lunes, diciembre 16, 2013

La invención de la vida cotidiana

Juan Rapacioli entrevista para Telam a Ignacio Molina a raíz de la publicación de Los puentes magnéticos.


Camila, la narradora de la novela publicada por Entropía, es una joven profesora de inglés que pasa sus días entre clases particulares y públicas, almuerzos familiares, cenas con amigas, encuentros sexuales, viajes en colectivo y caminatas solitarias por distintos barrios de una Buenos Aires que parece estar siempre vacía, desolada, a punto de llover.

Pero en el fondo de esas acciones se percibe, sin lugares comunes, un extrañamiento que atraviesa, en diferentes niveles, todos los estados de la protagonista, quien no parece moverse sino por las circunstancias y la otredad. En ese sentido, la novela hace una pregunta clave: ¿Cuánto de lo que hacemos es decisión nuestra?

“Cuando me pongo a escribir y encuentro la voz del narrador me dejo llevar, trato de meterme en su personalidad. Hay muchas cosas no premeditadas que luego, cuando recibo opiniones, me doy cuenta por dónde iban”, cuenta Molina (Bahía Blanca, 1976) en diálogo con Télam.

- Desde el comienzo de la novela, el tono de la narradora es convincente, ¿eso responde a un equilibrio entre lo austero y lo excesivo?
- Es un tono que no busca ser coloquial. Es otro registro, que no puedo definir con precisión pero que sin duda no intenta ser una copia exacta de una voz real. Creo que hay dos grandes tipos de relatos: en uno, el narrador sabe todo lo que sucede. En el otro, no sabe lo que va a pasar cuando se pone a escribir. De la segunda forma escribí esta novela. Esta forma de narrar, aunque sutil, interviene en la trama, porque como autor no sé adónde voy a terminar y la narradora tampoco sabe hacia dónde avanza, lo va descubriendo. Esa es la forma en que se construye la acción.

- Al estar construida en capítulos cortos, la novela puede entenderse también como una serie de fragmentos aislados que componen una historia no necesariamente lineal…
- La novela no tiene un fin utilitarista en ningún sentido, no está pensada para tal o cual cosa, es una narración de acontecimientos. Con respecto a mis libros anteriores (“Los estantes vacíos”, “En los márgenes”, “Los modos de ganarse la vida”), este es más clásico, tiene un final preciso, pero avanza más bien a través de sutilezas y detalles que no fueron muy pensados ni premeditados, sino que se fueron construyendo al compás de la narración.

-  Por cierto abordaje minimalista, ¿pensás que esta novela tiene alguna relación la tradición del realismo sucio estadounidense?
- Leí mucho a (Raymond) Carver y a otros escritores estadounidenses en ese estilo, pero no lo veo muy relacionado a este libro, ni en la estructura ni en el tono ni en lo que se cuenta ni en la construcción de los párrafos. Entiendo que alguien la pueda relacionar con esa tradición, pero yo no veo un vínculo muy claro en ese sentido.

A mí lo que me interesa y da placer es narrar, contar, ahí encuentro la fuerza. Y me gusta analizar desde ahí, desde la manera en que se los analizaría en un taller de escritura, que es a lo que me dedico. Cuando el análisis de un libro se centra demasiado en la teoría siento que ya no es está hablando ya del texto en sí sino de otras cosas.

A veces leo críticas que siento que no me dijeron nada sobre el libro; puedo darme cuenta que el autor que la escribió sabe del tema y que es muy inteligente, pero no me dice nada sobre la obra. Claro que son legítimas esas lecturas, pero no las veo como parte del oficio del escritor. Me concentro más en otro tipo de cosas, no me interesa encasillar y clasificar la literatura.

- ¿Se trata de una novela realista con dosis de extrañeza?
- Cuando me dicen que la novela es realista, por momentos pienso que está bien, pero en otros momentos considero que tampoco se puede leer del modo en que se lee algo realista, como una crónica. No me interesa si el tono puede sonar inverosímil para la realidad, pienso más en la propia naturalidad que se da en el relato, ahí tiene que ser verosímil.

Creo que en la vida cotidiana hay un extrañamiento que uno nunca termina de percibir y que es difícil meter en una novela. La realidad es mucho más extraña que las representaciones que se hacen sobre ella, porque nunca es lineal ni lógica. El desafío está en ver cómo se traduce esa extrañeza en lo que escribo.

- Algo interesante de la acción es que la narradora parece moverse por circunstancias y condicionamientos ajenos a sus decisiones…
Lo interesante de los condicionamientos es que no surgen de grandes conflictos sino del clima, el dinero, los horarios, cosas de todos los días que, sin embargo, modifican nuestros modos de pensar y de relacionarnos. Tampoco es algo que piense demasiado cuando escribo, pero cuando lo veo, me doy cuenta que es algo que me interesa plantear.

martes, diciembre 10, 2013

Manigua

Daniel Roldán lee Manigua, de Carlos Ríos y escribe sobre ella en la revista Litura.


Manigua es una novela mítica. Crea un mundo que tensa el verosímil a tal punto que asume el riesgo de romperlo capítulo a capítulo.
    Muthahi, el protagonista, es el hijo de líder del clan. Su padre es la autoridad, es quien establece y hace cumplir la ley. Él le explica a Muthahi que la prohibición es lo que da a la comunidad un sentimiento de unidad. Le explica también que el clan debe ser liderado por alguien que se llame Apolon.  Muthahi, por no llamarse así, sabe que no será él quien deba asumir el compromiso de liderar a la tribu ni de tener que cumplir con las pruebas necesarias para lograrlo. Eso le brinda tranquilidad. Pero el padre desarma el refugio del nombre con un rito de bautismo: lo nombra Apolon. Muthahi, ahora Apolon, no puede renunciar a la ley paterna. Debe cumplir con un mandato cuyo objetivo es una excusa narrativa: ir a buscar una vaca para sacrificarla por el cercano nacimiento de su hermano. Es, más que otra cosa, el viaje iniciático de un héroe.
   La ley paterna es lo que impulsa al héroe a andar su propio camino, cuyo recorrido implica elaborar el odio al padre absolutista (quien le ha negado hasta el nombre de su propia madre),  descubrirse a sí mismo y hacer algo más con el destino impuesto.
  En algunas culturas, el bautismo con el cambio de nombre implica un nuevo destino. No es una transformación; es un volver a nacer siendo otro. En el catolicismo, por ejemplo, se lo puede ver en el caso de la elección del Papa. En Manigua, Apolon se reinventa el destino no sólo por la imposición del deseo paterno; él hace algo más con ese “deber ser” y, a través del procedimiento del relato enmarcado en el que cuenta su historia iniciática a su hermano moribundo –el mismo que motivó su viaje heroico-, es a partir de su relato que se convierte en la voz, en la identidad de su pueblo.

  Trabajando la extrañeza de un argumento edificado con tribus africanas, sobre el paisaje desolado de tierra yerma, sin alimentos, con caseríos de cartón y botellas plásticas, evocando el recuerdo de matanzas étnicas al filo de los machetes, Ríos construye un universo de extraña verosimilitud.
Allí conviven elementos de ese imaginario lejano de tribus violentas, de ritos iniciáticos, de mitos sobre los que se funda un orden social y cultural, con elementos de la vida contemporánea, con objetos de urbanidad como el viaje en colectivo, como el uso del celular.

Manigua no ofrece al lector la comodidad de la pasividad, y mucho menos de la indiferencia. El argumento debe ser reconstruido a partir de la sucesión de imágenes que significan por sí mismas, de recursos narrativos que oscureciendo iluminan y multiplican sentidos. Sin embargo, muchos de estos componentes funcionan contextualmente y pueden reconocerse en el texto situaciones y problemáticas casi cotidianas, en juego con otras al borde del delirio. En este sentido, a pesar de ir a contrapelo de la narrativa tradicional realista, Manigua brinda también un lugar desde donde pensar el mundo.
   Partir de un relato dado, de un mito, de un arquetipo y poder transformarlo desde la mirada crítica, hace de la literatura una de las herramientas más fuertes de trasformación de la realidad.

Texto publicado en el Nr. 5 de la Revista Litura. No todo es psicoanálisis. Edición de Acción Lacaniana. La Plata. Septiembre 2013. 


lunes, diciembre 09, 2013

Los barrios que esperan ser contados

Francisco Magallanes lee Buenos Aires / Escala 1:1, la antología compilada por Juan Terranova y la reseña para la revista platense Estructura Mental a las Estrellas.

No es novedad que Juan Terranova levante polvadera con sus comentarios homofóbicos en redes sociales o que en algunas de sus críticas y ensayos haya generado rispideces. En este caso, como compilador de Buenos Aires Escala 1:1, su trabajo es inapelable. El armado del equipo probablemente sea una de las principales virtudes de este libro. Genuina muestra de una generación de narradores nacidos a partir de los años '70 que vive y narra desde el centralismo porteño. ¿Algo mejor para una antología sobre los barrios de CABA? Los barrios por sus escritores, señala acertadamente la tapa.

El argumento de la compilación es el otro ingrediente taxativos que destaca el trabajo de Terranova. En el cierre del prólogo explica que "Esas aldeas a las que llamamos "barrios", generan sus historias y sus formas de seducción y desprecio. Este libro y los narradores que lo protagonizan son testigos privilegiados de ese axioma irreducible."
Como primer eslabón en una sociedad masiva, los barrios genera sus propios códigos, jergas, valores, historias. No solo en Capital, también en el resto de las grandes ciudades hay barrios que esperan ser contados, y Terranova lo afirma en su texto previo: "El universo en permanente expansión del Conurbano, por ejemplo, es algo que continúa, pese a honrosas excepciones, en el deber de la literatura argentina. Sus historias, nadie se atreve a negarlo, serían tan interesantes como las que recogemos aquí. Y el resultado conformaría un libro sensible, frágil y monstruoso a la vez."
Ninguna de esas historias que todavía esperan ser contadas germinarán del centralismo porteños, ni de sus escritores, ni de sus editoriales. ¿Por qué pretender que así sea? Es un buen momento histórico para que desde el Conurbano, La Plata, Rosario, Córdoba, Tucumán se deje de señalar las pelusas del ombligo porteño. Es momento de construir o reforzar sus propios circuitos literarios. Una antología como Escala 1:1 podría replicarse con éxito en estas ciudades y también funcionaría como muestra  genuina de producción.
Pero antes carguemos las SUBE de la imaginación, la guía T actualizada y viajemos a través de la antología a nuestra amada y odiada Capital Federal. Mi recorrido arbitrario se inicia en Almagro a través del cuento de Lucas "Funes" Oliveira, quizás porque caminé esas cuadras en mi adolescencia junto a mi prima punk; pateando el adoquinado de la Querandíes frente al IMPA, allí donde muere Julio, el policía que tenía premoniciones en Escondite Perfecto.
Leo Oyola nos entrega una historia desopilante sobre el barrio coreano del Bajo Flores. Mientras esperamos en una esquina que el 7, el 26 o el 132 nos saque antes de que la noche se nos venga encima, Taekwondo, un joven actor, nos interpretará un Pansori. ¿Qué mierda es esto?, le preguntamos a Taekwondo, y antes de que nos cuente nos avisa que no será gratis. Uno de los cuentos que se destaca del resto.
Un Cucurto auténtico en El barrio de las siervas, describe con maestría la superficialidad concheta y ultra capitalista que se respira en Barrio Parque hasta que todo cambia, luego de esperar dos horas por un autógrafo del Diego, se cruza con un amigo puto en el parque, y allí va la historia rumbo a la banquina. Los contrastes son una constante en esta antología y eso le aporta dinamismo a la continuidad, además del viaje a través de los barrios porteños en bondi, subte o auto.
Diario de Boedo es un cuento bellísimo de Oliverio Coelho que comienza con una incertidumbre ante una certeza irrebatible: "Mientras agonizo me pregunto si el granizo es un fenómeno especial que se da en Boedo o en toda la ciudad está sucediendo lo mismo." Y no es una pregunta que tenga origen en la fiebre de su agonía, sino en la magnitud de una ciudad que contiene otras ciudades, donde es posible que granice en un barrio y en otro brille algún retazo de sol.
El común denominador de las historias ronda sobre problemáticas de una generación joven, que en su mayoría, apenas pisa los cuarenta años. La soledad ante el paso del tiempo, la liberación sexual, las drogas que ya no pegan como antes, el salir del closet, las redes sociales, las separaciones, los amores de la adolescencia entre otras tramas contenidas por un común denominador: el barrio.

Publicado en el número cinco de "Estructura Mental a las Estrellas". La Plata. Argentina. 2013. 

La atracción magnética de los orígenes

Manuel Quaranta reseña Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina, en Revista La única.


La guerra es la madre de todas las cosas

Si a Jorge Luis Borges le resultaban extraños los laberintos porque eran construcciones hechas por el hombre con el insólito objetivo de perderse, a mí me llaman poderosamente la atención los puentes debido a que su único destino es cruzarlos. Un puente implica, así, un tránsito, que metafóricamente resulta siempre doloroso dado que algo se deja atrás. Como una mudanza constante, como el devenir que nos transforma.

Los puentes magnéticos narra la historia de Camila, una joven profesora de inglés enamorada de sus orígenes. Ella piensa, imagina, piensa, duda, piensa, calcula, piensa, posterga, piensa y se arrepiente (“nunca me decido”). Camila, obsesivamente, con sus secretos, espera que algo suceda, un llamado, un mensaje de texto, un mail, una novedad paradójica que la devuelva a un momento en el que se encontraba a gusto: con un padre, con un novio, con un hogar.

Los puentes magnéticos cuenta, a partir de retazos, el intento de Camila por recuperar o reconstruir un pasado: localizar a un padre que lleva siete años desaparecido, reconquistar un ex novio que parece decidido a no renovar los lazos amorosos, en definitiva un personaje que pretende revivir situaciones cotidianas que, si bien en ocasiones pueden repetirse, jamás serán iguales (el barrio no es el mismo, los mozos que la atendieron no son los mismos, las amigas no son las mismas, el ex novio no es el mismo: “el Cristian con el que yo había vivido casi dos años no existía más”; el mundo, en definitiva, ha cambiado).

La novela de Ignacio Molina es, sin duda, una pregunta acerca de cómo podemos congelar o enfriar (ver la cantidad de veces que se menciona una heladera) el devenir de los sentimientos para que no se derritan como las hamburguesas que lleva Camila cuando se reencuentra con un viejo amigo que le propone un pequeño papel en su película Los puentes magnéticos: “consistía en que pasara caminando por el puente”, sintomáticamente denominado Brasil, país que parece haber devorado a su padre.
En realidad, la novela de Molina no es sólo una evocación nostálgica sino también, y sobre todo, un intento de afrontar el presente que permita desprenderse del pasado y así poder abrir un camino hacia el futuro. Los puentes magnéticos, entonces, es una novela de pasajes, de cambios: punks y hippies que devienen empresarios, padres desaparecidos (Eugenia, amiga de Camila, también tiene a su padre desaparecido, aunque bajo las circunstancias del terror estatal de la última dictadura militar) que reclaman ser enterrados, mudanzas, rupturas, nacimientos, ¿cómo cortar los lazos invisibles? El título del CD de la banda musical de Javier, El silencio gitano, uno de los amigos de Camila, que además figura como epígrafe de la novela, nos acerca a la respuesta: “Soñé que no había que hacer ningún esfuerzo”. Agrego: soñé que no había que hacer ningún esfuerzo para vivir, para enfrentarse con las incertidumbres, con el presente, el pasado, para romper los lazos, para mirar hacia adelante, para convertirse en adulto, envejecer, para decirle basta al cuento de hadas. Sí, hay que realizar un esfuerzo sobrehumano para aceptar el ingenuo juego del devenir.

En el final Camila comienza a presentir la necesidad del desprendimiento, del viraje, de mirar hacia adelante: “También me planteo la posibilidad de reformar todo esto, de tirar los diarios y los papeles que juntan polvo, regalar los muebles y limpiar las paredes; que ya es hora de darle a mi papá el lugar que se merece y no el de un desaparecido al que todavía estamos esperando con sus cosas intactas”. Este fragmento es clave, ya que la protagonista toma conciencia de que el lugar merecido por el padre (un fantasma) es el de muerto, un padre muerto y enterrado que la habilite a continuar con la vida y los proyectos. Inmediatamente después, una señal, un primer paso, “miro un bloque entero [de Videos asombrosos, su programa favorito] y me doy cuenta de que ya no me gusta tanto como antes este tipo de programas”.

Los puentes magnéticos de Ignacio Molina pone en evidencia la angustia extrema que genera esquivar la atracción magnética que tienen los orígenes cuando se los concibe de modo mítico,  orígenes que se encuentran, irremediablemente, perdidos, sobre todo para un personaje obsesivo como Camila que necesita evadirse del mundo (estar siempre en otro lado) y construir una protección mental que baje la ansiedad ante las penosas situaciones,  aunque este procedimiento le impida muchas veces distinguir con precisión entre una ficción vital y una realidad acuciante: “La repaso tantas veces que en un momento me doy cuenta de que la versión que termino imaginando tiene muy poco que ver con la original”.
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jueves, diciembre 05, 2013

Muertos de amor

En el blog de Eterna Cadencia, el texto que Diana Bellessi leyó en la presentación de Como sólo la muerte es pasajera, de Alberto Szpunberg, el pasado martes 26 de noviembre, en la Biblioteca Nacional.


Yo, Bellessi, leí muchas cosas en mi vida, de poetas argentinos y de otras partes, de judíos errantes y de largos residentes que ni siquiera son judíos, y ellos no me han enamorado con los salmos ni con el cantar de los cantares. Yo, Bellessi, una goy errante y después, aferrada a este país como lo hace un hornerito, he venido a decir que leer los quince libros del poeta Szpunberg, día a día, me ha llevado a las lomadas del dolor y del ensueño, de la risa y la irónica sonrisa, del corazón agarrado fuertemente y escapándose a cada rato por las bellas melodías, por las frases que cierran pero no terminan, por la armonía musical que suena desde el principio hasta el final de este largo libro de los libros donde viven todos los compañeros, todas las amadas, todas las esperanzas y la fe en la vida, tan tiernamente, tan punzantemente que dan ganas de llorar.

Por eso, yo, Bellessi, que no me llamo Piatock como el gato de Szpunberg ni como aquel sublime Piatock de la academia de su libro, he venido a decir que estamos frente a un gran poeta, un lenguaraz de la historia argentina como pocos se han visto, un observador de la vida cotidiana verso tras verso, un comentador de los grandes de la poesía y de la filosofía, y, sobre todo,un lírico sin igual.Es aquí donde bajo la cabeza frente a este Naide, o subo la cabeza como una Naide llena de amor que lo amó hace muchos, muchos años, allá por la década del sesenta, cuando leyera su “Marquitos” en El che amor, y que lo ama ahora de nuevo leyendo libro tras libro de su obra reunida.

Obra reunida que tiene el acierto de empezar por los libros inéditos, Sol de noche, del 2008, Como sólo la muerte es pasajera, del 2009, y que con este verso,que ya apareciera en El libro de Judith, le da ahora nombre a su obra entera.El síndrome de Yessenin del 2010; Ese azar,este milagro, del 2011, y Como clavel del aire, del 2013, donde cada poema es dedicado a un amigo o a una amiga, o a alguien importante en la vida del poeta, haciendo pública una dulce intimidad.El Szpunberg más cercano, el hombre dulce de los ojos claros al que encontré en la casa de José Luis Mangieri y allí hablamos de Miguel Ángel, del arcángel Bustos que nos hizo amigos de inmediato aunque nos hayamos visto solamente tres o cuatro veces en la vida y nada más.

Bajo la cabeza, o la subo, dije, porque es ese lirismo sin par de este poeta el que me agarra el corazón y lanza el cuerpo, o el alma, a alturas tan altas que yo no sé…

Y lo hace así:

“todo hablaba con todo de este lado del silencio,
al otro lado crecía el lenguaje como un mar en calma:
compañeros, les dije, arrebatos del alma, vida mía,
y el corazón crujía como un leño que arde y arde y arde
hasta ser mañana, flor bella, hora temprana.”

El fragmento que acabo de leer pertenece a un poema de Szpunberg del libro El síndrome de Yessenin, bajo el título de “Dulcemente nacer”. Del mismo poeta que muchos años antes, en su primer libro, de 1962, hubiera escrito:

“Meto las dos manos hasta el fondo más humano de lo humano…”

Y en Juego limpio, de 1963, dijera:

“Grande es el mundo
y amar siempre es llamar a todas las cosas por su nombre…”

Después de “Marquitos”, después de “Orán”, el poema “Egepé” del Che amor, 1965, termina así:

“delen, muertos de amor, sostengan que nacemos.”

Y ahí se hace silencio. Szpunberg escribe, pero no publica. Después de este libro no volvemos a saber de él hasta el año1981, los años del exilio en Europa,cuando al fin editan en España Su fuego en la tibieza. Escribe así, óiganlo:

“Sostén mi corazón, hierba que creces, hormiga incansable, pájaro cualquiera,
sostén mi corazón, aire de la tarde, aire que sostienes al pájaro, aire en la siesta,
……..
guárdenlo en la noche como si fuera en la tierra, este otro cuerpo, esta otra carne,
boca cerrada en laque sólo entran raíces, lluvias, muertos, entrañables muertos.”

La pueblada de aquella década perdida y ganada tiembla en su poesía y vuelve así a temblar en nosotros, sus lectores, que nacemos día a día en la música sin fin de estos poemas y de la vida que renace sin parar de la mano mayor del destino o del azar, y de la voz del poeta Szpunberg.

Es en La encendida calma, del 2002, y en El libro de Judith, 2008, donde Szpunberg me gana por completo. El primer libro se abre con estas tres palabras del salmo de David: 34:8: Gustad y ved…Abro mi vieja Biblia y ahí, encuentro esta aclaración: cuando (David) mudó su semblante delante de Abimelec, y él lo echó, y se fue. Cuando David fingió estar loco frente al rey filisteo, y esto lo dejó libre y lo salvó. Los verbos de alabanza se suceden uno tras otro en aquel salmo, como lo hacen en los poemas de este libro, con una melodía sin igual que vuelve a resonar en Judith, el libro más marcado de Alberto que tengo entre mis manos, y que dedica, con la fe ciega del corazón, “a los compañeros, desde siempre, hasta siempre; y que vuelve en el libro editado el mismo 2008, la genial Academia de Piatock, con las mismas palabras: “a los compañeros, desde siempre y hasta siempre”, bajo la suite no. 5 para violoncelo solo de Juan Sebastian Bach.

“¿Qué uno entre todos
si no todos?

¿Qué todos
si no uno y uno y todos
en cada uno
y en todos?”
…………………
“Toda ausencia -30.000 ausencias- es mentira:
cada mirada la desmiente,
cada lágrima la refleja,
cada calle es a sus pasos
lo que la realidad es al milagro:
esta verdad
nunca vista
pero siempre presente.”

La orquestación de esta obra reunida es descomunal, con poemas a pie de página o en globitos de historieta al costado derecho del margen, con dedicatorias que retornan en leves variaciones, y por eso, leerla en conjunto provoca tal vértigo. “Del polvo venimos y al amor –si no a qué- volvemos”, nos dice Piatock, y esole da respuesta a la hermosa cita de Andrés Rivera en La revolución es un sueño eterno con que se abre Luces a lo lejos: “Entre tantas preguntas sin respuesta, una será respondida: ¿qué revolución compensará las penas de los hombres?”

Saludar esta obra que tan bellamente ha publicado la editorial Entropia, es citar una y otra vez al mismo Alberto Szpunberg, a su lúcida coherencia, y si he dejado afuera a su último libro, Traslados, que cierra este tomo, es sólo para dejar lugar a mis compañeros de presentación y al propio autor que, espero, nos emocionará leyendo algunos de sus poemas.

miércoles, diciembre 04, 2013

Alberto Szpunberg. Palabras que dan en el blanco.


A raíz de la publicación de Como sólo la muerte es pasajera, Ana María Basualdo entrevista a Alberto Szpunberg para la revista Ñ del Diario Clarín.


Alberto Szpunberg publicó su primer libro, Poemas de la mano mayor, cuando tenía veintidós años. Entre el primero y el último, Traslados (2012), se sucedieron trece, con un intervalo que coincidió con la etapa de exilio, transcurrido en Barcelona a partir de 1977. El che amor (1966) fue uno de los libros de poemas fundamentales de esa época que más circuló entre el humo de los cafés cercanos a la Facultad de Filosofía y Letras (y demás lugares de lectura públicos y afiebrados), donde Szpunberg estudió. En 1973, fue director de la carrera de Letras y profesor de Literatura Argentina. Su nombre aparece unas cuantas veces (había dirigido el suplemento cultural de La Opinión) durante los interrogatorios que el general Camps le impuso a Jacobo Timerman. La tragedia de esos años está presente, desnuda o velada, en toda la poesía que escribió desde entonces: Su fuego en la tibieza (1981), La encendida calma (2002), Luces que a lo lejos (1993), El libro de Judith (2008), La Academia de Piatock (2010), entre otros, que integran el volumen de su obra reunida que acaba de publicar Entropía y que se presentará el 26 de noviembre en la Biblioteca Nacional. Su voz ha sonado continua e idéntica y a la vez ha cambiado mucho. Cuando nombra al profeta Amós, identificándose con él, ilumina el sentido de su obra.
En el profeta hebreo no hay éxtasis (aunque narre visiones) ni filosofía (aunque desarrolle pensamientos) sino misión: no permitir que el pueblo olvide los escándalos de los sacerdotes, la insensibilidad de los ricos, la corrupción de los jueces… La intención de esta voz poética tiene que ver con el mandato moral del profeta (“de corazón alegre”), pero el timbre y la pureza y variación de las imágenes con los Salmos y las “emanaciones” de la Cábala. Y en el modo en que, en sus poemas, una hoja de plátano o un higo o un muro de piedra pasan (sin dejar de existir en su materia) a otra órbita y a otra, está el movimiento de una gran sintaxis. Una forma orquestal que acoge hasta el menor crujido o aire de valsecito criollo (escribió varios, para el bandoneón de César Strocio). Alberto Szpunberg volvió a Buenos Aires en 2001. A sus hijas Victoria Szpunberg (dramaturga) y Sabina Witt (cantante) y a su nieta Sofía las visita a menudo en Barcelona.

- Cuando teníamos alrededor de veinte años me regalaste un diapasón. Mirá cuánto he tardado en preguntarte por qué…

- Claro... es como si de pronto lo volviese a ver... y esa vibración sostenida en el aire... Fijate, la magia del sonido llega a  lo anecdótico: vos y yo nos conocimos en la disquería / librería que inauguraba Jorge Lafforgue. Habría sido en 1962, porque yo ya había sacado Poemas de la mano mayor... Estábamos a ambos lados de una góndola de LP, medio perdidos, y nos fuimos juntos a tomar un café... ¿Cómo se da un diálogo si no media ese milagro de que toda palabra es un diapasón?

- Pero lo sacaste del bolsillo y me lo diste... ni siquiera estaba envuelto como para regalo...

- ¡Si venía de "expropiarlo"! En esos días, en un trastero de la facultad de Letras, en Viamonte, descubrí un montón de cajas mugrientas, llenas de papeles, biblioratos, carpetas, un amasijo de cables podridos... Y en el fondo, de pronto, vi el diapasón...
- Seguramente aquella librería de Nora Dottori y Jorge Lafforgue en las galerías Pacífico fue la primera en el mundo en llamarse Rayuela, nombre que ubica la escena un par de años después, ¿no? 

- Allá por 1963 o 1964, más o menos...

- Pero ahora quiero llevarte más atrás, a la propia época de la rayuela en la vereda...

- Ah, sí, en Paternal...

- ¿Qué registro conservás de tu casa? 

- En mi casa se hablaba hasta por los codos, aun cuando no se hablara. Era un caudal de voces que lo salpicaba todo: el brillo de los caireles, la risa repentina, la sonrisa socarrona, el humor inagotable... Cuando cundía el silencio, el silencio, eso sí, era severo...

- Qué significaba ese silencio...

- No significaba... Era la muerte. No tenía que ver con el drama, donde caben las preguntas y las respuestas hasta que cae el telón y se reza el Kadish, sino con la tragedia, ese estupor en el que ya no cabe demanda ni explicación alguna. Hasta que alguien suspiraba, levantaba la copa de vino y brindaba: "¡Lejaim!"...

 - … que quiere decir…

- “¡Por la vida!”... Y volvían a oírse, entonces, los ruidos de la calle,  hasta el loro de la vuelta que cantaba "la Marchita", orgullo que para sus dueños se volvió inquietante en 1955. Yo iba a la escuela Andrés Ferreyra, en Figueroa y Rojas, cerca de casa. Pero es que todo, entonces, quedaba muy cerca, y no porque el mundo fuese más chico, sino porque el barrio, sus inmensos plátanos, su adoquinado pulido por la lluvia, todo era “casa”... El heimlich del que hablaba Freud y todos añoramos... Y se oían voces en la habitación de arriba, murmullos en el comedor, crujidos en la escalera de madera. ¿Cómo todo ese universo sonoro no iba a convertirse en poemas si, para decir lo más complejo, la poesía siempre procura el sonido más puro, más diáfano, más transparente? Es verdad: basta invertir una letra
–"calma por clama, por ejemplo"– para que la Creación se estremezca...

- ¿Qué voces, hablas, idiomas resonaban en tu casa? 

- Una resonancia constante, con su ritmo, sus cadencias, sus andantes y sus fortíssimos, sobre todo cuando la política desataba las tormentas de siempre... "Stalin era un asesino y un antisemita, de acuerdo, pero ¿acaso todos nosotros estaríamos ahora acá, en esta mesa, comiendo tan a gusto, si Stalin, peleando casa por casa, ladrillo por ladrillo, no hubiese derrotado a Hitler en Stalingrado?". O: "Perón reconoció a Israel, y Dios lo bendiga por eso, pero... ¿nos olvidamos de que el GOU era un nido de nazis?". ¿Idiomas? Castellano, ruso, ucraniano, rumano, idish, hebreo, arameo, húngaro (la señora y el señor Klein no decían "sí", sino "igm"...), frases en francés, inglés o  polaco... Para arriesgarse a cruzar la mesa de un lado al otro, el alemán debía recordar que, ante todo, era la lengua de Heine, Goethe, Thomas Mann, Marx, para no hablar de Bach o Brecht o Einstein o Freud o Leibniz, pero, aun así, con todos esos avales, el alemán era mirado o, mejor dicho, hablado de reojo...

- Fonéticamente, el idish es pariente del alemán...

- Sí, pero, "pese a eso", te diría, el idish era el fueguito al que nos arrimábamos todos. Hecho de miríadas de chispeantes diminutivos, gestos exagerados, inagotable humor, suspiros cada vez más hondos, el idish era el refugio de todas las ternuras, las tristezas, las caricias, los sueños de redención... y también de los secretos, porque los mayores lo hablaban cuando no querían que los chicos nos enterásemos... Mis padres nunca me hicieron estudiar el idish, convencidos de que no era más que "un dialecto de la Diáspora", frente a la santa  restauración de "nuestra lengua eterna": el hebreo... Pero, como dice un mismo refrán en idish, "las aguas calladas horadan más profundamente"... Y  como si lo hubiese estudiado, hoy lo hablo o, mejor dicho, lo saboreo, lo disfruto, lo amo.

- ¿Qué lugar ocupaba el castellano?

- El  castellano lo unificaba todo, incluso al precio de ser sometido a los peores tormentos... Los más festejados eran los cometidos por escrito en alguna libretita de almacenero, como "1K de arina" o "porrotos úmedos"... Parece de sainete, pero por ahí nomás. Una vez, por ganas de darse importancia, mi tío Manolo dijo: "¿Para qué la hache si no se pronuncia?". A lo que alguien respondió: "¿Acaso la primera letra del hebreo, que es sagrado, no es la alef y es muda? Si Dios lo decidió así  es porque el silencio también dice algo... ¿o no?". Y alguien, para algunos sospechado de masón, acotó: "El problema no son las letras, sino el blanco que hay entre las letras... Por ahí se cuela todo…”.

- Como dice un poema tuyo: “y por la gotera más tonta se cuela el diluvio”… 

- Sí, y la discusión podía seguir horas. Mi ídolo, mi tío Manolo, comunista, mujeriego, íntimo de Fidel Pintos y Panchito Cao y hombre de la noche, reivindicó su ateísmo marxista-leninista, dio el portazo y se fue... Finalmente, alguien suspiraba: "Dios mismo se quedó más mudo que la alef cuando pasó lo que pasó... ¿o no?". Y volvía a imponerse el silencio, ese silencio severísimo, hasta un nuevo "¡Lejaim!". En cuanto al castellano, que me preguntabas…. Como el personaje de Molière, que hablaba en prosa sin saberlo, te diría que desde siempre escribí en castellano sin saberlo. Esa confusión entre "idioma/lengua/escritura/lengua poética" le valió la vida a Paul Celan... Yo desde siempre dije mamá y no máthushka ni mámele ni ima... Siempre tengo presente la pregunta de San Agustín: ¿En qué idioma habló Dios al hacer la Creación si los idiomas aparecieron a partir de la Torre de Babel, un hecho posterior a la Creación? San Agustín entendió que antes de los idiomas habló una Voz... Acaso esa Voz sea la lengua poética...

-  ...pero el poeta, humano, escribe después de la Torre, en la ciudad o para la ciudad...

- Claro... La lengua poética es una marmita insondable, donde, en mi caso, también se cuecen la revista Rayo Rojo, con Colt Miller el Justiciero, y Sandokán y la Historia de Grosso y Los tres mosqueteros y La razón de mi vida, la editada por Peuser, y no menos borbotean los Diálogos con Leucó, de Pavese... Y los sonetos de Garcilaso, y Éluard y Ungaretti, Juan Ele, Luchi, Aguirre o la inmensa Szymborska o González Tuñón, quien dijo: "me quiero ir al Turquestán porque es una linda palabra"...

- Turquestán o la Paternal… 

- El barrio ya era parte de la geografía del Turquestán... Leo el Antiguo Testamento, por ejemplo, y miro el dibujo de las letras hebreas, como si la página fuese una visión, más plástica que literaria. Es curioso: hace años que dejé de escribir "poemas sueltos", como si todos los poemas fuesen parte de un mismo organismo en constante nacimiento...

- Me parece muy exacto lo que dice Gelman en la contratapa de La Academia de Piatock: “La pasión de Alberto Szpunberg conjunta el ritmo del poema con el ritmo de la prosa, de tal modo que resuelve los géneros en un solo movimiento". 

-Es generoso Gelman... Pero el asunto no son los "géneros", siempre relativos, sino ese "solo movimiento". Me emocionan los versículos, que no son ni tienen por qué ser  "verso" o "estrofa" o "prosa"... La cadencia de los Salmos, por ejemplo, o el ritmo todopoderoso de Walt Whitman.

- Sé que no te gusta que te consideren un "poeta comprometido"...

- Me enfurece... Nada que ver... El "compromiso" es una redundancia... Se está o no se está... Lo digo en El síndrome Yessenin: "¿Para qué el mensaje si existe la palabra?".

- Pero en Traslados ponés palabras que nadie entiende...

- Sí,  deslizo citas en arameo, sin traducir. No es una maldad mía, aunque lo parezca, y muy probablemente lo sea, pero esas palabras son el castellano "mío", mi lengua poética... Incluso, la cara del lector ante esas palabras impronunciables se suma al poema, aun a riesgo de que después tire el libro por la ventana...

- Dijo Hugo Padeletti que, si la estructura sintáctica de un poema es "coherente y animada, el poema tiene vida"… La sintaxis como "estructura sonora" es clave en tu poesía ¿no?…

- Habría que ver qué es "una estructura sintáctica coherente y animada". Tiendo a pensar que la poesía es "desestructurante", subversiva, y responde más al caos que al orden... No pone las cosas en su lugar: des-coloca. Un niño nace, llora, gesticula, parlotea... hasta que habla... Cuando empieza a hablar, los guardianes del orden lo mandan al colegio... Toda clase –vaya palabrita– empieza con un pedido de "¡silencio!"... Entonces, la "estructura sonora" pasa a la clandestinidad... Cuando,  como ocurrió en el Andrés Ferreyra, esa "estructura sonora" se libera y emerge, hay un niño que sale poeta... Pero ¿qué poeta se anota en el registro de un hotel y pone "Profesión: Poeta"? Amós es mi profeta preferido quizá porque dijo: "No soy profeta ni hijo de profeta, sino un pastor de ganado y un recolector de higos chumbos".

Publicado en Ñ Revista de Cultura del Diario Clarín del 23 de noviembre de 2013. 

lunes, diciembre 02, 2013

Ilusión de identidades

Carolina Kelly reseña Fauna / El tiempo todo entero / Algo de ruido hace, de Romina Paula, en el suplemento Cultura del diario Perfil.

Más acá de la presupuesta y siempre divergente puesta en escena, Fauna (2013), El tiempo todo entero (2010) y Algo de ruido hace (2007) de Romina Paula plantean varios ejes que sostienen con inapreciable autosuficiencia el interés por el texto dramatúrgico. En todos, series discontinuas de intertextos funcionan como disparadores de núcleos imaginarios que luego son comentados-actuados en su diferencia.
Tópicos clásicos (el mundo como un teatro y la vida como un sueño) hacen de la representación un complejo de cajas chinas y de las hipótesis fantasiosas de sus personajes la potencia lúdica más vital. Con inteligencia, se reflexiona sobre la imaginación técnica como vía privilegiada de la "visión" ilustrada para repensar rémoras realistas que aún hoy son sostenidas con criterios falaces de verdad y de falsedad. Son textos políticos que celebran un "antiproductivismo" y que festejan la soledad de todo artista como un certero e inútil viaje de destrucción. Hacen andar uniones sociales incestuosas con una sintaxis simple y una capciosa literalidad que se desentiende de eufemismos, protocolos y barroquismos costumbristas. Sin ser textos fantásticos, destronan los tipos y los reflejos del realismo tradicional porque trabajan el desvío, el fragmento y el registro como desembozados y predilectos artificios. Aunque parezcan comedias de los errores, son tragicomedias de la confusión y del absurdo, y el común travestimiento no sólo destruye toda ilusión de identidades sólidas sino que los personajes o devienen siempre otros, o se resisten a la siniestra y aburrida clasificación de los normal y de lo correcto, o defienden sus simbiosis con salvaje amor, siempre ligado a alguna forma de crueldad y de muerte.

Publicado en la edición del domingo 24 de noviembre de 2013. Diario Perfil.