Sobre Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina. Por Emanuel Frey Chinelli para THC.
miércoles, diciembre 02, 2015
Los puentes magnéticos en Revista TCH
jueves, octubre 01, 2015
Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina
Lectura de Laura Biagini para el blog Asunto Quinta
Encontré Los modos de ganarse la vida, la primera novela de Ignacio Molina, escondida en un estante al ras del suelo de una librería del centro. Estaba medio ajada una de las solapas pero me la llevé por el color borravino tan hermoso y las fotos superpuestas del arte de tapa. Para qué mentir, me la llevé sin leer más que el título. La tarjeteé furiosamente y pedí que me la envolvieran para regalo.
viernes, agosto 01, 2014
La trabajosa y cristalina prosa de Ignacio Molina
Cámara Gesell
Por Miguel Zeballos.
viernes, mayo 23, 2014
Un diálogo sobre las formas de concebir la escritura
Juan Rapacioli escribe para Telam una crónica del segundo encuentro del ciclo Preguntas por el cómo, que se desarrolló el pasado miércoles 21 de mayo en la librería Gandhi de Palermo.
Las diversas formas de encarar un relato, de pensar un narrador, de concebir la escritura, así como la intimidad del proceso creativo fueron los temas abordados anoche en la Librería Gandhi por los escritores Fernanda García Lao, Ignacio Molina y Mariana Dimópulos.
En el marco del ciclo "Preguntas por el cómo", organizado por los diez años de la Editorial Entropía, los escritores hablaron sobre sus respectivas maneras de asumir la escritura, sus puntos de vista sobre los tipos de narrador, y las diferentes formas de pensar una estructura narrativa.
Molina (Bahía Blanca, 1976) es autor de las novelas "Los modos de ganarse la vida" y "Los puentes magnéticos"; los libros de relatos "Los estantes vacíos" y "En los márgenes", y los libros de poemas "Viajemos en subte a China" y "El idioma que usan todos".
El escritor admitió que "la verdad es que no soy muy prolífico, no escribo todos los días; me gustaría, a veces lo intento, pero siempre termino escribiendo cuando me sale. Hasta hace poco tenía un trabajo de nueve horas por día y pensaba que cuando no trabajara más iba a tener mucho tiempo para escribir. No es así, no tiene que ver con el tiempo libre".
"En realidad -sostuvo-, es en esos momentos, cuando no tengo tiempo, que me dan ganas de escribir. Los escritores grosos tienen sus decálogos y consejos sobre la escritura, yo no soy uno de ellos, pero igual lo tengo: creo que la premisa más importante es que cuando uno se pone a escribir tiene que olvidarse un poco de la palabra literatura, que es muy grande".
"Al menos -continuó- eso me pasa a mí, si me pongo a escribir de manera muy solemne, no me sale nada; en cambio, si de pronto estoy frente a la computadora, no pensando en hacer gran literatura, ahí sale algo que luego se asocia a otras cosas; de alguna manera mis libros salen así: no tengo una idea previa, sino escenas sueltas".
Molina apuntó que esas escenas, "en algún momento se entrelazan y así empiezan a conformar una historia. No es que empiezo una historia conformada por esa escenas, sino que son diferentes escenas que a la larga van a conformar una historia".
El autor mencionó, además, que "es muy importante el tema del narrador, encontrar la persona, la voz del relato. Una vez que llego a esa voz, ese tono, empieza a surgir todo lo demás. Voy relacionando las partes sueltas y ahí sí escribo todos los días".
García Lao (Mendoza, 1966) es autora de las novelas "Muerta de hambre", "La perfecta otra cosa", "La piel dura" y "Vagabundas", y del libro de cuentos "Cómo usar un cuchillo". Vivió en España desde 1976 hasta 1993. Escribió, además, varias piezas teatrales con las que viajó por Latinoamérica.
"Estuve pensando en cómo surgen los relatos, cómo aparecen, y cómo eso se modifica con el paso del tiempo -mencionó la escritora-; cuando empecé a escribir me sentaba y me dejaba llevar por el automático surrealista: no saber para dónde voy, no planificar nada, y dejar que los dedos sean los que dirigen a la cabeza".
"Pero después de mucho tiempo de escribir así -explicó- empezaron a aparecer otras fuentes, un deseo de encontrar algo en mi cabeza que no sabía que existía, para poder generar otras cosas a partir de experiencias vividas o noticias insólitas o del territorio más oscuro que viene de la poesía, que siempre está".
En "Cómo usar un cuchillo", apunta la autora, "hay un par de cuentos que tienen que ver con noticias y de cómo a partir de la noticia uno se adueña de ese universo realista y lo lleva a un lugar al borde de lo inverosímil: la noticia se refería a una mujer que fue al dentista porque el día anterior había comido pulpo crudo y algo le molestaba en la boca".
"Entonces -continuó-, el doctor la examina, y le dice que encontró espermatóforos de pulpo. O sea que el pulpo había eyaculado en la boca de la mujer o no había quedado limpio. Me pareció genial pensar que la mujer quedara embarazada de un pulpo después de cenar".
"Claro -explicó- tenía que seguir la lógica humana y aquellos espermatóforos debían ir al lugar indicado, así fue como inventé un personaje y pude situar el tema de la voz y el punto de vista. Además, me puse a estudiar el sistema reproductivo de los pulpos, como para tener la base científica para después irse al carajo".
Dimópulos (Buenos Aires, 1973), es licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires y traductora del alemán y el inglés. Vivió en Alemania entre 1999 y 2005. Publicó las novelas "Anís", "Cada despedida" y "Pendiente".
"A diferencia de mis dos colegas, yo sí soy metódica -afirmó la escritora-, sí sé a dónde voy cuando escribo, lo logre o no, y, de hecho, una de las cosas que me pasan y que a veces es una trampa mortal, es que sé perfectamente cómo tiene que terminar lo que pienso escribir".
La autora sostuvo que le interesa "la idea de hacer verosímil lo imposible, es un desafío en la hora de escribir, esa es la maravilla de la ficción, algo que no es real y sólo puede ser verosímil".
"Trato de ser metódica -reafirmó-, pero no vivo de lo que escribo, por lo cual tengo poco tiempo; me dedico a la traducción, eso me lleva muchas horas por día y significa que escribo cuando puedo, pero siempre tengo un libro dando vueltas en la cabeza que me tortura, me sigue, me pone bien y mal".
La escritora aseveró: "de ninguna manera me siento a escribir con la idea de ver a dónde me lleva el libro. Eso no quiere decir que sepa cómo llego a ese final, por eso tengo que reescribir mucho, abandonar y empezar de nuevo un libro terminado que no funciona".
"Lo que me pasa -explicó- es que tengo un problema y, para solucionarlo, debo convertirlo en relato. Es un problema de orden teórico que sólo se puede resolver a partir de una narración".
martes, mayo 20, 2014
Preguntas por el cómo: segundo encuentro. Mariana Dimópulos, Fernanda García Lao e Ignacio Molina
Mañana, en la librería Gandhi de Palermo, se desarrollará el segundo encuentro de "Preguntas por el cómo", el ciclo con el que Entropía festeja sus diez años.
En este encuentro, Mariana Dimópulos, Fernanda García Lao e Ignacio Molina compartirán con el público la intimidad de sus procesos de escritura y sus aproximaciones a la producción literaria.
Miércoles 21 de mayo, 19 hs. Librería Gandhi. Malabia 1784. Palermo. CABA.
Los esperamos!
viernes, enero 10, 2014
Trilogía sobre el devenir cotidiano
Patricio Zunini entrevista Ignacio Molina para el blog de Eterna Cadencia.
En Los puentes magnéticos, la nueva novela de Ignacio Molina, una mujer joven registra el intento diario por rehacer una vida hecha de jirones: una fallida relación de pareja, un padre desaparecido hace años en Brasil, una búsqueda personal sin prioridades, y el devenir cotidiano que la empuja a realizar acciones irreflexivas. La convivencia, el amor, el trabajo, el dinero, la paternidad: ¿qué marca el ingreso definitivo en la adultez? Son temas que el escritor abordó en sus trabajos anteriores, Los estantes vacíos (2006) y Los modos de ganarse la vida (2010) y que, por eso mismo, permitirían pensar que conforman, aun sin ser algo programático, una trilogía.
—A veces lo pienso así —dice Molina—. Tienen muchos puntos en común. Los puentes magnéticos es más clásico, menos “experimental” con respecto a Los estantes vacíos. Esta es una novela con una trama más definida, si bien no se puede hacer —como tampoco en los otros libros—una sinopsis en cinco líneas. Es difícil, porque de qué trata: ¿de un duelo por la desaparición de un padre, un duelo por el fin de una relación sentimental, de la búsqueda emocional o laboral de una mujer de treinta años, de las relaciones intergeneracionales? No sé bien de qué trata: de un poco de todo eso.
—Hay ciertas cuestiones recurrentes en tus libros, como las relaciones sentimentales. En este caso elegiste contarlo desde la visión femenina: ¿por qué?
—Camila, la protagonista, es una mujer; empecé escribiendo en tercera persona, pero no me convencía. Escribí algunas escenas sueltas: el primer capítulo, una reunión de consorcio, un almuerzo familiar, pero no me convencía el tono. Entonces me propuse escribirlo en primera, pero no fue algo premeditado. Si bien la intención no era emular la voz de una mujer, supuso un desafío mayor que hacerlo desde el lugar de un hombre. Creo que salió bastante natural. Lo más difícil fue empezar a escribir los dos o tres primeros capítulos. Luego, cuando tenés la voz del narrador -en este caso narradora- en la cabeza, ya te va llevando solo.
—¿Cuáles son las dificultades y los desafíos de narrar la rutina de una persona?
—El peligro es que sea aburrido y que no tenga un límite. Si me pongo a narrar todo lo que me pasó desde que me desperté no va a tener un interés ni para mí ni para el lector. Muchas veces cuando se trata de emular la cotidianidad se cae en un realismo costumbrista a lo Pol-Ka, tipo “Gasoleros”. Todavía se sigue diciendo que esas novelas están buenas porque son como la vida misma, pero la vida es más compleja que eso. Ahí se recurre a muchos clichés, lugares comunes, incluso a coloquialismos, y en realidad la vida es más extraña y más compleja. La realidad de todos los días no es tan simple como se puede percibir a simple vista. El desafío es volcar esa extrañeza de la realidad y que de alguna manera quede representado eso. A veces me dicen que Camila empieza pensando una cosa y termina con algo completamente diferente o que más que por decisiones propias es llevada por factores como el dinero, el clima o algo que le dijeron en la calle. Yo creo que la vida es un poco así.
—Ese es el rasgo adolescente que tienen tus protagonistas.
—Los protagonistas de Los estantes vacíos eran casi adolescentes de veintipocos porque yo escribí los cuentos con entre veintidós y veintinueve años. Luciano, que es el protagonista de Los modos de ganarse la vida, tenía veintisiete; yo lo escribí a los treinta y uno. Y ella, que este libro lo escribí a los treinta y cinco, es un poco más grande. No sé cómo será en diez años, pero creo que siempre van a tener un rasgo así porque no lo vinculo tanto con la adolescencia como con la vida de las personas. Por más responsabilidad u obligaciones que uno tenga en determinado momento hay una parte que nunca deja ser así.
—¿Por qué la novela está en presente?
—Para mí hay dos grandes tipos de relatos. Están los que llamo “había una vez”, que son aquellos en los que el narrador sabe cómo termina lo que está contando. Cuenta toda la trama sabiendo cómo termina: es más fácil contarla en pasado. Pero cuando yo empiezo a escribir algo no sé hacia dónde va. Empiezo con escenas sueltas que en un momento se van conectando entre sí formando un tejido y agarran un cauce. Entonces me parece que eso tiene un correlato con el tiempo verbal que se cuenta. En el presente pasa una sucesión de hechos; en un punto es como un diario íntimo. El narrador no sabe lo que va a pasar. De hecho, hay personajes que terminan siendo muy importantes que aparecen recién en el capítulo 16. Contarlo en presente me da la idea de que no sé a dónde estoy yendo.
—Uno de los personajes toca en una banda que se llama El silencio gitano. Leí en internet que tuviste una banda con ese nombre en Bahía Blanca.
—Un principio de banda. Me gusta mucho el nombre El silencio gitano y me gustó meterlo acá. De hecho, uno de los primeros cuentos que escribí hace veinte años se llamaba “El silencio gitano”. Y en la novela anterior también estaba la banda y hay un capítulo que se llama “El silencio gitano”. En los libros hay muchas metatextualidades. Por ejemplo, hay un párrafo donde hay dos ex combatientes de Malvinas vendiendo en un vagón del tren que está en los tres libros. En lo que estoy escribiendo ahora también aparece El silencio gitano. Por ahí tiene que ver con la sensación de trilogía que decías al principio, me gusta que se conforme un universo, que, si bien no siempre están los mismos personajes, sí tenga una atmósfera en común, un modo de relacionarse, de conectarse, un factor en común que está en las tres novelas.
—Casi tan presente como los temas de pareja es la relación con el dinero. De hecho, hasta hay 200 dólares que aparecen en un libro que sirven para reconstruir una relación rota.
—El dinero juega un factor bastante decisivo. Esos 200 dólares reconstruyen, al menos por un tiempo, la relación con el ex, pero también ellos se separan cuando se está por vencer el contrato de alquiler y se dan cuenta que no vale la pena seguir viviendo juntos. Sucede que en las novelas nunca se sabe de qué trabaja la gente, de qué vive o qué relación tiene con el dinero. Y en la vida el dinero es primordial. Si uno no tiene plata, no podría tomar un café, comprar un libro o tener una computadora para escribir. Me interesa reflejar la relación que tiene en la vida cotidiana con el dinero, cómo incide en las personas. Ella tiene una relación conflictiva porque no tiene una situación holgada. En algún momento de hecho tiene que volver a la casa de la madre porque no le alcanza la plata para alquilar. El dinero es un cauce que la va llevando por diferentes lugares.
lunes, diciembre 16, 2013
La invención de la vida cotidiana
Juan Rapacioli entrevista para Telam a Ignacio Molina a raíz de la publicación de Los puentes magnéticos.
Camila, la narradora de la novela publicada por Entropía, es una joven profesora de inglés que pasa sus días entre clases particulares y públicas, almuerzos familiares, cenas con amigas, encuentros sexuales, viajes en colectivo y caminatas solitarias por distintos barrios de una Buenos Aires que parece estar siempre vacía, desolada, a punto de llover.
Pero en el fondo de esas acciones se percibe, sin lugares comunes, un extrañamiento que atraviesa, en diferentes niveles, todos los estados de la protagonista, quien no parece moverse sino por las circunstancias y la otredad. En ese sentido, la novela hace una pregunta clave: ¿Cuánto de lo que hacemos es decisión nuestra?
“Cuando me pongo a escribir y encuentro la voz del narrador me dejo llevar, trato de meterme en su personalidad. Hay muchas cosas no premeditadas que luego, cuando recibo opiniones, me doy cuenta por dónde iban”, cuenta Molina (Bahía Blanca, 1976) en diálogo con Télam.
- Desde el comienzo de la novela, el tono de la narradora es convincente, ¿eso responde a un equilibrio entre lo austero y lo excesivo?
- Es un tono que no busca ser coloquial. Es otro registro, que no puedo definir con precisión pero que sin duda no intenta ser una copia exacta de una voz real. Creo que hay dos grandes tipos de relatos: en uno, el narrador sabe todo lo que sucede. En el otro, no sabe lo que va a pasar cuando se pone a escribir. De la segunda forma escribí esta novela. Esta forma de narrar, aunque sutil, interviene en la trama, porque como autor no sé adónde voy a terminar y la narradora tampoco sabe hacia dónde avanza, lo va descubriendo. Esa es la forma en que se construye la acción.
- Al estar construida en capítulos cortos, la novela puede entenderse también como una serie de fragmentos aislados que componen una historia no necesariamente lineal…
- La novela no tiene un fin utilitarista en ningún sentido, no está pensada para tal o cual cosa, es una narración de acontecimientos. Con respecto a mis libros anteriores (“Los estantes vacíos”, “En los márgenes”, “Los modos de ganarse la vida”), este es más clásico, tiene un final preciso, pero avanza más bien a través de sutilezas y detalles que no fueron muy pensados ni premeditados, sino que se fueron construyendo al compás de la narración.
- Por cierto abordaje minimalista, ¿pensás que esta novela tiene alguna relación la tradición del realismo sucio estadounidense?
- Leí mucho a (Raymond) Carver y a otros escritores estadounidenses en ese estilo, pero no lo veo muy relacionado a este libro, ni en la estructura ni en el tono ni en lo que se cuenta ni en la construcción de los párrafos. Entiendo que alguien la pueda relacionar con esa tradición, pero yo no veo un vínculo muy claro en ese sentido.
A mí lo que me interesa y da placer es narrar, contar, ahí encuentro la fuerza. Y me gusta analizar desde ahí, desde la manera en que se los analizaría en un taller de escritura, que es a lo que me dedico. Cuando el análisis de un libro se centra demasiado en la teoría siento que ya no es está hablando ya del texto en sí sino de otras cosas.
A veces leo críticas que siento que no me dijeron nada sobre el libro; puedo darme cuenta que el autor que la escribió sabe del tema y que es muy inteligente, pero no me dice nada sobre la obra. Claro que son legítimas esas lecturas, pero no las veo como parte del oficio del escritor. Me concentro más en otro tipo de cosas, no me interesa encasillar y clasificar la literatura.
- ¿Se trata de una novela realista con dosis de extrañeza?
- Cuando me dicen que la novela es realista, por momentos pienso que está bien, pero en otros momentos considero que tampoco se puede leer del modo en que se lee algo realista, como una crónica. No me interesa si el tono puede sonar inverosímil para la realidad, pienso más en la propia naturalidad que se da en el relato, ahí tiene que ser verosímil.
Creo que en la vida cotidiana hay un extrañamiento que uno nunca termina de percibir y que es difícil meter en una novela. La realidad es mucho más extraña que las representaciones que se hacen sobre ella, porque nunca es lineal ni lógica. El desafío está en ver cómo se traduce esa extrañeza en lo que escribo.
- Algo interesante de la acción es que la narradora parece moverse por circunstancias y condicionamientos ajenos a sus decisiones…
Lo interesante de los condicionamientos es que no surgen de grandes conflictos sino del clima, el dinero, los horarios, cosas de todos los días que, sin embargo, modifican nuestros modos de pensar y de relacionarnos. Tampoco es algo que piense demasiado cuando escribo, pero cuando lo veo, me doy cuenta que es algo que me interesa plantear.
lunes, diciembre 09, 2013
La atracción magnética de los orígenes
Manuel Quaranta reseña Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina, en Revista La única.
Si a Jorge Luis Borges le resultaban extraños los laberintos porque eran construcciones hechas por el hombre con el insólito objetivo de perderse, a mí me llaman poderosamente la atención los puentes debido a que su único destino es cruzarlos. Un puente implica, así, un tránsito, que metafóricamente resulta siempre doloroso dado que algo se deja atrás. Como una mudanza constante, como el devenir que nos transforma.
Los puentes magnéticos narra la historia de Camila, una joven profesora de inglés enamorada de sus orígenes. Ella piensa, imagina, piensa, duda, piensa, calcula, piensa, posterga, piensa y se arrepiente (“nunca me decido”). Camila, obsesivamente, con sus secretos, espera que algo suceda, un llamado, un mensaje de texto, un mail, una novedad paradójica que la devuelva a un momento en el que se encontraba a gusto: con un padre, con un novio, con un hogar.
Los puentes magnéticos cuenta, a partir de retazos, el intento de Camila por recuperar o reconstruir un pasado: localizar a un padre que lleva siete años desaparecido, reconquistar un ex novio que parece decidido a no renovar los lazos amorosos, en definitiva un personaje que pretende revivir situaciones cotidianas que, si bien en ocasiones pueden repetirse, jamás serán iguales (el barrio no es el mismo, los mozos que la atendieron no son los mismos, las amigas no son las mismas, el ex novio no es el mismo: “el Cristian con el que yo había vivido casi dos años no existía más”; el mundo, en definitiva, ha cambiado).
La novela de Ignacio Molina es, sin duda, una pregunta acerca de cómo podemos congelar o enfriar (ver la cantidad de veces que se menciona una heladera) el devenir de los sentimientos para que no se derritan como las hamburguesas que lleva Camila cuando se reencuentra con un viejo amigo que le propone un pequeño papel en su película Los puentes magnéticos: “consistía en que pasara caminando por el puente”, sintomáticamente denominado Brasil, país que parece haber devorado a su padre.
En realidad, la novela de Molina no es sólo una evocación nostálgica sino también, y sobre todo, un intento de afrontar el presente que permita desprenderse del pasado y así poder abrir un camino hacia el futuro. Los puentes magnéticos, entonces, es una novela de pasajes, de cambios: punks y hippies que devienen empresarios, padres desaparecidos (Eugenia, amiga de Camila, también tiene a su padre desaparecido, aunque bajo las circunstancias del terror estatal de la última dictadura militar) que reclaman ser enterrados, mudanzas, rupturas, nacimientos, ¿cómo cortar los lazos invisibles? El título del CD de la banda musical de Javier, El silencio gitano, uno de los amigos de Camila, que además figura como epígrafe de la novela, nos acerca a la respuesta: “Soñé que no había que hacer ningún esfuerzo”. Agrego: soñé que no había que hacer ningún esfuerzo para vivir, para enfrentarse con las incertidumbres, con el presente, el pasado, para romper los lazos, para mirar hacia adelante, para convertirse en adulto, envejecer, para decirle basta al cuento de hadas. Sí, hay que realizar un esfuerzo sobrehumano para aceptar el ingenuo juego del devenir.
En el final Camila comienza a presentir la necesidad del desprendimiento, del viraje, de mirar hacia adelante: “También me planteo la posibilidad de reformar todo esto, de tirar los diarios y los papeles que juntan polvo, regalar los muebles y limpiar las paredes; que ya es hora de darle a mi papá el lugar que se merece y no el de un desaparecido al que todavía estamos esperando con sus cosas intactas”. Este fragmento es clave, ya que la protagonista toma conciencia de que el lugar merecido por el padre (un fantasma) es el de muerto, un padre muerto y enterrado que la habilite a continuar con la vida y los proyectos. Inmediatamente después, una señal, un primer paso, “miro un bloque entero [de Videos asombrosos, su programa favorito] y me doy cuenta de que ya no me gusta tanto como antes este tipo de programas”.
Los puentes magnéticos de Ignacio Molina pone en evidencia la angustia extrema que genera esquivar la atracción magnética que tienen los orígenes cuando se los concibe de modo mítico, orígenes que se encuentran, irremediablemente, perdidos, sobre todo para un personaje obsesivo como Camila que necesita evadirse del mundo (estar siempre en otro lado) y construir una protección mental que baje la ansiedad ante las penosas situaciones, aunque este procedimiento le impida muchas veces distinguir con precisión entre una ficción vital y una realidad acuciante: “La repaso tantas veces que en un momento me doy cuenta de que la versión que termino imaginando tiene muy poco que ver con la original”.
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viernes, noviembre 29, 2013
Crítica de Los puentes magnéticos de Ignacio Molina
Matías Luque reseña Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina para el sitio Malviticias.
La nueva novela de Ignacio Molina, Los puentes magnéticos, retrata la vida de Camila, que entre la docencia, las relaciones, las familias disfuncionales y los vacíos arma un entretejido donde el costumbrismo y el realismo conviven y saturan el libro.
37 capítulos cortos conforman Los puentes magnéticos, donde Molina entrega, bajo la voz de una narradora, un escenario reconocible, cercano. Nada queda librado al azar, todo se explica al extremo sin dejar al lector formar ningún imaginario. La protagonista de la novela es una joven profesora de inglés que terminó una relación hace poco tiempo, y aunque sigue enamorada de su ex, mantiene relaciones insignificantes con otros hombres de su misma edad. Comienza a dar clases particulares al hijo de su vecina del cual después se sentirá atraída; visita y cena con una amiga; participa de extra en la película de un amigo del secundario; ve en distintas ocasiones (gestionadas por ella) a su ex; no le renuevan el contrato y debe volver a casa de su madre, donde los recuerdos traen al presente la desaparición de su padre en un accidente aéreo en Brasil.
Predominan las intenciones, los intentos por volver, por perder, por dejar, por alcanzar, por recordar y por amar. Esos deseos se repiten y son los mismos en el transcurso de toda la novela. Hay una idea, una trama realista, costumbrista. Con una prosa sencilla y de fácil lectura, sin pretender bajar línea ni hacer ningún tipo de juicio de valores, se tocan temas como el peronismo y los desaparecidos.
Editada por Entropía, como en otras ocasiones (Los estantes vacíos, 2006 y Los modos de ganarse la vida, 2010), en Los puentes magnéticos hay un vacío constante en todos los personajes del libro, hueco que intenta llenar en todo momento; abandonos y encuentros forzados. Tal vez sea una novela anacrónica, donde todo es pasado, donde los recuerdos abundan, donde todo es viejo, obsoleto, como el diario en papel.
miércoles, noviembre 27, 2013
El susurro como grado cero
Flora Vronsky lee Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina y lo reseña para la revista Damasco.
En una entrevista reciente, Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976) declara: ‘Cuando empecé a escribir intenté hacer una literatura que no pareciera literatura’. Bien podría ser la frase inicial de una programática ambiciosa, de una ‘poética del no’ canonizada hace tiempo a partir de Bartleby & Co. Sin embargo, Molina ha escrito bastante, ha recorrido diferentes géneros y se ha posicionado dentro del cuadro literario actual. Su ‘preferiría no hacerlo’ se versiona en un ‘preferiría no hacerlo de tal modo, con tal impronta’. Un intento de quebrar el literaturnost, la especificidad de lo literario como sistema inmanente, autoclausurador. Hay una punta de coraje en semejante objetivo que, como toda empresa, conlleva altos grados de riesgo. Uno de ellos es perder de vista que la literaturidad sólo se define en cuanto sistema (en el caso de que exista tal posibilidad) a partir de la relación que se establece con otros sistemas, a partir de su pertenencia a un polisistema heterogéneo, contaminado, con gusto a palimpsesto. Desarreglar de esa manera la ecuación puede provocar que el soliloquio se quede balbuceando en autoperformance, en grado cero.
Los puentes magnéticos es bastante más que ese soliloquio porque encadena secuencias narrativas flexibles que van desde una película retrofuturista que involucra a Perón hasta el devenir burgués de algunos punkies de los ’70, pasando por diferentes registros de ausencias y desapariciones que rozan los años de la dictadura como una infusión tibia, dejada allí para que se enfríe. En ese sentido, podría decirse que la novela efectivamente propone un macrosistema y lo respeta. Asimismo, también se nos manifiesta como estructura el hilo conductor que sostiene las secuencias: el devenir de Camila, la protagonista. Una treinteañera melancólica y solitaria que entreteje los puntos de su presente anodino a base de corporizar en su rutina actual aquellos episodios relevantes de su pasado que le permiten asomarse de puntillas a todo eso que representa una historia transformada continuamente: el futuro. La accidentada desaparición de su padre, la ruptura de un vínculo sentimental, un cambio de registro espacial y urbano, la irrupción de nuevas relaciones o la conexión casi franciscana con el dinero son, para Camila, materia de reflexión y evocación, por un lado, y fuente de nostalgia y melancolía, por otro.
En este punto el título de la obra es revelador. Porque el péndulo que se desplaza entre el pasado y el presente bien podría establecer esos puentes que consigan configurar para Camila una autocomprensión más lúcida, más acabada. Funcionan también como conectores entre la historia política argentina de la década del ’50 y un futuro de trama policial cien años después, apuntalados por las tuercas de una revisión cultural velada y subyacente que arrancaría en el 2001. Incluso amplían su espectro semántico hasta el trazado urbano y el transporte como vasos comunicantes entre las arterias asimétricas y disímiles de una ciudad como Buenos Aires. Los puentes, entonces, como sistemas de interconexión en varios niveles de lectura y construcción narrativa.
Sin embargo, el adjetivo magnéticos que los acompaña produce cierto chirrido incómodo, como fuera de tiempo. La energía magnética es un fenómeno físico por el cual los objetos ejercen fuerzas de atracción o repulsión sobre otros objetos. La palabra clave es el verbo: ejercer. Usado en esta acepción implica acción, movimiento, propulsión hacia un algo que es otro, algo diferente de mí. Atracción o repulsión. Y allí es precisamente donde la ecuación sistémica de la novela se resquebraja. Porque no hay magnetismo en esos puentes. No verificamos como lectores esa fuerza, esa potencia que atraiga el sistema del tiempo del relato hacia el tiempo de la historia. O que la repela. O viceversa. La desconexión entre el sistema configurado por el péndulo de los puentes y el sistema autorreferencial de la rutina ascética de Camila es tal que ese gusto a palimpsesto se deshace en la boca de manera rápida, casi instantánea. No se nos permite integrar ambos tiempos en un polisistema que se contamine de manera intermitente. Las relaciones internas entre los elementos narrativos se desdibujan no porque la vida de Camila sea francamente aburrida y emerja como representación del resultado posible de una generación atrapada en un monoambiente con poca luz, sino porque esa anoia vital, ese spleen devaluado en miserias materiales consigue clausurarse de tal manera sobre sí mismo que rompe relaciones diplomáticas con cualquier sistema coyuntural que pretenda enmarcarlo, darle una forma. La estructura, de este modo, tiembla trémula y susurra a media voz un soliloquio en gran medida intrascendente.
Quizás Ignacio Molina entienda precisamente esto como ‘la literatura que no parece literatura’. Quizás su programática se esté desarrollando aún, ensayando su arte del parecer en un registro nostálgico y realista, que en efecto logra ser evocado. Quizás su ‘modo de ganarse la vida’ (que da título a su primera novela) esté mucho más relacionado con el objetivo que se propuso cuando comenzó a escribir. En su registro poético, Molina parece amigarse con el spleen de época y permite que ciertos magnetismos irrumpan, recuperando una potencia que sin lugar a dudas habita en él. En cualquier caso, seguirá siendo interesante hacer dialogar la heterogeneidad de sus sistemas y acompañar de cerca su deseo legítimo de construir de un literaturnost singular y propio.
jueves, noviembre 14, 2013
Magnetismo y literatura
Matías Moscardi leyó Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina y reseña la novela para BazarAmericano.
Hay una escena de Los puentes magnéticos, segunda novela de Ignacio Molina, que podríamos pensar como entrada de lectura: Camila –una joven profesora de inglés, narradora protagonista– asiste de casualidad al rodaje de una película independiente también llamada Los puentes magnéticos y participa como extra en una de sus escenas.
Entonces, a partir de lo anterior, Los puentes magnéticos podría leerse, en su doble alcance nominal, como un artefacto en cuya superficie de inscripción confluyen lo narrativo y lo cinematográfico. Pero no me refiero tanto a la escritura de Molina en términos de estilo –escritura que efectivamente podría convocar una relación de afinidad con el montaje: por el linde entre el fraseo y la calibración de un plano preciso, por la contigüidad entre el párrafo y su potencia de síntesis en cuanto a la progresión secuencial de una acción determinada–; me refiero, en cambio, a este acontecimiento aparentemente insignificante que, no obstante, da nombre a la novela, o en todo caso coincide con él: una vez que la protagonista aparece en la escena de aquella película, algo cambia.
Hace ya bastante tiempo que Camila se separó de Cristian. Ahora se encuentra en una etapa de transición donde predomina el intento, siempre trunco, por recuperar un resto de la experiencia amorosa: los encuentros un poco insulsos con Rodrigo; los primeros acercamientos de Javier, guitarrista de una banda punk llamada El Silencio Gitano; y las fantasías con Emiliano, el hijo de su vecina, al que conoce dictándole clases particulares de inglés. Pero lo que sucede después de que Camila aparece en la escena de Los puentes magnéticos no tiene las características de un giro argumental en el orden del relato. La alteración, por el contrario, tiene lugar como fenómeno de lectura: porque el acontecimiento insignificante de aparecer por unos segundos en la escena de una película, vuelve visible algo que ya estaba ahí pero que todavía no podía ser percibido, leído; no hasta que Camila se transforma, por un segundo, en actriz. Entonces algo queda suspendido en la lectura a partir de ese momento: y es precisamente esa posición actoral, y por lo tanto espectral del personaje. Porque después de que Camila participa en la escena de esa película independiente dirigida por un compañero del secundario, advertimos, tanto hacia atrás como hacia adelante, que todo sucede como prótesis de esa actuación: “…cuando la escena termina me siento muy extraña. Una sensación de vacío me atraviesa todo el cuerpo”, escribe Camila después de verse a sí misma en el estreno de la película.
Por eso, en el transcurso de la novela, siempre irrumpe como extrañamiento la sensación de que Camila repite una y otra vez, como si se tratara de un ensayo, el guión de un extra; tal es así que casi nunca puede decir que no ante una invitación o una propuesta y entonces se ve arrastrada por el pulso irrefrenable de los acontecimientos que se transforman, así, en una especie de destino guionado, pero que, sin embargo, Camila experimenta casi como si actuara bajo cierta garantía dilatoria de poder filmar cada escena siempre una vez más, de reescribir la performance de su propia vida, de su propio relato como artificio. El vacío, entonces, en este caso, no tanto como afección metafísica, tampoco como alienación imaginaria ante la percepción del Yo como Otro en la pantalla del cine, sino más bien como condición topológica que demanda un tipo de escritura avasallante, magnética, cuyo poder de atracción (sobre las imágenes, los recuerdos, las experiencias, los cuerpos) está potenciado precisamente por un espacio en blanco, vacante, siempre imantado, en posición receptiva: “…en lo que más pienso es en la bandeja de entrada vacía de mi celular”. Ese espacio es, precisamente, el espacio del relato: una superficie de recepción depurada que funciona por imantación de recuerdos y atracción de cuerpos.
Entonces, ¿qué es, en definitiva, lo que aparece como proyección, como profundidad, en una historia cuya superficie ya no se asemeja a la trama estriada del hilvanado textil sino más bien a la tela lisa de la pantalla de cine, que es también la superficie del puente, y por lo tanto del tránsito, del pasaje y de la conexión? Como en las películas, el mundo cotidiano de Camila adquiere, progresivamente, un carácter espectral, pero no en un sentido fantasmagórico, sino en el sentido de ese mismo papel que Camila interpreta en el artefacto de Los puentes magnéticos: porque, en definitiva, todo funciona bajo la lógica del extra, que es también la lógica de la aparición fugaz.
En la historia de Camila no habría, luego, relato en tanto tejido, sino puro deslizamiento sobre la superficie del relato como pantalla, como bandeja de entrada, como puente conectivo. Los ojos cerrados de Camila, acción que retorna como imagen una y otra vez, son la parte analógica de esa superficie, la clausura de toda textura, de todo relieve y por lo tanto símil de la pura circulación, del tránsito, del movimiento: un espacio de inscripción magnetizada en donde cualquier afecto puede superponerse con cualquier sujeto; cualquier imagen puede advenir sobre cualquier otra, pero nunca de manera caótica sino como fatalidad, como imposición: bajo la forma de lo inevitable.
Al comienzo, por ejemplo, es lo que sucede con Rodrigo y Cristian: “…Rodrigo me arrincona contra la heladera, me besa el cuello (…). Después, en la cama, cierro los ojos y trato de imaginar que el cuerpo que tengo encima no es el suyo sino el de Cristian”; o un poco más adelante: “…pienso en las manos de Rodrigo, en la voz de Cristian”. De este modo, por lo tanto, no hay presencias ni vínculos puros, personajes que no lleven inscriptas, desde el vamos, las huellas del otro, ni siquiera en el caso de la narradora, que en un sueño, por ejemplo, se funde con una amiga de la infancia: “Tengo un sueño raro. Me encuentro con Verónica. Tenemos siete años y estamos solas. De repente, después de dar vueltas a la calesita, nos convertimos en una sola persona”.
Tampoco hay espacios donde territorializar, en tanto los lugares por los que se mueve Camila, o bien están cargados con el peso de su historia personal, y por lo tanto son dolorosos; o bien son lugares transitorios: es el caso de su propio departamento, que de un día para el otro, por un tema con la renovación del contrato, se transforma en el lugar “...que está dejando de ser mi casa”. Así, Camila cierra los ojos una y otra vez para imaginar trayectos posibles de vida, decisiones que no puede tomar y efectivamente no toma, escenas que no ocurrieron, no ocurren ni ocurrirán nunca: un tiempo, por lo tanto, conjetural, suspendido en ese ejercicio recurrente de proyección imaginaria que circula por la novela de Molina.
Y en este sentido, la historia del padre de Camila es significativa. Nos ubicamos en el pasado. Isabel Suárez desaparece cerca del río Amazonas. El padre de Camila es periodista y viaja a cubrir el caso. De pronto, Isabel reaparece: se había fugado con su amante. Pero como contrapartida, el padre de Camila, el fotógrafo y los tripulantes brasileros que habían ido en su búsqueda desaparecen de manera misteriosa. Más tarde, Isabel vuelve a aparecer por segunda vez, por medio de un e-mail: quiere encontrarse con Camila para charlar. Camila nunca contesta, pero el hecho de que este mensaje haya ingresado a la bandeja de entrada del relato ya es índice de algo.
Decía, antes, que la novela de Molina construye un espacio de inscripción que opera bajo la lógica magnética del aparecer (de los recuerdos, de las imágenes, de los afectos, de los cuerpos). Ahora podemos arriesgar un motivo: aquello que funda y produce esa lógica de la aparición magnetizada es nada más y nada menos que la desaparición del padre de la protagonista. Porque esa desaparición es precisamente aquello que no puede dejar de aparecer, de distintas maneras, como variación constante, marcando casi un síntoma del relato que atraviesa toda la escritura de la novela y alcanza a imantar de una manera poderosa la experiencia de lectura, experiencia que tiene que ver, por último, con la celeridad del puente: como si la metáfora de la voracidad (la novela se devora) hubiera sido suplantada por una metáfora de circulación vial (la novela se atraviesa), ya que como en todo puente, uno no podría detenerse en la mitad o pegar media vuelta para volver atrás: dar el primer paso es, necesariamente, cruzar.
lunes, noviembre 04, 2013
Ricardo Romero y Federico Levín presentan Los puentes Magnéticos, de Ignacio Molina.
El pasado 9 de octubre, Entropía presentó Los puentes magnéticos, la segunda novela de Ignacio Molina. Aquí, algunos fragmentos de los textos con que Federico Levín y Ricardo Romero se refirieron al libro.
“Un realismo anómalo”, por Federico Levín
Hay diferentes tipos de realismo. Existe el realismo estadístico, que es lo que se llama vulgarmente “realismo” –que es lo que no hace Molina–, y existe lo que yo llamo realismo anómalo –que es el que hace Molina–, que utiliza elementos realistas y una ética de trabajo con el verosímil realista pero que, dentro de la realidad, elige escribir lo anómalo.
Cuando leí Los puentes magnéticos, esta novela de Ignacio Molina, pensé en vincularla con la escritura de Mario Levrero. A mí me generó eso, porque este realismo de Molina profundiza tanto en la anomalía de lectura de la realidad de sus personajes que logra, dentro de un relato estructurado de manera más o menos convencional, hacer pasar un cuento fantástico por debajo casi sin que se note. Esta novela es el cuento de un personaje que va armando un relato casi épico de un duelo. Es el trabajo épico sobre la construcción de un duelo, narrado por Camila, un personaje que se va moviendo entre un montón de estímulos externos, en parte porque no encuentra excusa para decir que no a lo que le van proponiendo. Ese es el formato en que se desencadena la acción en la novela. Hay más o menos siete u ocho veces, en los momentos decisivos, en que lo que Camila hace lo que hace porque no encuentra una excusa para rechazar esa invitación. Momentos en que ella, al mismo tiempo que cuenta lo que hace –que sería lo que hace cualquier narrador al narrar– aprovecha esta primera persona para contar, en vez de lo que está haciendo, lo que está dejando de hacer. Y en esa construcción de mundos posibles que hay tanto en la ciencia ficción como en textos que habremos escrito nosotros (como cuando escribí Igor y como cuando Romero escribió los cuentos de Tantas noches como sean necesarias) existe la lectura constante de lo que está pasando puesta en juego con una lectura paralela de qué habría pasado si se hubiera tomado otra decisión.
En Molina hay un formato permanente de escritura fantástica que se estructura a través de una supuesta escritura realista que, por profundizar en las anomalías de la psiquis humana al leer la realidad que lo rodea, termina derivando en un relato que tal vez contado en tres pasos sería inverosímil. Y esta novela de Molina incorpora un montón de pequeños relatos con picos de intensidad con hitos narrativos muy distantes entre sí, muchas historias que tienen vaivenes muy pronunciados. Y en ese sentido, es un relato muy distinto a los de Los estantes vacíos, su primer libro de cuentos, donde el casi no vaivén era lo que estructuraba las historias que él decidía contar.
Las anomalías de los personajes de Molina son las anomalías que podemos reconocer todos en nosotros mismos y a las que no les prestamos atención. Creo que descubrirlas es una de las experiencias más potentes al leer esta novela. Acá la ruptura de lo habitual no genera una ruptura con la identificación: uno puede identificarse con el personaje aun cuando lo que está pasando sea demasiado raro. Y Molina lo logra. ¿Cómo lo logra?: a través de sus anomalías. Su anomalía, como persona, como escritor, es una anomalía con el lenguaje que linda con lo sagrado. En sus formas de tomar ciertas decisiones, Molina es absolutamente intransigente. Al punto que, si uno lo conoce, puede ir imaginando, al leer su novela, en qué momento se detuvo y tuvo una discusión interna y se abrieron ciertas posibilidades narrativas.
Quiero festejar le encuentro de Molina con la editorial Entropía. Porque hay un punto en donde están hechos el uno para el otro; hay una forma de trabajar en las decisiones del palabra por palabra con un entusiasmo que para otros sería inentendible… La musicalidad de las narraciones de Molina, que pone comas antes de decir que hacen algo no tanto por un motivo sino por el otro (uno no sabe por qué los personajes están imaginando que tienen que hacer esas comparaciones) es fantástica. Es una forma de escribir pero también es una forma de ver la realidad. Y al pensar en esas decisiones de cómo y dónde poner las comas, o por qué poner, por ejemplo, risotto en cursiva o cedé argentinizado, yo puedo imaginar claramente una madrugada de lluvia, en algún sótano de Colegiales, con Molina y sus editores reunidos, peleando por comas y por palabras gritando enfervorizados “¡no, no entendés lo que estoy diciendo, ahí tiene que ir una coma!”. Las imagino como esas reuniones de superhéroes que se juntan en un sótano y tienen que tomar decisiones muy importantes para la humanidad. Imagino la anomalía de nuestro amigo Molina con la anomalía de nuestra querida editorial Entropía fusionándose ahí, donde esa pequeña decisión de una palabra, sostenida en el tiempo, genera en la posterior lectura una suerte de hipnosis. Yo no sabría decir bien hacia qué lado van Molina y Entropía, pero van siempre para un mismo lado, que es como una especie de sofisticación del lenguaje, como una exageración. Intentan hacer algo tan sofisticado con el lenguaje, intentan darle tanta atención a cada punto y a cada palabra, que eso, al texto, lo vuelve épico.
Hay una idea instalada en la literatura que indica que está mal ser un escritor para escritores. Para mí Molina es un escritor para escritores. Y dado que a cualquier concurso de novelas llegan al menos dos mil novelas, ser un escritor para escritores es ser un escritor popular, mucho más que ser un escritor para lectores que no escriben. En este caso, Molina debe su popularidad, su incipiente popularidad, a que es un escritor que acepta ser un escritor para escritores y no tiene ninguna concesión en ese aspecto. No lo camufla por ningún lado, no lo disimula.
En Los puentes magnéticos Molina va decidiendo cada palabra hasta que llega un punto cumbre, que es cuando Camila se cae de una escalera y se golpea la mano y entonces, como le duele, tiene que usar el tenedor con la izquierda. Entonces yo pensé en algo que sé que vamos a discutir en algún sótano de superhéroes. Yo leí que el personaje tiene que comer usando el tenedor con la mano izquierda y pensé que si bien yo como con el tenedor en la derecha (porque hago algo raro que es que cuando me siento a comer en un lugar donde están los cubiertos puestos los invierto, una anomalía mía que doy por natural porque se convirtió en un tic, en una configuración de mi sistema nervioso) pero que Molina le deja esa anomalía al personaje de comer con los cubiertos cambiados, y cuando ella se golpea nombra como anómalo el hecho de comer con los cubiertos de manera correcta, que es usar el tenedor con la izquierda, que es como lo usan casi todas las personas, que usan el cuchillo en la derecha porque consideran que más que de precisión es un elemento de fuerza, que es el problema que tienen las personas en occidente que consideran eso cuando en realidad es al revés.
Dentro de este universo de anomalías, Molina, al dejar de lado su propio mundo de neurosis obsesiva, elige escribir desde un personaje que es casi opuesto a él (no voy a decir que cualquier mujer es opuesta a un hombre, en el sentido de que es lo contario, pero sí que está en el lado opuesto). Y ella, Camila, se vincula con amantes, con amantes más jóvenes y más grandes, y con un padre y con un padre posible y con la falta de un padre y con otros potenciales padres. Y en todo ese recorrido Molina se pone en el lugar de lo que para este personaje femenino es lo otro. Entonces ahí sí está haciendo una operación de posición, y al lograr eso, al animarse a eso (porque yo me preguntaba qué valor tiene en el mundo que un escritor varón narre desde una mujer, qué le agrega, si los hombres sabemos sólo un cinco por cuento de lo que le puede pasar a una mujer) le suma el valor de esa apuesta, la apuesta de alguien que trasciende su neurosis obsesiva como autor inventando un personaje opuesto a sí. Y ahí, cuando se quiebra esa retención de la propia anomalía y se da lugar al universo de la anomalía ajena, empieza la aventura. Porque Los puentes magnéticos es, para mí, una novela de aventuras…
Los invito a leer Los puentes magnéticos y también a hacer el siguiente juego: no leer todo el índice con los títulos de los capítulos, sólo leer los cuatro o cinco primeros y tratar de entender cuál es el sistema que se usó para elegir los títulos y después jugar a leerlo a ver si uno adivina cuál es el título, muy particular, que le puso el autor a cada capítulo... Así que tienen que comprar el libro, leerlo y después pasar todo el verano jugando a eso con sus amigos.
“Hacia un enrarecimiento levreriano”, por Ricardo Romero.
Cuando salió el libro, Molina me dijo algo así como que “ya sé que Romero no se va a fanatizar con la novela”. Y yo me pregunté por qué habría hecho esa suposición, ya que sus libros anteriores me habían gustado mucho y se lo había dicho. No podía darme cuenta de dónde venía ese malentendido. Y entonces pensé que alguna vez me habría escuchado decir algo en contra del realismo. Pero yo hablaba del realismo mal entendido. Y esto me da pie para poder hablar de lo que considero que Molina hace mucho mejor que la mayoría de nuestros contemporáneos que se acercan a ese tipo de literatura.
Los puentes magnéticos me gustó y me entusiasmó mucho. Y me gustó por diferentes razones. El que no me gusta a mí es cierto realismo que se apoya en el costumbrismo, en una sociología de lo barrial. Y creo que se basa en el error de creer que cuando se escribe literatura hay que ir a buscar la voz de la realidad. Y me parece que el hallazgo esencial en los textos de Molina es que no se trabaja a partir de una supuesta música que ya está en la realidad, sino que la música es de Molina: el fraseo, la construcción, la forma, todo le pertenece al autor y es inconfundible.
Si vamos al caso, la realidad es silencio, los que hacemos ruido somos nosotros. En ese sentido la música de Molina no busca emular algún ruido superficial de lo contemporáneo o de real, sino que busca poner en evidencia ese silencio, y lo logra, sobre todo en esta novela. Creo que ha ido profundizando en esa búsqueda, que no sé si será consciente o no.
Molina hace un uso muy particular de la puntuación, de la manera de adjetivar, y sobre todo de las comas: las comas siempre están en el lugar en que uno, ya metido en el ritmo del texto, espera que estén. Molina no se tropieza nunca en su forma de escribir. Todo está pensado, la memoria es fundamental, es como la memoria de los juglares que repetían, tanto por el significado de las palabras como por su musicalidad. Es, entonces, un trabajo musical ligado a la relectura de sus propios textos, una lectura un poco obsesiva que tiene que ver con la ejecución, y eso se termina notando en la escritura, ya que es un proceso circular.
A mí me hace bien leer los textos de Molina, es algo que se hace sin dificultad y disfrutándolo. Su prosa tiene algo de hipnótica. Cuando quise asociar a algo el estilo de esta novela, no me salieron las relaciones directas y más prejuiciosas con cierto tipo de realismo como el de Carver o Martín Rejtman, sino que me trasladó a una sensibilidad sonámbula que es a la de Mario Levrero, no por el contenido, sino por ese efecto hipnótico, casi sobrenatural.
Y pienso esa relación desde la sensibilidad. Si uno lee La novela luminosa, de Levrero, encuentra ahí una prosa hipnótica que no puede dejar de leer. En Los puentes magnéticos hay una cadencia especial, un sonambulismo, una forma de estar atento a ese silencio que es el silencio de lo real, que a mí me resulta de alguna manera clarividente o hasta sobrenatural. Porque, ¿a qué llamamos habitualmente sobrenatural, además de a las brujas y a los vampiros? En realidad lo sobrenatural es lo que surge de la mirada del hombre sobre lo natural, cuando esa mirada está realmente atenta. Me parece que es ahí donde se produce lo sobrenatural.
Y en los textos de Molina, y en esta novela en particular, eso se ve en el sentido de los detalles a los que les presta atención, al tipo de conversaciones que tienen sus personajes, sobre todo cuando se los ve en el contexto en el que actúan. Y todo eso me pareció muy lúcido y no podía dejar de pensar en Levrero cuando leía algo así. La prosa de Molina tiene un potencial que me parece muy extraño, que me transporta hacia el silencio, al igual que la experiencia de leer a Levrero. Y me pone muy contento que la obra de Molina se esté dirigiendo hacia ese lado, hacia ese enrarecimiento levreriano.
miércoles, octubre 16, 2013
Ser punk hoy
Silvina Friera lee Los puentes magnéticos y entrevista a Ignacio Molina para Página /12
En la notable Los puentes magnéticos, el escritor pone a jugar personajes que tienen sus planteos existenciales, pero que no escapan a la cotidianidad: “El movimiento punk era de clase media más bien tirando a alta, una clase que tenía posibilidades de viajar o conseguir discos o revistas inglesas. ¿Cómo se transformó la vida de esos punks?”.
Una pregunta, como un poema, puede ser una breve crispación del tiempo. Una discreta herida de lo real. “Desde cuándo me interesa la política” es el interrogante que Camila, una profesora de inglés, interpelada por su hermano en una reunión familiar, nunca responderá cabalmente. Aunque el lector sabrá que estuvo a punto de contestar “desde siempre”, la frase quedará suspendida, a mitad de camino entre lo que se piensa y no se dice. Conviene no ignorar ni pasar por alto esa especie de modesta epifanía de Los puentes magnéticos (Entropía), segunda novela de Ignacio Molina, que inscribe la deriva de su protagonista en un tiempo muy preciso –2009– y a la vez muy elástico por ese vaivén que desde el presente, desde una cotidianidad casi microscópica signada por la desaparición del padre en un accidente aéreo en la selva amazónica, se produce entre pasado y futuro. Los azulejos del buffet del colegio donde enseña despliegan algo que a la narradora le resulta familiar: son iguales a los que tenía en la cocina su mejor amiga de la primaria, cuyo padre desapareció 18 días antes de que ella naciera. Secuelas de ausencias que se cruzan entre recorridos por la ciudad –de Parque Patricios a Chacarita–, clases particulares, el rodaje de una película de cine independiente con detectives enviados al 2050 por el segundo gobierno de Perón, vestidos como en 1952, en busca de los secretos escondidos en algunos puentes peatonales de la ciudad; ex punks devenidos padres y madres y una montaña rusa emocional de Camila en la que se mezclan su ex novio, su ¿novio actual?, su amante y el hijo adolescente de su vecina.
“En mis libros hay muchas familias disfuncionales, gente que se relaciona de maneras extrañas. Me gustan las pequeñas sociedades entre los ex novios, el vínculo que siguen teniendo, aunque no se vean”, cuenta Molina a Página/12. “Nunca toco explícitamente temas relacionados con la política, si bien la política atraviesa mis relatos, novelas y poemas. Sí aparece la política como relación y vínculo entre las personas. Y la relación con el dinero, el trabajo, las relaciones interpersonales. Eso siempre está puesto en juego y eso es político, sin duda. Por primera vez, en esta novela, aparece el tema de los desaparecidos.”
–¿Por qué aparece por primera vez?
–No sé, fue algo que surgió. Yo no premedito mucho las tramas. Empiezo a escribir cuando tengo al personaje. Sabía que iba a ser protagonizado por una chica de unos treinta años, pero al principio estaba narrado en tercera persona. Entonces tenía algunas escenas sueltas que había empezado a escribir, pero no me convencía. Hasta que encontré la voz de ella y ahí empezó a desplegarse todo su universo. Apareció primero la historia de su ex novio, Cristian, una suerte de fantasma que, al igual que su padre, atraviesa la novela. Y la de su actual novio, Rodrigo. Y después aparecieron las amigas; relaciones que se van armando con un sistema de casualidades propio de la novela. Que el padre de la amiga esté desaparecido no lo busqué. Se dio así. Creo que hay escritores que se sientan a escribir su novela teniendo toda la idea en la cabeza, pero yo soy otro tipo de escritor. Me pongo a escribir con la voz del protagonista que me va llevando.
–El clima que se generó a partir de la irrupción del kirchnerismo y la apertura de los juicios, ¿podría ser una de las razones de fondo que hizo posible que en esta novela aparezca la cuestión de los desaparecidos?
–No sé si tiene que ver con la época política. Yo soy muy kirchnerista, pero cuando apareció eso en la trama tuve dudas de si ponerlo o no. No me gustan los autores que anteponen su ideología a la obra. Me parece que toda la obra es una excusa para hablar de lo que ellos piensan o sienten. No me gusta la corrección política expuesta en la literatura. Entonces, lo pensé un poco una vez que apareció, pero quedó porque trabajaba eso en función a la historia personal de Camila, que tiene un padre desaparecido bajo otras circunstancias. Y no lo vi forzado, sino que era natural que estuviese dentro de la trama.
Molina dice que le interesa la política desde que era adolescente, en los años ’90. Antes del kirchnerismo depositaba su voto en partidos trotskistas y se sentía orgulloso de no elegir a nadie que fuera a gobernar. “Yo voto a los que sacan el uno por ciento”, repetía en ese pasado donde se jactaba de ser “muy punk y anti sistema”. En 2003 votó al Partido Obrero; en las presidenciales del 2007, a Pino Solanas, un voto del que se arrepiente, confiesa. “Como muchos en 2008, durante el conflicto con el campo, ya tenía simpatías con el kirchnerismo, pero ahí me animé a hacerlas explícitas y a que no me diera vergüenza apoyar a un gobierno que está gobernando con sus claroscuros, con sus cosas buenas y malas”, plantea. “Ya tenía más de treinta años, era padre y eso te ubica de un modo un poco diferente en la realidad. La realidad ya no se mira desde afuera; uno está inserto y se tiene que embarrar. En ese momento, no sólo era lo menos malo el kirchnerismo, sino que es algo que nunca hubiera imaginado que iba a pasar.”
–En Los puentes magnéticos también está presente el peronismo en una película independiente en la que participa Camila, “un policial retrofuturista”.
–Quise que estuvieran esas marcas: desaparecidos, peronismo, pero no bajando línea, sino como parte de la realidad de la novela, sin hacer un juicio valorativo. No sé cómo denominar lo que escribo, no soy muy bueno leyendo mis libros. Si bien hay muchos que pueden llegar a decir que son costumbristas, para mí no es exactamente costumbrismo. Es un realismo que tiene sus propias lógicas internas, su propio sistema de casualidades.
–El punk emerge como un mito político, ¿no?
–Me interesó pensar cómo sería una chica del primer movimiento punk de fines de los ’70 y principios de los ’80, con esa cosa medio mítica que también tiene que ver con la época. Hace treinta años no había modo de reproducir lo que pasaba. Lo que queda de aquel tiempo son los relatos orales y eso agranda el mito. El movimiento punk era de clase media más bien tirando a alta, una clase que tenía posibilidades de viajar o conseguir discos o revistas inglesas. ¿Cómo se transformó la vida de esos punks?
–Los ex punks de la novela, como la vecina de Camila, aunque la palabra suena anacrónica, se aburguesaron.
–Se aburguesaron, sí, sin duda. Tampoco está mal; es algo lógico del transcurso de la vida que uno sea punk de adolescente y burgués a los 45 años. No hay una lupa puesta en juzgar si eso está bien o mal.
–Hay una obsesión por el dinero en Los puentes magnéticos. Se supone que una profesora de inglés, que da clases en escuelas y también de modo particular, no debería estar tan ajustada económicamente, aunque alquile. El tema del dinero suele ser escamoteado en la literatura y ante muchas novelas el lector se podría preguntar cómo vive y qué hacen los personajes, ¿no?
–En principio siempre busco que esté la problemática del trabajo y del dinero. Hay novelas en que parece que los personajes viven de rentas o no se sabe de qué viven. Camila trabaja por horas en colegios, alquila... es verdad que lleva una vida muy monacal y asceta. Me gusta el ascetismo en la prosa, en el modo de contar, y supongo que esto se trasladará a los personajes. Yo no diría que es una persona tacaña, pero sí que le gusta vivir con lo mínimo, con poco. Que no necesita más que eso. Y eso tiene su correlato con la historia y con el modo en que se cuenta la historia.
–¿Por qué se escamotean los modos de ganarse la vida en la literatura?
–No sé, habría que verlo con cada autor. Desde que empecé a leer es algo que me llamó la atención. Cuando empecé a escribir intenté hacer una literatura que no pareciera literatura. En la literatura se habla siempre de grandes temas, de grandes problemas, pero no se iba a lo cotidiano, que es lo que las personas piensan a diario. Uno se levanta y piensa qué voy a comer, qué colectivo me tengo que tomar, cuándo voy a cobrar, qué voy a hacer con esa plata. Yo quería que eso apareciera en mis relatos, en mis novelas. No es que en mis novelas o en mis cuentos se haga una épica con eso, pero se sabe de qué viven los personajes, con quién o quiénes viven, dónde viven, si alquilan o no alquilan, algo primordial que es alquilar o no alquilar. A veces no se sabe si los personajes alquilan o no alquilan, si les regalaron la casa o el departamento. Y acá entra la dimensión política, la política diaria, el tema de las clases y la relación entre personas de diferentes clases. Cuando Camila va a dormir a la casa de uno de sus amantes que está en barrio Norte, mira por la ventana y ve a una mucama, vestida de mucama, un sábado a la mañana saliendo a colgar la ropa. Ella se extraña porque en Parque Patricios, donde vive, jamás pasaría eso, menos un sábado a la mañana.
–Cuando a Camila le roban, ella no quiere escuchar que nadie empiece con el discurso de la inseguridad.
–Ahí hay un pronunciamiento claro. El pedido de que no le hagan ningún discurso sobre la inseguridad es todo un pronunciamiento.
–Quizá el tono de Camila como narradora hace que sus pronunciamientos sean como “a media voz”, que no tengan énfasis, que no sean tajantes. ¿Esto es deliberado?
–Sí, es una sutileza con la que me gusta trabajar. Prefiero que los personajes se pronuncien
martes, octubre 15, 2013
Coreografías Urbanas
Daniel Gigena lee Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina y lo reseña para la revista ADN Cultura, del Diario La Nación.
La segunda novela de Ignacio Molina, narrada por una joven profesora de inglés, con las monedas contadas (la acción transcurre antes de la SUBE, así que los personajes viven juntando monedas para usar el transporte público), añade al realismo tibio y desencantado de su obra una mirada onírica, si no psicodélica, que irrumpe en el flujo monótono de los días.
Separada de su pareja, con quien compartía un departamento en Belgrano, Camila vive ahora en Parque Patricios y recuerda los días con su ex (¿felices?,¿mezquinos? La indeterminación infiltra las frases: “Yo al principio fingí negarme, pero como no encontré excusas ni motivos para seguir haciéndolo tuve que ceder”). Trabaja bastante pero el dinero apenas cubre el alquiler y las comidas y, en una de las típicas coreografías urbanas que Molina dibuja con acierto, se acerca a los demás, y se aleja de ellos, para cobrar un impulso que no termina de formarse.
Esa clase de impulso también define la figura de la novela. Vacilante, abandona los aspectos dramáticos: el difuso duelo por el padre desaparecido, la falta de una pareja estable (y de una vivienda fija). Establece, en cambio, juegos de parecidos y de enigmas sobre el tiempo y registra el erotismo infatigable de la joven, sus amores clandestinos, que, de una manera cómica, se duplican en otras parejas, como la de su vecina y un punk de los años 80. Una elipsis de varias semanas en el relato diario deja a los lectores en la orilla de una narración diferente, como si se estuviera ante la suspensión del efecto de una anestesia aplicada con obstinación para callar el ruido externo, pantalla del desasosiego íntimo.
Publicado en la revista ADN Cultura, del Diario La Nación, del 11 de octubre de 2013.
viernes, octubre 11, 2013
Ignacio Molina presentó su novela "Los puentes magnéticos"
Juan Rapacioli estuvo en la presentación de Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina, y escribió para Telam una crónica sobre el evento.
El escritor argentino Ignacio Molina presentó anoche en el Club Cultural Matienzo, junto a los autores Ricardo Romero y Federico Levín, su nueva novela, "Los puentes magnéticos", un relato de corte realista contado por una mujer.
Molina nació en Bahía Blanca en 1976 y publicó los libros de relatos "Los estantes vacíos" (2006) y "En los márgenes" (2011); la novela "Los modos de ganarse la vida" (2010), y los libros de poemas "Viajemos en subte a China" (2009) y "El idioma que usan todos" (2012).
Su nueva novela, publicada por Entropía, configura la voz de una narradora y protagonista que, a través de sus impresiones de la realidad, se va moviendo entre lo trascendente y lo rutinario, en un lugar donde las relaciones, las ausencias, la ansiedad y el deseo van armando un escenario urbano que, entre el ruido, alcanza cierta forma de silencio.
Según el escritor y editor Ricardo Romero, “el hallazgo esencial en los textos de Molina es que no se trabaja a partir de una supuesta música que ya está en la realidad, sino que la música es de Molina: el fraseo, la construcción, la forma, todo le pertenece al autor”.
“Si vamos al caso -continuó- la realidad es silencio, los que hacemos ruido somos nosotros. En ese sentido la música de Molina no busca emular algún ruido superficial de lo real, sino que busca poner en evidencia ese silencio, y lo logra, sobre todo en esta novela”.
Para Romero, “Molina no se tropieza nunca en su forma de escribir. Todo está pensado, la memoria es fundamental, es un trabajo musical ligado a la relectura de sus propios textos, una lectura un poco obsesiva que tiene que ver con la ejecución, y eso se termina notando en la escritura, porque es un proceso circular”.
Por su parte, Levín apuntó “que hay un realismo estadístico, lo que no hace Molina, y un realismo anómalo, como el de Molina, que toma herramientas de lo verosímil, eligiendo escribir dentro de la realidad lo anómalo”.
“Ese realismo de Molina profundiza tanto en la anomalía de lectura de la realidad que logra, dentro de un relato estructurado de manera más o menos convencional, hacer pasar un cuento fantástico por debajo”, sostuvo Levín.
Y explicó: “es el cuento de un personaje que va armando un relato casi épico de un duelo y que se va moviendo entre un montón de estímulos externos, porque no encuentra razones para decir que no a lo que le van proponiendo. Ese es el formato en que se desencadena la acción”.
“En Molina hay un relato fantástico que se estructura a través de una supuesta escritura realista que, por profundizar en las anomalías de la psiquis humana que lo rodean, termina derivando en una historia de corte realista”, resumió Levín.
martes, octubre 08, 2013
Cada libro ayuda a periodizar mi vida, como un noviazgo, un trabajo o la casa en que viví
Sandra Ávila entrevistó a Ignacio Molina, autor de Los puentes magnético, para el blog Libros, nocturnidad y alevosía
¿Cómo surgen una nueva historia y sus personajes?
Siempre de modos diferentes. Puede ser a partir de una escena, una sensación, una línea de diálogo, algo que me contaron o que escuché en la calle, algún recuerdo filtrado por el tamiz de la ficción, etc. Y las características y las voces de los personajes van surgiendo a medida que voy narrando y que la historia empieza a tomar vida propia.
¿Qué relación tienen tus libros publicados entre sí?
Los estantes vacíos (2006), Los modos de ganarse la vida (2010) y Los puentes magnéticos (2013) podrían formar parte de un mismo proyecto estilístico, que es el que mejor me define como narrador. En los márgenes (2011) tiene más que ver con mi escritura ligada a los blogs y a las redes sociales: una clase de escritura con tintes más autobiográficos y menos pensada. También están los poemarios, que si bien forman parte del mismo universo que los demás se diferencian por el uso de lo que un lector amigo definió como URC (uso responsable de la cursilería). En el primer grupo de libros me alejo tanto de eso –de manera inconsciente– que nunca vas a leer palabras como amor o melancolía –aunque el amor y la melancolía puedan sobrevolar o abrazar los relatos-. En los poemas, en cambio, me permito ese tipo de palabras. También publiqué un libro más periodístico, que nada tiene que ver con los demás.
¿Cuánto tiempo te lleva desde la primera página a la última?
Es diferente en cada caso. Los cuentos de Los estantes vacíos me llevaron seis o siete años, aunque no empecé a escribirlos pensando en un libro. Entre la primera y la última palabra de Los modos… habrán pasado dos años, más o menos igual en Los puentes… Es difícil precisarlo porque, salvo cuando estoy muy enganchado, promediando o acercándome al final del texto, no escribo todos los días ni con una rutina establecida. Puedo estar escribiendo, o intentándolo, seis horas un día, y después dejar reposar eso durante una semana. Pero ese lapso no es ocioso: en mi cabeza va tomando cuerpo y solidificándose el relato. Supongo que si me dedicara solo a escribir libros, si pasara ocho horas diarias haciéndolo, podría terminar cada novela en dos o tres meses. Pero como hago muchas otras cosas –entre ellas, laborales–, es difícil dar una respuesta. Cada libro me acompaña durante un lapso de mi vida y me ayuda a periodizarla, como ayudan los noviazgos, los trabajos que se tuvieron o las casas donde se vivió.
¿Trabajas en borrador y luego va mutando?
A mano no escribo más. Hasta Los modos… escribía primero a mano en un cuaderno y después lo pasaba al Word. Y en ese tránsito el texto tomaba mejor forma. Pero ahora ya me cuesta bastante más escribir a mano. Tomo notas, escribo apuntes, diálogos, escenas, en el Word, y después, en el mejor de los casos, todo se va encaminando y cobrando vida.
¿Cómo fueron tus comienzos?
Supongo que como casi todos los que se dedican a alguna disciplina artística: en la adolescencia, como un cable a tierra, como un modo de canalizar miedos y obsesiones, como una forma de hacer más llevadera la vida, de liberar y expresar cosas que no se pueden liberar de otra manera. Y –también como casi todos–, no pensándolo como un oficio.
¿Cómo te inspiras?
La única manera consciente de invocar a la inspiración es poniéndose a escribir. En ese trance se llega a un estado mental donde ya no es uno el que decide las palabras que va escribiendo, sino una voz misteriosa que se las va diciendo al oído o, directamente, una fuerza que va moviendo los dedos sobre el teclado. Eso es la inspiración para mí.
¿Qué estás escribiendo ahora?
Algo que espero que termine siendo una novelita corta. Y quiero terminarla para retomar una novela que empecé a escribir y dejé hace unos meses. No me gusta hablar mucho de lo que escribo mientras lo hago.
¿Te gustaría escribir un libro con otro escritor?
No. Sería una lucha constante. Los escritores tienen demasiado ego.
jueves, octubre 03, 2013
lunes, septiembre 30, 2013
Ignacio Molina en Nunca fuimos modernos.
Ignacio Molina visitó Nunca fuimos modernos, el programa de Radio Colmena, para hablar sobre Los puentes magnéticos.
Se puede escuchar aquí.
miércoles, septiembre 25, 2013
Los puentes magnéticos en El refugio de la Cultura.
A raíz de la publicación de Los puentes magnéticos, Osvaldo Quiroga entrevistó a Ignacio Molina para su programa radial "El refugio de la Cultura", Radio Provincia de Buenos Aires. AM 1270.
El audio de la entrevista, aquí.





