Homero Expósito: Primero hay que sabe sufrir, / después amar, después partir / y al fin andar sin pensamiento… / Perfume de naranjo en flor, / promesas vanas de un amor / que se escaparon con el viento. Pero Placebo no es un tango. Es un lied.

* La percepción de Becerra, en medio del sopor, es a veces una percepción de alta fidelidad y casi siempre una percepción desquiciada o delirante. La percepción de Becerra encuentra sus mejores momentos, o una posibilidad de decir algo cierto sobre el presente, cuando vuelve a las imágenes imborrables de la juventud: el caballo blanco, en la ruta, muerto… Pero no sólo eso. Becerra se inclina sobre el caballo, le acaricia el lomo, y entonces ve cómo le salen gusanos entre los dientes. Nunca olvidará ese caballo, Becerra.

* ¿Es verosímil todo esto que le pasa y no le pasa a Becerra? Es verosímil a pesar de que a veces no lo parezca. Es verosímil porque en las pesadillas o en la desesperación todo es verosímil.

* ¿Qué le pasa a Becerra? Becerra se está muriendo. Su amigo de toda la vida, Horacio, se está muriendo. Un amigo así es el otro, es el espejo, es el doble. Cuando se quiere así a un amigo se quiere también algo de uno en él. No se lo puede querer como a un hermano. Becerra intenta pensar que sí. Pero su amigo es el otro y es el doble que morirá con él. Es decir, cuando muera Becerra morirá su amigo de toda la vida.»

lunes, abril 04, 2011

Cadáveres exquisitos

Diego Peller lee La comemadre, de Roque Larraquy, escribe un extenso texto sobre la obra, lo lee en la presentación del libro y, finalmente, lo publica en Bazar Americano:

«La comemadre es, contra toda evidencia, un libro intempestivo. Ni actual ni inactual, ni realista ni fantástico: no se propone la reconstrucción de un verosímil histórico –pese a que la primera parte de la novela esté situada con precisión en 1907, en un sanatorio “en las afueras de Temperley, a pocos kilómetros de Buenos Aires”–, al mismo tiempo que carece de toda intención de “actualidad”, entendida como sumisión dócil a los mandatos temáticos y formales de la hora –y esto pese a que la segunda parte lleve por título “2009” y posea, en realidad, todo lo necesario para ser un relato en sincronía absoluta con eso que podríamos llamar vagamente “cultura contemporánea”.

Hay, por cierto, algo inquietante, incómodo, difícil de identificar en La comemadre; por lo cual, pese a tener todos los ingredientes necesarios para ser una novela histórica (la clínica sórdida y suburbana, los delirios positivistas y antropométricos), no es una novela histórica; y pese a tener, en apariencia, todo lo necesario para ser una “novela actual” (el cruce entre arte conceptual, sociedad del espectáculo y biopolítica; las zonas grises de la muerte, la enfermedad y lo animal como umbrales de lo humano), algo en su tono somete esa actualidad a un proceso de distanciamiento, tratándola como un cuerpo ajeno, extraño, ni del todo vivo ni del todo muerto.

Si se descuida este carácter intempestivo de La comemadre, resulta difícil asir la figura en dos tiempos que la informa; porque La comemadre es también –y esto sí es una evidencia– un libro doble. Dos partes (“1907” / “2009”), dos epígrafes (arriba –bien arriba– una cita del Curso de Ferdinand de Saussure, que señala la relatividad de lo nuevo: “Lo que domina en toda alteración es la persistencia de la materia vieja: la infidelidad al pasado es sólo relativa”; abajo –bien abajo– una profecía de Benjamín Solari Parravicini: “La clase media salva a la Argentina. Su triunfo será en el mundo”). Pero no es este un libro doble solo porque esté dividido en dos partes, o porque esas dos partes correspondan a dos momentos históricos claramente delimitados; La comemadre es un libro partido en dos en cada una de sus partes; un libro escrito todo el tiempo en dos tiempos, en dos series, en dos ritmos y en dos regímenes de significación y sensibilidad.

De un lado, el registro de lo alto, la alta cultura y la trascendencia, la ciencia y el arte como “políticas de la inmortalidad”, en términos de Boris Groys; del otro, el registro de las bajas pasiones como motor más o menos oculto de estas empresas de trascendencia, la fluidez del deseo, y la repugnancia de los cuerpos. Acompañando estos dos registros, dos series –separadas, en conflicto– la serie de los cuerpos, y la serie de los nombres.»

El texto completo, acá.

viernes, abril 01, 2011

Minimalista, reverberante

Jimena Repetto lee Hélice, de Gonzalo Castro, y escribe una breve reseña para la Revista Siamesa:

«Hay momentos del verano en los que el sol pide lecturas livianas. Y hay tardes en las que buscamos que las palabras conformen texturas dignas de un buen sillón. Éste es el caso de Hélice, de Gonzalo Castro. Para quienes esperaban una buena nueva después de Hidrografía doméstica (Entropía, 2004), esta novela es una propuesta más que interesante.

Así empieza: estamos en un futuro -¿cercano?, imposible saberlo-. Pero este futuro, lejos de acercarnos a las clásicas referencias de la ciencia ficción, tiende a perderse en la poética de las palabras. Es decir, la voz del narrador en primera persona se desarrolla con una mirada tan peculiar -minimalista, reveberante- que a la representación del mundo se llega lentamente, como a través de ecos. Nuestro narrador vuelve a la historia con Julia, un amor que no termina de perderse y pareciera suspendido en su memoria. Tan ausente pareciera Julia, por momentos, como presente el amigo a quien se dirigen las palabras. Porque Hélice se articula como pequeños relatos hacia un compañero de aventuras que se ha ido, y cuya ausencia se vuelve cada vez más aguda. En cierta forma, Hélice es, en su poética y universo propio, una novela sobre los vínculos que llevamos adentro. O, mejor dicho, sobre la imposibilidad de comunicarnos con quienes habitan, como fantasmagorías, nuestro espacio interior.

Con nieblas orientales, frases de una hermosa sencillez y una mirada detallista, esta novela es una invitación para quienes buscan textos en donde la escritura narrativa se desenvuelve en la plenitud de la poesía. Castro hace de su narrador una hélice que torsiona el movimiento de un cielo calmo. Entre los círculos del aire se encuentran su mundo, su presente, su voz.»