jueves, octubre 29, 2015

El increíble Springer en Revista Brando

El increíble Springer, recomendado del mes en Revista Brando
por Fernanda Nicolini


Una Punta del Este agreste, lejos de la postal veraniega, y dos amigos que están por entrar a la adolescencia. El narrador es hijo de un pescador, y su compañero, de inmigrantes franceses con un mejor pasar pero atado a la sobreprotección materna por una enfermedad indefinida que luego tendrá consecuencias asombrosas. Ese es el punto de partida de la nouvelle El increíble Springer, de Damián González Bertolino. Nacido en Punta del Este en 1980 (la historia transcurre en la década del 50), ese dato del autor nos lleva a sentir que las imágenes precisas del lado oculto de un pueblo, la intensidad de las experiencias del universo adolescente (las peleas, las lealtades, la humillación por un cuerpo que aún no se desarrolló) y la fluidez de una voz que narra con la naturalidad de quien cuenta una historia cercana tienen un atrapante eco de vocación biográfica. Esa cercanía –maestría de González Bertolino mediante– es también la que nos lleva a borrar sin conflicto la tenue frontera entre lo real y lo fantástico pero probable. Una pequeña gran historia para leer de una sola sentada.

Sergio Chejfec: un viaje al interior de la escritura

Juan Rapacioli entrevistó a Sergio Chejfec para Télam sobre Últimas noticias de la escritura


 
Publicado por Editorial Entropía, este ensayo surge a partir de la compra de una libreta verde que acompaña desde hace tiempo a Chejfec, “como si se tratara de un talismán equivoco”, según explica el escritor al comienzo del libro.
Autor de novelas, cuentos, poemas y ensayos, Chejfec (Buenos Aires, 1956) es uno de los escritores más reconocidos de su generación. Entre sus publicaciones figuran Modo linterna, La experiencia dramática, El punto vacilante, Los incompletos y El aire, entre otros libros.
En diálogo con Télam, el escritor argentino, que reside en el extranjero, habló de la construcción de este libro, al que definió como una mezcla de testimonio de su experiencia, "habiendo pasado por distintas herramientas o hábitos de escritura, y de reflexión sobre la escritura literaria -más bien narrativa- en un momento en que la tecnología tiende a apropiarse incluso de los originales manuscritos, por otra parte ya residuales”.

En una parte del libro decís que "lo digital en su conjunto tiende a producir, en algunos casos, nuevos verosímiles de representación narrativa”. ¿Podrías ampliar esa idea?
El ejemplo más a la mano está en la simulación. Es el caso de los juegos. Son sistemas que se presentan como una emulación de la realidad. Ya no se trata de una representación, como a la que tradicionalmente apelan el cine o la literatura aun con distintas estrategias. Ahora son performances digitales que reproducen íntegramente el sistema al que aluden. Es inevitable que esto impacte en los verosímiles narrativos; o sea, los formatos de representación que, más allá de que resulten aisladamente inverosímiles, son creíbles.
También, en otro momento, sostenés que "el esfuerzo de la escritura digital por solapar la ausencia de sustrato físico obedece a esa condición incompleta, a su profunda inmaterialidad". En ese sentido, ¿pensás que se puede compensar esa ausencia? ¿De qué forma?
El punto es que nada puede compensar esa ausencia. La literatura se distingue precisamente porque se construye con palabras escritas. Las palabras escritas invocan una presencia o referencia respecto de la cual ellas mismas no son garantías de verdad. La imposibilidad de compensar esa ausencia convierte a la literatura, y a lo escrito en general, en algo tan intrigante.
En cuanto a los manuscritos, ¿te parece que existe una relación íntima entre la letra de los escritores y su obra?
No tanto “letra” entendida como disposición plástica, como ese dibujo más o menos armónico o estilizado que llamamos caligrafía. Sí “letra” entendida como palabra escrita, ya sea manuscrita o impresa, o en cualquier otra forma. Por ejemplo, Proust o Joyce no podían resistir las pruebas de galera para agregar texto, no solamente correcciones, en lo que después serían sus grandes obras. Pienso que lo escrito tiende a proponer su propia proliferación, más o menos autónoma de la voluntad de quien escribe o lee. Por otro lado, no podría separarse la escritura, por ejemplo, de Juan L. Ortiz de su preferencia por los formatos pequeños. ¿Cuál era la “letra” de Ortiz? ¿Aquella que dibujaba al escribir o la que prefería que se usara para componer sus libros? Quiero decir, Ortiz escribía los originales con su letra, obvio, pero algo en la prosodia de sus composiciones derivaba de la imaginación gráfica vinculada con la letra impresa de formato pequeño con que él prefería ver impresa su obra.
En otra parte decís que tu relación oscilante con el cuaderno te permitió vislumbrar una dimensión de la escritura a mano: es estatuto físico de la propia escritura. ¿Cómo fue esa revelación?
A veces uno establece con los objetos que acompañan durante mucho tiempo una relación utilitaria y simbólica a la vez. Pero es el tiempo, si se produce una cohabitación prolongada, lo que convierte las cosas en fantasmas. Tengo un cuaderno de notas hace muchos años. Como carezco del hábito de escribir constantemente en él, pero siempre lo tengo a mano, se ha convertido en una presencia vigilante: me anuncia que todo aquello que no he escrito en sus páginas lo escribí en una pantalla de la computadora. A veces siento que ese cuaderno es eterno en la interminable frustración que sugiere: nunca será llenado.
¿Cuál crees que será el futuro de la escritura o la escritura del futuro?
No creo que vaya a ser muy distinta de cómo es hoy, bastante subterránea. Me refiero a la escritura literaria. Pero sobre todo diría que no me siento muy afirmado como para hacer predicciones.

lunes, octubre 26, 2015

Una mirada al imperio desde el túnel del tiempo

Nicolás García Recoaro leyó Mi descubrimiento de América para Tiempo Argentino



Necesito viajar. Para mí, el contacto con todo aquello que respira vida casi sustituye la lectura de libros." Así se confiesa Vladimir Maiakovski en las primeras líneas de Mi descubrimiento de América. El libro editado recientemente por Entropía rescata las alucinantes crónicas de viaje que el padre del futurismo ruso escribió durante su deriva por el norte del continente americano, en la tercera década del siglo XX. 
Hombre de la Revolución de Octubre, agitador de barricada y, fundamentalmente, filoso poeta. En 1925, ya consagrado en la Unión Soviética, Maiakovski decide cruzar el Atlántico y embarcarse en un viaje iniciático por América del Norte, para estrechar lazos con el movimiento obrero local. El viaje duró casi cuatro meses, de julio a octubre de 1925, e incluyó una breve parada en Cuba, algunos semanas en México y una larga estadía en varias metrópolis de los Estados Unidos.
En sus crónicas, el poeta condimenta con jugosos detalles sus impresiones: los 18 días en alta mar y la encarnizada lucha de clases que libran los pasajeros, su fugaz y tórrido paso por La Habana, la violencia de las corridas de toros y la primavera muralista que florece en México, y su entrada no tan triunfal al país del Tío Sam, el verdadero objetivo del viaje.
El autor de La flauta vertebral (1915) y 150.000.000 (1920) fue el primer poeta de la Rusia soviética que realizó una visita "oficial" al nuevo imperio del capitalismo. "Los Estados Unidos de Norteamérica ni siquiera ocupan toda América del Norte y, sin embargo –fíjense– se han quedado, apropiado y absorbido los nombres de todas las Américas. Los Estados Unidos se apoderan del derecho de llamarse América por la fuerza, con sus acorazados dreadnought y sus dólares." En sus crónicas, Maiakovski denuncia el expansionismo gringo –"una de las palabrotas más fuertes usadas en México"– y sus negocios en la capital cubana, donde "hay flamencos del color del alba que montan guardia sobre un pie" mientras los policías locales custodian a sol y sombra a los estadounidenses y sus inversiones comerciales. 
Luego de un corto tour por la Ciudad de México, donde conoce breve pero definitivamente a Diego Rivera, y también los ardientes tacos, Maiakovski cruza el río Bravo en Laredo y entra a los Estados Unidos por Texas. El flechazo del poeta futurista con Nueva York se da en el mismo instante en que pone un pie en Pennsylvania Station. Lo deslumbra esa ciudad que emerge desde el océano con sus sofisticados rascacielos de ¡40 pisos! y sus avances técnicos sobrecogedores: "Te vistes con luz eléctrica, las calles están iluminadas con luz eléctrica, los edificios brillan con luz eléctrica, mostrando las ventanas recortadas con regularidad, como si fueran las ranuras de un esténcil para carteles publicitarios." La geografía humana neoyorquina no pasa desapercibida al ojo de Maiakovski. Inmigrantes de todas las nacionalidades que se abren paso en este laberinto de asfalto, sindicatos, huelgas, conflictos raciales y empresarios cansados de dilapidar sus dólares completan un fresco de época demoledor.
Finalmente, al recorrer las industriales Chicago y Detroit, el poeta dedica suculentos párrafos para retratar el modelo fordista desde las fauces del monstruo y apunta: "A las cuatro de la tarde estuve en la puerta de la fábrica de Ford observando al turno que salía de trabajar: la gente subía a tranvías y se dormía al instante, completamente agotada. Detroit tiene el récord de divorcios. El sistema de Ford vuelve impotentes a los trabajadores."

viernes, octubre 23, 2015

Un poeta suelto en Nueva York

Sobre Mi descubrimiento de América, de Vladimir Maiakovski
En Revista Veintitrés por Lucas Cremades



Lo digo para afirmar el derecho y la necesidad que tiene el poeta de reorganizar y reciclar el material visible, en vez de pulir lo que es evidente a simple vista”. Con esa necesidad imperiosa de que sus pensamientos y observaciones calzaran en los oídos del pueblo, materializando así su dual y compleja relación entre lo artístico y lo político, las crónicas de viaje de Vladimir Maiakovski (Baghdati 1893-Moscú, 1930) de su paso por algunos países de América entre 1925 y 1926, forman parte de los tesoros que una de las figuras de las vanguardias estéticas de comienzos del siglo XX legó a las generaciones futuras, en vistas “de una lucha lejana”. El autor de Poesía y revolución narra sus recorridos durante una visita fugaz a Cuba, un paso por México y una estadía imperdible –por la intensidad de sus observaciones– de 6 meses por Nueva York, Chicago y Detroit. En cada estadía y región, el dramaturgo nos alcanza con su agudo razonamiento: “La excentricidad de la política mexicana y sus rasgos insólitos a primera vista se explica por el hecho de que sus raíces se encuentran no sólo en la economía de México, sino también, y principalmente, en las expectativas y los anhelos de los Estados Unidos”. Maiakovski transmite su mirada de lo ajeno, del visitante que se admira y se advierte en territorios lejanos a la URSS, para discurrir y reflexionar sobre política, la desigualdad, los sistemas ferroviarios de transporte, la explotación y la enajenación del trabajo, los objetos, las costumbres, los modos de producción y la comunicación. Cuatro años después de este viaje, el inolvidable escritor se suicidaría de un disparo al corazón el 14 de abril de 1930.

Alejandro García Schnetzer habla de Quiroga

“En mi caso, la escritura no es sólo sentarse a escribir”



Aunque vive en Barcelona, el mundo literario del escritor es ciento por ciento rioplatense. En esta novela, un joven bibliotecario deviene contrabandista de un mafioso vinculado con la Liga Patriótica, sin dejar de experimentar la bohemia libresca.

 Por Silvina Friera para Página 12

“La vida es un fardo que crece con la edad”. El bibliotecario Juan Quiroga –25 años, contextura de junco, peinado a un lado– deviene contrabandista de un mafioso vinculado con la Liga Patriótica, sin dejar de experimentar la bohemia libresca. La escritura –cree– es su auténtica vocación; anda con su libreta y las historias inacabadas “que el tiempo y la desidia malograron”. A fines de diciembre del 37, en un viaje de Buenos Aires a Montevideo, el atribulado muchacho se siente acorralado. “Mi enfermedad es el tedio irredimible de todo lo real; aborrezco la monotonía de la vida; soy un hombre fatigado, concluido”, se queja el personaje, como si estuviera caminando por la cuerda floja de un final anunciado. En este periplo desdichado, está bien acompañado por un puñado de viejos como Maure, Suárez y Fonseca. En Quiroga (Entropía), otra belleza de Alejandro García Schnetzer –la tercera de una saga de novelas tituladas con apellidos de siete letras (Requena y Andrade)–, la travesía de cruzar el Aqueronte rioplatense se despliega como una eterna condena fluvial. “El agua es una sola, como la espera en el tiempo”, se podría afirmar.

Aunque vive en Barcelona desde 2001, el mundo literario de García Schnetzer es ciento por ciento rioplatense. Quiroga es el primer libro que no pudo leer Juan Gelman. “Cada vez lo extraño más a Juan –confiesa el escritor a Página/12–. Lo quise mucho y él también me quiso. Lo que siempre me abismó fue esa grandeza con la que me trataba como igual cuando yo sólo tenía 70 páginas escritas. Juan tenía una generosidad difícil de encontrar. Cómo lloré cuando murió... Se despidió de mí y sabía que se despedía. Hablé con él quince días antes del final. Juan sabía que se moría y no quería morir. En Quiroga también hablo con él. En el final de la novela, Juan está en esa “cólera buey y humana cólera...”. La novela transcurre en 1937, año en que Borges empezó a trabajar en la biblioteca Miguel Cané. “Me puse a pensar qué habría sido de la vida de ese muchacho al que echaron para que Borges pudiera entrar. Esta es una anécdota irreal, pero posible. Ese muchacho es Juan Quiroga, pero eso no sucedió; es como el poema de Borges ‘El Golem’: ‘el gato no está en Scholem pero, a través del tiempo, lo adivino’ –parafrasea–. Si el tema de Andrade, la novela anterior, era la muerte, que estaba aludida de manera directa o indirecta en cada párrafo, en esta novela creo que es la vejez. Quiroga es un muchacho rodeado de gente mayor que trabaja como contrabandista. La historia sucede en un viaje en el vapor de la Carrera desde la Atenas del Plata a la Nueva Troya. Esos dos elementos a su vez me cifraban la posibilidad de explorar algún mito helénico, apoyado también por un comentario de Ana Basualdo, que es el acápite del libro: ‘la verdadera agua sagrada del mito es la dulce, la de río’.”

–¿Por qué el interés por la vejez?
–El tiempo es una de mis preocupaciones. Mis amigos de Barcelona son todos veteranos, gente que tiene de 70 años para arriba. Si hago un censo, soy como el más joven de ese grupo. Y tienen maneras de hablar, de decir, de pensar, de construir sus frases, que son un museo de la lengua, porque quedaron como mosquito en la resina; expresiones que ya no circulan, que son caminos clausurados. A veces me siento escribiendo como arreando olvidos, pero para mí resuenan mucho allá, sobre todo por el contexto lingüístico.
–Hay un par de expresiones en ese “museo de la lengua” que aparecen en Quiroga: “si algún chorlito lo tenacea”, “lo zurce de mal modo”, “que peludo me suelta”, “mal de la azotea”...
–¿Ya no se dicen acá?

–No, aunque quizá las personas mayores de 70 años sí...
–Yo se lo oigo decir a Alberto Szpunberg, se lo oía decir a Juan Gelman, a Mara, a Ana Basualdo, a Antonio Seguí... María Negroni me invitó a una charla en la maestría de escritura de la Untref y les leí a los estudiantes El che amor de Alberto Szpunberg. Cuando llegué a los versos finales, me quebré y se me piantaron unos lagrimones. Hay un comentario que cita Adolfo Bioy Casares de un libro de aforismos, sobre un alto mando del almirantazgo británico que había dicho: “nunca leo poesía, podría ablandarme” (risas).
La entrevista completa, acá

jueves, octubre 15, 2015

Una libreta migrante

Últimas noticias de la escritura, de Sergio Chejfec
En SLT (Suplemento Literario Télam) por Edgardo Berg.



Desde hace un tiempo a esta parte, el escritor argentino Sergio Chejfec ha venido reflexionando sobre los cambios que trae aparejado la sustitución y la permutación de la escritura manual y mecánica por el desarrollo de los nuevos formatos digitales. En lecturas recientes y atendiéndo a procesos escriturarios contemporáneos, se ha detenido en la parcial imbricación de los relatos con la iconografía visual o analógica como formas de validación externa de la literatura y prueba documental. Al modo de ciertas instalaciones contemporáneas, los mapas en línea, los vi - deo juegos o los simuladores de manejo en pantalla para principiantes, esas nuevas formas de ensamblaje y actuales dispositivos escriturarios permiten pensar al autor, en la transformación del viejo concepto de imitación (desplazando la categoría de representación) por el de la simulación; como si en verdad, estuviéramos atravesando una nueva fase o estadio del realismo. Una forma pensar, si se quiere, la actual interrogación sobre la paulatina descomposición del hecho literario; basta recordar su ensayo El punto vacilante (2005), algunas notas de lectura que circulan en revistas o por la red, la reproducción de sus manuscritos en su conocido blog “La parábola anterior”, su artículo “Lo que viene después”, producto de su intervención en un encuentro realizado en la ciudad de Sevilla sobre “Literatura y después. Reflexiones sobre el futuro de la literatura después del libro”, en el mes de abril del año 2012, o las incrustaciones fotográficas en algunos relatos de su libro Modo linterna (2013).

En Últimas noticias de la escritura, publicado recientemente por la Editorial Entropía en su colección “Apostillas”, Chejfec vuelve a colocar en el centro de sus reflexiones algunas ideas e hipótesis sobre el estatuto actual de la escritura y del arte contemporáneo. Los nuevos protocolos tecnológicos y las traspolaciones escenográficas de algunas herramientas digitales en la esfera del arte, parecen dar muestra de esta incipiente modificación, al poner en peligro no sólo el principio de secuencialidad literaria; sino también, al mismo tiempo, corroer, a partir de ciertas experiencias colectivas, la noción e imagen de un autor único e indivisible. Testimonios estéticos donde el pasado cultural (libresco) parece disolverse o petrificarse en anaqueles polvorientos; o permanecer fosilizado en bibliotecas destinadas al paseo errante de anacrónicos investigadores, eclipsados bajo la irradiación insomne de sus cristales ópticos.

Si el comienzo de Últimas noticias de la escritura se abre con la letra manuscrita de Salvador Garmendia que sirve como epígrafe al ensayo, una presencia fantasmática invade el texto. En este sentido, el último libro de Chejfec puede ser leído como la historia de una libreta donde se registra, los pasos errantes y peregrinos de la experiencia de la escritura. Ese carnet o cuaderno de apuntes, como amuleto u objeto de una superstición literaria, acompañará al escritor desde sus iniciales copias y transcripciones de historias kafkianas a los actuales croquis y bocetos literarios. Ideas, proyecciones y esquemas que parecen surgir de la cohabitación, intensa o pausada, en algunas estaciones de la vida del escritor, con una vieja libreta verde.

Los lazos conflictivos y tensos entre la escritura manual y la digital será uno de los motivos centrales que el autor recorrerá en su último ensayo. Así, el recuerdo de la experiencia de la escritura en su modo manual, el repiqueteo mecánico de los golpes sobre las teclas, o el imborrable timbre de un carro en su fricción sobre una tela entintada, reaparecerán en algunas prácticas artísticas como certificación actual de la simulación caligráfica y reproducción analógica de sus precursores materiales. Frente a la titilación incandescente de la pantalla señalarán, si se quiere, las formas de una historia del desplazamiento. La intriga o el misterio de la escritura manual ingresarán, otra vez, en la contemporaneidad, bajo nuevas modalidades digitales que modificarán el sentido y el concepto material de su inscripción.

Es así, como en la reverberación de algunas experiencias, tanto literarias como plásticas; se repone la garantía de verdad de los manuscritos, y, en fricción con los anuncios proféticos de Walter Benjamin, asistimos a un retorno aurático. Ciertos empeños grafológicos en actuales formas de reproducción y de transcripción digital, son así puestos de relieve para poner de manifiesto algunas formas de la mediación problemática con el estatuto previo, físico y material de la grafía manual. Las instalaciones borgeanas y menardianas de Fabio Kacero, las transcripciones ilegibles en la serie sesiones performativas de Jim Youd, con su descomunal proyecto de reproducir mecánicamente cien obras de la literatura universal, los manuscritos encuadernados e ilustrados a mano en Joaquín Torres García, el repertorio de trazos ilegibles y asémicos de Mirtha Dermisache, o el proyecto de Esteban Feune con sus Fotografías de libros intervenidos por 99 escritores, son puestos, a modo de ejemplos, como pruebas de la reproducción icónica del original o como retorno de los manuscritos por otras vías. Si para Boris Groys el carácter efímero de las instalaciones reemplazan el lugar social que antes tenía la novela en el siglo XIX, ahora, los nuevos protocolos y principios constructivos parecen preanunciar modalidades del realismo por fuera de sus antiguas convenciones. Los subrayados, las anotaciones, las huellas de la manipulación física en los diarios, libretas o manuscritos, parecen resurgir con las técnicas analógicas del escaneo y por las reproducciones icónicas de los originales. Es así como Chejfec recorre y analiza las Mutacionesde Agustín Fernández Mallo, los relatos-esquemas donde se repite, bajo los efectos del mapa digital, los trayectos urbanos de Smithson por New Jersey; las instalaciones verbales de Lorenzo García Vega que tienden a desacomodar la temporalidad literaria habitual; o las entradas y las cadenas virtuales como búsqueda de una nueva sintaxis en Carlos Gradin, ya sea en Charlygr (spam)o en El peronismo es como.

Y cuando el oleaje de la memoria vuelve a traer el recuerdo grávido del encantamiento juvenil por el descubrimiento y la lectura de los papeles personales de Enrique Wernike, en viejas páginas de la revista Crisis, la reproducción visible de la letra única y privada del autor en su libreta, en una imagen como prueba tangible, inscribirá las instantáneas reflexiones sobre lo efímero en el arte a partir de un relato de César Aira. Las transformaciones perpetuas de las figuras sobre los pliegues de un papel delgado y efímero, a modo de ofrendas que los parroquianos entregan a una niña que corretea entre las mesas de un café, parecen disolverse, mientras su imperturbable madre dialoga con una amiga; al mismo tiempo que el autor, luego de una consulta oftalmológica, anota el título de su futuro proyecto. Es verdad como dijo alguna vez Nicolás Rosa, el hombre pudo no haber escrito nunca y por ende no haber leído jamás. Las actuales tecnologías de comunicación, en sus diversos registros y formatos, inciden en nuestra vida cotidiana y articulan nuevas formas de experiencia pero suelen ocultar las intrigas y los misterios de la escritura. En una línea del tiempo, las vacilaciones e incertidumbres de la letra sobre la pantalla son acompañadas por un cuaderno verde medio oculto sobre la mesa

miércoles, octubre 14, 2015

El mito del río

Alejandro García Schnetzer habla de su nueva novela, Quiroga: “No sabría escribir con el habla del presente, aunque, por otra parte, es imposible ser antiguo”, dice.

Por Patricio Zunini para el Blog de Eterna Cadencia
 
 Algunos datos permiten suponer que la novela transcurre a fines de la década del ‘30. En esta entrevista Alejandro García Schnetzer va a precisar el año: 1937. Ese fue el año en el que Borges comenzó a trabajar en la biblioteca de Almagro; también fue el año que se suicidó Horacio Quiroga. Y la novela tiene justamente ese apellido por título: Quiroga llega después de Requena y Andrade —todos de siete letras, como los libros de Juan Filloy. El Quiroga de García Schnetzer es un empleado de una biblioteca que se queda sin trabajo y empieza a contrabandear para un mafioso que lo manda a Montevideo. Con un tono épico en sordina, rebajado por lo cotidiano de una travesía que sabía ser extraordinaria, el tiempo de la novela sucede en uno de aquellos viajes entre “la Nueva Troya y la Atenas del Plata”. 

—¿Cómo es el arco que se da entre Requena, Andrade y Quiroga?
—Requena era un maestro oral. En ese libro estaba la presencia de Juan de Mairena, a quien debo la rima de Requena, pero también Pessoa, de alguna manera Sócrates, ciertas anécdotas de Macedonio y de Gombrowicz. Requena era un santón de barrio, en este caso de Palermo, en relación con un grupo de jóvenes que lo apreciaban. Me interesaba explorar un registro de lo oral, que va sobre todo del año 29 al 32. La novela siguiente, Andrade, tiene un tono semejante, quizá, pero otras preocupaciones. En Andrade todos los párrafos aluden a la muerte, que es distancia. Con Quiroga partí de una suposición, una suerte de excusa. En el año 37 Borges entra a trabajar en la biblioteca de Almagro, por obra y gracia de Francisco Luis Bernárdez, que le consigue un puesto. Francisco Luis Bernárdez era hermano de Aurora, la primera mujer de Cortázar. Y me pregunté, aquí la suposición, qué habrá sido de la vida del muchacho al que tal vez echaron para que Borges entrara. Quiroga tiene una estructura fragmentaria, pero es un poco más orgánica que las novelas anteriores. 
—Menos “apostillas”, como era el género de Requena.

—La nomenclatura es algo arbitrario, yo considero novelas a las tres. La industria utiliza ciertas categorías para determinar qué son las cosas, pero sus límites son muy sinuosos. En Quiroga me interesaba tratar, ya no la muerte como en Andrade, sino la vejez. Eso también se inscribe en una preocupación sobre el tiempo y en explorar ciertos caminos clausurados de la lengua, formas de decir y de expresarse que ya no circulan. Pero que sí circulan entre mis amigos y mis lecturas. Los amigos que tengo en Barcelona son gente mayor, con maneras de decir, de construir las frases, de razonar, diría, que me remiten a un pasado que también encuentro en los libros que leo. Con esa materia dudosa fui dando forma a la novela. 
—El lenguaje escrito es una construcción: en el regreso al tono de la década del 30 o 40, ¿hay una voluntad de poner en primer plano esa construcción? 

—Yo no lo tomo como un artificio. Para mí es natural expresarme así con los amigos. Por ejemplo mi amigo América Sánchez vive en Barcelona desde el año 64: el otro día estábamos hablando y dejó caer la frase: “Se estroló”. Quizá aquí no signifique mucho, pero para mí sí, porque es una forma de nombrar que resalta en el contexto lingüístico donde vivo.
—¿Eso es porque se cristaliza el idioma cuando sale del país? 
—Porque no circula. Resuena de otra manera; el oído se sensibiliza, o se atrofia, es igual, con las entonaciones. Hace 15 años que me fui y tengo un trato con amigos que tienen 60 años para arriba, y cuando nos reunimos a hablar lo hacemos de una manera que yo no usaría con los castellanohablantes de Cataluña ni con mis amigos catalanes. Pero esa lengua está en mis lecturas y en la música que escucho. Es un trato ya incorporado. Me siento, de algún modo, arreando olvidos. No sabría escribir con el habla del presente, aunque, por otra parte, es imposible ser antiguo y uno siempre escribe parado en el año dos mil y pico. Me cuesta explicar lo que hago porque una cosa es el escritor y otra el autor: el psiquismo del tipo que escribe es diferente del que habla sobre su obra. Yo creo que si el primero pudiera dar alcance al segundo, lo acogotaría.
—Llevás 15 años afuera, pero tus novelas siguen localizadas en la Argentina.
—En el Plata, sí. Y lo primero que vi de la novela fue un viaje en el Vapor de la Carrera, de Buenos Aires a Montevideo. De pronto pensé en la Nueva Troya y en la Atenas del Plata, con esos elementos me di cuenta de que podía haber una historia que a lo mejor conseguía dialogar con el pasado helénico. Por eso el acápite de Ana Basualdo, que dice: «La verdadera agua sagrada del mito es la dulce, la de río». Me interesaba cruzar ambas cosas: las dos ciudades y el mito fluvial.
—¿Hay una influencia de Onetti?
—Onetti es superior, de esos autores que suelo leer poco por la influencia que podrían ejercer en mí. No soy un cultor de la obra de Onetti; pero me parece brillante, un escritor envenenado —porque Onetti está cabreado y sigue estando cabreado cada vez que uno lo abre. Al mismo tiempo, su manera escribir es perfecta, las palabras son las que son y las que deben ser aún mucho tiempo después. Como si las hubiera escrito en bronce. Es una influencia poderosa. Lo quiero demasiado, por eso lo visito poco.
—¿Y está Arlt en tu forma de concebir el mundo de Quiroga?
—Al igual que Onetti, hace mucho que no releo a Arlt. Sin duda debió marcarme en su día. Sucede que cuando uno se refiere a los años 30 en Buenos Aires, la figura de Arlt cae como una maceta del quinto piso. No es que estuve leyendo a Arlt para medir el tono: simplemente está. Su tono es parte de ese tiempo. Lo que me preocupa de los personajes son las maneras del hablar, porque en esa maneras ya están prefigurados sus actos.
—Hay muchas citas literarias que se cuelan en la novela. Pienso, por ejemplo, en “el río inmóvil”.
—Hay contraseñas. Aunque no sé si son necesarias para apreciar la obra. Hay citas que están porque son, a mi entender, la manera más justa de expresar el decir. El asunto es que también eso es transitorio. Si releyera este libro en el tiempo, probablemente lo seguiría corrigiendo.
—Quiroga, el protagonista, es un letraherido que todo lo tamiza por la literatura y los mitos griegos, pero el resto de los personajes son refractarios.
—Bueno… qué es la literatura, ¿no? Es otra construcción que depende del tiempo y de cada lector, frente a una realidad donde están los mandarines, tan diligentes al momento de indicar qué es y no es literatura. Pienso que los personajes que circundan a Quiroga no ignoran esto, por eso nos llevamos bien. En la novela también hay, muy lateralmente, una reflexión sobre la industria. La industria del libro es extraña, se puede producir y funcionar, sin que se lea. No hay una correspondencia entre lo producido y lo leído; en todo caso hay una relación entre lo producido y lo adquirido.
—Hablemos de poesía, que atraviesa tus novelas de una forma que hace que se lean con ese tono.
—He leído bastante poesía. He tenido el gusto de publicar a varios poetas en ediciones ilustradas. Con Alberto Szpunberg preparé su poesía reunida, que publicó Entropía. La poesía es otro de los géneros que frecuento y que al escribir de alguna manera está presente, pero como intención nada más, como escarceo.
—Quiroga tiene una deriva hacia lo poético. En el final, cuando la historia se rompe, se rompe con una poesía.
—Para qué negarlo. Pero lo poético, gravita igual que el comentario o el relato breve, la sentencia, el aforismo. Una mixtura de registros difusos en el mejor de los casos. En un punto, yo escribí Quiroga pero no soy el mejor lector de ese libro. Lo que pude haber escrito es una cosa y lo que se interprete es otra.
—¿Pero tenés conciencia sobre la obra? 
—Me llevo mal también con eso, por lo que decía antes: una cosa es el psiquismo del escritor y otra el del autor. El traje de autor me queda suelto, no me reconozco ahí, lo llevo mal. La experiencia de Quiroga culminó cuando terminé. Ni siquiera se extendió cuando me puse a corregir. Lo que vino después, la edición, la entrevista, la presentación, es algo que sobrellevo, pero no me avengo bien. Es parte del vestuario de autor.
—Es una pregunta que vengo haciéndome desde hace un tiempo: por qué un escritor tiene que tener entrevistas, por qué no alcanza con lo que dice el libro sobre sí.
—Esa publicidad la impone la materialidad, la lógica de la circulación y de la difusión; a veces el ego. El texto, para ser leído, tiene que encarnarse en una materialidad y esa materialidad exige que esto se llame novela, que su cubierta sea tal, que haya un texto de contratapa… Yo lidio con eso en mi trabajo profesional como editor. No es que reniegue ahora, pero cuando tengo que pasar al otro lado, me cuesta mucho.
—Requena, Andrade, Quiroga finalmente conforman una trilogía. No sé si era un proyecto que nació así o si fue, a lo Levrero, una trilogía involuntaria. ¿Qué identidad se produce entre ellos?
—Los reconozco como tres experiencias. Son experiencias que no puedo provocar. No concibo escribir imponiéndome la voluntad de escribir. De alguna manera, la neurosis sobreviene, se ordena y transcurre. Es una trilogía porque son tres obras, sí, pero hace un par de días me pareció encontrar el nombre del próximo título. Creo que se podría llamar Estrada y todo lo que tengo es una frase: “Estrada lo vio venir y le aguantó la mirada”. No sé qué sucederá después, a dónde me llevará la oración, pero estas presunciones a veces se van ordenando…
—¿Es la frase inicial?
—Quién sabe.
—¿La frase inicial de Quiroga, que entre paréntesis es exquisita, es la que dio origen al libro?
—No, había empezado por la segunda parte: Quiroga en el Vapor de la Carrera. Lo que sucede es que después, cuando debí ordenar los fragmentos, eché en falta el pasado de Quiroga y la primera parte la reescribí. No hay una relación temporal entre la escritura y el comienzo de una obra. Al menos en mi caso.
—Los personajes de la novela tienen mucha comicidad. Vos hablás del mundo helénico: Quiroga bien podría ser una tragedia griega, pero está lleno de comicidad.
—Como la comedia griega. Quizás es una constante, como el amor perdido, perfecto igual que todo lo que pudo haber sido. Pero no pasa de una intención, no quiere decir que lo cómico suceda gracias a que uno lo dispuso. Es legítimo que alguien lea algo cómico y se aburra, o lea algo trágico y se ría. “Tanto dolor que hace reír”, dijo Discépolo. Para los lectores, lo escrito puede ser un territorio de la soberanía.

Militantes de la Peter Pan (dos)

Revista Crisis sobre Scalabritney de Martín Zícari

Por Mariano Canal - Alejandro Galliano - Hernán Vanoli

Novelas de jóvenes escritores, a veces no tan jóvenes, publicadas en 2014. Escritos que permiten trazar un panorama sobre la fiesta, el ocio y la experiencia urbana durante los años en que se forjó la ideología estatista socialdemócrata, sustentada en el consumo de tecnologías blandas, que hoy goza de un consenso casi total. Las capas medias se narran a sí mismas durante el kirchnerismo, pero: ¿qué kirchnerismo sucedió para las capas medias?





Los flaneurs
Lo primero que hay que decir sobre Sacalabritney de Martín Zícari es que, a diferencia de Merca o de Electrónica, no es una novela ni una nouvelle, sino una colección de monólogos breves y desordenados que parecen compartir un narrador. El libro se vincula con Electrónica por una cierta exploración de la condición gay. También debido a cierto sistema de referencias vinculado a lo camp, en su yuxtaposición con la estética de derecha autodenominada hipster, un rosario de alusiones a la cultura indie y a consumos que siempre deben ser explorados, marcados subjetivamente. En medio de un pantano de diminutivos que pasan de resultar un recurso fácil en las primeras páginas a tomar al lector por tonto al final de las ochenta carillas que tiene la obra, el narrador declara que “La tristeza es ontológica, la única solución creo yo es usar máscaras todo el tiempo”. Un diagnóstico y un conjuro.
Las máscaras, entonces, van a ser utilizadas en el trabajo –una de las escenas o monólogos sucede en situación laboral; es un solo día, y realmente el narrador lo toma como una excursión más al Tigre-, en las salidas con amigos, en los paseos en bici por la ciudad. La tristeza ontológica, por su parte, queda muy al fondo. Tan al fondo y tan ontológica es la tristeza que termina devorada por un infantilismo premeditado, con ciertos momentos de romanticismo en la contemplación de la naturaleza o de los bellos cadetes que navegan la ciudad en sus rodados. Justamente la ciudad, con sus bicisendas, es un espacio de circulación pero también de disfrute. La sintaxis de los monólogos de Scalabritney construye a lo urbano como un escenario caótico y frondoso, en permanente transformación. Los niños que hacen dibujitos y se emborrachan mientras fuman porro en la novela han aprendido a no dejarse avasallar por la policía; sin embargo no se animan a ir al baño de su propia facultad porque consideran que esa es la única excursión peligrosa de todas las que se plantean en el libro. Si un extranjero leyese Scalabritney probablemente pensaría que Buenos Aires es un lugar apasionante y eso es un mérito de la escritura de Zícari; también pensaría que es una inmensa incubadora de kidults con una definida tendencia hacia la perversión polimórfica.  Una ciudad sin lugar para los viejos: “Al lado del chico acostado dibujé una fogata y un grupo de nenes y nenas que bailan en ronda mientras las llamas cocinan la cabeza decapitada de un adulto. Ardían sus bigotes, ardían sus arrugas, las bolsas abajo de sus ojos y todas las marcas de vejez, ardían en la fogata mientras nosotros bailábamos y cantábamos alrededor”.
La celebración de la amistad se produce como un sistema de comunidades de éxtasis y rituales efímeros de donde el narrador entra y sale no sin cierta incomodidad. El narrador de Scalabritney, sin embargo, no es ingenuo. Su deriva va sembrando preguntas; pocas veces las responde. Conciente de que las reuniones a fumar porro no pueden horadar la tristeza y que la infantilización deliberada de la experiencia tiene un techo demasiado bajo y quizás también demasiado sórdido, cuestiona sus propias verdades. Por ejemplo, en un viaje en colectivo, empieza a bailar para “pervertir géneros y experimentar con los límites entre la esfera pública y la privada”; de hecho, la interrogación por los límites del cuerpo y cierta animalización provista por la importancia del baile en los espacios de ocio es un tropo recurrente. Este viaje a través de la tristeza, de las máscaras, del baile y de lo gregario, estratos que se superponen como las capas de una ciudad con múltiples fisonomías –la ciudad como lo real- concluye con la gran utopía de la clase media hippie. En el penúltimo capítulo, Scalabritney se permite trazar una alegoría onírica que describe una relación conflictiva entre la técnica, el arte, el hombre y la naturaleza, a través de la historia de un strandbeest, una bestia-máquina que funciona como mascota y también como proyección del inconciente del narrador, que imagina su propia muerte. Esta iluminación imaginativa choca sin embargo con la inexorable certeza cínica de que la expresividad sirve para sobrevivir en un mundo hostil, y jamás para cambiarlo. Así, la utopía final de Martín, narrador de la novela, es formar un centro cultural donde “todo el tiempo pasen cosas”: “Pensé que sería genial tener toda la plata del mundo, e instalar ahí un centro de arte donde vivamos tipo internos todos los que hacemos algo copado y organicemos ciclos, festivales, recitales y fiestas. Y todos tengamos nuestros talleres ahí y ese sea nuestro hogar”. Queda la agridulce sospecha de que Martín no se sentirá cómodo ni siquiera en este contexto, o de que quizás se olvide pronto del centro cultural, durante su próxima ronda de baile y de porro, contada otra vez desde un monólogo errático y lleno de diminutivos. 
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jueves, octubre 08, 2015

Dibujar cada una de las letras

Por Ezequiel Alemian para Revista Ñ

 
 
 
Ensayo. La literatura, propone Sergio Chejfec, tal vez consista en enunciar temas en extinción o disolución. En su nuevo libro, el narrador argentino se pregunta por el estatuto físico de la escritura.
Nacido en 1915, Enrique Wernicke publicó cinco libros de cuentos, dos novelas, teatro y poesía, y murió en 1968, “convencido de la inutilidad de lo que había escrito”, señala Sergio Chejfec en las páginas finales de Ultimas noticias de la escritura. 
“Hace bastantes años”, “escribiente antes que escritor”, Chejfec ocupó tardes enteras copiando relatos de Kafka, con la idea de que algo de su literatura se impregnaría en la propia gracias a la transcripción. “La escritura, para mí, ha estado ligada desde un principio a una idea de disciplina moral, de la que, aun cuando me queda por escribir bastante menos de lo que tengo escrito, me resulta difícil separarme”, dice. La transcripción de Kafka se da en la misma época en que descubre a Wernicke. 1975. Ese año, la revista Crisis publica una selección de los diarios inéditos de Wernicke. La edición se completa con imágenes del manuscrito. “Observar en ese momento la materialidad de su escritura me permitió intuir aquello que la letra evoca a través de sus rasgos: la entrega casi dogmática a cómo –más que a qué– se está escribiendo”. 
Últimas noticias de la escritura es un texto que se pregunta por el estatuto físico de la escritura. Ese estatuto elusivo, tensionado por técnicas, artefactos y disciplinas diversas, no en su definición, sino en su capacidad de “deslizamiento y reverberación”, Chejfec lo ausculta recurriendo a experiencias diferentes. En el Pierre Menard, autor del Quijote , de Fabio Kacero, en que el artista transcribe el dibujo de la letra borgeana, Chejfec indaga la ambivalencia entre las nociones de copia e imitación, la apropiación como virtud y fraude. Después de atribuir el interés por la letra manuscrita a la práctica plástica, más que a la literaria, remite a la función autorreflexiva de la escritura a mano tal como se presenta en El discurso vacío , de Mario Levrero. La literatura, propone Chejfec, tal vez consista en enunciar temas en extinción o disolución. 
Recuerda el reaprendizaje de Robert Walser, cuando pasó de usar pluma a usar un lápiz pequeño, y narra el proyecto de Tim Youd, de copiar a máquina, cada una sobre una sola hoja, cien obras importantes de la literatura. Escribir a mano, escribir a máquina, escribir en una computadora. A pesar de las diversas formas materiales de la escritura, “la organización textual sigue siendo básicamente la misma”, dice Chejfec: “la palabra, la línea, el párrafo, la página”. 
Define a la escritura en pantalla (¡sin conexión!) como una escritura “pensativa”. Inmaterial, con un carácter propio casi nulo, próximo a la abstracción, a la idea de escritura sin soporte, todas sus operaciones de digitación reducidas a un mismo tipo de proceso, “permanece en un estado de latencia e incluso de reflexividad del que los textos carecían en épocas anteriores”. Esta condición flotante de la escritura sobre la pantalla aparece incluso como más distintiva y ajustada que la física. 
“Quizás una de las pocas opciones de una escritura que busque preservar su aliento primario de pensatividad sea transfigurar una voluntad gráfica alternativa en una composición que refleje la hesitación propia de toda escritura, de por sí con tendencia a ser siempre inestable”, señala. En Lorenzo García Vega, en Charly Gradin, en Milton Laufer, busca la sintaxis de los formatos audiovisuales, la textura de las mediaciones, entre azarosas y automáticas, que hay entre intenciones y resultados. En algunas experiencias de subrayado lee la recuperación del trazo físico, en el borde de la discursividad, como intento posible de restitución del carácter aurático de la escritura. Remite la frase de Osvaldo Lamborghini “No leía, pero sus subrayados eran perfectos” a una lógica setentista de traducción de textos a un sistema de consignas ideológicas o políticas más o menos relevantes o urgentes, transmisibles.
 “¿Quería decir Joaquín Torres García (como si hubiese creado una familia tipográfica privada) que la escritura es antes un acto material de fabricar palabras que traducir el pensamiento a través del propio trazo?”, se pregunta Chejfec después de haber analizado la escritura “asémica” de Mirtha Dermisache y la restitución manual que hace Fernando Bryce de los elementos tecnológicos cuando copia artesanalmente portadas de diarios. 
Ultimas noticias de la escritura se abre con un epígrafe que remite a una larga cita. No es tanto un libro lineal como una suerte de deriva. Es un libro de desvíos, de notas. De expresiones como: “tal vez”, “más adelante”, “en otro lugar”. Un libro que logra dar un ritmo argumentativo a una serie de elementos relativamente dispersos. No es un libro sobre un objeto que falta, sino sobre un objeto en proceso de constitución. O el registro de una voluntad de sondear un objeto que siempre parece resonar, irreductible, en otro sitio.
 “Ultimas”, dice Chejfec, para unas noticias que cargan con algo de lo atemporal. Quizás porque la forma en que mejor se organizan experiencias como las que trabaja este libro incitante, abierto, “no conclusivo”, no sea la vertical de las variaciones temporales, genealógicas, sino la de aquella figura a la que estas experiencias tanto han recurrido: la del big bang, y su constelación.

jueves, octubre 01, 2015

Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina

Lectura de Laura Biagini para el blog Asunto Quinta



Encontré Los modos de ganarse la vida, la primera novela de Ignacio Molina, escondida en un estante al ras del suelo de una librería del centro. Estaba medio ajada una de las solapas pero me la llevé por el color borravino tan hermoso y las fotos superpuestas del arte de tapa. Para qué mentir, me la llevé sin leer más que el título. La tarjeteé furiosamente y pedí que me la envolvieran para regalo.

Al terminarla me quedó una sensación dura, un descalabro emocional, como volar a causa de una patada ninja rotunda ahí donde termina el esternón. Después de eso, bueno, sucedieron un montón de cosas que hacen a mi humanidad pero no a este comentario.

A fines de 2014 llegó a mí casi por casualidad Los puentes magnéticos, su segunda novela, esa que no solo cierra la trilogía urbana*, sino que además le da el carácter. Es este libro y no los otros el que carga con el mayor poder identitario. 

La novela gira en torno a Camila, una profesora de inglés que araña los treinta reproduciendo una rutina que descansa sobre duelos irresueltos y una culpa que no puede -no sabe- purgar. Como escribiera Jimena Arnolfi, todo hace ruido. Su profesión, su padre periodista desaparecido en Brasil. La relación con su madre y su hermano menor. Una amiga a la que comienza a ver luego de hacer que pierda su trabajo. Una película en la que hace de extra. Los hombres: Emiliano, el alumno adolescente que la desorienta y con el cual se acuesta; Cristian, su ex-pareja; Rodrigo, el pibe con el que tiene algo; Javier, un profesor suplente. Todos se la cogen. O casi todos. Elijo decirlo de esta manera por un motivo. Hay un uso de ese cuerpo que no nos es indiferente. 

Tanto en Los modos de ganarse la vida como en Los puentes magnéticos hay una escena en la que el protagonista ve interrumpido su trayecto del supermercado a su casa -por causas absolutamente dispares- y debe tirar las hamburguesas que había comprado porque ya se habían descongelado. Al leer ambos pasajes pensé lo mismo: ¿Es esto real? ¿Tiraríamos tan fácilmente un paquete de hamburguesas porque no las pusimos inmediatamente en el freezer, porque nos retrasamos más de la cuenta? ¿Es realmente necesaria esta escena? Y en ambos casos convine que sí. Hay un metrónomo molesto que les marca un tiempo que acecha, que no controlan; comparten, en una comunión imposible, la pérdida de autoridad. De hecho, la muerte del padre de Camila queda signada por una desaparición confusa que solo hace a la idea de algo demorado en el tiempo, no de algo -de alguien- que ya no está. 

puentes magnéticos es, en esencia, un escenario despojado de escenografía. Allí donde otros dispondrían de múltiples recursos narrativos, Molina elige ignorarlos y construir desde adentro. Termina erigiendo un personaje dotado de una pesadez etérea; es Camila la entera responsable, al suplir los objetos que faltan, de dar cuenta del espacio y del tiempo. Hay mudanzas, sí, hay establecimientos fuertes y marcas espaciales ingeniosamente destacadas, pero no hay espacios libres. Nunca hay espacios libres. Es difícil, por momentos, no confundir la prosa limpia con una historia llana; pero esa simpleza encierra reveses allí donde se ponga la vista.

Los puentes magnéticos podría ser un manual de instrucciones o una receta de cocina. En algún lugar esconde celosamente las pautas para rehuir de las decisiones ajenas, y las pistas para intentar no quedar recluso de las propias. Hace unas meses le dije en un mail que me resultaba fácil creerle porque su escritura se adivinaba desde un primer momento honesta. Y quizás, pienso en frío ahora, sea la mejor forma de describirla: desde la sinceridad, que no es lo mismo. La idea que deja es que no finge, no fuerza. 

Sexo y género. Al avanzar sobre la historia, percibí los géneros cambiados en diferentes personajes, como si Camila por momentos fuera un hombre, como si todos esos hombres que se deslizan fueran mujeres. Podría interpretarse como un error en la conformación de los personajes. Podría, no lo sé. No creo que sea tan importante. Me interesa lo que sucede después. De Rodrigo, de Cristian, del profesor, de todos sus ex, Camila es objeto. Pero hay un vínculo en el que se nota el final de un proceso, el que rompe con todo lo anterior y monta, sobre pilares precarios pero genuinos una identidad modificada, nueva: es el que se desarrolla entre ella y su alumno. Hay una escena puntual en la que su sexualidad le es restituida. Él la llama pidiéndole ayuda, tomó cocaína y está asustado, ella va a ayudarlo, lo calma y lo cuida, y cuando él entra en calor, cuando se tranquiliza, algo en ella se activa y lo busca; se adivina que se acuestan; él pasado de rosca, ella de algún  modo también. Al final del libro se confirma que está embarazada. Todo esto es muy importante. Su sexualidad, su cuerpo de mujer, se restauran con este chico. Su identidad -y la de su padre- se reconstruyen con el otro pibe -el que espera-, su bebé por nacer. Mientras que se adivina que está lista para dar a luz, su padre está listo para morir. 

Los finales que elige este escritor parecen mostrar un avance en la deliberación de los personajes. Si el lector no esta advertido quizás interprete que ese estancamiento y ese devenir cotidiano pueden, por generación espontánea, dejar una impronta marcada, una enseñanza atroz. Pero si es, definitivamente no es por generación espontánea. Es tan terrible a veces no saber si es el mundo o somos nosotros.