lunes, octubre 28, 2013

Andrade, Alejandro García Schnetzer

Adriana Santa Cruz lee Andrade, de Alejandro García Schnetzer y lo comenta para el sitio web leedor.com 


Una historia simple, pero que se despliega en múltiples círculos concéntricos, es la que presenta  Andrade, la nouvelle de Alejandro García Schnetzer. A partir de la intertextualidad y del manejo del tiempo, el autor consigue que bajo el relato explícito surjan otros que subyacen, tal como nos adelanta Juan Gelman en la contratapa del libro.

Desde los epígrafes con los que abre la obra, ya se presentan dos ejes que recorren Andrade: el lenguaje y el humor –aunque las referencias no estén tan claramente expresadas, no es casual que las citas sean de Juan Gelman, artesano de la palabra, y de Alberto Szpunberg, poeta en el que lo humorístico no es un dato menor–. Sin embargo, hay más: el libro de Gelman al que pertenece el epígrafe es Mundar, y el de Szpunberg, La Academia de Piatock, quizás para ponerlo al lector sobre aviso de que habrá que prestar atención a los sobrentendidos, a los juegos con la palabra, a la intertextualidad.

Desde el vamos hay que entrar en el libro pensando que no todo es tan sencillo como parece y que las citas adquieren una importancia significativa: “Sucede que muchas frases, con el tiempo, ya no nos dicen nada. Entiendo que el problema no es la cita, desde luego; sino la emoción perdida de la vez que se leyó. Villegas encuentra un modo de salvarlas todavía, de provocarles un último estertor: corrige la procedencia; y es entonces cuando el ave embalsamada cabecea”, afirma García Schnetzer. En este sentido, todas las citas que exhibe el libro están falsamente atribuidas, y entonces el lector duda, permanece atento, participa del humor y de la emoción que genera este recurso. Basten algunos ejemplos de estas falsas atribuciones como fuente de las reiteradas intertextualidades: “René Descartes, Frankenstein”; “Plutarco, Mancarrones eran los de antes”; “Epícteto, Epícteto va a la morgue”.

Retomando el concepto de Juan Gelman de relatos subyacentes, la nouvelle nos presenta un tiempo base que es cronológico –todo transcurre el 29 de febrero de 1940–, junto con otro –el de los anacronismos, en terminología de Gérard Genette–, producto de las analepsis (los flashbacks) y de la propia intertextualidad. Leyendo Andrade el lector recorre más que ese 29 de febrero, visita varios tiempos y varios lugares, asiste a lo que Schnetzer denomina la “espesura del tiempo”. Entonces, se nota acabadamente esa diferenciación, también de Genette, entre el tiempo de la historia y el del relato. El 29 de febrero resume toda la vida del protagonista, sus recuerdos: la nostalgia por su gran amor, Esther; su relación con Villegas, el dueño de la Librería del Sur; los viajes con su compañero Galíndez buscando libros para comprar. Todo no es más que una continua vuelta “a merodear el pasado”.

También la intertextualidad colabora para crear diferentes capas de lecturas, para provocar relecturas de este texto y de los otros que aparecen desparramados en toda la nouvelle, los que se resignifican a partir del nuevo contexto en el que aparecen. Más allá de las referencias parcialmente directas (tenemos el texto, pero a partir de citas apócrifas, como ya señalamos), hay intertextos más sutiles como cuando se alude al tiempo circular –¿borgeano?–: “Amigo, a ese perro lo vienen atropellando desde que hay memoria, es el mismo animal que dejó en la pena a mi tatarabuelo cuando tenía su misma edad…”; o se citan unos versos que recita Juan Moreira, pero sin nombrarlo: “Quizá el mundo en su embriaguez, / sin conocer mi martirio, / tenga mi afán por delirio / hijo de la insensatez…”. Imposible, entonces, quedarse con la historia lineal, hay que ir más allá, prestar atención a cada referencia porque cada palabra o cada frase puede querer llevarnos a otras palabras u otras frases en otros tiempos o lugares.

Una mención aparte merece el tratamiento de la lengua, en el que conviven: un lenguaje arcaizante: tirábales; uno pretendidamente culto: colombófilo iracundo; un registro popular: lo vamo imprimir, lo vamo; un uso del subjuntivo propio del lenguaje periodístico: tras resumir la descripción que Galíndez hiciera; una adjetivación a la manera de las hipálages también borgeanas: mayólicas atroces; o descripciones enteras llenas de latinismos: Juntos atravesaron el corredor y fueron a dar al atrium, con su estanque y su parterre. Andrade distinguió el tablinium, el triclinium, más al fondo el sagrario y los cubícula. Estos y otros son ejemplos de expresiones que, para el autor, “son justas y que no tienen reemplazo”.

Esta segunda novela de Alejandro García Schnetzer –la primera fue Requena– nos pone frente a un relato en el que el humor, la nostalgia y la ironía recorren cada página, y apelan a un lector modelo que decodifique las referencias y así disfrute el texto en su totalidad.

miércoles, octubre 16, 2013

Ser punk hoy

Silvina Friera lee Los puentes magnéticos y entrevista a Ignacio Molina para Página /12 

En la notable Los puentes magnéticos, el escritor pone a jugar personajes que tienen sus planteos existenciales, pero que no escapan a la cotidianidad: “El movimiento punk era de clase media más bien tirando a alta, una clase que tenía posibilidades de viajar o conseguir discos o revistas inglesas. ¿Cómo se transformó la vida de esos punks?”.


Una pregunta, como un poema, puede ser una breve crispación del tiempo. Una discreta herida de lo real. “Desde cuándo me interesa la política” es el interrogante que Camila, una profesora de inglés, interpelada por su hermano en una reunión familiar, nunca responderá cabalmente. Aunque el lector sabrá que estuvo a punto de contestar “desde siempre”, la frase quedará suspendida, a mitad de camino entre lo que se piensa y no se dice. Conviene no ignorar ni pasar por alto esa especie de modesta epifanía de Los puentes magnéticos (Entropía), segunda novela de Ignacio Molina, que inscribe la deriva de su protagonista en un tiempo muy preciso –2009– y a la vez muy elástico por ese vaivén que desde el presente, desde una cotidianidad casi microscópica signada por la desaparición del padre en un accidente aéreo en la selva amazónica, se produce entre pasado y futuro. Los azulejos del buffet del colegio donde enseña despliegan algo que a la narradora le resulta familiar: son iguales a los que tenía en la cocina su mejor amiga de la primaria, cuyo padre desapareció 18 días antes de que ella naciera. Secuelas de ausencias que se cruzan entre recorridos por la ciudad –de Parque Patricios a Chacarita–, clases particulares, el rodaje de una película de cine independiente con detectives enviados al 2050 por el segundo gobierno de Perón, vestidos como en 1952, en busca de los secretos escondidos en algunos puentes peatonales de la ciudad; ex punks devenidos padres y madres y una montaña rusa emocional de Camila en la que se mezclan su ex novio, su ¿novio actual?, su amante y el hijo adolescente de su vecina.

“En mis libros hay muchas familias disfuncionales, gente que se relaciona de maneras extrañas. Me gustan las pequeñas sociedades entre los ex novios, el vínculo que siguen teniendo, aunque no se vean”, cuenta Molina a Página/12. “Nunca toco explícitamente temas relacionados con la política, si bien la política atraviesa mis relatos, novelas y poemas. Sí aparece la política como relación y vínculo entre las personas. Y la relación con el dinero, el trabajo, las relaciones interpersonales. Eso siempre está puesto en juego y eso es político, sin duda. Por primera vez, en esta novela, aparece el tema de los desaparecidos.”

–¿Por qué aparece por primera vez?

–No sé, fue algo que surgió. Yo no premedito mucho las tramas. Empiezo a escribir cuando tengo al personaje. Sabía que iba a ser protagonizado por una chica de unos treinta años, pero al principio estaba narrado en tercera persona. Entonces tenía algunas escenas sueltas que había empezado a escribir, pero no me convencía. Hasta que encontré la voz de ella y ahí empezó a desplegarse todo su universo. Apareció primero la historia de su ex novio, Cristian, una suerte de fantasma que, al igual que su padre, atraviesa la novela. Y la de su actual novio, Rodrigo. Y después aparecieron las amigas; relaciones que se van armando con un sistema de casualidades propio de la novela. Que el padre de la amiga esté desaparecido no lo busqué. Se dio así. Creo que hay escritores que se sientan a escribir su novela teniendo toda la idea en la cabeza, pero yo soy otro tipo de escritor. Me pongo a escribir con la voz del protagonista que me va llevando.

–El clima que se generó a partir de la irrupción del kirchnerismo y la apertura de los juicios, ¿podría ser una de las razones de fondo que hizo posible que en esta novela aparezca la cuestión de los desaparecidos?

–No sé si tiene que ver con la época política. Yo soy muy kirchnerista, pero cuando apareció eso en la trama tuve dudas de si ponerlo o no. No me gustan los autores que anteponen su ideología a la obra. Me parece que toda la obra es una excusa para hablar de lo que ellos piensan o sienten. No me gusta la corrección política expuesta en la literatura. Entonces, lo pensé un poco una vez que apareció, pero quedó porque trabajaba eso en función a la historia personal de Camila, que tiene un padre desaparecido bajo otras circunstancias. Y no lo vi forzado, sino que era natural que estuviese dentro de la trama.

Molina dice que le interesa la política desde que era adolescente, en los años ’90. Antes del kirchnerismo depositaba su voto en partidos trotskistas y se sentía orgulloso de no elegir a nadie que fuera a gobernar. “Yo voto a los que sacan el uno por ciento”, repetía en ese pasado donde se jactaba de ser “muy punk y anti sistema”. En 2003 votó al Partido Obrero; en las presidenciales del 2007, a Pino Solanas, un voto del que se arrepiente, confiesa. “Como muchos en 2008, durante el conflicto con el campo, ya tenía simpatías con el kirchnerismo, pero ahí me animé a hacerlas explícitas y a que no me diera vergüenza apoyar a un gobierno que está gobernando con sus claroscuros, con sus cosas buenas y malas”, plantea. “Ya tenía más de treinta años, era padre y eso te ubica de un modo un poco diferente en la realidad. La realidad ya no se mira desde afuera; uno está inserto y se tiene que embarrar. En ese momento, no sólo era lo menos malo el kirchnerismo, sino que es algo que nunca hubiera imaginado que iba a pasar.”

–En Los puentes magnéticos también está presente el peronismo en una película independiente en la que participa Camila, “un policial retrofuturista”.

–Quise que estuvieran esas marcas: desaparecidos, peronismo, pero no bajando línea, sino como parte de la realidad de la novela, sin hacer un juicio valorativo. No sé cómo denominar lo que escribo, no soy muy bueno leyendo mis libros. Si bien hay muchos que pueden llegar a decir que son costumbristas, para mí no es exactamente costumbrismo. Es un realismo que tiene sus propias lógicas internas, su propio sistema de casualidades.

–El punk emerge como un mito político, ¿no?

–Me interesó pensar cómo sería una chica del primer movimiento punk de fines de los ’70 y principios de los ’80, con esa cosa medio mítica que también tiene que ver con la época. Hace treinta años no había modo de reproducir lo que pasaba. Lo que queda de aquel tiempo son los relatos orales y eso agranda el mito. El movimiento punk era de clase media más bien tirando a alta, una clase que tenía posibilidades de viajar o conseguir discos o revistas inglesas. ¿Cómo se transformó la vida de esos punks?

–Los ex punks de la novela, como la vecina de Camila, aunque la palabra suena anacrónica, se aburguesaron.

–Se aburguesaron, sí, sin duda. Tampoco está mal; es algo lógico del transcurso de la vida que uno sea punk de adolescente y burgués a los 45 años. No hay una lupa puesta en juzgar si eso está bien o mal.

–Hay una obsesión por el dinero en Los puentes magnéticos. Se supone que una profesora de inglés, que da clases en escuelas y también de modo particular, no debería estar tan ajustada económicamente, aunque alquile. El tema del dinero suele ser escamoteado en la literatura y ante muchas novelas el lector se podría preguntar cómo vive y qué hacen los personajes, ¿no?

–En principio siempre busco que esté la problemática del trabajo y del dinero. Hay novelas en que parece que los personajes viven de rentas o no se sabe de qué viven. Camila trabaja por horas en colegios, alquila... es verdad que lleva una vida muy monacal y asceta. Me gusta el ascetismo en la prosa, en el modo de contar, y supongo que esto se trasladará a los personajes. Yo no diría que es una persona tacaña, pero sí que le gusta vivir con lo mínimo, con poco. Que no necesita más que eso. Y eso tiene su correlato con la historia y con el modo en que se cuenta la historia.

–¿Por qué se escamotean los modos de ganarse la vida en la literatura?

–No sé, habría que verlo con cada autor. Desde que empecé a leer es algo que me llamó la atención. Cuando empecé a escribir intenté hacer una literatura que no pareciera literatura. En la literatura se habla siempre de grandes temas, de grandes problemas, pero no se iba a lo cotidiano, que es lo que las personas piensan a diario. Uno se levanta y piensa qué voy a comer, qué colectivo me tengo que tomar, cuándo voy a cobrar, qué voy a hacer con esa plata. Yo quería que eso apareciera en mis relatos, en mis novelas. No es que en mis novelas o en mis cuentos se haga una épica con eso, pero se sabe de qué viven los personajes, con quién o quiénes viven, dónde viven, si alquilan o no alquilan, algo primordial que es alquilar o no alquilar. A veces no se sabe si los personajes alquilan o no alquilan, si les regalaron la casa o el departamento. Y acá entra la dimensión política, la política diaria, el tema de las clases y la relación entre personas de diferentes clases. Cuando Camila va a dormir a la casa de uno de sus amantes que está en barrio Norte, mira por la ventana y ve a una mucama, vestida de mucama, un sábado a la mañana saliendo a colgar la ropa. Ella se extraña porque en Parque Patricios, donde vive, jamás pasaría eso, menos un sábado a la mañana.

–Cuando a Camila le roban, ella no quiere escuchar que nadie empiece con el discurso de la inseguridad.

–Ahí hay un pronunciamiento claro. El pedido de que no le hagan ningún discurso sobre la inseguridad es todo un pronunciamiento.

–Quizá el tono de Camila como narradora hace que sus pronunciamientos sean como “a media voz”, que no tengan énfasis, que no sean tajantes. ¿Esto es deliberado?

–Sí, es una sutileza con la que me gusta trabajar. Prefiero que los personajes se pronuncien

martes, octubre 15, 2013

Coreografías Urbanas

Daniel Gigena lee Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina y lo reseña para la revista ADN Cultura, del Diario La Nación.


La segunda novela de Ignacio Molina, narrada por una joven profesora de inglés, con las monedas contadas (la acción transcurre antes de la SUBE, así que los personajes viven juntando monedas para usar el transporte público), añade al realismo tibio y desencantado de su obra una mirada onírica, si no psicodélica, que irrumpe en el flujo monótono de los días.
Separada de su pareja, con quien compartía un departamento en Belgrano, Camila vive ahora en Parque Patricios y recuerda los días con su ex (¿felices?,¿mezquinos? La indeterminación infiltra las frases: “Yo al principio fingí negarme, pero como no encontré excusas ni motivos para seguir haciéndolo tuve que ceder”). Trabaja bastante pero el dinero apenas cubre el alquiler y las comidas y, en una de las típicas coreografías urbanas que Molina dibuja con acierto, se acerca a los demás, y se aleja de ellos, para cobrar un impulso que no termina de formarse.
Esa clase de impulso también define la figura de la novela. Vacilante, abandona los aspectos dramáticos: el difuso duelo por el padre desaparecido, la falta de una pareja estable (y de una vivienda fija). Establece, en cambio, juegos de parecidos y de enigmas sobre el tiempo y registra el erotismo infatigable de la joven, sus amores clandestinos, que, de una manera cómica, se duplican en otras parejas, como la de su vecina y un punk de los años 80. Una elipsis de varias semanas en el relato diario deja a los lectores en la orilla de una narración diferente, como si se estuviera ante la suspensión del efecto de una anestesia aplicada con obstinación para callar el ruido externo, pantalla del desasosiego íntimo.

Publicado en la revista ADN Cultura, del Diario La Nación, del 11 de octubre de 2013.


viernes, octubre 11, 2013

Ignacio Molina presentó su novela "Los puentes magnéticos"

Juan Rapacioli estuvo en la presentación de Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina, y escribió para Telam una crónica sobre el evento.


El escritor argentino Ignacio Molina presentó anoche en el Club Cultural Matienzo, junto a los autores Ricardo Romero y Federico Levín, su nueva novela, "Los puentes magnéticos", un relato de corte realista contado por una mujer.

Molina nació en Bahía Blanca en 1976 y publicó los libros de relatos "Los estantes vacíos" (2006) y "En los márgenes" (2011); la novela "Los modos de ganarse la vida" (2010), y los libros de poemas "Viajemos en subte a China" (2009) y "El idioma que usan todos" (2012).

Su nueva novela, publicada por Entropía, configura la voz de una narradora y protagonista que, a través de sus impresiones de la realidad, se va moviendo entre lo trascendente y lo rutinario, en un lugar donde las relaciones, las ausencias, la ansiedad y el deseo van armando un escenario urbano que, entre el ruido, alcanza cierta forma de silencio.

Según el escritor y editor Ricardo Romero, “el hallazgo esencial en los textos de Molina es que no se trabaja a partir de una supuesta música que ya está en la realidad, sino que la música es de Molina: el fraseo, la construcción, la forma, todo le pertenece al autor”.

“Si vamos al caso -continuó- la realidad es silencio, los que hacemos ruido somos nosotros. En ese sentido la música de Molina no busca emular algún ruido superficial de lo real, sino que busca poner en evidencia ese silencio, y lo logra, sobre todo en esta novela”.

Para Romero, “Molina no se tropieza nunca en su forma de escribir. Todo está pensado, la memoria es fundamental, es un trabajo musical ligado a la relectura de sus propios textos, una lectura un poco obsesiva que tiene que ver con la ejecución, y eso se termina notando en la escritura, porque es un proceso circular”.


“La prosa de Molina tiene algo de hipnótica -definió Romero-. Cuando lo quise asociar a algo, no me salieron las relaciones directas con cierto tipo de realismo como el de Carver, sino que me trasladó a una sensibilidad sonámbula parecida a la de Mario Levrero, no por el contenido, sino por ese efecto hipnótico, casi sobrenatural”.

Por su parte, Levín apuntó “que hay un realismo estadístico, lo que no hace Molina, y un realismo anómalo, como el de Molina, que toma herramientas de lo verosímil, eligiendo escribir dentro de la realidad lo anómalo”.

“Ese realismo de Molina profundiza tanto en la anomalía de lectura de la realidad que logra, dentro de un relato estructurado de manera más o menos convencional, hacer pasar un cuento fantástico por debajo”, sostuvo Levín.

Y explicó: “es el cuento de un personaje que va armando un relato casi épico de un duelo y que se va moviendo entre un montón de estímulos externos, porque no encuentra razones para decir que no a lo que le van proponiendo. Ese es el formato en que se desencadena la acción”.

“En Molina hay un relato fantástico que se estructura a través de una supuesta escritura realista que, por profundizar en las anomalías de la psiquis humana que lo rodean, termina derivando en una historia de corte realista”, resumió Levín.

martes, octubre 08, 2013

Cada libro ayuda a periodizar mi vida, como un noviazgo, un trabajo o la casa en que viví

Sandra Ávila entrevistó a Ignacio Molina, autor de Los puentes magnético, para el blog Libros, nocturnidad y alevosía


¿Cómo surgen una nueva historia y sus personajes?
Siempre de modos diferentes. Puede ser a partir de una escena, una sensación, una línea de diálogo, algo que me contaron o que escuché en la calle, algún recuerdo filtrado por el tamiz de la ficción, etc. Y las características y las voces de los personajes van surgiendo a medida que voy narrando y que la historia empieza a tomar vida propia.

¿Qué relación tienen tus libros publicados entre sí?
Los estantes vacíos (2006), Los modos de ganarse la vida (2010) y Los puentes magnéticos (2013) podrían formar parte de un mismo proyecto estilístico, que es el que mejor me define como narrador. En los márgenes (2011) tiene más que ver con mi escritura ligada a los blogs y a las redes sociales: una clase de escritura con tintes más autobiográficos y menos pensada. También están los poemarios, que si bien forman parte del mismo universo que los demás se diferencian por el uso de lo que un lector amigo definió como URC (uso responsable de la cursilería). En el primer grupo de libros me alejo tanto de eso –de manera inconsciente– que nunca vas a leer palabras como amor o melancolía –aunque el amor y la melancolía puedan sobrevolar o abrazar los relatos-. En los poemas, en cambio, me permito ese tipo de palabras. También publiqué un libro más periodístico, que nada tiene que ver con los demás.


¿Cuánto tiempo te lleva desde la primera página a la última?
Es diferente en cada caso. Los cuentos de Los estantes vacíos me llevaron seis o siete años, aunque no empecé a escribirlos pensando en un libro. Entre la primera y la última palabra de Los modos… habrán pasado dos años, más o menos igual en Los puentes… Es difícil precisarlo porque, salvo cuando estoy muy enganchado, promediando o acercándome al final del texto, no escribo todos los días ni con una rutina establecida. Puedo estar escribiendo, o intentándolo, seis horas un día, y después dejar reposar eso durante una semana. Pero ese lapso no es ocioso: en mi cabeza va tomando cuerpo y solidificándose el relato. Supongo que si me dedicara solo a escribir libros, si pasara ocho horas diarias haciéndolo, podría terminar cada novela en dos o tres meses. Pero como hago muchas otras cosas –entre ellas, laborales–, es difícil dar una respuesta. Cada libro me acompaña durante un lapso de mi vida y me ayuda a periodizarla, como ayudan los noviazgos, los trabajos que se tuvieron o las casas donde se vivió.

¿Trabajas en borrador y luego va mutando?
A mano no escribo más. Hasta Los modos… escribía primero a mano en un cuaderno y después lo pasaba al Word. Y en ese tránsito el texto tomaba mejor forma. Pero ahora ya me cuesta bastante más escribir a mano. Tomo notas, escribo apuntes, diálogos, escenas, en el Word, y después, en el mejor de los casos, todo se va encaminando y cobrando vida.

¿Cómo fueron tus comienzos?
Supongo que como casi todos los que se dedican a alguna disciplina artística: en la adolescencia, como un cable a tierra, como un modo de canalizar miedos y obsesiones, como una forma de hacer más llevadera la vida, de liberar y expresar cosas que no se pueden liberar de otra manera. Y –también como casi todos–, no pensándolo como un oficio.


¿Cómo te inspiras?
La única manera consciente de invocar a la inspiración es poniéndose a escribir. En ese trance se llega a un estado mental donde ya no es uno el que decide las palabras que va escribiendo, sino una voz misteriosa que se las va diciendo al oído o, directamente, una fuerza que va moviendo los dedos sobre el teclado. Eso es la inspiración para mí.

¿Qué estás escribiendo ahora?
Algo que espero que termine siendo una novelita corta. Y quiero terminarla para retomar una novela que empecé a escribir y dejé hace unos meses. No me gusta hablar mucho de lo que escribo mientras lo hago.

¿Te gustaría escribir un libro con otro escritor?
No. Sería una lucha constante. Los escritores tienen demasiado ego.



lunes, octubre 07, 2013

Aquí y ahora


Lucas Cremades lee Fauna / El tiempo todo entero / Algo de ruido hace, de Romina Paula y lo reseña en la sección Zona Roja de la Revista Veintitres


Fauna, El tiempo todo entero y Algo de ruido hace son las tres obras que componen el último libro de teatro de Romina Paula. La actriz, dramaturga y directora –nacida en 1979– las compuso junto a la compañía El Silencio, compuesta por Susana Pampín y Pilar Gamboa, entre otros. En esta edición a cargo de Entropía cada texto es inverso a la fecha de estreno. Hic et nunc, dice en el prefacio la genial y joven autora. Y tal vez, ese “Aquí y ahora” –tiempo en el que se edifica el teatro– responda a cada una de estas historias.
Fauna –estrenada este año– trata de un director y una actriz que quieren realizar una película sobre una misteriosa mujer llamada Fauna. Deciden ir al encuentro de sus dos hijos. Allí es donde todo sucede y donde nada está totalmente dicho. La famosa obra de Tennessee Williams El zoo de cristal le dio origen a la segunda obra de Paula, El tiempo todo entero –estrenada en 2009–. Otra vez una madre (otra, distinta a Fauna) con una hija que se niega a salir al exterior, a rodearse, empaparse y mezclarse con el mundo. En Algo de ruido hace –estrenada en 2007– hay dos hermanos simbióticos que viven en una ciudad costera donde un día aparece una prima y todo surge y resurge. El amor, la muerte, la familia, la degradación con el tiempo, la soledad y desolación son ejes en cada una de las obras de Paula; y también en sus dos novelas (¿Vos me querés a mí? y Agosto). En la contratapa de esta edición, Mauricio Kartun confirma: “Hay tanta gente que escribe teatro pero tan pocos dramaturgos”. Romina Paula le hace honor a ello.

martes, octubre 01, 2013

Literatura real


Pedro B. Rey lee Modo Linterna, de Sergio Chejfec y lo reseña para la Revista ADN Cultura, del diario La Nación. 

Los nueve escritos de Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) que recoge Modo Linterna, son, según indica la portada del libro, cuentos. La designación genérica desconcierta, pero permite leer estas notables narraciones híbridas, que entrecruzan crónica, ficción y divagación ensayística, bajo una clave iluminadora. El minucioso relevo sobre la disposición urbanística de un suburbio norteamericano (“Donalson Park”) o la meditación narrativa sobre el cuidado de los dolientes (“Los enfermos”) sugieren, al ser leídos como cuentos, una promesa de resolución que los dota de carga dramática involuntaria.
Sólo “Vecino invisible”, que inaugura el volumen, participa de manera evidente de los ingredientes fabulatorios que convienen al cuento: en él, el narrador retorna a su departamento en la ciudad de Caracas tras visitar en los Andes venezolanos a la singular artista Rafaela Baroni. El mismo Chejfec, que hoy reside en Nueva York, vivió durante años en el país caribeño y escribió un libro sobre la tallista, sanadora y vidente. Podría atenerse a una memoria sobre la visita, si no fuera porque las conversaciones sobrenaturales que mantuvo con Baroni quedan titilando en el narrador como un resto diurno: la presencia fantasmal de vecino invisibles y una bolsita de estraza, que recuerda una máscara, causan un inesperado efecto jamesiano.
Los personajes o las voces de Chejfec son proclives al movimiento. Las últimas novelas del autor (Mis dos mundos, La experiencia dramática) consisten de hecho en caminatas, memorables por su falta de acontecimientos decisivos y por la trama de observaciones que enlazan. No es ilícito vincularlas con los libros de W. G. Sebald (que también jugaba con la denominación genérica y llamaba “novela” a sus artilugios narrativos) aunque las precisiones del autor argentino tienden a enrarecer el mundo, a extranjerizarlo, y no a reafirmarlo en la melancolía de una cultura en ruinas.
En Modo Linterna, hay bruscas transiciones de ámbitos y paisajes entre relatos, aunque esto no implique el menor pintoresquismo. La población estadounidense que supo de días épicos y hoy está venida a menos (“Hacia la ciudad eléctrica”), la disección poética de la nieve (“El seguidor de la nieve”) no contrastan necesariamente con el montañoso entorno tropical de un encuentro de escritores (“Novelista documental”) o con los barrios de Buenos Aires en los que se busca detectar, por medio de viejas guías telefónicas, el domicilio de algunos autores argentinos en el lejano 1939 (“El testigo”).
En su vano intento de sacarse una foto con una guacamayas, uno de los narradores le explica a un interlocutor: “La novela, le digo, puede ser ficción, leyenda o realidad, pero siempre debe estar documentada. Sin documento no hay novela, y yo preciso esta foto con las guacamayas para poder escribir sobre ellas y yo; porque de lo contrario cualquier cosa que se ponga carecerá de profundidad, no dejará estela”.
La densidad de la experiencia, el peso de lo real, es una condición sine qua non de la escritura de Chejfec, que acopia hechos nimios, anotaciones, reflexiones y un velado coleccionismo de curiosidades (¿será cierto, como dice, que en la pequeña Islandia, a falta de un gran mercado, los libros se publican sólo antes de las Navidades?). El desinterés por el argumento en sentido clásico termina por producir narración en estado puro y, a veces, en su sobriedad, escenas perfectas. El encuentro, por ejemplo, entre el escritor catalán Enrique Vila-Matas y el árbitro argentino Horacio Elizondo (aquel que expulsó en una final del mundial a Zinedine Zidane) en el hotel donde se desarrolla el congreso literario de “Novelista documental”. O la búsqueda, en “Una visita al cementerio”, del lugar en París donde está enterrado Juan José Saer. A los amigos que emprenden la cruzada les cuesta encontrar el nicho, pero, al fin, gracias al “modo linterna” de un celular, rodeados de oscuridad, dan con él. La perplejidad de encontrarse otra vez frente a un autor clave para la propia concepción de la literatura se convierte en un homenaje sin estridencias, como debe ser. 

Publicado en la edición del viernes 20 de septiembre de 2013. ADN Cultura. Diario La Nación.