miércoles, septiembre 21, 2022

Alvarez sobre Berryman, Lowell, Plath

 Conocí fugazmente a John Berryman durante mi primera temporada en los Estados Unidos, en una fiesta de Fin de Año en el departamento de Hannah Arendt sobre Riverside Drive, cuando él aún era una joven promesa académica que sólo había publicado un delgado volumen de poemas. Tenía puesto el mismo uniforme anónimo que usábamos todos –saco de tweed, camisa de Brooks Brothers, corbata sobria– pero como si le incomodara, como si fuera un cilicio. Era un hombre de boca tensa, cara larga, rubicunda, modos virulentos y asertivos; exudaba la misma crispación que sus poemas. La segunda vez que lo vi, en Dublín, unos diez años después, se afanaba por terminar su gran ciclo de Cantos del sueño, ya era un poeta famoso y celebrado, había recibido premios y aparecido en la revista Life.

Su cara todavía era temible y sanguínea, pero estaba mayormente oculta tras una barba indómita que le caía sobre el pecho como un babero. Parecía San Jerónimo en el desierto: demacrado, trémulo, al borde permanente del colapso. Fumaba cinco paquetes de cigarrillos al día, tenía una tos salvaje, gritaba cuando se ponía nervioso (a menudo) y por lo general para el mediodía ya estaba completamente borracho. Aunque si no bebía casi no podía interactuar con nadie. Esto nos planteaba un problema serio, ya que yo había ido hasta Dublín, contratado por la bbc, para entrevistarlo, y nuestra ventana de oportunidad para filmarlo era riesgosamente breve. A la mañana temprano todavía tenía resaca, estaba retraído y le costaba hablar, así que un poco más tarde, apenas antes de que abrieran los bares, íbamos hasta la casita que se había alquilado cerca del estadio de rugby de la calle Lansdowne y lo llevábamos al pub de la vuelta, donde lo entrevistábamos. Teníamos más o menos una hora antes de que el alcohol surtiera efecto. Decía cosas brillantes, ingeniosas y por momentos conmovedoras, pero no durante mucho tiempo. Para conseguir media hora de entrevista tardamos tres días.

Sospecho que a Berryman le horrorizaban su alcoholismo y su conducta atroz tanto como a los demás, y por eso trataba de racionalizarlos. Una vez aseguró, en una entrevista para Paris Review: “El artista más afortunado es aquel que debe atravesar un calvario terrible pero no letal. Sólo en esas circunstancias está bien encaminado”. Era una versión moderna de la vieja Agonía Romántica: el poeta como planta sensitiva, alguien nacido para sufrir y para expresar ese dolor de un modo en que los demás pudieran comprender. Pero como Berryman era una persona sofisticada, apuntalaba esa noción tan ingenua con teorías del siglo xx: una estética existencialista en la cual arte y vida están indisolublemente unidas, y una visión psicoanalítica algo tosca sobre el arte como compensación y terapia de autoayuda: “Vamos dejando nuestras dolencias en los libros; presentamos y reiteramos nuestras emociones para dominarlas”, decía Lawrence. En otras palabras: el alcoholismo de Berryman, su mal comportamiento y el sufrimiento que causaba en quienes lo rodeaban eran el precio inevitable del genio. La poesía justificaba ese costo.

Así, al menos, era como lo veía él; pero había algo más en juego, algo bastante menos trágico y heroico. Hacia el final de su vida, Berryman escribió una novela sobre el alcoholismo, Recovery, cuyo protagonista tiene problemas muy parecidos a los suyos y un currículum vitae aun más impresionante. El personaje se llama Alan Severance, es doctor en medicina y en letras, profesor de inmunología y biología molecular y además docente de un curso de humanidades. Al igual que Berryman, Severance es alcohólico y está al límite de sus fuerzas. Al igual que Berryman, fue entrevistado por las revistas Time y Life. Y dice lo siguiente: “Durante veinte años cada tanto había pensado que realmente su obligación era beber; es decir, sacrificarse. Creía que el resultado valía la pena”. Como yo aprecio mucho la obra de Berryman –algunos poemas de Cantos del sueño me parecen de lo mejor que se ha escrito en el siglo xx–, tardé un buen rato en entender que esa frase también podía significar algo completamente distinto: no que se sacrificaba a beber en aras de la poesía, sino que la poesía era su excusa para beber. Se consideraba parte de un mito, miembro destacado de una generación de poetas perdidos o suicidas –Randall Jarrell, Delmore Schwartz, Theodore Roethke, Sylvia Plath–, y en sus últimos años la perdición, el alcohol y el mito parecían importarle más que la poesía. Lo habilitaban a sembrar el caos a su antojo.

Era una libertad ilusoria, más vinculada a su imagen que a su arte, pero él la usaba descarnadamente. Durante el verano de 1966 Berryman vino a Londres para leer en un festival de poesía. Después de su presentación, con Ian Hamilton lo llevamos a comer al Barrio Chino –junto con nuestras respectivas esposas–. Hamilton era editor en The Review, la revista literaria más vital de Gran Bretaña, y estaba a punto de reemplazarme como crítico de poesía en el Observer. La esposa de Ian, Gisela, era una joven alemana tímida, tensa y reacia a las actividades sociales. De hecho acababa de salir del hospital, donde había estado internada a raíz de un colapso nervioso, y se sentía más frágil que nunca.

Berryman desde luego estaba borracho, y el alcohol no hizo más que agudizar su instinto asesino, que dirigió hacia la más débil del grupo. Como él mismo era un experto en crisis nerviosas, por cortesía profesional evitó el tema. Pero se obsesionó con los alemanes. Al principio solapadamente –su falta de sentido del humor– y luego cada vez con mayor ferocidad –la avidez alemana, sus afanes imperialistas–. Terminó con una diatriba sobre lo que habían hecho con los judíos, como si la joven sentada frente a él, que no había abierto la boca, fuera responsable directa de todas esas calamidades. En ese momento Ian dijo “Basta” y se fue del restaurante con Gisela. Cuando nos quedamos solos Berryman farfulló alguna queja y trató de impostar unas disculpas, pero su regocijo era inocultable. Acababa de matar dos pájaros de un tiro: había destrozado a alguien incapaz de defenderse y había cometido una suerte de pequeño suicidio literario al mortificar al marido de la víctima. Imagino que más tarde, una vez sobrio, le habrá echado la culpa al alcohol –eso suponiendo que haya logrado recordar el incidente–.

Su conducta era imperdonable, pero también de una ingenuidad muy curiosa. A Berryman le importaba enormemente su prestigio literario, y se veía a sí mismo en competencia permanente con Lowell; estaban siempre pendientes el uno del otro, como dos rivales aspirantes al título de los pesos pesados: vivían muy al tanto de sus respectivos logros y veían en cada nuevo libro un golpe asestado o un punto favorable en la tarjeta de los jueces. Aun así Berryman era sumamente imprudente y carecía de toda diplomacia. Estaba demasiado a merced de su alcoholismo suicida –o de su autodestrucción alcohólica– como para que le importara el daño que eso le causaba a su reputación. Así que terminó como testigo impotente del grotesco espectáculo que daba. Y como era un hombre inteligente entendía bien lo absurdo de sus acciones, y eso de alguna manera lo redimía. Henry, el álter ego de Berryman que enuncia los poemas en Cantos del sueño, es una zona de desastre en sí mismo, un personaje cómico que interpreta por error una tragedia –una suerte de Jaques el melancólico en el papel de Hamlet–.


* * *


Robert Lowell sufría cada tanto unos arrebatos de locura con los que Berryman ni siquiera se habría atrevido a soñar, pero jamás se comportó de un modo tan horrible, ni siquiera durante esos colapsos nerviosos. Lo vi una única vez en ese estado. De hecho su situación era tan crítica que debieron internarlo. Sucedió en Londres, en el verano de 1970; Lowell terminó recluido en un instituto cerca de Primrose Hill, el Greenways. Su fase maníaca había empezado en el college All Souls, en Oxford, donde daba clases como profesor invitado y donde todos desestimaban sus groserías –la charla arrebatada, las insinuaciones torpes hacia las mujeres de sus colegas– porque las consideraban parte de la conducta esperable de un poeta estadounidense afecto al trago. Cuando esa fase alcanzó su punto más álgido, en Londres, sus amigos lo abandonaron en el asilo y desaparecieron. Su esposa, Elizabeth Hardwick, aún estaba en Nueva York preparándose para ir a vivir un año en Inglaterra, desesperada por su marido pero incapaz de partir antes de haber ultimado todos los detalles. La obsesión más reciente de Lowell, Lady Caroline Blackwood, con quien más adelante se terminaría casando, se había esfumado –no podía ni quería lidiar con su locura–. Greenways era un establecimiento infame, más parecido a un colegio para pupilos que a una residencia psiquiátrica; un sitio indigno para depositar a un poeta tan distinguido. Como no quedaba lejos de mi casa, y además Lowell no tenía otros amigos en la ciudad, lo visité un par de veces hasta que llegó Hardwick.

A pesar de su crisis, hicimos lo mismo que hacíamos cada vez que nos encontrábamos: hablar de poesía. O más bien: yo escuché mientras él monologaba implacablemente sobre el Paraíso perdido y sobre la concepción que tenía Milton de Satanás como héroe trágico. Aunque estaba muy sedado, conservaba un talento asombroso para meterse en la cabeza de otros poetas y recrear su obra desde adentro. Sentado en un sillón junto a la ventana, en piyama, fumaba sin pausa y hablaba sobre ese poema como si lo hubiera escrito él mismo, y convertía el infierno de Milton en un lugar muy similar al que él habitaba en ese momento. Pero conforme la charla avanzaba Satanás se fue transformando misteriosamente en Hitler, y Hitler, de una forma igual de misteriosa, mutó luego en una figura trágica, el mayor incomprendido de nuestra era, alguien arrasado por el orgullo, la ambición y sus turbios colegas, alguien a quien Lowell estaba dispuesto a refundar y reivindicar. ¿Y los judíos? La solución final fue obra de Himmler, respondió Lowell; Hitler nunca supo nada. Su locura sonaba tan razonable y plañidera, y él mismo parecía tan compungido por esa tragedia que no había manera de discutirle ni motivos para ofenderse.

Durante mis visitas al asilo, por supuesto, el pico de su crisis ya había pasado y él estaba repleto de tranquilizantes, pero aún así había algo amenazador en la agitación con la que hablaba y la manera en que se revolvía inquieto en aquel sillón desvencijado, como si en cualquier momento fuera capaz de saltar como un resorte y empezar a destrozar los muebles. Lowell era desprolijo y corto de vista, un hombre de cabeza grande y greñuda, y la mayor parte del tiempo rezumaba amabilidad –una amabilidad intensificada por un acento sureño, extraño y cantarín, que se solapaba con sus vocales bostonianas–. Sin embargo, por debajo de esa dulzura –era alto y fornido y de a ratos tan desmañado que parecía no tener control sobre sus miembros– se olía el tufillo peligroso de la amenaza. Una amenaza que venía implícita ya desde el nombre: nadie lo llamaba Robert; para todos era “Cal”, apócope de Calígula y de Calibán, un alias adquirido en sus años escolares en St. Mark’s, que aludía al pequeño matón hitleriano que anidaba bajo su piel y a quién sabe cuántas otras ignominias que él aún trataba de olvidar.

Por suerte nunca lo vi en sus peores momentos de locura, cuando su Hitler interior salía rabioso a la superficie y hacían falta camilleros y policías para sofrenarlo. Cuando bajaba de esos estados maníacos, o si estaba deprimido, Lowell era una persona totalmente distinta –alguien afable, atento y muy triste, como si estuviera de duelo por los errores cometidos y por las sandeces increíbles que decía durante sus arrebatos–. Si estaba deprimido, toda esa violencia se esfumaba por completo; parecía más joven, vulnerable; daban ganas de cuidarlo. Y exactamente así era cuando creaba sus poemas –jamás escribía si estaba alterado, ni siquiera un poco– y también cuando lo conocí en Boston, a comienzos de 1956, no mucho antes de irme a Nuevo México. Lowell tenía unos diez años más que yo y ya era famoso –casi una década antes su libro El castillo de Lord Weary había sido recibido como una obra maestra y le había valido un Pulitzer, una beca Guggenheim y un premio de la Academia Estadounidense de Artes y Letras–, pero el hombre con el que me encontré para almorzar en el restaurante Athens Olympia parecía tan indefenso que sentí que debía protegerlo, aunque no sabía bien de qué.

La respuesta, supongo, era de sí mismo, pero yo era demasiado joven y narcisista para darme cuenta. Como sea, tanto en aquel primer encuentro como en los muchos que hubo después de lo único que Lowell quiso hablar fue de poesía: los detalles del oficio, el alcance, la historia; poesía en su esencia más pura, sin los habituales chismes sobre el mundillo literario. Parecía un poco apenado por esa monomanía, como si fuera una peculiaridad típicamente estadounidense, otra manifestación de ese ímpetu local que impulsaba a sus coterráneos a hacerlo todo a manos llenas. “La existencia del artista se convierte en su arte”, me dijo una vez. “Ahí halla nueva vida y casi logra desprenderse de su vida anterior.” Lo hacía sonar como si fuera una forma noble de autosacrificio, pero también sabía que esa permutación tenía un precio, sobre todo para sus seres cercanos. Detrás de la ambición artística vibraba una nota distinta, sufriente; como si él fuera incapaz de olvidar el talento que tenía para sembrar el caos. No mucho antes de morir citó, aparentemente a modo de epitafio personal, un comentario amargo de George Santayana: “Me resultó mucho más grato escribir sobre mi vida que vivirla”. A diferencia de Berryman, Lowell creía que ese sacrificio no valía la pena.

Lowell tenía debilidad por algo que él llamaba “la monotonía de lo sublime”, una especie de retórica miltoniana elevada que se abría paso por cuenta propia. Pero en sus mejores momentos la voz de Lowell es única: dúctil, vulnerable, elocuente y tremendamente amarga. Escribe como un hombre embebido en sus sentimientos, alguien con una piel demasiado delgada y capaz de transformar en poesía hasta el incidente más banal, tal como hizo Plath durante el último año de su vida. A mí me sentaba de maravillas. A pesar de Oundle, de mi afición al rugby, al montañismo y a los coches rápidos, me gustaban más los poetas de piel delicada que aquellos con pieles demasiado curtidas, incluso si el precio a pagar por esa fragilidad era una existencia desgraciada, tanto para ellos como para la gente a su alrededor. Mejor eso que la certeza pueril de los poetas del Movimiento, siempre convencidos de que sabían todas las respuestas y que eso los habilitaba a portarse como chicos malcriados.

Lowell se la pasaba perdiendo la cabeza por las mujeres más inconvenientes, pero ni la tosquedad de Berryman en el restaurante chino ni la de Kingsley Amis en Swansea eran su estilo. Al rescate acudía siempre su crianza bostoniana –era simplemente una cuestión de buenos modales y de tradición familiar–. Portar el apellido Lowell conllevaba ciertas responsabilidades: había que estar pendiente de los sentimientos de los demás, ser civilizado, atento, discreto, generoso. A mí me hacía casi la misma ilusión ir a verlo que leer sus libros –a diferencia de Berryman, a quien leía con placer pero cuyo contacto deploraba–.

Al menos ambos estaban igualmente determinados a “hacerlo todo nuevo”. Sin embargo aquel famoso edicto de Pound adquiría otro significado en la Era de la Ansiedad, cuando el psicoanálisis había reemplazado a la política como foco de interés intelectual y el subtítulo de Dr. Strangelove era Cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba. Lowell y Berryman heredaron la libertad y la disciplina de la tradición modernista y la aplicaron a sus turbulentas vidas interiores, creando así nuevas libertades y nuevas disciplinas, tal como los expresionistas abstractos habían hecho en el mundo de la pintura.

Aunque la materia con la que trabajaban resultaba a veces peligrosamente volátil, sus prácticas eran tan rigurosas como las de Eliot. Manejaban sus problemas como si se tratara de algo impersonal, con el mismo desapego artístico que había descripto Coleridge en su Biographia literaria para hablar sobre el trabajo de Shakespeare: “Y, entre tanto, él mismo se mantiene apartado de las pasiones y actúa sostenido sólo por la agradable excitación del fervor enérgico que siente su propio espíritu cuando exhibe de un modo tan vívido lo que ha contemplado con tanta precisión y profundidad”. De ahí provenía eso que Coleridge llama “la alienación, y, si se me permite aventurar tal expresión, el total distanciamiento entre los sentimientos personales del poeta y aquellos que a un tiempo pinta y analiza”. Eliot les había dado la espalda a las formas poéticas tradicionales, pero la tradición en sí le importaba muchísimo y se consideraba un clasicista, alguien distanciado de los sentimientos sobre los que escribía. También Lowell, Berryman y Plath, a pesar de los temas que elegían para su obra. Escribían sobre cosas personales e inestables, pero lo hacían de un modo tan clásico como el de Eliot –eran claros, disciplinados y les prestaban atención a los detalles–.

Por desgracia esa distancia se volvió menos inteligible en los años sesenta, cuando R.D. Laing y sus seguidores pregonaban la sabiduría suprema de la esquizofrenia y Timothy Lear promovía las drogas para expandir la consciencia. Comenzó a circular un nuevo espíritu de ignorancia que anulaba fatalmente toda distinción entre arte y vida. Como consecuencia, los así llamados poetas “confesionales” –por ejemplo Ginsberg– operaban bajo el supuesto de que cualquier trozo de vida, por vulgar que fuera, o cualquier alucinación producto del lsd podía convertirse en un poema si se lo aderezaba con el desenfado suficiente.

El arte, sin embargo, no es algo tan fácil de obtener. No depende de la experiencia personal sino de lo que el artista pueda aportarle a esa experiencia. Los grandes poemas trágicos no están inspirados necesariamente por grandes tragedias; al contrario, a veces pueden gestarse, como sucede con las perlas, por la intrusión de un ínfimo agente irritante, siempre y cuando el mundo interior y secreto del poeta sea lo suficientemente rico. Del mismo modo, cuanto más doloroso y arriesgado sea el tema tanto más delicado será el control artístico necesario para manejarlo. Puede que el neurótico y el artista tengan mucho en común, pero hay una diferencia fundamental entre ambos: el neurótico está a merced de su neurosis, mientras que el artista, por más neurótico que pueda ser fuera de su obra, tiene, en su condición de artista, un entendimiento más realista y concreto tanto de su mundo interior como de su vínculo con las herramientas de su propio arte. Con el debido respeto que merece Laing, la esquizofrenia no es un estado de gracia y no existen atajos hacia la creación artística, ni siquiera los que atraviesan los pabellones psiquiátricos de los hospitales más progresistas del mundo.

La poesía “confesional” apelaba a un estilo irreflexivo e indiscreto que a Lowell, Berryman y Plath nunca les interesó demasiado. Plath exploró la opacidad de su mundo interior con más determinación que los otros y acabó por quitarse la vida; “cuando baja el telón”, escribió Elizabeth Hardwick, “es su propio cadáver el que queda sobre el escenario, sacrificado en pos de su trama”. Pero los poemas que Sylvia escribió durante su depresión suicida son sardónicos, iracundos, implacables y tiernos, además de disciplinados y siempre extrañamente distantes; están llenos de vida, no de muerte. A estos tres poetas les interesaba, sobre todo, llevar algo de orden a sus alborotados mundos interiores, y la recompensa que buscaban no era la satisfacción retorcida de exponerlo todo despreocupadamente sino el placer artístico y objetivo de escribir bien. Hoy en día ese estilo introspectivo ya pasó de moda incluso en los Estados Unidos –y siempre fue demasiado extremo para el gusto británico–, pero creo que alteró la poesía casi tanto como la gran revolución romántica un siglo y medio antes, que fue donde todo empezó.

martes, octubre 12, 2021

Cynthia Edul presenta Un temporal, de Ansilta Grizas

¿Viste que las olas del mar, si las mirás desde abajo, forman una espiral y si caes ahí es probable que no puedas salir? ¿Te acordás cuando íbamos a Chile, cruzando por el Cristo Redentor y vos siempre nos marcabas todas las casitas donde había un cartero? ¿Te dije que siempre que voy a la casa de mi mamá miro fotos viejas? ¿Sabías que en el Ártico, las distancias se miden en sinik? ¿Te acordás cuando almorzábamos todos los viernes juntos en el comedor universitario y siempre pedíamos pastel de papas? Son algunas de las preguntas que le hace la narradora de Un temporal, Ansilta, a su padre enfermo que ya casi no recuerda nada de quien fue, de quienes fueron, de quienes son. Una enfermedad animal que se lo metió en la cabeza como un temporal, que se lo fue llevando, que lo fue endureciendo y que en gran parte del relato, lo tiene ahí, entre estando y no estando, respirando y sufriendo, a él y a ella y a todos los que lo ven yéndose en cuentagotas. Las olas del mar, Chile, el Ártico, los almuerzos en el comedor universitario. La narradora agrega otra pregunta: ¿Qué tendrás miedo de olvidar?


Y la respuesta a esa pregunta, la narradora la asume como una misión que no puede eludir, como un servicio a esa huella que fue la vida juntos. Escribir para no olvidar, escribir “para escarbar en los recuerdos de la vida como en la arena”. Como dice Margaret Atwood en la cita que Ansilta Grizas eligió como epígrafe de su novela, y que es una brújula en esta geografía de la memoria de una vida que vamos a recorrer: 


 “Cuando estás dentro de una historia, cuando la vives, no es una historia sino una confusión; un oscuro rugido, una ceguera, un montón de vidrios rotos y madera astillada; como una casa en medio de un vendaval o un barco aplastado por los icebergs o empujado hacia unos rápidos sin que los que van a bordo puedan impedirlo. Sólo después se convierte en algo parecido a una narración. Cuando lo estás contando a ti mismo o a otra persona”. 


Esa otra persona, podemos ser los lectores, pero es muchas veces y directamente, su padre, ese “tú” al que se dirige para preguntarle si se acuerda y como no se acuerda porque la memoria está siendo llevada por la furia del temporal, la enfermedad animal, le recuerda eso que él era. “Eso eras vos, que siempre tuviste maneras particulares de decir “te quiero”, no en la palabra, sino en el acto. Y siento que escribir esto me ayuda a rastrear esos momentos como si fuera buscar una huella de algo que nunca fue dicho pero que siempre estuvo ahí”. 


Como una casa en medio de un vendaval, así empieza esta novela, con la protagonista, su marido y su hijo, intentando eludir un temporal furioso en el medio de la ruta para llegar a encontrarse con su padre que ya está severamente enfermo. Un barco aplastado por los icebergs, ese parece ser el lugar desde el que escribe. En el oscuro rugido, en la ceguera, entre los vidrios rotos que va dejando el temporal a medida que avanza. Ahí la palabra, paciente y sincera, va a ser la pequeña barca para “atravesar el temporal, para salir cuanto antes”. 


“Pienso en esa foto tuya papá, que dejé arriba de mi escritorio, allá lejos, en mi casa de ahora. Te pienso joven en el campo, y ahora vos, así, acá, con el temporal en la cabeza y tus hijos que van llegando a vos por rutas diferentes con un tanto de miedo y otro tanto de tristeza”, dice Ansilta. Y eso es lo que va a pasar en esta novela, un llegar hasta ese padre por las rutas de la memoria, memoria con raíz, raíz en la cordillera, en el desierto, memoria a la que el viento Zonda la amenaza, memoria de humo y de pasto y de flores al costado de la acequia, del color de las achiras, de cardos, de cardos violetas en otoño, del canal del alto y la tierra en los zapatos y en la ropa de tanto caminar. 


Porque en todo está San Juan. Y el Ártico. Una memoria que recorre el desierto más árido y los paisajes más helados y violentos de la tierra en los que la narradora aprende que ahí “la naturaleza te arrasa, te pone en tu lugar”. Estos personajes están en armonía con la naturaleza, la entienden porque entendieron que no la pueden dominar, que eso no es posible, que hay que habitar en los huecos donde la vida es posible y convivir con la hostilidad. De eso también deja registro la novela, de estos baqueanos que son Ansilta y su padre, que conocen los secretos de la naturaleza, que, como todos los que nacieron cerca de la cordillera, pueden saber muchas cosas por la forma de las nubes o lo claro que se ven los cerros. De esa forma de habitar juntos deja registro Un temporal, de un saber adquirido a fuerza de escaladas, caminatas y fogatas, cruces del Cristo Redentor y noches a la intemperie. De un saber distinto, un saber que nos dice también, que la enfermedad es una naturaleza, es parte de la naturaleza y que ahí también hay que aprender a habitar. 


Porque ¿qué es una vida ahí: en el medio de cables y pañales y remedios, entre los olores y las cánulas y los derrames cerebrales y los médicos y sus sistemas de salud que nunca funcionan? Ahí donde todo arrasa con la subjetividad. Como le cuenta la narradora al padre sobre el médico que lo atiende: “Todos sus días para él no son más que síntomas, uno tras otro, tu tiempo es tiempo entre remedios, sos todo un diagnóstico”. En la guardia de un hospital perdido en el medio de un pueblo, atendidos por una enfermera que tenía las zapatillas de Jesica Cirio, ahí donde la conciencia ya se dio por vencida, la enfermera le dice “que le traiga pañales y que lo cambie. Yo no puedo moverlo ni dos centímetros, busco ayuda. De repente la náusea y la desnudez y lo indigno me voltean y me meto una pastilla de menta en la boca. Salgo por la puerta lateral, respiro profundo. En la aureola naranja alrededor de las luces, miles de bichitos vuelan y hacen un zumbido fuerte. También se escucha el ruido del agua de la acequia. Fumo. El cielo es negro como nunca. Allá en la ciudad, el cielo nunca es negro negro”. El cielo y el ruido del agua de la acequia parecen restituir el sentido. Porque ahí donde la subjetividad está siendo arrasada al punto de convertirlo en un tiempo entre remedios, en un simple diagnóstico, la percepción restituye a un mundo de sentidos, a la luz, al sonido, al color del cielo, negro negro, como es el cielo en los pueblos perdidos. 


Cuando lo operan de la cabeza, el poeta Héctor Viel Temperley escribe Hospital Británico, poemario extraordinario sobre la vida y la enfermedad. Entre todos los deseos que enuncia, entre todas sus necesidades (estar oscuras, regresar al hombre, que no lo toque la muchacha, ni el rufián, ni el ojo del poder), pide que no lo toque “la ciencia del mundo”. Eso que te convierte en un tiempo entre remedios, en un diágnostico. Ese es otro saber que la narradora va recuperando en la novela. En la curva siempre descendente de la enfermedad, está la escritura para dar cuenta de la vida, de una vida, de esa vida que se está yendo. Dice Ansilta:  


“Creo que escribir esta bitácora es un poco una vía de escape, hablarte como si todo fuera diferente. Es alivianar la carga. Siempre decías que “al final andamos con lo puesto”. Es también una forma de ir dejando señuelos en el tiempo. Escribir como ir dejando un rastro. Las palabras duelen, vibran, curan, consuelan, repercuten, permanecen”. 


Cuando enferma su madre de Alzheimer, la poeta Tamara Kamenzsain escribe su poemario El eco de mi madre. En esos poemas que acompañan el proceso de la enfermedad y la posterior muerte de su madre, la poeta dice: "No puedo narrar. / ¿Qué pretérito me serviría / si mi madre ya no me teje más?". ¿Qué pretérito nos sirve para poder narrar la mirada de un padre que se va? Ansilta elige el presente, el presente necesario para estar en el foco de la experiencia. El presente que busca conservar un pedazo de vida, la palabra como una cajita que en vez de cazar luciérnagas, intenta cazar un poco de vida, acá, para los que quedan, los que quedamos, en la ondulación del terremoto (en palabras de la autora), en el rastro, en el suceso que queda marcado a fuego, como una cicatriz o un hueco en la piel. Siempre la naturaleza atravesando el sentido, cielo negro, temporal, olor a cardos, humo, pasto y flores al costado de la acequia. 


Escribir, narrar. Por terror al olvido, para encontrar algún vestigio, como residuo de un dolor, como un camino que lleva, como una bitácora de sensaciones y cosas. “Yo escribo esto pensando en vos, papá”, dice Ansilta, “sabiendo que aún estás ahí, pero sé que no te lo puedo leer porque no lo podrías comprender”.


Cuando muere su mejor amiga, Ana Amado, la poeta Tamara Kamenzsain recurre a todos los poetas de su vida, para buscar en ellos poemas que la impulsaran a escribir uno en honor a su amiga, que la homenajeara y que al mismo tiempo lograra un poco calmar el dolor. Y dice Tamara en ese recorrido “lo que me consuela ahora mismo, que evoco a Ana Amado y transcribo este poema de Vallejo para ella y por ella, es la certeza de que la poesía puede hacer algo con las rupturas y las muertes”. Yo le agregaría a Tamara, y con la enfermedad.  Porque de eso y de mucho más se trata Un temporal, la novela de Ansilta Grizas, que se mete en el foco de la enfermedad, en ese punto ciego del que es difícil salir, para con una cadena de brazos y codos (los recuerdos, las palabras que dicen que ahí hubo una vida, que es huella, ondulación, vestigio natural en el alma), para con esa cadena, “hacernos carne con la naturaleza que nos toca, como los inuit”. Porque, como nos dice la narradora, hacerse carne con la naturaleza que nos toca, es más amable y es más humano. 


Si en el Ártico las distancias se miden en sinik, que es una medida que nos da el tiempo que nos llevaría llegar a un lugar, ¿con qué medida vamos a medir la distancia del dolor y de la ausencia, con cuantas cordilleras, cielos, nubes, desiertos, hielos, con cuantas olas del mundo, si la dimensión misma del universo parece no alcanzar?


Le cuenta Ansilta a su padre: 


La banquisa es la capa del hielo que flota en los polos y cambia según la época del año: se derrite en verano y se vuelve a formar en la Noche Polar. Está formada por placas que se mueven constantemente con las mareas. En el límite entre el hielo y el mar se ve su espesor y es ahí donde hay más vegetación y vida marina, y también donde los animales van a cazar, a buscar su alimento. 


También le dice Ansilta: 


La supervivencia es vivir en la banquisa, acomodarse en el recoveco que te es dejado, que se permite. Es aguantar en esa superficie blanca de hielo en el instante previo a que todo se quiebre y se derrita. Es aguantar en el espacio en donde la vida aún es posible. 

Construir con lo que te queda. Convivir con la hostilidad de la naturaleza y en ese entorno hacerse un lugar, habitarlo sin tratar de dominarlo, porque ya no es posible. 

Hay que hacer campamento en la cueva de hielo para pasar la noche. 

Hay que navegar la tormenta hasta atravesarla.


Y también le dice: 


Quiero que sea un texto que diga lo que fuimos. Vos, mi padre, Ansilta, tu hija, hoy madre. 


Andar con lo puesto, hacer campamento en la cueva de hielo para pasar la noche, atravesar la tormenta hasta atravesarla. Mucho para aprender de estos baqueanos, de Ansilta, que tiene nombre de montaña y de su padre, que había tenido mil vidas en una, inabarcable, que fue dejando señuelos en el tiempo y las palabras que curan, consuelan, repercuten y permanecen. Intentan recuperar. 

lunes, noviembre 12, 2018

"El lenguaje es la verdadera forma en que un pueblo habita el mundo"


Eric Barenboim es entrevistado por Dolores Pruneda Paz para la agencia Télam, a raíz de la salida de su novela Suárez en Kosovo:



El escritor y realizador audiovisual Eric Barenboim aseguró que "el lenguaje es la verdadera forma en que un pueblo habita el mundo" y advirtió que "anularlo es imposibilitar su realización".
Además, en una entrevista con Télam, el poeta perfórmatico y realizador audiovisual habló sobre su primera novela, "Suárez en Kosovo", donde logra un relato que cobra fuerza a medida que se entrecruzan los negocios del fútbol con las vivencias de los habitantes de Pristina, capital de Kosovo.
Ganadora de la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires 2017, la novela editada por Entropía narra la llegada de Miguel Suárez, el kinesiólogo amigo de una estrella de fútbol homónima, a Kosovo, para encontrarse con el jugador.
Desde los Estados Unidos, donde el escritor porteño de 31 años cursa una beca en la Maestría de Escritura Creativa de la Universidad de Nueva York, Barenboim dialogó con esta agencia. 

- Télam: ¿El disparador de la novela fue la propuesta al futbolista Luis Suárez a jugar en Kosovo luego de que mordiera a Giorgio Chiellini en un partido?
- Eric Barenboim: No sabemos si esa propuesta existió, o en qué condiciones. Lo que sí hubo fue un artículo periodístico al respecto y después su viralización. Ese fenómeno fue el disparador. De un día para el otro miles de personas compartieron esa información medio disparatada, medio absurda. "Suárez" significa algo más que un apellido, en especial para los fanáticos. Y "Kosovo" es inabarcable. Ese es el tema con los nombres propios y los titulares: esconden cuánto más hay.

- T: La preocupación por el lenguaje como forma de habitar los territorios atraviesa toda la historia. ¿Qué es lo que te interesaba especialmente de ese cruce?
- E.B.: Me gustaría creer que la tierra es de quien la trabaja, pero al final del día la tierra es de quien el Estado certifique. ¿Qué es el territorio? ¿Un lugar donde vive alguien? ¿Un espacio delimitado con fronteras? La relación entre lenguaje y territorio nunca es casual ni natural. Eso es lo que hacen explícito los procesos migratorios: en un lugar determinado una población habla la lengua de otro lugar. Sabemos que el lenguaje no es de los lugares, sino de las personas. Ahí se genera el conflicto. Los nacionalismos acérrimos perciben eso como una amenaza al status quo. Y, en algún sentido, es cierto: nuestro lenguaje tiene el poder de cambiar el mundo. Lo falso e inútil es pretender que el mundo no cambie.
O sea: el lenguaje es la verdadera forma en que un pueblo habita el mundo. Anularlo es imposibilitar su realización. En una novela atravesada por un clima de posguerra me pareció clave hacer énfasis en el lenguaje.

- T: ¿Coincidís con la lectura que se hace del libro y asegura que se trata de una ucronía?
- E.B.: Sí, es la elaboración de esa nota periodística en apariencia absurda que guarda un resquicio de posibilidad. "Imaginate si Suárez hubiera considerado jugar en Kosovo". En definitiva lo más importante es la función de la prensa y la reacción de la gente.

- T: ¿Cómo se cruzan la poesía y la realización audiovisual en tu trabajo?
 - E.B.: La construcción de sentido en ambos lenguajes se parece. Mi fascinación por los dos está en el montaje, en la edición, en que tanto película como poema son constructos. En uno hay planos, en el otro hay versos. Con "Suárez en Kosovo" aprendí que las novelas también toman forma a partir de esos procesos de montaje. Lo que más disfruto de la poesía es la duración, el suceso durante el cual el poema se está recitando. Lo necesario de la presencia, que también está en el cine. Ahí hay otra conexión con la literatura: la mejor literatura es la que nos tiene pendientes, leyendo, profundizando más, con la atención puesta en desmenuzar los recovecos del mundo.

lunes, febrero 12, 2018

La estructura

Romina Paula asiste a la presentación de Peso estructural, de Gonzalo Castro, y lee este texto sobre estructuras y literatura:

"A Gonzalo Castro le gustan mucho las cosas. O ciertas cosas. O cosas que son de un modo particular. Es un preciosista de las cosas, un coleccionista también, de las que le gustan.

Gonzalo, es también y ¿sobre todas las cosas?, un autodidacta. Es, aparte de escritor, diseñador gráfico, músico, cineasta, tenista, ajedrecista, cocinero, carpintero y seguramente esté omitiendo algún otro oficio que desconozco o que él dejó atrás.

A Gonzalo Castro, confirmo ahora, le importan mucho las estructuras.

Las de las frases, doy fe: estuve ahí viéndolo llenar en promedio una hojita por hora. Escribe cada frase como un orfebre; se toma tiempo entre la escritura de una palabra y otra, tacha, duda, vuelve para atrás. Ese trabajo se aprecia en su prosa, tan erudita, precisa y cómica, todo a la vez.

El adjetivo del título Peso estructural reaparece como esqueleto de la narración, de las anécdotas que se despliegan, hacia delante y hacia atrás, en forma de sustantivo.

La estructura de un hotel que se quiebra hasta hundirse.

La estructura de hierro y poleas para una obra de danza de difícil realización.

La estructura de una casa sin paredes internas.

La estructura de un vestido.

La estructura de un piano.

La estructura de un beso.

La estructura de la danza, que es técnica en movimiento.

La estructura del movimiento.

La estructura de unos huesos, que componen un cuerpo.

El delicado equilibrio de esa estructura traccionada hacia abajo por su propio peso, atraído por la gravedad.

La estructura de una relación entre amigas.

La estructura de una relación incipiente, entre dos mujeres.

La estructura de una relación con un hermano.

Lejos.

Que es la estructura de una novela.

Que es la estructura de cada frase también.


Gonzalo se construye un mundo para sí, hablado de ese modo, con un supuesto vínculo con la realidad pero tan propio en el nivel del lenguaje que sus personajes quedan suspendidos en un espacio-tiempo que seguramente no sea el de lo público. Él nos arrastra a la temporalidad caótica de la intimidad, donde dormir puede ser crear obras de danza, y viajar, desplazarse, reposar dentro de un lecho de río yermo. Y si bien en esta novela hay más marcas de época y consumos culturales, eso no desactiva el efecto de extrañamiento, de ostranenie, de para sí.

Como si al escribir Gonzalo se volviera la pequeña Chloé, la niña visionaria de su primera novela, poblando el mundo de plantas, agua y colchones, hablando bien.

Gonzalo también está muy preocupado por la técnica, a todo nivel. Como si quisiera ver de qué están hechas las cosas, esas que le gustan tanto, sus partes: desarma el objeto para darse cuenta, al querer recomponerlo, que una vez inteligido, nada vuelve a ser nunca igual. Que el todo es sus partes para también es algo más, acaso eso inefable que anima todo peso estructural.

miércoles, enero 17, 2018

"Escribo sobre lo que no sé, lo que me interpela tiene que ver con esos agujeros"

Dolores Pruneda Paz lee Las tormentas, de Santiago Craig, y lo entrevista para la agencia Télam:


El libro "Las tormentas" reúne ocho cuentos de Santiago Craig, historias cotidianas atravesadas por el intento de entender qué es el tiempo, donde lo metafísico se cruza con lo corpóreo sin distinciones y desarrolladas en una lengua poética y precisa.

Craig escribió estos cuentos a lo largo de siete años. Los escribió junto a otros libros, como Veintisiete maneras de enamorarse, de pronta aparición (27 relatos vinculados con las relaciones de pareja) y el poemario Los juegos, que apareció en 2012; también hay otro libro de relatos que aguarda su edición, mientras escribe una nueva novela.

Esa forma de funcionar es un poco cómo entiende lo literario Craig, donde la lírica se confunde con la prosa y se desentiende de límites de forma y género. Las tormentas fue un poema que después se convirtió en nouvelle, y luego en el cuento que da título al libro que ahora publica Entropía.

Los parajes alejados y espacios que se despegan del trajín urbano son un recurso en estos cuentos y parte de una geografía adoptada: “Hay dos cosas que me apropié de mi esposa –cuenta Craig a Télam–, el intento de encontrar cuestiones que tienen que ver con lo femenino y los pueblos de provincia. Ella es de Santa Fe, estuve mucho ahí y eso me quedó”. Pero además le interesan las voces y las cadencias que pueda imaginar como lenguaje: "La manera en que yo creo o invento que existen en esos lugares", asevera.

La mirada sobre los hijos y las voces infantiles son otra constante que se despliega en estos textos: "Creo que la paternidad es un lugar donde se mezcla un deber ser que tiene bordes y a la vez no los tiene. Ves cómo se va gestando el ser humano, es raro, veo a mi hija a los ocho años y digo ahora estás siendo lo que vas a ser para siempre y sigo sin entender, no puedo asir eso y llevarlo a un cuento".

Craig nació en Buenos Aires en 1978, estudió psicología en los 90 mientras trabajaba de telemarketer ofreciendo planes de Internet, pero ejerció “poquito”, dice: “Leía a Freud como si fuera literatura”. Hizo un máster en periodismo y ejerció como periodista, asistió a talleres literarios y ahora dicta un taller y trabaja en una consultora.


- Télam: Los textos parecen atravesados por distintas formas de entender el tiempo.

- Santiago Craig: No es una cosa muy racional, no dije voy a hacer un libro sobre el tiempo, tampoco dije voy a hacer un libro, sino simplemente fui escribiendo cuentos a lo largo del tiempo y en general me pasa que estoy pensando todo el tiempo en el tiempo. Eso se filtra en lo que escribo, desde lo autobiográfico y como recuerdo sobre otros, lo que yo imagino de ellos. La sensación obvia es la de no poder asir el tiempo, y en ese esfuerzo por asentar algunas cosas, escribo.


- T: La reiteración, la rutina y la memoria como otra forma de hablar del tiempo también están presentes.

- S.C.: El cuento más representativo de mi idea sobre el tiempo es “Hacer un pozo y meterse adentro”, que trata del esfuerzo de controlar y desarrollar algo –una mirada, una constancia, una permanencia– y todo lo que interfiere en la vida para que eso no suceda. Habla de ese loop. Mientras el protagonista, Bruno, porfía en hacer el pozo, el cuento va evidenciando todo lo otro que va sucediendo en esa vida.

- T: La imposibilidad de comunicación se reitera en los cuentos, algo aparece en “Formosa”, en esos dos hombres que decían “casa, ruta, pueblo agua y todo sonaba a un idioma inventándose”; o en “Olivia”, cuando el narrador escribe sobre su madre cosas como “a los otros no los conocemos nunca”.

- S.C.: Eso me pasa en la vida cotidiana, termino imaginando que hay un código común y que entre todos más o menos sabemos lo que pasa, pero dándome cuenta todo el tiempo de que no hay dos personas que digan lo mismo cuando dicen silla. Es algo muy tangible que siento tal vez con una intensidad un poco atrofiada, muchas veces me reprimo hablar de esas cosas en un contexto del día a día porque en la vida hay momentos en los que no tenés que dudar, pero cuando escribo dudo todo el tiempo de todo, es el lugar donde puedo desplegar esa perplejidad. Pobres tipos sobre los que escribo, están perdidos en esa especie de rulo y de multiplicidad de sentidos, posibilidades y tiempo que se abre permanentemente.


- T: La metafísica y lo corpóreo circulan mucho en los textos, extrañados por una especie de ensoñación.

- S.C.: Me gusta la literatura que borra esa barrera porque me parece más realista, mi vida tiene ese carril: trabajo, subte, marcha, quilombo y una parte mía que percibe y está dentro del cuento. Vivo y pienso así, para mí es cierto lo que me figuro de las cosas, no me pone un límite la cosa en sí, las personas con las que me relaciono son lo que yo me imagino de esas personas y no lo que son. Lo que digo es que son una construcción.


- T: El narrador va variando pero mantiene una conciencia de soledad existencial a lo largo de los textos.

- S.C.: Con un amigo que hablo estas cosas, decíamos que se trata de ver cuán bueno y cuán malo está darse cuenta de algunas cosas y de ver adónde poner el esfuerzo para no verlas y estar más tranquilos. Son bastante evasores los personajes de este libro, pragmáticos es otra manera de decirlo. Yo escribo sobre lo que no sé, lo que me interpela tiene que ver con agujeros, con cosas que no están, escribo siempre rodeando un pozo, esa es la sensación de estar en la escritura para mí.


- T: El caos, como concepto nutriente y creativo se cuela en todo el libro, en las atmósferas de los cuentos, en intervenciones de los personajes y en la estructura de algunos textos, como intentaras dejar a la vista el motor, el corazón de la narración.

- S.C.: Eso es un proyecto de mi escritura, me gusta que, en un punto, se evidencie que se está generando una narración y dejar engranajes a la vista es algo que trato de hacer, es un proceso que está bueno no esconder, me parece que abre más puertas que las que cierra.

- T: La voz de infancia también se reitera en las diferentes historias.

- S.C.: Adoptar esa perspectiva tiene que ver con que hay un resto de las convicciones de infancia que permanece en mÌ, no hay tanta diferencia entre mi perspectiva de hoy y la de los ocho años respecto de varias cosas, y hay muchas cuestiones de base –lo familiar, la permanencia, el grupo– que quedan asentadas. Abrís un poquito esa caja y ese registro está, no se fue.

miércoles, diciembre 20, 2017

Un relato eleático

Virgina Cosin lee Peso estructural, de Gonzalo Castro, y escribe sus impresiones para la presentación de la novela:



Hace unos meses visité el Museo de Historia Natural que está frente al Central Park, en Nueva York. Cuando volví del viaje, releí la novela de Gonzalo Castro y lo primero que se me vino a la cabeza fueron las imágenes de los animales embalsamados que, como atrapados detrás de esas vitrinas iluminadas en forma teatral, parecen haberse detenido en pleno movimiento. Como si alguien hubiera presionado el botón de “pausa”. Pero antes de eso, aún estando en el museo, me acordé de una de mis escenas favoritas de El cazador oculto –o El guardián en el centeno– que transcurre ahí:

“Aquel museo –recuerda Holden Caulfield– estaba lleno de jaulas de vidrio, había todavía más en el piso de arriba, con ciervos que bebían en las aguadas y aves que volaban hacia el sur para pasar el invierno. Las aves más próximas estaban todas embalsamadas y colgaban de alambres, y las más lejanas, sólo pintadas en la pared; pero parecía que todas estuvieran volando hacia el sur y si uno volvía la cabeza y las miraba medio dado vuelta, parecía que todavía estaban más apuradas para volar. Sin embargo, lo mejor que tenía el museo era que todas las cosas estaban siempre en el mismo sitio. Nada se movía. Uno podía entrar allí cien mil veces y el esquimal acabaría de pescar sus dos pescados, las aves seguirían volando hacia el sur y los ciervos continuarían bebiendo en la aguada, con sus hermosas cornamentas y sus gráciles patas delgadas y la india de los pechos desnudos estaría tejiendo la misma manta. Nada sería diferente. Lo único diferente sería uno.”

Juan, encallado en un río seco, en una embarcación precaria, en compañía de dos señoras bahianas, el capitán y un grumete, podría ser una de esas figuras embalsamadas para las que el tiempo deja de transcurrir en el mundo. Ingre, en cambio, se sustenta en el movimiento, pero el pasaje de una posición a otra a otra, como en una coreografía tántrica, va a producirse de modo casi imperceptible hasta llegar al último capítulo, en que el movimiento encuentra un nuevo estado de reposo.

Toda trama literaria está hecha de tiempo y de espacio. Es el lienzo que tensa el escritor y en cuya superficie traza sus líneas argumentales, delinea a sus personajes y despliega, o superpone, las dimensiones de su mundo narrativo. Una manera de leer esta novela sería decir que los protagonistas de Peso estructural son Ingre y Juan, hermanos, huérfanos de padre y madre, que no mantienen en casi todo el libro contacto alguno, salvo en sus rememoraciones. Pero, a la vez, podemos decir que tiempo y espacio son los protagonistas, y que Ingre y Juan son el soporte, o la estructura, que sostiene ese peso.

La precisión verbal de Peso estructural es al lenguaje lo que la precisión del cronómetro es a la medida del tiempo. Diría el narrador que es un “relato eleático”: siempre se puede, entre un intervalo y otro, introducir otro intervalo. A cada objeto, sensación, acción, le cabe su definición exacta, las palabras se ciñen, como la malla de baile en el cuerpo de la bailarina, a eso que quieren decir. La prosa de Gonzalo Castro es excéntrica, si por excéntrica se entiende no rara, ni heterodoxa, sino circundante; bordea los agujeros de lo real. Por más que los signos se aprieten unos con otros más se abre el texto, más asociaciones nos ofrece.

Es, podríamos decirlo así, un texto epidérmico: la interioridad de sus personajes nos es tan inaccesible como nuestro inconsciente; apenas podemos hacer interpretaciones, lecturas. Lo más profundo que hay en el hombre es la piel, como decía Valery.

El narrador mira a sus personajes como una cámara de seguridad, o como la cámara que Ingre instala en su habitación para registrar los movimientos que hace durante el sueño con el objetivo de diseñar una coreografía, o las cámaras de la película que su amiga Leticia le cuenta que vio. No nos devela nada acerca de sus emociones, sus intenciones, o sus anhelos. No los asegura, ni los resguarda, tampoco los controla; los observa, los registra.

El del cuerpo parece ser el único lenguaje descifrable en el mundo de estos dos hermanos. Delia, una de las señoras bahianas que lo acompañan en ese estancamiento que no es deriva ni naufragio, le dice a Juan: “Hay personas que leen los sueños, otras que leen las cartas, la borra del café, otras que leen las líneas de la mano o los colores del ojo. Nosotras leemos el cuerpo en general, la disposición de todo el cuerpo de la persona: su cabeza, el tronco, los brazos. El caminar, el dormir, cómo habla. Leemos todo lo que hace como ser vivo y de ahí sabemos cómo es la persona y lo que le sucede espiritualmente y lo que puede hacer para perfeccionar su vida”. Pero si en algo Juan no cree, o parece no creer, es en algo así como el espíritu. Y aun menos que menos en la posibilidad de perfeccionar su propia vida.

A Juan el estancamiento le abre las puertas de la percepción: sueña como despierto, en la oscuridad alcanza a ver formas que se mueven y escucha sonidos con una nitidez que en el vértigo de la ciudad jamás vería o escucharía. Pero además recuerda, retrocede. La única salida está en lo que fue: la infancia, los diálogos infantiles con la hermana, la ex pareja. Recordar no es, para Juan, recuperar el tiempo, sino perderlo, pero no puede dejar de deslizarse por esa rampa (o por esa trampa).

Como en el dibujito del yin y el yang, donde la oscuridad se reserva un nódulo de luz y en la luz se aloja un nódulo de oscuridad, Ingre-Juan, movimiento-parálisis, sueño-vigilia; hombre-mujer; noche y día, nuevo y antiguo, son dicotomías que, al rozarse, abren un hiato por el que ingresa su opuesto.

Escribe Gonzalo Castro: “Manteniéndose en una somnolencia de estocadas, donde dormir es el reverso de un pensamiento que de todas maneras ya no es consciente, Juan acumula tensión en su hombro izquierdo, articulado de tal manera, que su puño se repliega debajo de su oreja, mientras el bíceps recibe el peso de la cabeza en el punto de contacto con el pómulo”.

Entre el sueño y la vigilia hay narcolepsia, sonambulismo, duermevela, parasomnia... y en esas coyunturas del cuerpo, gracias a las que un miembro puede plegarse y superponerse a otro, el lenguaje articula sus múltiples posibilidades.

Ingre deambula por la ciudad en taxi o caminando o manejando, sin documentos, el Chevy del hermano, en un tiempo actual pero también extemporáneo, porque la novela transcurre en 2005. Aunque Ingre, igual, vive como en otra época; compra y vende objetos antiguos, o tan sólo viejos, y se hace nuevos amigos que –más que porteños y contemporáneos– parecen traídos en la máquina del tiempo desde la Mesa redonda de Algonquín –ese grupo cuya animadora principal era Dorothy Parker y que reunía críticos y periodistas y escritores y actores y actrices, uno más ácido e ingenioso que otro, allá por los veintes–.

Antes de sentarme a escribir esto, googlée los comentarios que otros habían hecho sobre Peso estructural. Beatriz Sarlo, por ejemplo, encontró en los hermanos separados de El hombre sin atributos, de Musil, resonancias de la relación entre Ingre y Juan. Leonardo Sabatella encuentra en Las palmeras salvajes, de Faulkner, el modelo de la estructura narrativa que emplea Gonzalo. Yo, siguiendo en la línea salingeriana, pensé en Franny y Zooey, donde los capítulos no están intercalados, sino que la historia de la hermana y del hermano, que tampoco se encuentran y sólo hablan por teléfono una vez –e incluso esa vez el hermano se hace pasar por otro– se cuenta en dos partes. Ya en Chloé, la nena de Hidrografía doméstica (la primera novela de Gonzalo), creí escuchar el eco de los niños sabios de Salinger. ¿Leyó Gonzalo a Musil, a Faulkner, a Salinger? Y si los leyó, ¿alguno de estos autores acudieron a él cuando escribía, los tuvo presentes, se infiltraron sus voces en la voz del narrador de Peso estructural? Esa clase de filiaciones no le importan en lo más mínimo al autor, sólo al lector que sobre la superficie pulida y brillante del texto puede proyectar todas esas lecturas, porque entre el murmullo de todo lo que se pronuncia y la obra, está eso que sostiene el peso de esta novela y es la literatura.

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lunes, diciembre 04, 2017

"Los ojos son trabajadores calificados"

Emilia Racciatti lee El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon, y entrevista a la autora para la agencia Télam:


En "El trabajo de los ojos", Mercedes Halfon traza un itinerario de interrogantes y reflexiones sobre la mirada, sobre cómo el desplazamiento y la condensación implicados en ese ejercicio construyen un estilo y una identidad, que en este caso toma cuerpo a partir del estrabismo de la escritora.

En "El trabajo de los ojos", editado por Entropía, la narración empieza cuando muere el oculista de la protagonista y eso dispara un recorrido por sus vínculos familiares, desde las enfermedades y cuidados heredados hasta el fantasma de lo que puede pasar con la vista de su hijo, sin dejar de pensar en la mirada como insumo para su trabajo de periodista, crítica de teatro y escritora.

"¿Hasta qué punto los anteojos me generaron entonces una «forma de ver»? ¿Hasta qué punto generaron además una narrativa de mí misma?", se pregunta Halfon durante la entrevista, en la que asegura que "los ojos son trabajadores calificados".

—¿Cómo surgió el trabajo del libro?

—Hace ocho años me invitaron a un ciclo de lecturas organizado por Cecilia Szperling donde la propuesta consistía en producir un texto que diera cuenta de algo privado, íntimo, una confesión. Se me ocurrió escribir sobre mi estrabismo. Un tema que me daba pudor nombrar. Mis problemas en la vista siempre fueron varios, tengo astigmatismo e hipermetropía en escalas elevadas desde los tres años, pero el estrabismo es el que rige todo lo demás. El uso de anteojos desde antes de tener una "forma de ser" me resultaba intrigante.¿Hasta qué punto los anteojos me generaron entonces una "forma de ver"? ¿Hasta que punto generaron además una narrativa de mi misma? Había algo ahí. Toda la cuestión me incomodaba.

—¿Cómo fue el proceso de escritura?

—Me costó escribir, encontrar las palabras, ir al fondo y por eso mismo me di cuenta de que existía un núcleo al que tenía que acceder lentamente. Ese texto tenia cuatro páginas y a partir de ahí pasaron muchas cosas. Tuve distintas hipótesis de lo que el texto podía ser, tuvo momentos en que la ficción era más fuerte, después eso fue como adelgazando y otros aspectos se fueron robusteciendo, fui encontrando un tono, una forma, una estructura. Y a la vez fui leyendo sobre oftalmología, nutriéndome de un lenguaje específico. Mientras estaba en ese trabajo fui madre y abandoné el texto algún tiempo. Después también atravesé la cursada de la Maestría de escritura creativa de Untref donde seguí pensando el texto desde distintos enfoques. Un año después de terminar la maestría quedó esta versión.

—La narradora dice que existe una vinculación entre mirar y escribir. Hay algo de eso que persiste en el libro.¿Cómo explicás esa relación?

—Creo que todo el libro intenta responder esa pregunta. En realidad esa afirmación nace de mi dificultad para mirar y la reflexión sobre por qué, siendo que me cuesta ver, lo que quiero hacer es eso: mirar, leer, escribir, cosas que se hacen con los ojos. Mientras estaba escribiendo este texto, leí en algún lado que el estilo nacía de la debilidad. Todo lo contrario de lo que el sentido común indicaría: que la posesión de un estilo en el arte sería alcanzar una cierta perfección en la ejecución de las formas. Acá se proponía pensar que el estilo está en la falla, en el síntoma, el error convertido en programa, y la escritura como lo que hace cuerpo ese error. La idea me resonó profundamente por el modo en que se inició el proyecto de escritura de este texto, el estrabismo, una falla que me había marcado desde siempre. Esa debilidad constitutiva de mi cuerpo había sido el motor de mi escritura.

—¿Por qué elegiste la cita de Kerouac como introducción? ¿Puede funcionar como anticipo del cruce entre el relato y el ensayo que propone el libro?

—La cita la elegí porque me encanta ese poeta y cuando leí la frase me pareció que anticipaba un poco la idea de obsesión que está en el libro. El ojo dentro del ojo, la piedra dentro de la piedra. Es uno de "sus principios", una lista de 30 ideas sobre literatura que está en el libro, La filosofía de la Generación Beat. Cuando la leí me resultó muy inspiradora, muy graciosa esa lista, principios para abrir, para estimular, no para cerrar nada. Lo cierto es que yo soy poeta, es de ahí de donde vengo y lo que leo la mayor parte del tiempo. No sé si este libro haya terminado siendo de "prosa poética" como en algún momento pensé, pero sin duda la estructura se da por suma, por adición de elementos disímiles, más que por consecución. La narración adelgazada, la metáfora como modus operandi permanente sobre la visión, son elementos que traigo de la poesía, mis armas, digamos, para abordar el texto.

—¿Lo definirías como un ensayo?

—No creo que sea un ensayo, pero sí que tiene elementos ensayísticos, también algunos de crónica, autoficción, otros ficcionales. La verdad es que el género de este libro es un poco misterioso, por eso también los editores de Entropía decidieron publicarlo en la colección Apostillas que sencillamente no responde a esa pregunta, si no que ubica cosas raras, un poco inclasificables, experiencias literarias donde el horizonte es más bien la disolución de los géneros.

—¿Cómo hiciste el título?

—Apareció al final. Como dicen los poetas: bajó. Releyendo uno de los capítulos, el dedicado a Georg Bartisch, de pronto me apareció en relieve esa frase. Porque el trabajo de los ojos ¿cuál es? mirar, analizar, distinguir, ubicar, orientar, percibir/se, conectar, leer, tal vez también escribir. Igual se puede escribir sin ver. Se puede leer sin ver. Pero no siempre fue así. Los ojos realizan un trabajo que es natural, fisiológico, pero también es cultural, emocional e individual. Los ojos pueden dejar de cumplir alguna de sus funciones. Cada ojo puede apuntar a un lugar diferente. Uno puede funcionar y el otro no. Los ojos son trabajadores calificados.

—Trabajás como periodista, poeta y crítica teatral, entre otras labores con las letras ¿Cómo definís tu relación con la escritura?

—Antes me peleaba con esa dispersión, esa condición híbrida, envidiaba a los que podían hacer una cosa y abocarse totalmente, pero al final acepté que eso no me iba a salir nunca. Igualmente creo que en las artes no hay caminos separados y paralelos. El periodismo es mi profesión y me encanta, porque fue lo que a lo largo de los años me permitió seguir investigando, pensando y vinculándome con las cosas que más me interesan. Claro que mi relación con la escritura es central, es siempre el principio y el final de las cosas que hago, el medio por el que mejor me expreso, pero tampoco tengo una idea muy conclusiva de eso. Periodismo, narrativa, poesía se contaminan. Por ejemplo, en mi poesía también está ?-quizás estuvo- muy presente la idea de registro, lo documental. Claro que los procedimientos poéticos ahogan cualquier atisbo de realidad palpable, pero detrás de ellos está lo verdadero, lo auténtico, lo confesional. Me costaría mucho hacer una poesía puramente lúdica, pero nunca se sabe.