miércoles, diciembre 20, 2017

Un relato eleático

Virgina Cosin lee Peso estructural, de Gonzalo Castro, y escribe sus impresiones para la presentación de la novela:



Hace unos meses visité el Museo de Historia Natural que está frente al Central Park, en Nueva York. Cuando volví del viaje, releí la novela de Gonzalo Castro y lo primero que se me vino a la cabeza fueron las imágenes de los animales embalsamados que, como atrapados detrás de esas vitrinas iluminadas en forma teatral, parecen haberse detenido en pleno movimiento. Como si alguien hubiera presionado el botón de “pausa”. Pero antes de eso, aún estando en el museo, me acordé de una de mis escenas favoritas de El cazador oculto –o El guardián en el centeno– que transcurre ahí:

“Aquel museo –recuerda Holden Caulfield– estaba lleno de jaulas de vidrio, había todavía más en el piso de arriba, con ciervos que bebían en las aguadas y aves que volaban hacia el sur para pasar el invierno. Las aves más próximas estaban todas embalsamadas y colgaban de alambres, y las más lejanas, sólo pintadas en la pared; pero parecía que todas estuvieran volando hacia el sur y si uno volvía la cabeza y las miraba medio dado vuelta, parecía que todavía estaban más apuradas para volar. Sin embargo, lo mejor que tenía el museo era que todas las cosas estaban siempre en el mismo sitio. Nada se movía. Uno podía entrar allí cien mil veces y el esquimal acabaría de pescar sus dos pescados, las aves seguirían volando hacia el sur y los ciervos continuarían bebiendo en la aguada, con sus hermosas cornamentas y sus gráciles patas delgadas y la india de los pechos desnudos estaría tejiendo la misma manta. Nada sería diferente. Lo único diferente sería uno.”

Juan, encallado en un río seco, en una embarcación precaria, en compañía de dos señoras bahianas, el capitán y un grumete, podría ser una de esas figuras embalsamadas para las que el tiempo deja de transcurrir en el mundo. Ingre, en cambio, se sustenta en el movimiento, pero el pasaje de una posición a otra a otra, como en una coreografía tántrica, va a producirse de modo casi imperceptible hasta llegar al último capítulo, en que el movimiento encuentra un nuevo estado de reposo.

Toda trama literaria está hecha de tiempo y de espacio. Es el lienzo que tensa el escritor y en cuya superficie traza sus líneas argumentales, delinea a sus personajes y despliega, o superpone, las dimensiones de su mundo narrativo. Una manera de leer esta novela sería decir que los protagonistas de Peso estructural son Ingre y Juan, hermanos, huérfanos de padre y madre, que no mantienen en casi todo el libro contacto alguno, salvo en sus rememoraciones. Pero, a la vez, podemos decir que tiempo y espacio son los protagonistas, y que Ingre y Juan son el soporte, o la estructura, que sostiene ese peso.

La precisión verbal de Peso estructural es al lenguaje lo que la precisión del cronómetro es a la medida del tiempo. Diría el narrador que es un “relato eleático”: siempre se puede, entre un intervalo y otro, introducir otro intervalo. A cada objeto, sensación, acción, le cabe su definición exacta, las palabras se ciñen, como la malla de baile en el cuerpo de la bailarina, a eso que quieren decir. La prosa de Gonzalo Castro es excéntrica, si por excéntrica se entiende no rara, ni heterodoxa, sino circundante; bordea los agujeros de lo real. Por más que los signos se aprieten unos con otros más se abre el texto, más asociaciones nos ofrece.

Es, podríamos decirlo así, un texto epidérmico: la interioridad de sus personajes nos es tan inaccesible como nuestro inconsciente; apenas podemos hacer interpretaciones, lecturas. Lo más profundo que hay en el hombre es la piel, como decía Valery.

El narrador mira a sus personajes como una cámara de seguridad, o como la cámara que Ingre instala en su habitación para registrar los movimientos que hace durante el sueño con el objetivo de diseñar una coreografía, o las cámaras de la película que su amiga Leticia le cuenta que vio. No nos devela nada acerca de sus emociones, sus intenciones, o sus anhelos. No los asegura, ni los resguarda, tampoco los controla; los observa, los registra.

El del cuerpo parece ser el único lenguaje descifrable en el mundo de estos dos hermanos. Delia, una de las señoras bahianas que lo acompañan en ese estancamiento que no es deriva ni naufragio, le dice a Juan: “Hay personas que leen los sueños, otras que leen las cartas, la borra del café, otras que leen las líneas de la mano o los colores del ojo. Nosotras leemos el cuerpo en general, la disposición de todo el cuerpo de la persona: su cabeza, el tronco, los brazos. El caminar, el dormir, cómo habla. Leemos todo lo que hace como ser vivo y de ahí sabemos cómo es la persona y lo que le sucede espiritualmente y lo que puede hacer para perfeccionar su vida”. Pero si en algo Juan no cree, o parece no creer, es en algo así como el espíritu. Y aun menos que menos en la posibilidad de perfeccionar su propia vida.

A Juan el estancamiento le abre las puertas de la percepción: sueña como despierto, en la oscuridad alcanza a ver formas que se mueven y escucha sonidos con una nitidez que en el vértigo de la ciudad jamás vería o escucharía. Pero además recuerda, retrocede. La única salida está en lo que fue: la infancia, los diálogos infantiles con la hermana, la ex pareja. Recordar no es, para Juan, recuperar el tiempo, sino perderlo, pero no puede dejar de deslizarse por esa rampa (o por esa trampa).

Como en el dibujito del yin y el yang, donde la oscuridad se reserva un nódulo de luz y en la luz se aloja un nódulo de oscuridad, Ingre-Juan, movimiento-parálisis, sueño-vigilia; hombre-mujer; noche y día, nuevo y antiguo, son dicotomías que, al rozarse, abren un hiato por el que ingresa su opuesto.

Escribe Gonzalo Castro: “Manteniéndose en una somnolencia de estocadas, donde dormir es el reverso de un pensamiento que de todas maneras ya no es consciente, Juan acumula tensión en su hombro izquierdo, articulado de tal manera, que su puño se repliega debajo de su oreja, mientras el bíceps recibe el peso de la cabeza en el punto de contacto con el pómulo”.

Entre el sueño y la vigilia hay narcolepsia, sonambulismo, duermevela, parasomnia... y en esas coyunturas del cuerpo, gracias a las que un miembro puede plegarse y superponerse a otro, el lenguaje articula sus múltiples posibilidades.

Ingre deambula por la ciudad en taxi o caminando o manejando, sin documentos, el Chevy del hermano, en un tiempo actual pero también extemporáneo, porque la novela transcurre en 2005. Aunque Ingre, igual, vive como en otra época; compra y vende objetos antiguos, o tan sólo viejos, y se hace nuevos amigos que –más que porteños y contemporáneos– parecen traídos en la máquina del tiempo desde la Mesa redonda de Algonquín –ese grupo cuya animadora principal era Dorothy Parker y que reunía críticos y periodistas y escritores y actores y actrices, uno más ácido e ingenioso que otro, allá por los veintes–.

Antes de sentarme a escribir esto, googlée los comentarios que otros habían hecho sobre Peso estructural. Beatriz Sarlo, por ejemplo, encontró en los hermanos separados de El hombre sin atributos, de Musil, resonancias de la relación entre Ingre y Juan. Leonardo Sabatella encuentra en Las palmeras salvajes, de Faulkner, el modelo de la estructura narrativa que emplea Gonzalo. Yo, siguiendo en la línea salingeriana, pensé en Franny y Zooey, donde los capítulos no están intercalados, sino que la historia de la hermana y del hermano, que tampoco se encuentran y sólo hablan por teléfono una vez –e incluso esa vez el hermano se hace pasar por otro– se cuenta en dos partes. Ya en Chloé, la nena de Hidrografía doméstica (la primera novela de Gonzalo), creí escuchar el eco de los niños sabios de Salinger. ¿Leyó Gonzalo a Musil, a Faulkner, a Salinger? Y si los leyó, ¿alguno de estos autores acudieron a él cuando escribía, los tuvo presentes, se infiltraron sus voces en la voz del narrador de Peso estructural? Esa clase de filiaciones no le importan en lo más mínimo al autor, sólo al lector que sobre la superficie pulida y brillante del texto puede proyectar todas esas lecturas, porque entre el murmullo de todo lo que se pronuncia y la obra, está eso que sostiene el peso de esta novela y es la literatura.

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lunes, diciembre 04, 2017

"Los ojos son trabajadores calificados"

Emilia Racciatti lee El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon, y entrevista a la autora para la agencia Télam:


En "El trabajo de los ojos", Mercedes Halfon traza un itinerario de interrogantes y reflexiones sobre la mirada, sobre cómo el desplazamiento y la condensación implicados en ese ejercicio construyen un estilo y una identidad, que en este caso toma cuerpo a partir del estrabismo de la escritora.

En "El trabajo de los ojos", editado por Entropía, la narración empieza cuando muere el oculista de la protagonista y eso dispara un recorrido por sus vínculos familiares, desde las enfermedades y cuidados heredados hasta el fantasma de lo que puede pasar con la vista de su hijo, sin dejar de pensar en la mirada como insumo para su trabajo de periodista, crítica de teatro y escritora.

"¿Hasta qué punto los anteojos me generaron entonces una «forma de ver»? ¿Hasta qué punto generaron además una narrativa de mí misma?", se pregunta Halfon durante la entrevista, en la que asegura que "los ojos son trabajadores calificados".

—¿Cómo surgió el trabajo del libro?

—Hace ocho años me invitaron a un ciclo de lecturas organizado por Cecilia Szperling donde la propuesta consistía en producir un texto que diera cuenta de algo privado, íntimo, una confesión. Se me ocurrió escribir sobre mi estrabismo. Un tema que me daba pudor nombrar. Mis problemas en la vista siempre fueron varios, tengo astigmatismo e hipermetropía en escalas elevadas desde los tres años, pero el estrabismo es el que rige todo lo demás. El uso de anteojos desde antes de tener una "forma de ser" me resultaba intrigante.¿Hasta qué punto los anteojos me generaron entonces una "forma de ver"? ¿Hasta que punto generaron además una narrativa de mi misma? Había algo ahí. Toda la cuestión me incomodaba.

—¿Cómo fue el proceso de escritura?

—Me costó escribir, encontrar las palabras, ir al fondo y por eso mismo me di cuenta de que existía un núcleo al que tenía que acceder lentamente. Ese texto tenia cuatro páginas y a partir de ahí pasaron muchas cosas. Tuve distintas hipótesis de lo que el texto podía ser, tuvo momentos en que la ficción era más fuerte, después eso fue como adelgazando y otros aspectos se fueron robusteciendo, fui encontrando un tono, una forma, una estructura. Y a la vez fui leyendo sobre oftalmología, nutriéndome de un lenguaje específico. Mientras estaba en ese trabajo fui madre y abandoné el texto algún tiempo. Después también atravesé la cursada de la Maestría de escritura creativa de Untref donde seguí pensando el texto desde distintos enfoques. Un año después de terminar la maestría quedó esta versión.

—La narradora dice que existe una vinculación entre mirar y escribir. Hay algo de eso que persiste en el libro.¿Cómo explicás esa relación?

—Creo que todo el libro intenta responder esa pregunta. En realidad esa afirmación nace de mi dificultad para mirar y la reflexión sobre por qué, siendo que me cuesta ver, lo que quiero hacer es eso: mirar, leer, escribir, cosas que se hacen con los ojos. Mientras estaba escribiendo este texto, leí en algún lado que el estilo nacía de la debilidad. Todo lo contrario de lo que el sentido común indicaría: que la posesión de un estilo en el arte sería alcanzar una cierta perfección en la ejecución de las formas. Acá se proponía pensar que el estilo está en la falla, en el síntoma, el error convertido en programa, y la escritura como lo que hace cuerpo ese error. La idea me resonó profundamente por el modo en que se inició el proyecto de escritura de este texto, el estrabismo, una falla que me había marcado desde siempre. Esa debilidad constitutiva de mi cuerpo había sido el motor de mi escritura.

—¿Por qué elegiste la cita de Kerouac como introducción? ¿Puede funcionar como anticipo del cruce entre el relato y el ensayo que propone el libro?

—La cita la elegí porque me encanta ese poeta y cuando leí la frase me pareció que anticipaba un poco la idea de obsesión que está en el libro. El ojo dentro del ojo, la piedra dentro de la piedra. Es uno de "sus principios", una lista de 30 ideas sobre literatura que está en el libro, La filosofía de la Generación Beat. Cuando la leí me resultó muy inspiradora, muy graciosa esa lista, principios para abrir, para estimular, no para cerrar nada. Lo cierto es que yo soy poeta, es de ahí de donde vengo y lo que leo la mayor parte del tiempo. No sé si este libro haya terminado siendo de "prosa poética" como en algún momento pensé, pero sin duda la estructura se da por suma, por adición de elementos disímiles, más que por consecución. La narración adelgazada, la metáfora como modus operandi permanente sobre la visión, son elementos que traigo de la poesía, mis armas, digamos, para abordar el texto.

—¿Lo definirías como un ensayo?

—No creo que sea un ensayo, pero sí que tiene elementos ensayísticos, también algunos de crónica, autoficción, otros ficcionales. La verdad es que el género de este libro es un poco misterioso, por eso también los editores de Entropía decidieron publicarlo en la colección Apostillas que sencillamente no responde a esa pregunta, si no que ubica cosas raras, un poco inclasificables, experiencias literarias donde el horizonte es más bien la disolución de los géneros.

—¿Cómo hiciste el título?

—Apareció al final. Como dicen los poetas: bajó. Releyendo uno de los capítulos, el dedicado a Georg Bartisch, de pronto me apareció en relieve esa frase. Porque el trabajo de los ojos ¿cuál es? mirar, analizar, distinguir, ubicar, orientar, percibir/se, conectar, leer, tal vez también escribir. Igual se puede escribir sin ver. Se puede leer sin ver. Pero no siempre fue así. Los ojos realizan un trabajo que es natural, fisiológico, pero también es cultural, emocional e individual. Los ojos pueden dejar de cumplir alguna de sus funciones. Cada ojo puede apuntar a un lugar diferente. Uno puede funcionar y el otro no. Los ojos son trabajadores calificados.

—Trabajás como periodista, poeta y crítica teatral, entre otras labores con las letras ¿Cómo definís tu relación con la escritura?

—Antes me peleaba con esa dispersión, esa condición híbrida, envidiaba a los que podían hacer una cosa y abocarse totalmente, pero al final acepté que eso no me iba a salir nunca. Igualmente creo que en las artes no hay caminos separados y paralelos. El periodismo es mi profesión y me encanta, porque fue lo que a lo largo de los años me permitió seguir investigando, pensando y vinculándome con las cosas que más me interesan. Claro que mi relación con la escritura es central, es siempre el principio y el final de las cosas que hago, el medio por el que mejor me expreso, pero tampoco tengo una idea muy conclusiva de eso. Periodismo, narrativa, poesía se contaminan. Por ejemplo, en mi poesía también está ?-quizás estuvo- muy presente la idea de registro, lo documental. Claro que los procedimientos poéticos ahogan cualquier atisbo de realidad palpable, pero detrás de ellos está lo verdadero, lo auténtico, lo confesional. Me costaría mucho hacer una poesía puramente lúdica, pero nunca se sabe.

Ver para creer

Paula Perez Alonso lee El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon, y escribe su reseña para Radar Libros:


La cita de Kerouac, “El centro de interés es una piedra preciosa. El ojo dentro del ojo”, anticipa la tensión entre lo más cercano y lo más misterioso de lo que se ve y la posibilidad del extravío.

El doctor Balzaretti muere y deja a la narradora en estado de errancia. Cuando era una niña de tres años y por un estrabismo evidente –el mismo que sufrían su madre y su hermano mayor– sus padres consultaron a varios zares de la oftalmología, el especialista fue el único que se opuso a la intervención quirúrgica. Y tuvo razón: tal como él vaticinó, en la adolescencia la desviación se corrigió sola. Al enterarse de su muerte, queda impactada; lo recuerda “enfundado en trajes ocres con leve perfume a naftalina, rectilíneo, adusto pero amable. En su consultorio, más allá de la caja luminosa con letras colgada en la pared, no había instrumentos. Prácticamente no revisaba, su modo de formular diagnósticos era distante, abstracto, parecido a la adivinación”. La acecha la duda de si encontrará remplazo a su salvador.

Desde las primeras páginas, El trabajo de los ojos hace de una anomalía una experiencia singular. A los treinta años, la joven reconce que esta enfermedad, “que implica la imposibilidad de fijar la mirada de ambos ojos en el mismo punto del espacio y que puede afectar la percepción de la profundidad, el tamaño y la distancia”, la ha desplazado a un lugar de extrañamiento. ¿De qué manera el estrabismo la desubicó y, al mismo tiempo, condicionó su vida y su visión, su relación con el mundo? ¿Puede extraviarse del todo en la ceguera? Sabe que puede perder la vista de ese ojo porque siempre está mirando para cualquier lado y el esfuerzo lo hace el otro. Sin ningún énfasis, la protagonista adopta una distancia, no como una estrategia ni un gesto defensivo sino más bien como una intermediación en el modo japonés que describe el antropólogo Michitaro Tada; esa distancia habilita una observación de la observación que se despliega y repliega sin un objetivo concreto (que anularía toda la gracia). En japonés el término “gesto” se denomina shigusa, que significa un movimiento corporal controlado y, en particular, marcado por la suavidad. La intermediación también es la que describe la analogía entre ver y fotografiar, cuando recuerda a su padre en las vacaciones, que los hacía quedar quietos a los gritos en la playa (“el viento metiéndonos arena en la boca”), en el desfasaje entre lo que se cree ver y lo que la cámara toma. Esa imperfección es lo que más le gustaba a ella, esa pequeña diferencia inaccesible.

Mercedes Halfon narra con precisión y ligereza una trama que navega entre la ficción y el ensayo. Mirar y escribir están íntimamente relacionados y ese vínculo se anuda en el lenguaje por debajo de la superficie de las cosas. La protagonista lo sabe porque escribe desde muy chica. Su mirada extrañada deja una huella anímica cuando refiere a la infancia, la relación con su madre, la llegada a la doctora Horvilleur y su tratamiento experimental; la vida en pareja y la maternidad; hasta que una tarde la deriva la lleva hasta a la guardia del Hospital Santa Lucía en la avenida San Juan y, para su sorpresa, cree ver a su madre entre los que esperan a ser atendidos; la diferencia, sí, pero también se reconoce una como tantos.

La dificultad se inscribe, nada se da por sentado. ¿Qué es ver?, ¿cómo se ve?, ¿cómo se construyen las imágenes?, ¿cómo se traducen? Son preguntas que subyacen en un texto que hace de lo breve una estética y despoja a la prosa de todo espesor cosmético. Las palabras nombran aquello que se desconoce y que se intuye como una resistencia. Lo inasible. El texto nunca se cierra sobre sí mismo, es poroso, abierto al hallazgo. Un ojo para adentro y un ojo para afuera. Y es por esto que las historias sobre ojos que va desgranando sobre Joseph–Antoine Plateau, un físico que a mediados del siglo XIX definió el principio de persistencia retiniana; George Bartisch, padre de la oftalmología moderna y autor de Ophtalomodouleia (en griego “Bajo observación”), un voluminoso manual (con textos e imágenes) para cirujanos de ojos; la emocionante de Louis Braille, el ciego que inventó el primer sistema de lectura y escritura no visual basado en la sonografía; la de la ciega de Chaplin en City Lights: Homero, Tiresias, Cortázar, Borges, Joyce, Sartre, Paul Nizan y Néstor Kirchner revelan algo interior.

La cruza entre ficción y ensayo no es nueva, ha producido libros que no se pueden clasificar bajo las etiquetas habituales. Sin embargo, tal vez sean los más contemporáneos y los más vitales, justamente porque rehúyen las claves previsibles que responden a un género, proponen otra posibilidad que no tranquiliza al lector. A pesar de su suavidad y sutileza, de la duda que está implícita en su búsqueda y en sus derivas, de la naturaleza melancólica de su temperamento, El trabajo de los ojos adquiere una enorme potencia narrativa. En la segunda página dice: “Yo era una nena bizca de tres años a quien sus padres cuidaban como a una perla ovalada”, y el lector intuye que no quedará atrapada en la valva de nácar. Desde la molestia que siente la perla en el caparazón, encuentra su fortaleza y su transformación; la negatividad de la enfermedad se atribuye una cualidad. No se puede mirar siempre para el mismo lado.

¿Qué hace escritor a un escritor? Seguramente su relación con el lenguaje y, necesariamente, la mirada, y, si es estrábica, mejor. La flecha lanzada da en el blanco. Mercedes Halfon, poeta y narradora, ya se había destacado con sus notas periodísticas sobre artes escénicas. En este libro inquietante, un relato de imposibilidad extraordinario, enriquece las fronteras literarias y deslumbra con un mundo propio.

Una mirada estrábica sobre el mundo

Mónica López Ocón lee El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon, y escribe su reseña para Tiempo Argentino:

“El año pasado murió mi oculista. Balzaretti era especialista en niños, una orientación que suelen tener los que tratan el estrabismo. Es una de las enfermedades que tengo y, como a todos los que la padecen, me apareció en la infancia. Hoy la acompañan el astigmatismo y la hipermetropía. Como uso lentes de contacto y me toco los ojos continuamente, es común que tenga conjuntivitis. Virales, inflamatorias, papilares, con gigantismo. Las enfermedades oculares se reproducen.” Así comienza El trabajo de los ojos (Entropia) de Mercedes Halfon (1980), un libro breve cuya clasificación -¿nouvelle?, ¿tratado?, ¿historia clínica literaturizada?, ¿ensayo? o acaso todas estas cosas a la vez- es menos importante que la capacidad de la autora para transformar una enfermedad ocular en materia poética.

La narradora pasa revista a su enfermedad heredada, a los escritores ciegos de la historia, al sistema creado por Louis Braille, al miedo a que el hijo herede su enfermedad, el fantasma de la ceguera…Es decir, recorre el tema hasta agotarlo, o al menos hasta agotar lo que en el marco de su texto está destinado a formar un todo. Si hay algo para destacar del libro es, precisamente, la capacidad de la autora para sortear el riesgo de la enumeración de catálogo. Por el contrario, logra un enfoque que hace que la enfermedad ocular adquiera un interés universal.

El libro sorprende y atrapa porque narra y reflexiona a la vez de forma tal que el lector puede corroborar una vez más que es la mirada –y aquí la palabra intensifica su sentido- la que le confiere interés a las cosas y no las cosas mismas. “Existe una vinculación entre mirar y escribir. Estoy segura. Mi laptop parpadea” dice la autora en un brevísimo capítulo que consiste sólo en esa frase. Por otro lado, como si se tratara de una asociación libre en el diván del analista, logra que la dispersión adquiera de pronto un sentido.

La sensación que queda luego de la lectura es de perplejidad, de haber incorporado al repertorio propio de sorpresas y revelaciones una que hasta el momento no se tenía. Quizá no sea casual que Halfon haya escrito un libro que refiere a la enfermedad ocular aunque su sentido sea mucho más amplio que lo que suele llamarse “tema”. Nació en el país cuyo escritor más renombrado se fue quedando ciego de manera paulatina. También la suya era una enfermedad heredada. Como ya lo demostró Freud, además, una historia clínica puede ser un relato apasionante, sobre todo en un país tan psicoanalizado como la Argentina. Por otra parte, la enfermedad es un tópico cotidiano de conversación tan difundido como el estado del tiempo, sólo que más apasionante. ¿Quién no asistió alguna vez a la narración pormenorizada de una operación, a un concurso de males en el que cada integrante quiere lograr el premio máximo? ¿Y no es acaso el parto y sus posibles complicaciones el discurso épico-fisiológico por excelencia, el que narra la epopeya del cuerpo materno?

Existe, además, una tradición de la enfermedad convertida en literatura. Basta citar al neurólogo Oliver Sacks autor, entre muchos otros, de un libro de título tan literario como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. En Un antropólogo en Marte afirmó: “Hay defectos, alteraciones, enfermedades y trastornos que pueden desempeñar un papel paradójico, revelando capacidades, desarrollos, evoluciones, formas de vida latentes, que podrían no ser vistos nunca, o ni siquiera imaginados en ausencia de aquellos.” Quizá por eso cuando se tiene el talento para detectar y contar, como sucede con Halfon, la enfermedad se convierte en revelación. Oliver Sacks, por su parte, afirmó que se había dedicado a la neurología luego de leer el libro del escritor y periodista rumano Frigyes Karinthy quien, sin ser neurólogo, a puro talento, convirtió la aparición y operación del cáncer cerebral que padeció en una joya narrativa, Viaje alrededor de mi cráneo, que rescató recientemente Juan Forn en la colección Rara avis de Tusquets.

En la contratapa dice el escritor Ezequiel Alemián: “(…) lo que El trabajo de los ojos observa es la observación misma.” Y es cierto. Nada más apasionante que la observación porque es la que “construye” la realidad. Por eso, ésta no tiene un sentido unívoco, sino uno particular para cada uno. Como puede deducirse del libro de Halfon, aunque no lo diga de forma explícita, es que se necesita una mirada estrábica sobre los seres y las cosas para hacer literatura.

“La escritura es un esfuerzo por sostener algo que se está yendo”

Luciano Lamberti lee Las tormentas, de Santiago Craig, y entrevista al autor para el blog de Eterna Cadencia:


Santiago Craig nació en Buenos Aires en 1978. Publicó los relatos de El enemigo y el libro de poemas Los juegos. Trabaja como psicólogo. Nos juntamos en el bar de Eterna Cadencia una mañana, después de haber dejado a nuestros hijos en el colegio, para hablar del flamante volumen de cuentos que acaba de editar Entropía (Las tormentas) y del libro Veintisiete maneras de enamorar a una chica, que saldrá en Interzona el año que viene.


¿Cómo empezaste a leer?

Empecé leyendo historietas. Mi plan de chico, alrededor de los ocho años, era ese: ir con un amigo al Parque Rivadavia y comprar Patoruzú viejas. Tía Vicenta, Quino, me había agarrado la loca por ahí. También dibujaba, combinaba eso. Ya en la secundaria empecé a escribir poemas, escuchaba Jim Morrinson y me agarró por ahí. A través de la música, fue. Mi viejo era disckjokey de pibe, y en casa había discos, no había libros. No tenía biblioteca en casa. No era un tema el libro. La formación era más por la música. Yo lo seguía a él y era casi un hippie enano, lo que me gustaba a mí era lo que le gustaba a él. Jimmy Hendrix, esas cosas. Lo que me diferenciaba de él era que me gustaban los Doors o Lou Reed, y para mi viejo eso era malo. Decía que Lou Reed era un perro, y yo le encontraba como un misticismo. Jim Morrinson en su momento me voló la cabeza, yo tenía trece años y empecé a seguir su bibliografía, leía a William Blake, a Rimbaud, Baudelaire. Fue la transición a comprar libros, empecé a ir a las librerías. Porque en casa no había.

Tu escritura es muy poética, por el trabajo de la lengua y los climas que generás. ¿Es algo de lo que sos consciente?

En realidad lo que me gusta leer en general tiene que ver con ese tipo de escritura. Y sí, cierto extrañamiento si se quiere lo busco. La poesía tiene de alguna manera cierta verticalidad. Y la escritura son esos momentos en los que estoy fuera. No encaro la escritura como “voy a contar una historia”, me paro a decir, a pensar. Yo lo tengo por ese lado. Por ahí me voy un poco a la digresión, a lo poético, pero es instintivo, me gusta hacer eso, me sale.

Pero también trabajás con marcos de mucha tensión. Como si se percibiera la inminencia del desastre.

Sí. Yo lo noto más en una relectura que en el momento de escribir. Lo que está sucediendo siempre es una amenaza que puede pasar. Es una manera de pensar. Mi mujer me critica mucho: vos nunca estás tranquilo, siempre pensando que puede pasar algo. No puede estar todo bien.

¿Te pasa lo de descubrir cosas tuyas a partir de lo que escribís? ¿Ves alguna especie de cruce entre tu profesión y tu escritura?

No sé, más allá de que lo que quiera mantener alejado yo, no creo que esté muy asociado. Sí, por alguna razón estudié sicología en su momento y tengo como alguna tendencia a ser analítico. Fui a la UBA, no me interesaba demasiado el sicoanálisis, me resultaba más interesante Freud como personaje. Yo leía como cuentos los casos clínicos. Leí a Freud, a Jung, me interesaba más la parte literaria. Los aspectos más técnicos y más teóricos de la escuela francesa ya llegaba un punto en el que me embolaban. Supongo que la escritura es un recorrido donde te vas poniendo en evidencia en determinadas reiteraciones, o temas, o búsquedas. Estás. Pero no hago un trabajo de analizar eso después. Soy más un lector de la realidad en clave literaria que en clave sicológica.

Me pareció que había dos autores que podían llegar a relacionarse con tu libro. Por un lado Sara Gallardo, sobre todo Eisejuaz, y por otro Plop de Pinedo.

No leí Eisejuaz. Lo empecé, porque está en casa, pero no lo terminé. Me gusta mucho Sara Gallardo. El país del humo, se llama uno, que son relatos cortos. El cuento “Las tormentas” lo fui haciendo por partes en un largo tiempo. Primero fue un cuento corto, que era el primer capítulo solo. Después lo empecé a seguir, en un momento tenía bastantes páginas más, era casi una novelita corta, y lo empecé a achurar y a achurar y quedó algo que dije: acá está. A lo largo de ese tiempo, que fueron años, tuve distintas lecturas. Sí, probablemente haya algo de Sara Gallardo ahí. Y Pinedo me suena, sí, yo conocí a su esposa. Y en su momento leí fragmentos y cosas porque me los pasaba ella. A ese libro después lo reeditaron, hubo una zona gris donde no se conseguían. Ahora me hiciste acordar que debería leerlo.

¿Cómo fue tu aprendizaje como escritor?

Hasta tercer año iba a un colegio de curas varones donde dibujar o escribir era algo que estaba bien. En ese lugar dibujar, escribir, hacer historietas era algo que te convertía en popular. Y me cambié a otra escuela, porque me pegó Jim Morrinson y me quería dejar el pelo largo, en donde eras un boludo. Pasé a ser el nabo. Y había una amiga de mi vieja que me llevó a un taller que era la Escuela del sol. Lo dictaban Caron y Bettina, el libro está dedicado a ellos dos. Caron era un tipo muy dedicado al surrealismo, un demente, divino. Éramos todos adolescentes y el tipo nos agarró en el momento justo. Yo era un chabón, rollinga, y los pibes ahí eran más sofisticados. Venía una piba y me hablaba de ópera, yo no entendía nada. Era un ambiente en que la escritura era parte de la vida, leía a Girondo, a Pizarnick, cosas que para ese momento era importante. Yo en esa época escribía mucha poesía.

¿Cómo trabajaste estos cuentos?

Los cuentos que están ahí, creo que el más viejo debe tener siete años. Son cuentos que a lo mejor después los agarré y los reelaboré un poco en función de eso, de ver si tenía un libro. Hay otro cuento que no está ahí, que se llama “Elefante”, que ganó el premio Cambaceres. Y en ese momento pensé: por ahí me dan bola en algún lado ahora que gané eso. El tema es que en ese cuento encontré una especie de voz. Y vi algunos otros cuentos que tenían como lo mismo. Pero la verdad es que los cuentos me venían y los escribía, y no sé si necesariamente iba pensando en un vínculo parejo, iban saliendo.

¿Qué tiene que tener un cuento para vos lo consideres como tal?

No tengo muy definido qué es un cuento en mi cabeza. Cuando leo a otro exijo que el cuento tenga determinados elementos, pero cuando lo escribo yo soy más laxo. Cuando leo me interesa la historia, me interesa meterme en un conflicto. Pero si algo de lo que yo escribo no tiene alguno de esos elementos encontraré la forma de justificarlo. En general la forma más directa de que un cuento termine es que encuentre en mi cabeza una forma circular. Digo: bueno, tiene un dibujo. A veces es medio deforme pero cierra. En general tengo una imagen que de alguna manera tiene que suceder, pero ser al principio, al medio, al final. Y después escribo alrededor de eso.

¿El hecho de ser padre influyó de alguna manera en tu escritura? ¿Los niños son víctimas en el libro?

Mirá, hay un librito que me editó la Universidad Nacional de Córdoba porque gané un concurso, con un poema bastante largo, de una mamá que está cuidando a su hijo en el pelotero y se viene el fin del mundo. Me gustaba esa situación: la única que puede ver lo que está pasando es esa mamá y empieza a enloquecer. Evidentemente influye ser padre, cambió mi perspectiva respeto de la fragilidad de todo. Tengo esta paranoia un poco apocalíptica donde todo se puede romper en cualquier momento, y me esfuerzo porque eso no suceda. La escritura es un esfuerzo en ese sentido: el de sostener algo que se está yendo, como el agua entre las manos. Más allá de un montón de cuestiones positivas y lindas que tiene la paternidad, la sensación está. Ahora mis hijas están más grandes, pero cuando eran bebés yo no entendía que se enfermen, todo tenía que fluir y funcionar. Pero puede ser. No lo había pensado.

¿Escribís mucho?

No le doy tiempos a otras cosas. Hay momentos para comer, para dormir, para estar con mi familia. Pero entre a tomar una cerveza con mis amigos y escabullirme para escribir termino haciendo eso. No tengo mucha vida social. El otro día llegué un ratito antes a un partido de fútbol y estaba en el auto escribiendo, o sea, a ese nivel. Aprovecho los huecos. En un momento pensé que mi escritura se iba a volver un poco fragmentada por esto.

¿Seguís escribiendo poesía?

Tengo muchos cuadernos, a veces los agarro y les doy una mirada. Pero es como que me sale. Está siempre vinculada a algo movilizante. Algo que me pasa. Me metí en un quilombo de la tele, me entró algo en la cabeza y me pongo a escribir. Hace poco me salió algo sobre una de las tantas minas que habían matado. Me había pegado por ahí, y salió por ese lado. Pero no como algo sistemático.

¿Ves alguna diferencia entre Las Tormentas y Veintisiete maneras? Me pareció que el segundo era más lúdico y el primero más denso, más oscuro.

Sí, es así. Tengo esos dos registros siempre. Hay cuentos que forman parte de otro libro si se quiere que tienen la estructura de Veintisiete, son cuentos más parecidos a los de Las tormentas pero tienen un componente lúdico. Hay uno que se llama “El récord mundial de hamacas” y es de un tipo que quiere batir ese récord, y hay un japonés que se lo quiere quitar. Otro que es un náufrago en una plaza. Más Cortázar o por ahí. Yo con Cortázar tengo eso de que, aunque no lo relea, me atraviesa. Y lo dicen en cuarto lugar, si nombran las influencias. Yo a Bestiario lo asociaba a Sargent Pepper, de chico. Decía: así es un libro, así es un disco. No terminaba de entender por qué, pero era así. Tenía un tema, algo que lo cruzaba.

martes, noviembre 28, 2017

Una literatura entre lo mundano y lo de otro mundo

Diego Petrecolla lee Las tormentas, de Santiago Craig, y escribe su reseña para Infobae.

Los personajes de Santiago Craig en su nuevo libro de cuentos, Las tormentas, suelen ser rutinarios; ven pasar desde afuera las modas y corrientes, se mantienen como rocas en el medio de ríos que los atraviesan. Son oficinistas, vendedores en locales de shoppings, padres de familia que eligen vacaciones tranquilas, gente de barrio cuya juventud quedó o va quedando atrás, a los que, sin embargo, los envuelve siempre algo extraordinario.

Casi todos ellos están inmersos en sus rutinas: atender el local, tareas administrativas, hacerse cargo de los hijos. Pero es en el medio de esas jornadas (con rutinas rígidas como una trinchera, en palabras del autor) donde aparecen las tormentas de imaginación que caracterizan los relatos de Craig, como expiación de lo cotidiano, como lucha contra el tedio, tironeando contra los días que pasan y se transforman en cosas nuevas.

Cuando las rutinas no están, sus opuestos más directos irrumpen como contexto de los relatos: vacaciones y mudanzas, como en el caso de Hacer un pozo y meterse adentro, Mudanza e Ir unos días a un lugar sin nadie a descansar.

Más allá de la escritura precisa, llena de recursos, referencias a un mundo propio y al imaginario de una generación que, en cierta forma, perdió el protagonismo (el autor nació en 1978), son estos estallidos de imaginación que se dan entre las vidas de los personajes, los que marcan el pulso, el común denominador de los relatos.

Así aparecen las misteriosas visitas de personajes fantasmales de otras provincias, los padres fanáticos del fenómeno ovni, madres postizas reales o imaginarias, estatuas de próceres que cobran vida y se dedican a la destrucción del mundo posterior, o bien ríos llenos de rayas peligrosas que jamás aparecen.

Pero también hay lugar para el refugio, para los pequeños espacios de salvación cotidiana, valiosa y terrenal: los hijos, la vida de pareja, las series en la cama y los juegos adolescentes como salvoconducto ante lo incierto y peligroso de estos caprichos de la mente. El resguardo que brindan los días que pasan iguales, pero siempre al borde de quebrarse, como hielo fino.

Las tormentas es algo así como una anti-lectura ideal para el verano que ya está ahí con escenarios, personajes y climas que encontrarán su eco en las páginas del libro. En los ocho cuentos el autor logra pasajes y situaciones memorables, con detalles tan ínfimos como valiosos: "Un viento acá es otra cosa. Un susurro recostado al borde de los toldos".

Elogio de la dispersión

Ariel Gurevich lee Obra dispersa, de Santiago Loza, y escribe su reseña para Bazar americano.

El título Obra dispersa, que reúne buena parte de la producción dramatúrgica de Santiago Loza, podría hacer pensar que se trata de materiales disconexos, desconcentrados, periféricos. Nada más alejado. Algunos de estos textos teatrales han sido publicados en ediciones sueltas; todos tuvieron, tienen y tendrán múltiples montajes escénicos. ¿Cómo pensar, sin embargo, lo disperso como motor en la escritura de Loza? ¿Cuál es la continuidad que atraviesa una obra tan prolífica, poderosa, bella? En El orden del discurso (1970), Foucault nos recuerda que toda coherencia es una ilusión, una falsa unidad; que el autor, el texto, incluso la obra, no existen: emergen como efecto, como «regularidad en la dispersión». Quien conozca a Santiago, quien haya leído su producción teatral, narrativa y cinematográfica, sabrá que Loza hace de la dispersión una fuerza, un derrotero disfrutable: el principio mismo de unidad.

Las obras aquí reunidas parecen señalar que el texto teatral es ante todo literatura dramática. El libro reclama su existencia autónoma, independiente de sus formas escénicas. El humor, el dolor, la emoción, suceden en los textos. Y también en el cuerpo. Son voces poéticas agobiadas por mundos domésticos, que se elevan del fondo de lo cotidiano hacia una dimensión trascendental, mística: una madre de ciudad chica o pueblo grande que espera la llegada del hijo que vive afuera (Todas las canciones de amor); una jubilada el día que en el colectivo se enfrenta a un suceso extraordinario (Nadie sabe de mí); una costurera de barrio y el dilema de entregar un vestido a Eva Perón o a Libertad Lamarque (Nada del amor me produce envidia); Natalie Wood, oriunda de Lomas de Zamora (Esplendor) en guerra con su hermana contra el olvido; en definitiva: vidas comunes llenas de epifanías, de personajes anodinos, falsamente insustanciales, llenos de incorreción, de amor, de violencia.

Obra dispersa también afirma la necesidad de que haya un relato como antídoto contra el desorden. Es la trama teatral («el cuentito») aquello que finalmente ampara, restituye y organiza sentido y el lugar donde se cuela una dimensión social. Las peripecias que estos personajes atraviesan son siempre muy sencillas: esperar, entender el desamor, poder nombrarse. En estas pequeñas grandes fábulas, se enfrentan a lo otro de sí mismos. El espectador es quien acompaña de la mano estos trayectos, en silencio: el rito teatral será el espacio de reunión.

Por eso, el lugar del otro en Obra dispersa siempre es un catalizador. El otro es interlocutor, punto de amarre, tabla del náufrago contra la locura, coágulo donde estalla la ternura o la violencia. El monólogo como tipo textual (organizador de muchas de estas obras) no sólo es la forma mediante la cual se expresa la soledad: por el contrario, el monólogo reclama la presencia de alguien que se encuentre del otro lado para que el relato exista como ofrenda, como donación, como fe compartida. En este sentido, la de Loza es una escritura que parece pedirnos que guardemos sus imágenes, que subrayemos sus frases.

Creo que Textos Reunidos (Biblos, 2014) y Obra dispersa (Entropía, 2017) –hasta el momento todo el teatro editado de Santiago Loza–, son el frente y el dorso de un mismo libro. Una expresión que busca la unidad desesperadamente porque la sabe siempre precaria. Una obra abierta, siempre en mutación. Por eso, sobre el final de estas piezas, siempre encontraremos la gracia, el éxtasis, la dilución, el abandono, la muerte, la compresión o el alivio: cuerpos conscientes de su finitud, que se despiden dichosos, con el alivio de dispersarse, de dejar de ser, de partir.

Variaciones sobre el tiempo

Gabriel Caldirola lee Un año sin primavera, de Marcelo Cohen, y escribe su reseña para La Nación.

En castellano, la palabra "tiempo" designa tanto la sucesión cronológica como la situación climática. En esta segunda acepción, el tiempo atmosférico, además de constituir el objeto de estudio de la meteorología, ha sido, y es, uno de los motivos medulares de la poesía. Tema incidental, por antonomasia, de la pequeña charla cotidiana, el "tiempo que hace" desliza, para Marcelo Cohen (Buenos Aires, 1951), "un parpadeo entre lo interior y lo exterior", revela una connivencia entre el yo anímico y la consistencia del aire, y ofrece un modo de intimar con una zona inefable de lo cotidiano. Es que en la irrupción de lo inesperado (una tormenta, un cambio de viento) anida aquello que "no se deja decir y provoca interminables intentos de decirlo de todas las formas". Aquello que, ante la desidia y la narcosis del habla diaria, pide ser dicho de nuevo.

Escrito en su mayoría entre agosto y diciembre de 2014 en Nueva York, Un año sin primavera (el título alude a la concatenación del otoño austral y el septentrional) tiene algo de diario personal y de cuaderno de viaje. Constataciones de las variaciones del clima y de sus efectos inmediatos (desde el cambio de la ropa que usa la gente en la calle hasta las modificaciones fisiológicas registradas por el propio organismo) conviven con consideraciones nada optimistas acerca del fenómeno insoslayable del cambio climático. Intentos de erradicar la imprevisibilidad del tiempo atmosférico trazan un arco que une prácticas atávicas de intercesión para afectar el tiempo con la meteorología moderna, cuyos pronósticos acaban en el "pornoclima" de los informes televisivos. Lejos de limitarse a la crítica literaria, aunque la incluyan, estos "Apuntes sobre la poesía y el tiempo que hace" (así reza el subtítulo del volumen) ensayan reflexiones al pie de una observación atenta de las condiciones atmosféricas, que abarcan, como se ve, una amplia variedad de aspectos.

En Un año sin primavera abundan las citas y las referencias. No se trata de una manía antológica. Responden, más bien, al afán de quien busca "formas equivalentes a las formas momentáneas en que cuaja el desorden de la atmósfera". Un concierto de música improvisada del trío de Ches Smith, una muestra en la que el pintor David Hockney registra el detalle del paso de las estaciones, una descripción abrumadora y fascinante de un atardecer trazada por el antropólogo Claude Lévi-Strauss, se ofrecen, así, a la avidez de quien procura reflejar una experiencia tan plena de matices como las variaciones meteorológicas que los sentidos son capaces de verificar.

Se cuelan entre las páginas poemas, en su mayoría anglosajones, traducidos por el propio Cohen (quien hace unos años reflexionó en otro libro, Música prosaica, sobre el oficio de traducir): Philip Larkin, Anne Carson, John Burnside, John Ashbery, Louise Glück son algunos de los nombres a los que lo conducen la libre asociación, la coincidencia y el azar, entre páginas de libros y expediciones en la Web. Según una dinámica de entrecruzamientos y secretas avenencias, un encuentro con una anciana que contempla cómo se seca una haya en el Central Park, el avistamiento de un halcón, una lectura en un vagón atiborrado del metro, retazos de conversaciones oídas al pasar constituyen discretos hallazgos, epifanías que gotean al ritmo de caminatas por calles, parques, librerías, disquerías y museos de la metrópolis estadounidense.

"Una membrana asfáltica de utilidad impermeabiliza el lenguaje", escribe el autor. Es un diagnóstico, y a la vez un llamado a que la vía poética, la pulsación siempre inédita del mundo sea capaz de permearlo. Para que eso suceda, hace falta "atención sin juicio", "afinación", "asentimiento a lo que hay". Sólo de esta manera el tiempo que hace puede llegar -gracias a la observación aguzada de Cohen- a transformarse en una experiencia.

Reseñas convalecientes

Quintín lee El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon, y escribe su reseña para La lectora provisoria.

A veces reseño libros para no olvidarme de ellos. Es inútil: cuando escribo, los olvido más rápido. No tiene que ver con la calidad del libro sino, supongo, con la edad. También me olvido de muchas otras cosas. Pero, al menos, queda algo escrito, aunque no sé para qué sirve que quede algo escrito.

El trabajo de los ojos forma parte de un género que se podría llamar autobiografía Petete: el libro gordo te enseña, el libro gordo entretiene. Se usa mucho ahora. Halfon (Buenos Aires, 1980) era bizca de chica, después encontró una oculista que le corrigió la desviación y siempre se interesó por el tema. Igual que la mexicana Verónica Gerber Bicecci, cuya Conjunto vacío es otra autobiografía Petete oftalmológica. Allí se ocupa de la ambliopía, trastorno que consiste en tener un ojo perezoso o que se va para cualquier lado y que el paciente no usa para ver. No sé si Bicecci es ambliope o simplemente habla del tema a partir de terceros. Es que lo leí, lo reseñé y me lo olvidé. Lo recuerdo, eso sí, como un libro más highlife que el de Halfon, como vanguardista y un poco pretencioso. Halfon habla también de la ambliopía (¿será un homenaje oculto a Gerber B.?).

Halfon es más modesta en sus ambiciones (después de todo, el estrabismo no es tan espectacular como la ambliopía) y no apunta a ser una estrella de las artes como Gerber Bicecci. Es investigadora pero dice que le gustaría tener más tiempo para escribir (¿dice eso o lo inventé?). En 57 capítulos breves cuenta su vida sin entrar en demasiados detalles mientras nos ilustra sobre cuestiones de la vista. Por ejemplo, la biografía de Joeph Plateau, que descubrió la persistencia retiniana y se quedó ciego mirando un eclipse, o la de Braille, que se quedó ciego de muy chico y hoy tiene un monumento en Plaza Francia. Es raro cómo lo cuenta Halfon: “En Buenos Aires, en la plaza que lleva por nombre su país natal, hay un busto de Louis”. ¿Por qué esa perífrasis? Un tercer héroe francés de la oftalmología en el libro: la doctora Horvilleur, la que la cura mediante un paulatino ajuste de las dioptrías en los anteojos.

Mientras nos ilustra en cuestiones científicas e históricas, Halfon cuenta su infancia o su maternidad y se acuerda de la Chilindrina, con la que se identificaba de chica. Y así, entre pequeñas confesiones y datos precisos, el libro se termina y deja una impresión de prolijidad, elegancia y discreción. Es un poco frío, aunque toma un poco de temperatura cuando Halfon se refiere a sus héroes en el mundo de los bizcos: Jean-Paul Sartre y Néstor Kirchner.

Una lectura agradable, a pesar de ese desliz.

lunes, noviembre 13, 2017

A la captura del instante

Verónica Boix lee Peso estructural, de Gonzalo Castro, y escribe su reseña para La Nación.

El origen de todo relato, dice Ricardo Piglia, es una investigación o un viaje. Peso estructural, de Gonzalo Castro, nace en un puente entre los dos: Ingre es una joven profesora de danza contemporánea que vive en Villa Devoto sin hacer nada importante. No dice qué busca, pero observa con una precisión minuciosa cada signo de su cuerpo. Su hermano Juan, en cambio, viaja al norte de Brasil con la pretensión de ser más que un turista. Pero, en verdad, permanece inmóvil a bordo de una embarcación varada en un río de la selva.

La tercera novela de Gonzalo Castro avanza así a partir de dos movimientos aparentemente opuestos: el deambular en la ciudad y la quietud en medio de lo que se pretendía una aventura.

En la frontera del bildungsroman, la serie de acciones cotidianas que impulsan la vida de Ingre responde a un enigma, sólo que ella no lo sabe. Se lava el pelo, conduce un auto, va a una fiesta y va surgiendo algo íntimo que ella desconoce: una sexualidad inesperada. A pesar de que Ingre vive centrada en la tensión y elasticidad de sus músculos para afrontar el presente, se revela una sensibilidad nueva.

Del otro lado, Juan permanece en la cubierta de un barco de madera. Las aguas bajaron y su vida se detuvo en el norte brasileño. De ese modo, tiene que concentrarse en las actividades diarias como pescar, encender un fuego, mirar los nudos de la madera y pensarse. Lo sorprendente es que la actitud de contemplación del personaje se vuelve la experiencia del lector. No va a importar la secuencia de los sucesos, como ocurre habitualmente; lo que cautiva es la extrañeza que provocan por sí mismos. Es decir, la narración va dando forma en el lenguaje a la transformación a pesar de que, en verdad, no suceda nada extraordinario. Juan también va aprendiendo a mirar. No es casual el título, Peso estructural: hay un juego de equilibrios constantes que parece repartir el peso en la estructura de la novela. Las palabras forman un mundo natural para cada hermano, que, lentamente, pasa a ser parte del mundo del que lee.

En ese balance, quedan a la vista algunas escenas que irrumpen desde la niñez como destellos. En ellas se esconden las claves del vínculo de amor filial que une a Ingre y Juan a pesar de la incomunicación del presente. En los rastros de la infancia ya se llega a adivinar el impulso que los lleva a abandonar la dependencia mutua.

De un modo simple, Castro (Buenos Aires, 1972) continúa la línea de sus novelas anteriores –Hidrografía doméstica y Hélice– y parece retomar, con un lenguaje íntimo, la utopía que recorre buena parte de la obra de Juan José Saer: cómo captar el instante en la literatura.

miércoles, noviembre 08, 2017

Otro lado de lo posible

Luis Adrián Vives lee Obra dispersa, de Santiago Loza, y entrevista al autor para Evaristo Cultural. Este es un pasaje de esa conversación:


–Un tema recurrente, que corre de punta a punta la obra, es la felicidad entendida de diversas maneras, pero siempre presente. Hablanos de ello, por favor.

–Supongo que la felicidad es lo que anhelan secretamente todos los personajes. Un tesoro esquivo. Un estado que por fugacidad o escasez los hace penar. Vinculo la felicidad con la lucidez o el descubrimiento. Como si por un breve momento se pudieran ver tal cual son y eso trajera calma. Como si tanta pérdida tuviera por un momento un sentido, un respiro. Pero como un hechizo se pasa y todo vuelve al desconcierto en el que estaban.


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Estados del tiempo

Javier Mattio lee Un año sin primavera, de Marcelo Cohen, y escribe para La Voz del Interior:


En la atmósfera cotidiana se cifra el transcurso imperturbable de dos tiempos, sinónimos ambiguos en lengua española: el cronológico y el climático, a la vez pertinentemente interconectados. Del pathos romántico obnubilado por nubes, lluvias y ocasos al indiferente y rutinario reporte meteorológico, del panteísmo quirúrgico del haiku a la charla pasatista sobre el frío, el calor o la humedad entre interlocutores callejeros, los fenómenos naturales que condicionan la vida en la Tierra hacen de motivo continuo tanto para el arte como para la ciencia, para los medios masivos como para la poesía.

De esa amplitud de acepciones y abordajes de lo aparentemente inocuo se nutre Marcelo Cohen en Un año sin primavera para desplegar una digresión sabia y sensible acerca del ubicuo estado de cosas, ese “tiempo que hace” que marca el termómetro cósmico y que el autor acopia en preocupación ecológica, crítica literaria, crónica urbanista y contemplación al natural. Engañosamente disperso y ligero como un cielo despejado, el texto –complemento del indispensable Música prosaica, dedicado a la traducción– se encapota hacia el final en su densidad etérea de minimanifiesto, un elogio de la escritura poética en tiempos de carencia simbólica e impotencia colectiva.

Activado por una estadía de cuatro meses en Nueva York y un antes y un después en Buenos Aires –que explica el año “sin primavera” o con dos otoños del título–, el diario ensayístico se compone de asistencias a muestras, disquerías y recitales, de paseos por Manhattan y barrios porteños, de citas de versos recordados, encontrados o rastreados en Google, de observaciones filosóficas, políticas y neurológicas, de notas cut-up del afluente cacofónico, de epifanías y sincronías del carpe diem. No importa si es la mención de un artículo urgente de Naomi Klein en el New York Times o una orina de despedida en el Central Park que precede al avistamiento significativo de un halcón castaño (eje errante de El peregrino de J.A. Baker, libro que comienza a traducir Cohen en aquellas jornadas); Un año sin primavera acierta en su condición simultánea de astro y bóveda celeste, de telescopio y microscopio: la atención y la percepción se vuelven así ethos aéreo, emblema híbrido de la síntesis entre afuera e interior que persigue la poesía.

Ante todo, Un año sin primavera es una lectura inquieta y fragmentariamente total de esa aporía llamada realidad (ambivalente en su eternidad diaria como el “tiempo que hace”) desde las iluminaciones intermitentes y minoritarias de la poesía contemporánea, presente en nombres como John Ashbery y Charles Bernstein, que el autor esgrime en un tono ejemplarmente sereno, pacífico y vital.

"Se acentuó el divorcio entre el ser humano y la humanidad misma"

Alberto Szpunberg, autor de Como sólo la muerte es pasajera, recibe a María Malusardi y entre ambos arman esta entrevista para la Revista Kunst. En uno de sus pasajes, la charla sigue así:


-¿La poesía en tu caso tiene que ver con una búsqueda esencial del ser?

-Ser no es una palabra mía.


-Y qué palabra usarías.

-La vida, pero en sus términos cotidianos y concretos. Demasiado filosófico “el ser” y también a mí me suena pretencioso y falso. El planteo del ser deriva fácilmente en la idea de Dios y a mí no me molesta la idea de Dios, aunque no tengo tratos con Dios, soy ateo, pero soy dialoguista también. Por lo tanto, si mientras estamos charlando vos y yo ahora se sumara Dios, lo incorporamos a la conversación. Y si no conversa es porque es un dios muy débil y muy pobre. La poesía muestra precisamente la importancia del diálogo porque trabaja con el lenguaje y el lenguaje se realiza en el diálogo, siempre es uno y hay otro.


-En el ensayo Las poéticas del siglo XX, Raúl Gustavo Aguirre advierte que a partir de las vanguardias, la poesía se ha ido hermetizando, digamos, y de este modo marcando una distancia con el lector corriente. ¿Lo ves así?

-Yo no creo que la poesía se haya hermetizado. No. Creo que se acentuó el divorcio entre el ser humano y la humanidad misma. Y hoy estamos en plena eclosión de ese fenómeno y nos enfrentamos a un tejido social desgarrado. Parecemos una jauría de individualidades. No, ni siquiera, ni una jauría ni un cardumen. Sólo individualidades. Hoy el grado de alienación es mayúsculo. Ya no se puede reivindicar fácilmente ni a la clase obrera ni a los sindicatos, sólo como antecedente histórico. Fijate el tema de los indignados, estas revueltas juveniles, ese movimiento espontáneo puede encontrarse en la plaza pública, pero no en la fábrica, no en el seno de los sindicatos. Hay un vacío interior muy grande.


-En las primeras décadas del siglo XX, el dadaísmo y luego el surrealismo surgieron como grupos combativos, tanto desde el lenguaje como desde lo político y la acción social. “Es posible que la imaginación esté a punto de reconquistar sus derechos”, apuntaba André Breton en el Segundo Manifiesto. Los poetas estaban encaminados a hacer la revolución. Un siglo más tarde, ¿en qué situación nos encontramos, política y poéticamente?

-Es como que algo está tocando fondo. El mundo no puede seguir como fue hasta ahora. La revolución es más necesaria que nunca. Ahora la revolución es un cambio de conciencia. La que conocimos o leímos o intentamos hacer fracasó, entonces hay que inventar algo nuevo y ahí la poesía tiene mucho que decir y aportar, claro. No es que la poesía tiene que ser lo que ciertas elites tildan despectivamente como poesía política, sino que la poesía debe ser transformadora, liberadora. Eso es otra cosa.

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El tiempo que hace

Federico Reggiani lee Un año sin primavera, de Marcelo Cohen, y escribe para Radar Libros:


“Siempre que una persona me habla del tiempo que hace, tengo la absoluta certeza de que me quiere dar a entender algo más, y eso me pone muy nerviosa” se queja Gwendoline en La importancia de llamarse Ernesto. La observación de Wilde –no es injusto atribuirle las agudezas de sus personajes– exhibe su pensamiento paradójico: nos acostumbramos a creer que quien habla del clima sólo quiere, de la conversación, retener su cualidad de cemento social, sin el riesgo del sentido. Un año sin primavera, el nuevo libro de ensayos de Marcelo Cohen, hubiera puesto realmente nerviosa a Gwendoline.

Los ensayos de Cohen suelen tener una estructura musical en que un tema aparece, se distorsiona y resurge entre la progresión de frases de una elegancia que parece recordarnos en cada página lo feo que se escribe en el mundo exterior. Una preocupación que está en el origen de las observaciones que componen el libro: “Esto, apuntes e historia, empezó a mediados de 2014 con un fastidio atrabiliario por el uso inicuo de las palabras; por la desidia de los profesionales y la narcosis simbólica de los usuarios”. Y la primera y fundante preocupación del libro es la traducción del inglés weather: entre el tiempo y el clima, Cohen descubre la opción “el tiempo que hace” (que se aprovechó aquí para traducir a Wilde), como contraposición frente a “el tiempo que pasa”. Se trata de una decisión de traductor que dispara el conjunto de reflexiones sobre la política y sobre la poesía que recorren el resto de las páginas.

Un año sin primavera es una mezcla rara (puesto a usar con maldad uno de esos adjetivos imprecisos que hacen enojar a Cohen) entre diario de viaje, panfleto y antología. El diario es el relato de un año con dos otoños, pasado entre Nueva York y Buenos Aires. La efusión autobiográfica es moderada, apenas una excusa para detenerse en las sutiles gradaciones de la variación atmosférica y en las lecturas que acompañan al cuerpo en esos descubrimientos. La preocupación más intensa de Cohen, traductor y novelista, es sin dudas la lengua: cómo traducir –entre lenguas, entre estados de la experiencia, entre literatura, pintura y música–, como resistir “la desaparición masiva de matices semánticos”. Se ofrece el goce del vocabulario específico de los reportes del clima, el weatherporn, pero sobre todo el goce que ofrece la posibilidad de abandonar las palabras que todo lo abarcan (como “rara”) para descubrir, con una habilidad notable, las designaciones más inesperadas: no habíamos visto antes el amarillo de margarina y el bronce al borgoña en los follajes de los árboles, ni las nubes parturientas, algodonadas, filamentosas, amoratadas, fulígenas, oblongas, raudas, pachorrientas o pendulares; ni los cielos azulejados, marmóreos, ¡ajedrezados! y del color del pomelo rosado.

Ese diario de impresiones sobre el tiempo que hace, y sus efectos sobre el cuerpo y la lengua, deriva en una preocupación política sobre los efectos de la técnica y el capital sobre el clima. Son las únicas zonas del libro que tienden en ocasiones a leerse en diagonal, sin la delectación morosa en el fraseo: en los momentos más débiles parece entregarse a la indignada transcripción de informes pesimistas sobre el calentamiento global, a veces “previsión de autonomista cauto”, a veces “fantasía de novelista distópico”. Es curioso que el lenguaje político no encuentre modos de decir de mayor intensidad, incluso en un escritor atento al problema de que “los activistas de la resistencia usan el lenguaje como un sampler de consignas”.

Por suerte, el libro ofrece sobre todo maravillas: Cohen recopila una antología caprichosa y exquisita de poemas y fragmentos dedicados al tiempo que hace, y ofrece a la vez una lectura de esas poesías que es una lección de crítica. Sin oscuridades, con una atención estricta a los efectos sintácticos y sonoros y una preocupación por captar aquello que el poema dice más que por hacerlo probar un concepto previo: “No existe ‘leer poesía’: necesitamos poemas”. Un año sin primavera es uno de esos libros generosos, que uno cierra sólo para pedirle a Google más poemas de esos escritores que acabamos de conocer o recordar fascinados; un recorrido por el canon y la novedad (contemporánea en inglés, sobre todo), que nos hace buscar a Emerson y a Chris Andrews, a Arturo Carrera y a Phillip Larkin, a Damián Ríos y Louise Glück. Esos poemas son “un programa de educación auditiva en la vivencia de las dos clases de tiempo”. La poesía permite ligar el tiempo que hace con la cronología, el cosmos con lo humano, la flauta de Pan y la lira de Apolo.

Todo ensayo es un género que limita con el periodismo y con el paper académico: a veces comparte con ellos la variedad de objetos y el rigor, a veces la torpeza y el tedio. En sus mejores exponentes, en libros como Un año sin primavera (o el anterior libro de Cohen, Música prosáica), el ensayo ofrece el espectáculo de una inteligencia entregada al acto mismo de pensar: encontrar relaciones nuevas entre objetos diversos, seguir el hilo de una duda, discutirse a sí mismo. Tienta describirlo con las palabras que usa Cohen para Levi Strauss: “coalición de conocimiento, atención razonada, obstinación científica y retórica de la imaginación”.

El pensamiento que ofrece Un año sin primavera es por momentos desesperanzado: encuentra en el mundo todos los indicios de la disolución; ve una humanidad entregada a una destrucción de la Tierra que comienza con las marcas en el clima, ese tiempo que hace. Una imaginación del desastre que parece ser parte de nuestro estilo de época. Sin embargo, detrás de ese pesimismo explícito, la celebración de la poesía termina construyendo una imagen de esperanza. Es una celebración sin patetismo ni sensiblería: la certeza de que la primavera va a llegar, de que “volverán a estallar de fucsia las matas de las azaleas, se van a abrir las glicinas y una nevada de jazmines va a cubrir la hiedra” y de que habrá voces para contar ese esplendor.

Sobre catedrales y pitufos

Guadalupe Silva lee Caja de fractales, de Luis Othoniel Rosa, y escribe para Bazar Americano:


A fines de los años ochenta, el cubano Antonio Benítez Rojo describió el Caribe como una estructura fractal: una máquina de explotación económico-social a gran escala por la cual todas las islas de la cuenca serían reducibles a una sola, la “isla que se repite”. La forma fractal podría describirse así: como una figura que se repite en distintas proporciones siguiendo un determinado patrón. Un ejemplo simple son las ramas de ciertos árboles cuyas hojas reproducen la misma estructura de la rama, repiten y varían un diseño dentro de un mismo sistema de relaciones. Los seis capítulos de Caja de fractales hacen de este principio una fórmula de experimentación formal y, también, al igual que Benítez Rojo, una hipótesis política. El escenario de la novela es Puerto Rico, una de esas islas-patrón de la máquina imperialista, pero aquí no se trata de plantear una problemática regional sino más bien de imaginar un futuro próximo a partir de la distopía caribeña. ¿El futuro de quién, o mejor dicho de dónde? No solo el de Puerto Rico, país con la rara condición de pertenecer al espacio cultural de América Latina siendo un estado asociado a los Estados Unidos, sino, por así decir, nuestro futuro latinoamericano, un futuro aterrador en el que Rosa ve desatarse todos los horrores del capitalismo: desigualdad, control biopolítico y embrutecimiento social. En otras palabras: el capitalismo como régimen totalitario, según advierte uno de los epígrafes: «El capital ha logrado –como Dios– imponer la creencia en su omnipotencia y su eternidad; somos capaces de aceptar el fin del mundo pero nadie parece capaz de concebir el fin del capitalismo» (Thomas Munk).

En Caja de fractales el presente es apenas un punto de partida. Como si no existiera un pasado previo a 2017, todo ocurre a partir de allí de forma tal que apenas se nota el ingreso a la ficción futurista (los sucesivos años consignados en los títulos son fechas posibles en la vida de una persona hoy adulta: 2018, 2028, 2033, 2037-40). Aquí el presente no es el lugar de llegada para una interrogación de la historia (¿qué produjo este desmadre?), sino el lugar de partida para una pregunta sobre el porvenir. Esta novela ensaya una manera personal de narrar el futuro; lo hace evitando los recursos convencionales de la narración realista, introduciendo elipsis y saltos en el tiempo, demorando y acelerando el paso de una cosa a otra, produciendo variaciones inesperadas en los puntos de vista (yendo de un personaje a otro, de lo humano a lo animal, de lo angélico a lo humano, de un ángulo subjetivo a una perspectiva omnisciente) y, por último, haciendo un uso muy calculado del delirio yonki al estilo Burroughs y combinándolo con guiños, citas y referencias eruditas de corte borgiano (en otras palabras, invitando a una lectura transtextual). Sus tres personajes principales (Alfred, Alice y Trilcinea, conectados con la novela anterior de Rosa, Otra vez me alejo) viven entre libros, drogas y complots con una melancolía que recuerda a los poetas tristes de Roberto Bolaño. La prosa es engañosamente límpida y por momentos hipnótica, incluso delirante. Se trata, en fin, de un texto experimental que interpela al lector con una pregunta que trae al futuro una vieja cuestión literaria: cuál es el lugar de la literatura en la cultura del malestar y cómo hacer intervenir la escritura en la política. La pregunta, aquí, se plantea dentro de un contexto ficcional distópico. En el colapso total de la fachada humanista de nuestra civilización, cuando al agotarse los recursos naturales del planeta los países dominantes muestran su cara más abiertamente criminal, los últimos sobrevivientes de la pequeña bohemia que protagoniza la novela se entregan a la única tarea en la que se les permite escapar hacia adelante: la escritura. «Doce libros entre los dos, doce libros en tres años que realmente son cartas, no a las próximas generaciones, sino al próximo mundo, al mundo que los sucederá y en el que se sienten incapaces de vivir» (70). Menos que un archivo encapsulado, lo que escriben estos personajes antes del suicidio se parece a una advertencia. La novela requiere para sí misma esa condición y propone incluso un tipo de activismo político-literario en la línea abierta por el segundo de los epígrafes: «Toda la creación es lenguaje y nada más que lenguaje, el cual por una razón inexplicable no podemos leer en el exterior ni podemos escuchar en el interior» (Horselover Fat, o Philip Dick). El «fractalismo» (en la novela un movimiento de insurgentes) propone tácticas de escape al exterior de esa hegemonía, tentativas de hackeo a gran escala. ¿Hay un afuera del capitalismo? La novela dice que sí, pero no es por la revolución militarizada orientada al Estado, sino por el sabotaje: las líneas de fuga, el crackeo, la multiplicación de experiencias hedónicas o improductivas en base a drogas, estados de éxtasis, convivialidad y desde luego, literatura, y, en fin, la diseminación de nuevos rebeldes: «pitufos» por doquier, pequeños destructores del sistema que en la novela aparecen como héroes anónimos de una guerrilla feliz, cuyo horizonte, lógicamente, no es la nación sino la aldea.

Así descripta, la novela parece un proyecto micro-conspirativo, y tal vez lo sea en tanto fomenta la producción de grietas dentro de un mundo concebido en clave paranoica. El momento más claramente «fractal» del texto es aquel en que describe la acción de un libro llamado La dignidad. Se trata de un libro anónimo que llega por email y muta cada vez que el destinatario reconfigura el texto de acuerdo con un instructivo extremadamente riguroso distribuido por la internet profunda. La analogía entre este dispositivo de viralización (una «Babel virtual», 45) y la construcción de refugios para el futuro (ciudades en túneles que son como versiones postapocalípticas de los sueños utopistas: «catedrales» del porvenir) resulta evidente. Así como también es evidente el entusiasmo con la idea misma del sabotaje supuesta por el libro-plantilla del que todas son copias únicas sin que exista un autor original. «En el fondo, poco importa el contenido del libro: una suerte de caja o de lienzo anarquista. Lo importante es el modo de difusión, el medio anónimo y secreto. El libro, desde el principio, actúa como si fuera un arma terrorista, como si contuviera el secreto de una insurgencia revolucionaria contra las muertes que causa el capitalismo […]. Los centros de poder ahora se sienten tan vigilados como la gente» (47).

La pregunta sobre el lugar del escritor se contesta ahí, cuando el libro efectivamente promueve la acción diseminada (como «hongos» de pitufos esparcidos por el mundo). Desde ya, la propia novela no es un texto anónimo, ni tampoco predica el fin de la literatura (de hecho hace todo lo contrario). Pero sí es la ficción de alguien que se muestra a favor de una ética anarquista. Como en otro pliegue de su propio fractal, Rosa investiga la relación entre anarquismo e ideología literaria en su tesis de doctorado sobre Macedonio Fernández y Borges, realizada en Princeton y recientemente publicada por Cuarto Propio. Allí, en la introducción, y luego de una dedicatoria a Ricardo Piglia, Rosa elabora, junto con su objeto de estudio, una propuesta:

El anarquismo nos invita a derrocar esa entidad esencializante (arkhé) y aprender a vivir en la complejidad de la diferencia constante. No podemos oponernos a gobiernos autoritarios, si en nuestras interacciones sociales nos comportamos de manera autoritaria […]. Si los patrones de acumulación de poder en las macropolíticas se repiten en las micropolíticas, la resistencia tiene que ser igualmente fractal.
Caja de fractales, este pequeño libro de 99 páginas (casi la misma extensión de La dignidad, su doble interior) imagina un tono y un tipo de héroes para esta nueva forma de resistencia, en la que medios y fines no son instancias de juicio diferentes, sino la misma y tal vez la única cosa.

lunes, septiembre 18, 2017

Visiones y epifanías a la intemperie

Ezequiel Alemian lee Un año sin primavera Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas de Marcelo Cohen, y escribe su reseña para la revista Ñ:

"Crónicas que ensayan y Ensayos que narran” se titulan las dos secciones que incluyen la mayoría de los artículos de Marcelo Cohen recopilados en Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas, sustancioso volumen de más 300 páginas que llega a las librerías prácticamente al mismo tiempo que Un año sin primavera, libro donde crónica que ensaya y ensayo que narra son más una sola otra cosa que nunca.

Un año sin primavera habla sobre el tiempo que hace y la poesía. Se inicia en agosto de 2014, en otoño, con la llegada por correo de un libro del poeta Chris Andrews, en momentos en que el narrador y su mujer están por viajar a Nueva York, donde ella dará clases durante unos meses, y concluye en julio de 2015, otra vez en Buenos Aires, con dos grados de sensación térmica.

Cuando en “Nuevas batallas por la propiedad de la lengua”, un texto sobre la traducción incluido en Notas..., Cohen propugna, en contra del estado, la región, el clan, la ciudad, el barrio, la familia, el yo, una “expresión polimorfa”, dice: “formas que abran la conciencia a los vaivenes del viento”.

Un año sin primavera es sobre el clima, lo meteorológico, el weather porn, el blablá negacionista, la alteración artificial, las armas climáticas, las prácticas religiosas. “El tiempo que hace arrebata la vida breve para los ciclos de muerte y renacimiento; y la sume en el accidente”, escribe Cohen. Se refiere a Baudelaire forjador del modelo contemporáneo del “peregrinaje interminable por el trajín de la jornada diurna hasta la meditación solitaria de la noche, lavadora del fastidio con la corrupción ajena y del remordimiento por la propia”, y cita al Wallace Stevens de Los poemas de nuestro clima: “un poema es un meteoro”.

“Ando detrás de formas equivalentes a las formas momentáneas en que cuaja el desorden de la atmósfera”, dice Cohen. Un poco a la manera de una serendipia, el libro incorpora con una facilidad asombrosa impresiones, reflexiones, citas y subrayados. Es lo que está ahí, sucediendo: son citas de lo que se lee, fragmentos de traducciones, resultados de búsquedas en librerías, por Internet, lo que se impone a través de los medios, recuerdos, apuntes. Todo es pertinente, o lo parece. La figura autobiográfica del narrador se atomiza en un self de agregaciones. El sujeto mismo se convierte en atmósfera.

Anne Finch, Daniel Durand, Lisa Robertson, Alessandra Liverani, Anne Carson, Charles Wright, John Burnside, Arturo Carrera, Charles Bernstein, Louise Glück, Susan Stewart, Mirta Rosenberg, Antonio José Ponte, Charly Gradin, Geoffrey Hill, Tom Maver, Damián Ríos, Horacio Zabaljáuregui, Ted Hughes son algunos de los poetas traducidos, citados, interrogados.

“La poesía de hoy no tiende a la intemporalidad de la forma, no entroniza el poema. (...) Ausentes los pronombres, se pierde en una conciencia de sí que solo es posible por contraste. Emisor, destinatario y objeto se disgregan en una desmesura de componentes”, escribe.

¿El clima como modelo de cambios impredecibles? Cohen recuerda un libro de John Ashbery basado en obras del artista Henry Darger, que solo hablaba de meteorología y durante años llenó su diario personal con entradas sobre el clima en Chicago. “Va recogiendo retazos que le vienen al encuentro a medida que el pensamiento se desliza por el lenguaje, y los dispone en un fluido patrón de rescate”, dice sobre Ashbery. La explicación aborrece el clima, dice Cohen.

Sobre el final, de regreso en Buenos Aires, el narrador lee y traduce a Andrews: “Cuando no está pasando nada, pasa el tiempo que hace / Puede pasar cualquier cosa, que igual un tiempo hace”.

Empujar la libertad de las palabras hacia lo imprevisible con la excusa de no someterlas al valor de cambio, dice Cohen. La pregunta por el deseo de abrir las formas a “los esplendores y amenazas del desorden” recorre los dos libros. En “Caos y argumento”, incluido en Notas..., Cohen señala la necesidad de “argumentos capaces de fundir el incidente súbito, el episodio ajeno, el detalle de lo real en dispersión y la fractura del momento como impulso de una nueva dirección que no estaba prevista cuando se empezaba a contar”.

En quiénes está pensando cuando habla de historias que produzcan más futuro que indignación, contra mitos y héroes opacos, no performativos, puede deducirse de los escritores de los que se ocupa en los artículos que siguen en el libro: William Burroughs, Martín Rejtman, Antonio Di Benedetto, Agota Kristoff, Lorenzo García Vega, Alexander Kluge, Jonathan Lethem, David Markson, Raúl Zurita, Alasdair Gray.

Algunos artículos son más generales, sin llegar nunca a la generalidad de una teoría. Otros confluyen en el análisis de autores o libros particulares. Cohen construye con una rara maestría el objeto de que habla. Su descripción del trabajo de Di Benedetto, de Kristoff, de García Vega provoca entusiasmo. Hay textos bellísimos sobre jazz (Fernando Tarrés, Uri Caine), y crónicas de la Barcelona de los 80. El trabajo material de cada día, los usos de la tecnología, el desgaste de los cuerpos, son interrogados una y otra vez. Sobre el final, unas caminatas por Once, por Retiro, y un extravío a la búsqueda de los libros que leen los pasajeros en los transportes públicos, amplían las formas de ese “escritor transformable, rebelde de la posmodernidad”, dibujando una apertura hacia otro tipo de solicitaciones que las climáticas.

En “Prosa del Estado y estados de la prosa” Cohen se vuelca sobre la narrativa argentina contemporánea. Prosa del Estado, define, es la que cuenta las versiones prevalecientes de un país, incluso los sueños, las memorias y las fantasías, y hoy patrocina una literatura y una poesía. “Para que renazca la literatura hay que reventar la prosa del Estado, pero destruir es una tarea triste”, señala.

Distingue entonces dos alternativas: por un lado la infraliteratura, o “mala literatura”, que gana adherentes, opuesta a las Bellas letras o al mercado, mal escrita, antiartística, que recurre a los estereotipos para fluir, y por el otro la hiperliteratura. “Como escribir simplemente bien les parece envenenarse, los narradores hiperliterarios exacerban la escritura mediante tropos, relativas y cláusulas prolongadas, siembran asonancia y digresiones y arrastran todo lo que la frase vaya alumbrando, sin perder nunca las concordancias ni resignar la entereza de la sintaxis, hasta volverla sobrenatural a fuerza de escritura”. Entre los primeros: Alejandro López, Fabián Casas, Washington Cucurto. Entre los segundos, Juan José Saer, Alan Pauls, Sergio Chejfec.

El fantasma que se cierne sobre estas versiones es el del fin de la literatura. “Espera una intemperie inmune a los virus de la prosa de Estado, incomprensible a sus categorías, donde elaborar un arte de la palabra del cual solo se sabe que quizá deba tener otro nombre”.

O quizás el fantasma que acecha sea el fantasma del comienzo. Dice Cohen en su artículo sobre García Vega que “tal vez la literatura empieza cuando se reconoce cuán difícil es escribir suprimiendo las intenciones, la huella de las tradiciones, todo lo que carga las frases de contenidos personales, de expresión y de la ilusión de elegir”.

Bajo estos cielos impredecibles

Martín Libster lee Un año sin primavera, de Marcelo Cohen, y escribe su reseña para el blog de Eterna Cadencia:

El debate es tan viejo como la literatura: ¿qué capacidad tienen las palabras para captar lo real? ¿Cuál es la distancia entre la letra y el referente? Y, en última instancia, ¿importa? De este combate a priori perdido, de esa imposibilidad, está hecha gran parte de la literatura del siglo XX. No es extraño que los grandes escritores del período, aun reconociendo la derrota de antemano, se acerquen una y otra vez al tema. Y si lo real, además de inasible, es efímero, la tarea es aun más complicada. ¿Y qué hay más efímero que “el tiempo que hace”, el estado particular de la atmósfera en un momento dado, que puede parecerse al de ayer y al de mañana nunca pero nunca es el mismo? El tema es recurrente; en la literatura argentina los ejemplos sobran. Como escribió Carlos Gamerro, nadie hacía llover como Juan José Saer, que describió obsesivamente la atmósfera cargada de las tardes del litoral. ¿Y los ríos de Juanele y Haroldo Conti, la lluvia infinita de Martínez Estrada o el fuego celestial que cae en el cuento de Lugones…?

El tiempo que hace y el clima del texto; la temperatura y la atmósfera del poema. Son tópicos de la crítica, repetidos hasta el cansancio y, sobre todo, hasta la pérdida de sentido. No es extraño, entonces, que Marcelo Cohen haya dedicado Un año sin primavera (Entropía) a intentar restituir el sentido a estas palabras. La génesis y el programa del libro se leen en la segunda página: “Esto, apuntes e historia, empezó a mediados de 2014 con un fastidio atrabiliario con el uso inicuo de las palabras; por la desidia de los profesionales y la narcosis simbólica de los usuarios”. En su doble función de escritor y traductor (dos campos en los que se encuentra entre los mejores de la literatura argentina contemporánea), el diarista pasa una temporada de ocio en la ciudad de Nueva York. Desde su observatorio, con un pie en la ciudad física y otra en la biblioteca universal, dedica sus días a dar cuenta del “tiempo que hace”, esa expresión que utiliza para hacer referencia a la impermanencia e impredictibilidad de los cambios de la atmósfera y sus efectos sobre los atribulados seres humanos.

El tiempo cambiante es, de todos modos, un espejo de las mutaciones de la literatura y de las formas que ésta ha utilizado para reflejarlo. Es así como Cohen se embarca en un paseo, a la vez erudito y caprichoso, por la tradición literaria universal (sin desdeñar la producción contemporánea, porque si el tiempo nunca es idéntico, la descripción del mismo debe ser sempiternamente nueva). La curiosidad del diarista es infinita; a cada momento encuentra en internet (e inmediatamente traduce) nuevos poemas que procede a examinar libremente, con un método juguetón que combina el rigor textualista, la asociación libre y una admirable capacidad de apropiación; los poemas hablan de lo que hablan pero, en manos de un gran ensayista, hablan sobre todo de lo que este quiere. Un tema lleva a otro en rápida sucesión; una de las grandes virtudes del texto es la concisión. Una o dos páginas alcanzan y sobran para dar cuenta de un aspecto específico del tiempo atmosférico-literario que hace; luego es tiempo de pasar a otra cosa. Y cada fragmento es tan denso en su multiplicidad de fuentes y sentidos posibles que la sensación es la de haber leído un texto mucho más largo sin el agobio que suele provocar un tratado de 500 páginas.

Una de las consecuencias del calentamiento global es la pérdida de referencias climáticas; ¿qué son estos días calurosos en pleno invierno? ¿Qué es este agosto que parece noviembre? La falta de puntos de apoyo atmosféricos tiene su correlato en la perplejidad que suele provocar el arte y la literatura contemporáneas; ¿qué es esto? (nuevamente Martínez Estrada) ¿Cómo se lee? (la pregunta de la madre de Rimbaud). Aquí Cohen es amplio y generoso; siempre dispuesto a indagar lo nuevo, incorpora a su diario-ensayo poetas consagrados e incipientes, experimentados y novatos, e indaga la relación de sus textos con el tema que lo ocupa. Decidido a seguir leyendo y al mismo tiempo a seguir observando el confuso paso de las estaciones en la ciudad de Nueva York, el diarista metaboliza con alarma moderada (sin caer en la desesperación pero con una posición clara) el desorden de los ciclos. Vaivenes atmosféricos, pero también políticos y económicos, dejan su marca en la producción literaria de una época. Y, por supuesto, sobre temperaturas y fisonomías urbanas. El clima es la suma de todos estos planos.

Un año sin primavera es un libro que sólo un gran escritor puede darse el lujo de escribir; un libro que, tomando como tema la poesía y el tiempo que hace, habla un poco de esto y de aquello, pero resulta invariablemente interesante por la gracia de un estilo a la vez omnívoro y liviano. Y es, además, un libro que intenta pensar algo que, a primera vista, parece un caos: la irregularidad del clima y el arte contemporáneos. Y, como la buena poesía, lo logra con un fogonazo de belleza y lucidez poco frecuentes bajo estos cielos impredecibles.



Hacer obra

Damián Tabarovsky lee Un año sin primavera, de Marcelo Cohen, y escribe sus impresiones para el suplemento de Cultura del diario Perfil:

¡El que esté libre de pecado que deje el celular desbloqueado! Perdón, quise escribir en rima pero no me sale. Lo mío es hacer estos chistecitos sin gracia, la poesía no me ha sido dada. Una pena, porque me considero lector de poesía, y de ensayos sobre poesía. Por eso, rápidamente leí Un año sin primavera. Apuntes sobre la poesía y el tiempo que hace, de Marcelo Cohen, publicado hace algunas semanas por la editorial Entropía, en la colección Apostillas, colección que es una de mis favoritas –sino mi favorita– entre lo que se edita hoy en día (un comentario al pasar: me hubiera gustado que el subtítulo constara en la tapa del libro, solo eso para objetar sobre un libro hermoso). En la página 49, leemos: “Después de ocupar por milenios un lugar literario de preferencia, el tiempo que hace se volvía un lastre para el arte de la ficción, y en la vida un tema de conversación banal. Durante casi todo el siglo, vanguardias, altos modernistas y experimentalistas, le restaron importancia, si no lo evitaron, como cláusula implícita de una poética”. De las cuatro palabras antes dichas (vanguardias, altos, modernistas, experimentalistas) la única que se abate sobre mí es alto, sin embargo, a mí también pocas cosas me resultan más irrelevantes que charlar sobre el tiempo, el clima, la temperatura y la humedad. Pero Cohen se las ingenia para vencer ese obstáculo, y escribir un ensayo sutil, que va del diario de apuntes al análisis de poemas sobre el tema, pasando por laterales –pero evidentes- tomas de posición política, y reflexiones sobre la traducción, la escritura y sobre todo la lectura. Sigo pensando a ¡Realmente fantástico! y otros ensayos, como de lo mejor de la obra de Cohen, en el que lleva adelante un agudo trabajo de prosa teórica, que tomó luego un giro hacia algo que bien podríamos llamar “menor” (en el mejor sentido del término, en el sentido de lo pequeño es hermoso, o en una lectura libre del uso que le da Deleuze), en esa especie de ensayos al paso que son, primero, Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción), y ahora en Un año sin primavera.

Hace muchos, muchos años que vengo leyendo a Ashbery, pero conocí a Charles Bernstein precisamente gracias Cohen, en una lectura que Bernstein hizo en Buenos Aires, también hace años. Me volví también lector de Bernstein, y con ese historial, disfruté sobremanera de los pasajes que Cohen le dedica a ambos. La idea de que Bernstein “en modo escrache” propone una “inflexibilidad” ante el hecho de que “ya no se puede alumbrar, cantar, evocar, confesar o combatir nada en particular sin antes (o la vez) haber puesto en escena las celadas y los pretextos del lenguaje” me parece una de las descripciones más ajustadas que se hayan hecho sobre la poética de Bernstein. Inmediatamente, con la misma justeza, define a los poemas de Ashbery como “antídotos contra los hábitos de la conversación”.

Es interesante que Cohen establezca esas advertencias hacia el final del libro y no al comienzo. Si hubiera sido así, el libro caería en un tono prescriptivo, del tipo “vamos a hablar de lo que ya no se puede hablar”. No es el caso. Todo ocurre como si Cohen –que hace de la autoconciencia de la escritura su principal virtud, y a veces también su límite– se instalara en ese delgado desfiladero, en ese intersticio, para desde allí hacer obra.

lunes, agosto 28, 2017

De obra dispersa a obra reunida

Natalia Blanc lee Obra dispersa, de Santiago Loza, y escribe para La Nación Ideas:

Obra dispersa es el nombre perfecto para el libro publicado por Entropía que reúne el profuso material dramatúrgico de Santiago Loza. Muchas de las piezas del autor cordobés se habían publicado sueltas; algunas, incluso, en ediciones de circulación restringida como Nada del amor me produce envidia, que editó hace unos años el pequeño sello Libros Drama, de Ariel Farace. Por ese motivo, y porque los textos de Loza se leen como si fueran novelas, es que Obra dispersa resulta esencial para los que disfrutan de su teatro y también para los que se animen a descubrirlo.

En el prólogo, Marilú Marini, a quien Loza le escribió Todas las canciones de amor, pieza que abre el libro, dice: "En sus obras, como en la infancia, se tiene una especie de acceso directo a una epifanía, a una mirada que descifra el universo". Más adelante, la actriz define a los personajes que habitan las ficciones de Loza como heroínas sin nombre. Entre los siete textos reunidos hay monólogos, dramas, comedias. Muchos tienen en común mujeres desesperadas que sufren por el desamor.

jueves, agosto 24, 2017

Un viaje a la extrañeza

Leonardo Sabbatella lee Peso estructural, de Gonzalo Castro, y escribe sus impresiones en el blog de Eterna Cadencia:

Para Gonzalo Castro, la narración es una forma de dar cuenta de un estado sensorial y de cierta extrañeza que habita en las prácticas cotidianas. Con Peso Estructural(Entropía) traza una novela de líneas paralelas entre dos hermanos: de un lado Ingre, profesora de danza, chica urbana y mujer exploradora de su propia sensibilidad; del otro lado está Juan, varado en un río, puro proceso mental y víctima de la naturaleza que lo rodea.

Podría decirse que la novela procede por un juego de opuestos y de negativos: quien está de viaje se encuentra varado y quien está inmóvil en la ciudad es quien realiza los descubrimientos (tenues, íntimos). Peso estructural narra al mismo tiempo la imposibilidad del viaje clásico (Juan es un viajero sin viaje) y la revelación que puede encontrarse en un encuentro casual (algo de la vida de Ingre se transforma al conocer a Leticia en una fiesta).

Ingre (mismo nombre que el pintor francés pero sin la “s” final, referencia de la cual se hace cargo la novela) y Juan tienen una relación de dependencia, casi adictiva, en la que uno es la droga del otro. El lector conoce la historia de su hermandad por los saltos en el tiempo y por pequeños capítulos que funcionan a modo de separadores o relámpagos en la cronología del libro.

Se trata de una novela visual que pareciera proponer una nueva relación con el objetivismo. Su tenor descriptivo y los diálogos que sustentan partes claves del libro hacen pensar que la novela de Castro encuentra sus condiciones de producción tanto en las formas literarias experimentales (los relatos en paralelo pueden traer el eco lejano de Las palmeras salvajes, de Faulkner) como en el cine independiente que renuncia a contar una historia para concentrarse en la materialidad de los objetos y los hechos. Castro, además, se dedica a filmar películas. Por ejemplo, Invernadero, en la que registra la vida de Mario Bellatin.

También autor de títulos como Hélice, Gonzalo Castro vacía de tensión narrativa su novela para que todo se juegue en las formas, en la dilatación, en la combinación de espesura y liviandad que propone la escritura. Como en Hidrografía doméstica, su sorprendente primera novela, la tensión no se encuentra en la trama sino en la atmósfera del libro: puede respirarse en el aire de Peso Estructural que algo está fuera de lugar. El clima enrarecido se debe apenas a las situaciones y sobre todo al tratamiento extrañado del lenguaje.

Alejandra Pizarnik: la parte maldita

Osvaldo Baigorria lee El testigo lúcido, de María Negroni, y escribe su reseña para la Revista Ñ y su propio blog:

“Más allá de cualquier zona prohibida/ hay un espejo para nuestra triste transparencia” escribió Alejandra Pizarnik. Y dentro de su obra existe una zona “apenas transitable, saturada de trampas”, al decir de María Negroni, a través de la cual El testigo lúcido mira de frente a ese espejo. Se trata de La condesa sangrienta, artículo publicado por primera vez en la revista Diálogos de México en 1965, Los poseídos entre Lilas, pieza de teatro escrita en nueve días en 1969 y que copia casi palabra por palabra a Final de Juego de Beckett, y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, un experimento en novela escrito en forma intermitente en los años siguientes.

La figura dominante de ese “tríptico criminal” es sin duda la condesa. Copiando desde el título hasta párrafos enteros a La condesa sangrienta de la surrealista Valentine Penrose, publicado en 1963, Pizarnik abordó la figura de Erzsébet Báthory, la noble depravada que en su castillo de Hungría a principios del siglo XVII asesinó a 650 muchachas de entre 12 y 18 años con cuya sangre solía bañarse en la ilusión de preservar su propia juventud. Ese abordaje fue realizado mediante la recensión o glosa del libro de Penrose, del cual Pizarnik tomó escenas que son como cuadros o composiciones teatrales de torturas, sacrificios, muertes por congelamiento, abrazos mortíferos de la “virgen de hierro” y melancólicas contemplaciones de la condesa frente al espejo.

En una breve biografía publicada en Barcelona en 2001, Aira conjeturó que Pizarnik puedo haber escrito ese texto por necesidad económica, citando una carta de la autora en la que esta describía al artículo como “mi primer –y espero, último- encuentro con el sadismo, que no comprendo, que nunca comprenderé”. Pero Negroni toma otro camino. No sólo recuerda la conocida fascinación surrealista por el panteón criminal que abarcaba a Gilles de Rais y al propio Sade, sino que descubre nexos significativos entre esa zona de sombra y la obra poética de Pizarnik, sitiada entre lo bello y sus monstruos.

Convocando a Bataille y Kristeva, entre otros, Negroni describe a esa arquitectura sacrílega como un espacio textual de insubordinación radical a la manera sadiana, donde se ejerce una soberanía absoluta sobre los cuerpos en tanto prueba de que “la libertad absoluta de la criatura humana es horrible”, según escribe Pizarnik al final de su texto. En el castillo, las muchachas sacrificadas devienen alegorías de un mundo que se sustrae a las palabras, donde lo que importa es casi siempre indecible. Esa parte maldita y bastarda, en su rescate de la literatura gótica con sus mundos cerrados, sumergidos, fantasmales, confirmaría el quiebre de la promesa del poema y su resultado: “una escritura concebida como un cementerio hermoso en la cual alguien celebra un fracaso” (Negroni).

El testigo lúcido completa su recorrido con breves estadías en Los poseídos… y en La bucanera de Pernambuco, texto anti-funcional y anti-lírico que comparte su desterritorialización con marginales como Susana Thenon, Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher: cadáveres que brillan. Mediante estas indagaciones en torno a los olvidados escritos en prosa de quien fuera nuestra poeta más pura, en el sentido literal de la palabra, Negroni hace emerger un incisivo argumento en defensa del poema pizarnikiano como miniatura deslumbrante, aunque helada como un cadáver que desde su cripta puede lanzar una insurrección infantil, de cajita musical, contra el pacto comunicativo y el mundo de la razón y del orden.